Prolífico crítico literario, novelista y poeta inglés, Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) se destacó por su estilo brillante, vigoroso y agudo. Tras graduarse en la Slade School of Art de Londres comenzó a trabajar en periódicos como el "Daily News" y el "Illustrated London News", y escribió varios artículos para la prestigiosa Enciclopedia Británica. A comienzos del siglo XX publicó algunos libros de poemas, entre ellos "Greybeards at play" (Barbagris en escena) y "The wild knight and other poems" (El caballero salvaje y otros poemas), e ilustró los libros del escritor francés Hilaire Belloc, el más influyente de sus amigos de juventud. En 1904 apareció su primera novela, "The Napoleon of Notting Hill" (El Napoleón de Notting Hill), y cuatro años más tarde "The man who was Thursday" (El hombre que fue Jueves), una de sus obras más recordadas. Por esa época escribió también agudos estudios literarios sobre Robert Browning, Charles Dickens, George Bernard Shaw y William Blake. A partir de 1911 comenzó a publicar la serie de relatos que narran las aventuras detectivescas del afable y católico Padre Brown -que llegarían, a lo largo de su vida, a superar el medio centenar- que le dieron renombre y popularidad y sirvieron para consolidar su fama e instalarlo en la galería de los narradores más ingeniosos de la lengua inglesa. Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, en su caudalosa bibliografía aparecen todos los géneros de la prosa, pasando por el ensayo teológico y el tratado sobre ocultismo hasta la biografía y la crítica literaria. Entre sus obras más destacadas aparecen, además de las ya citadas, las novelas "The ball and the cross" (La esfera y la cruz), "The flying inn" (La taberna errante) y "The man who knew too much" (El hombre que sabía demasiado); las colecciones de relatos "The innocence of Father Brown" (La inocencia del Padre Brown), "The wisdom of Father Brown" (La sabiduría del Padre Brown), "The incredulity of Father Brown" (La incredulidad del Padre Brown), "The secret of Father Brown" (El secreto del Padre Brown) y "The scandal of Father Brown" (El escándalo del Padre Brown); y los libros de ensayos "The victorian age in literature" (La era victoriana en literatura), "Lunacy and letters" (Lectura y locura) -publicados en vida del autor- y "On lying in bed and other essays" (Correr tras el propio sombrero y otros ensayos) -publicados póstumamente-.
Toda gran literatura ha sido siempre alegórica, y alegórica de una visión del universo en su conjunto. La "Ilíada" es grande porque toda vida es una batalla, la "Odisea" lo es porque toda vida es un viaje, el "Libro de Job" porque toda vida es un enigma. Hay una actitud que nos lleva a pensar que la existencia se resume en la palabra "fantasmas"; otra, algo mejor, nos hace pensar en que se resume en las palabras "sueño de una noche de verano". Incluso el melodrama o la novela detectivesca más vulgares pueden ser buenos si expresan algo del deleite de las posibilidades más siniestras, el saludable deseo de oscuridad y terror que nos invade cualquier noche al caminar por un callejón oscuro. Por lo tanto, si la literatura del absurdo va a ser de verdad la literatura del futuro, debe tener su propia versión del cosmos que ofrecer; el mundo no debe ser sólo trágico, romántico o religioso, también debe ser absurdo. Y aquí imagino que la literatura del absurdo acudirá, inesperadamente, en ayuda de la visión espiritual de las cosas.
Han surgido en nuestros días, un tipo en particular de libros y artículos que creo firmemente que pueden considerarse los más idiotas que ha conocido la humanidad. Son más descabellados que la novela de caballerías más absurda, más aburridos que el más soporífero panfleto religioso. Con la agravante de que las novelas de caballerías trataban del ideal del caballero andante, los panfletos religiosos de la religión, pero estos no tratan de nada. Tratan de lo que llaman triunfar. En cada quiosco y en cada revista, uno encuentra obras que le explican a la gente como triunfar en lo que sea. Están escritos por gente que ni siguiera triunfa en escribir un libro.
Está muy claro que en cualquier trabajo honrado, como poner ladrillos o escribir libros, sólo hay dos maneras de triunfar. Una es trabajando muy bien, otra engañando a la gente. Las dos son demasiado sencillas como para requerir que se las explique en un libro. Si uno se dedica al salto de altura, o salta más alto o de alguna forma aparenta que lo ha hecho. Si alguien quiere triunfar jugando al whist, o juega muy bien o lleva cartas marcadas. Se puede desear un libro sobre el salto de altura, se puede desear un libro sobre cómo jugar al whist e incluso se puede desear un libro sobre la manera de hacer trampas jugando al whist. Lo que no se puede desear es un libro sobre el éxito. Y menos como los que se encuentran por centenares esparcidos por el mercado editorial. Puede que uno desee saltar o jugar a las cartas, pero lo que uno no puede desear es leer frases inconexas que le digan que saltar es saltar o que los juegos los ganan los ganadores. En algún sentido vale más leer la mala literatura que la buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre, pero la mala literatura puede hablarnos de la mente de muchos hombres. Una buena novela nos dice la verdad acerca de su héroe, pero una mala novela nos dice la verdad acerca de su autor. Hace mucho más aún: nos dice la verdad acerca de sus lectores; y, cosa muy curiosa, nos dice todo esto mejor y más claramente cuanto más cínico e inmoral es el motivo de su fabricación. La novela sincera presenta la simplicidad de una persona particular; la novela insincera presenta la simplicidad de la humanidad.
Creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. La verdad es que me asombra que el título de este articulo nos vigile ya desde lo alto de cada quiosco. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media.
Lo primero y principal en un cuento de misterio es que su objetivo, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confusos, no importa si les decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Esta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aún que su solución.
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo "Resplandor plateado", de Conan Doyle. Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó. Pues bien, considero a este cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay autentica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen. Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace. El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: "¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico?". Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: "¿Porque el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?". El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor. Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: "Sí, soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores pero, ¿qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?".
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados. E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por la segunda y secreta.
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.
Cualquier inglés que se precie ha leído los relatos de Sherlock Holmes. Son obras tan buenas en su género que es difícil soportar con paciencia la conversación de quienes se dedican sólo a subrayar que no pertenecen a otro género. La cualidad específica de esta clase de relatos es estrictamente eso que llamamos ingenio; es necesario que tengan inventiva, estén bien construidos y posean agudeza, igual que un chiste en un periódico satírico. Una obra así es inefablemente superior a la mayor parte de las obras serias mediocres. Tiene que tener algo; no puede ser una completa impostura. Cualquiera puede fingir que es sabio, pero no que es ingenioso. Los chistes que nos cuentan tal vez sean mucho peores en nuestra opinión que en la de los demás, pero deben ser chistes y no misterios sin forma definida, como tantas obras filosóficas modernas. Muchos que podrían componer un poema épico no sabrían escribir un epigrama. Y lo que es cierto de la anécdota cómica lo es también de esa anécdota más extensa que es el relato de misterio. Cualquier filosofía verdadera es apocalíptica y, si alguien puede ofrecernos revelaciones del cielo, siempre será mejor que si nos ofreciera horribles revelaciones sobre la vida de la alta sociedad. Sea como fuere, yo me quedo con el hombre que consagra un relato breve a afirmar que puede resolver el misterio de un asesinato cometido en Margate antes que con aquel que dedica un libro entero a decir que es incapaz de resolver el problema de las cosas en general.
En una vida larga, desperdiciada, vicariamente malvada y consagrada en su mayor parte a la lectura de relatos de crímenes (obras en las que he depositado mi confianza para que me enseñen las realidades más graves y serias de la existencia), he aprendido la lección, tantas veces repetida, de que el asesino siempre comete algún error. El escritor de relatos de crímenes comete por lo general seis o siete. Hay moralistas quisquillosos que sostienen que el asesinato es un error en sí mismo, y algunos que parecen pensar que casi es un error tan grande describir un asesinato como cometerlo. En cierta ocasión conocí a un hombre que se quedó sinceramente horrorizado al descubrir que yo escribía relatos criminales y que incluso los leía, y el incidente siempre me ha interesado porque fue la única persona a quien he conocido que después resultó ser un criminal. He llegado a pensar que sus objeciones hacia los relatos de detectives no lo eran tanto a que se cometieran crímenes como a que se descubriesen. Pero me resisto a creer que ningún criminal inteligente con quien haya podido relacionarme pudiera creer que yo era capaz de descubrir nada. Es cierto que he escrito relatos de crímenes y que he disfrutado desvergonzadamente al hacerlo; de hecho, he llegado a estar tan absorbido por dicha ocupación que estoy casi convencido de que, aunque hubiese caído un cadáver por mi chimenea, un asesino se hubiese dado a la fuga saltando por encima de mi mesa, una lluvia de balas hubiese tamborileado en mi habitación, una enorme salpicadura de sangre hubiera caído sobre mi papel secante, el grito de un banquero estrangulado hubiese resonado en toda mi casa, o incluso de que hubiesen estampado en mi ventana o pintado en mi pared el terrible símbolo de la Medusa Magenta (el código de la Sociedad Secreta Siberiana que infunde terror en tantos millones de tranquilos hogares del extrarradio), no me habría distraído ni por un instante de mis ocupaciones como detective literario.
Supongo que los escritores de ficción detectivesca raras veces inspiran a los auténticos detectives; a veces aparecen como personajes en las mismas novelas que se supone que deben escribir, pero en realidad tienen bien poco que hacer allí, como no sea morir asesinados. El auténtico asesinato es un asunto que harían bien en evitar. La costumbre de asesinar los distraerá de sus responsabilidades más delicadas, y la costumbre de morir asesinados interrumpirá gravemente su carrera literaria. Más de un literato puede sentarse tranquilamente al lado de la chimenea y dedicarse a planear quince o veinte modos de asesinar a su mujer, y decidir seguir con ella a pesar de las ventajas pecuniarias que podría conseguir. Mientras que, si es tan realista como para intentar poner en práctica alguno de ellos, no sólo correrá el riesgo de perder o herir a una mujer valiosa (cosa que lamentaría