El acto de viajar está por lo general asociado a la idea romántica de la aventura, el descubrimiento y la introspección en busca de uno mismo, pero siempre es a la vez externo e interno. La reflexión sobre el ámbito externo significa también pensar lo interior, cavilar sobre sí mismo. Algo así como el personaje de la novela "The razor's edge" (El filo de la navaja) de William Somerset Maugham, que emprende un viaje, simultáneamente exterior e interior, en el cual se expone a la aventura, a la mística y, finalmente, a la lucidez. Este doble reflejo -de lo exterior y de lo interior- es uno de los aspectos más sobresalientes de la crónica, un género que, a diferencia del periodismo, convierte a la información en algo más que lo que caducará al día siguiente.
En todos los recuerdos de viajes se reserva un lugar para lo exótico, aquello que no se puede vivir en tierra propia. En esos casos, el "yo" del escritor actúa con mayor intensidad sobre lo visitado, pasando de una mera descripción a una visión. Es la visión que experimentó Paz Monserrat Revillo y que la llevó a decir, al referirse a la génesis de sus "Perturbaciones de la historia", que "siempre me ha dado la impresión de que los lugares en los que en un tiempo vivieron personajes de una densidad especial o en los que ocurrieron acontecimientos históricos de gran intensidad, conservan de alguna manera huellas de esa energía y de esas presencias".
Visitar la Gran Sinagoga de la calle Dohány en Budapest, en cuyos alrededores, durante la Segunda Guerra Mundial, las tropas de ocupación nazis levantaron un gueto judío desde el que miles de personas fueron enviadas a los campos de exterminio mientras que otras tantas murieron de hambre; recorrer la casa donde vivió Freud en Viena y dejarse impresionar por los objetos de esa estancia, objetos como testigos de la vida cuando ésta ya no está; o fantasear con los acontecimientos que ocurrieron en el interior de Basílica de Santa María del Fiore, el Duomo de Florencia, que involucraron a Giuliano de Medici y su amante Simonetta Cattaneo, en los turbulentos años de la República Florentina previos al Renacimiento, "me otorga -dice la autora- la sensación de ser una 'cazafantasmas' inofensiva y sentimental, y mientras mi imaginación me lo permita no pienso renunciar a este placer estético".
Estos episodios oscuros de la historia, en la pluma de Paz Monserrat Revillo cobran vida como aquellas crónicas de viaje de Alfonsina Storni, quien creó sugestivas piezas que pueden estudiarse tanto como literatura de viaje como ejemplos de crónicas periodísticas. Es que los intereses constantes de la bióloga española, además de la literatura, son el origen, la esencia de las cosas... y las cosas mismas. Hay un viejo poema que decía, palabras más, palabras menos: "Viajar es bueno/ viaja el río/ viaja el mar/ el viento viaja...". Y Paz Monserrat Revillo tiene vocación de viento.
TRAZADO DE UNA CIRCUNFERENCIA
Hace dos mil años las historias iban de dioses. Luego de héroes, más tarde de reyes, y poco a poco se empezó a considerar digno poner en el escenario a personas más corrientes. En la actualidad cuanto más se parezca el personaje a tu vecino mejor. Lo curioso es que algunas de estas personas dignas de ser descritas en un apunte contemporáneo -por parecer vulgares- si se las mira de cerca tienen rasgos heroicos, generosidades regias y a veces en su presencia sentimos esa solemne reverencia que antes se reservaba sólo a los dioses. Como ocurre ante el anciano que vemos en el segundo piso del museo judío anejo a la Gran Sinagoga de Budapest, que aunque no lo parezca está trazando el último fragmento de la línea que cerrará y dará sentido a su vida.
Si conseguimos acercarnos lo suficiente al grupo de cinco turistas americanos que el viejecito lidera, nos daremos cuenta de que su inglés tiene un acento ilocalizable, la barba rala emana un aroma a antiguo, su traje negro tiene un brillo gastado y el kipá que cubre su cabeza le da una autoridad sagrada y melancólica. Su figura se recorta en negro sobre el fondo colorido de camisas, bermudas y sandalias del grupo de turistas, que escuchan atentos.
Se detiene ante cada una de las fotografías que cubren los murales y las explica como si en ello le fuera la vida. La fotografía cobra vida dibujada con todos los detalles que recrea el hombre ceremoniosamente. Historias que no caben en las palabras. Fotografías en blanco y negro que sobrecogen mostrando el asfixiante aislamiento al que fue sometido el gueto, pero también las represalias posteriores de los aliados. Mapas de la ciudad creciendo como una ameba que preceden a ruinas prematuras. Caras, gestos, paisajes devastados. Tristeza y desesperación condensadas en la pared y en la mirada de los que por ahí pasan.
Una pequeña luz alivia este doliente paisaje fotográfico: una serie de marcos con rostros inocuos y en actitud apacible desentonan en ese lugar como lo haría un esmoquin en un campo de batalla. Son las fotografías de los cónsules y diplomáticos de diferentes países que consiguieron salvar a muchos judíos antes de que el hambre y las enfermedades acabaran con casi toda la población judía de Budapest tras el asedio. Se acerca a una de las fotografías y pronuncia lentamente, como si rezara, el nombre del cónsul suizo. El que con sus artimañas diplomáticas consiguió sacar a tiempo del gueto a muchas familias con niños hacia Suiza y darles allí una oportunidad. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que el acento es francés. Y de que uno de esos niños era él.
EL MALETIN
Sophie Freud, nieta de Sigmund Freud y psicoterapeuta ella también, dice en una entrevista que su abuelo era un hombre bueno y afectuoso pero que no sabía nada de sexualidad femenina. También opina que hay otros valores (como el apego, la autoestima o el poder) que pesan más que el sexo como motor del comportamiento. A pesar de su profesión, ella cree que es más curativa una conversación profunda y sincera con un amigo que muchas sesiones de psicoanálisis.
En el nº 19 de la calle Berggasse, en Viena, se encuentra la casa en la que Sigmund Freud vivió y visitó desde 1891 hasta 1938. Allí pasó infinitas horas escuchando a sus pacientes pensar recostados en un lánguido diván. A veces más de nueve al día. Se accede al piso por unas escaleras de madera que crujen como si la historia pesase demasiado sobre ellas. Al subirlas nos añadimos a todos los que acudieron al despacho del Doktor para tratar de arrojar algo de luz a sus oscuridades. Una ventana en un recodo de la escalera nos ofrece la visión de un modesto pero amplio patio de luces, la cara oculta de las fachadas: viejos trastos inservibles en los balcones, paredes tapizadas de musgo, y otras ventanas que se asoman al patio como ojos sin pestañas. El piso decepciona. Uno esperaría encontrar una densidad de energía equivalente a la que se percibe en las iglesias como consecuencia de la acumulación de plegarias y anhelos que se han concentrado en sus paredes. Pero nos parece un teatro sin decorado y con pretensiones didácticas. Espacios vacíos, llenos de turistas que observan con devoción paneles cubiertos con documentos, cartas y fotografías que muestran lo que había allí.
La familia Freud huyó a Inglaterra en cuanto oyeron las pisadas de las botas nazis acercándose a sus vidas. Lo planificaron en muy poco tiempo, pero suficiente como para organizar una mudanza completa. El piso quedó vacío y todos los objetos, libros y muebles fueron trasladados a su nueva vivienda del barrio londinense de Hampstead, donde Freud vivió apenas un año más, para encontrar la muerte estirado en uno de sus divanes. Recostado en una de esas "chaises longues" que tenía en el jardín de Inglaterra, se le puede ver en un documental en blanco y negro que se muestra en una de las salas vacías: vemos a un anciano entrañable cuidado por su solícita mujer, que le sonríe y le cubre con una manta de cuadros.
Justo antes de desmontar el piso de Viena, su yerno se dedicó a fotografiar las estancias del piso desde todos los ángulos, exhaustivamente. Los muebles, los objetos de decoración, las estatuillas de civilizaciones antiguas que coleccionaba (que él llamaba "mis amigos"), los cuadros, los libros… Estos documentos gráficos son los que se pueden ver hoy en el piso (juntamente con autógrafos, cartas y otros papeles) situados en las paredes del mismo espacio en el que estaba lo que muestran. Las fotografías reflejan -como un espejo que se repite a si mismo- lo que hubo en las habitaciones, produciendo una ligera sensación de vértigo.
Hay una habitación recuperada. El contenido de la sala de espera fue devuelto en 1971 a Berggasse 19 por Anna Freud, cuando se abrió la casa al público. Los cuadros originales, un sofá, tres sillas tapizadas y un aparador lleno de objetos muy antiguos. De alguna manera se percibe una cierta impostura en ese pretender no haberse movido de ahí, como si los propios muebles se sintieran intrusos y mostrasen su extrañeza en la forma de ocupar el espacio. Pero hay un lugar genuino en el que todo encaja y el tiempo se condensa: el recibidor. El pequeño recibidor (actualmente la puerta está tapiada y no se entra a través de él) permanece exactamente igual a como estaba cuando funcionaba el consultorio. Probablemente esto es así porque no hay en él nada de valor, pero sin quererlo nos enseña lo más auténtico, lo más valioso. En la puerta una modesta placa. En la pared un sombrero y una gorra deportiva cuelgan de un par de perchas. Un bastón y una cantimplora nos hablan de su afición por los paseos y las excursiones. En el suelo, un ajado maletín de piel nos confirma que la sencillez no está en absoluto reñida con la complejidad, y aún menos con la dignidad y el rigor.
Cuando abandonamos la casa -por otra puerta más grande que han habilitado para la entrada masiva de turistas- enseguida se nos olvida toda la información contenida en los documentos que hemos leído, pero no podemos dejar de pensar en las arrugas apacibles del maletín en el que ese hombre bondadoso transportaba toda su sabiduría y los sueños de sus pacientes. Y comprendemos porque sigue habiendo en ese piso legiones de seres perdidos, incapaces de encontrar la puerta de salida.
ABRIL
En abril de mil cuatrocientos setenta y cinco, pocos días después de que muriera de tuberculosis Simonetta Cattaneo, la que fuera amante de Giuliano de Medici, modelo ubicua de Botticelli e icono de belleza para todos los florentinos, moría asesinado Giuliano en la misa solemne de Pascua. Fue en el momento de la consagración. El cardenal arzobispo de Florencia elevó la hostia y los enemigos de la familia Medici no dudaron en asestar un tajo profundo en el cuello que parecía ofrecerles el joven Giuliano, arrodillado devotamente en su reclinatorio. Era el mes de abril. Con la muerte de Simonetta y de Giuliano se marchitó prematuramente la primavera del Renacimiento, y llegaron tiempos definitivamente más sombríos para Florencia.
Será en abril de este año de mil novecientos setenta que ahora estrenamos. El aire de Florencia estará preñado de una luz especial, que se nos revelará aún más diáfana al salir del oscuro interior del Duomo. Allí, en el interior de la catedral, conseguiré transportarme en el tiempo y revivir la trama de la conspiración de los Pacci contra Giuliano que ahora estoy leyendo en diferentes libros. Oiré el clamor de una multitud desconcertada ante la interrupción repentina de la eucaristía debido a unos movimientos bruscos en el coro, y veré a Lorenzo de Medici saltando sobre la barandilla del presbiterio y refugiándose en la sacristía, y a la gente gritando, y a los conspiradores huyendo… Y a Giuliano tendido en el suelo como un muñeco descosido. Y el olor a incienso y la luz tamizada de la iglesia será la de entonces, no la del próximo abril.
Fantasear sobre otras épocas a partir de los restos que quedan en el presente es uno de los mayores placeres de los que se pueda gozar, aunque probablemente no esté catalogado y no todo el mundo lo conozca. Estoy seguro de que todos los datos que ahora estoy asimilando fluirán entonces ordenadamente, cada uno enmarcado en el edificio o en el cuadro preciso.
Al salir de la iglesia Laura irá de mi mano. Dicen que somos una pareja que llama la atención, pero el viaje de novios a Florencia nos hará aún más vistosos, y espero que más sabios y más serenos. Estaremos iluminados por esa excesiva belleza que, dicen, tiene la ciudad. Yo le explicaré a Laura lo del "síndrome de Stendhal", y ella sonreirá, contribuyendo así a que se cumpla en mí el emborrachamiento de los sentidos que describió el escritor.
Y puestos a llevar al extremo lo de morir de belleza, al bajar las escaleras desde el Duomo a la plaza recibiré una bala extraviada en un fuego cruzado entre mafiosos. Laura se arrodillará a mi lado, me hablará, me dirá que no me vaya. Yo la oiré lejana. Haré un enorme esfuerzo para intentar incorporarme, pero no lo conseguiré.
Y la catedral verde se confundirá con los árboles de mi ciudad, y también con las fotos de los edificios aún no visitados. Intentaré mover los labios. Figuras desdibujadas se inclinarán alrededor. Y hablarán cosas que no comprenderé, y me entretendré, como si tuviera todo el tiempo, imaginando que hablan en un lenguaje secreto que he de descifrar. Y entre las siluetas de los turistas y de la policía, asomarán insistentes, en un segundo plano, otros perfiles conocidos pero antiguos: mis compañeros del colegio y mi madre contándome cuentos, la fuente del parque y mi primera novia, mi abuelo oliendo a tabaco de pipa y el periquito azul. Y les diré a todos que me voy. Y me iré.
Dejaré un bello cadáver, como Giuliano. Laura será Simonetta. Esta vez sobrevivirá a la tuberculosis y se convertirá en una viuda admirada. Luego se volverá a casar, pero siempre me recordará. Ella envejecerá, yo siempre seré joven. Nadie habrá conocido mis defectos, ni mis arrugas, ni mis manías de viejo, y cuando Laura tenga crisis en sus futuros matrimonios, siempre pensará que conmigo habría ido bien. Eramos tan bellos...
Hoy he conseguido volver a sentirlo con toda exactitud. En este abril en el que se cumplen treinta y cinco años de mi boda con Laura, la visión de la catedral de Florencia en un libro de historia de mi nieto, me ha devuelto intacta la sensación de euforia que tenía mientras preparaba nuestro viaje de novios. Cómo mi imaginación bullía enfebrecida buscando información, recopilando datos y anécdotas, imaginando paisajes, tejiendo imágenes reales de la ciudad con proyecciones imaginarias de lo que iba a pasar en ella. Incluso imaginé que no me importaría morir en medio de tanta belleza, qué cosas.
Recuerdo la emoción de Laura al ver por primera vez el exterior de la catedral, esa geografía de motivos geométricos que se repiten infinitamente, dando sin embargo, sensación de unidad. Su boca entreabierta al escuchar la historia de Giuliano y Simonetta, de su destino cruel como el mes de abril. Y su sonrisa al salir de la catedral, sonrisa que mantuvo hasta un instante antes de que le sorprendiera el súbito ataque de corazón que la dejó tan pálida y tan hermosa para siempre en mi recuerdo.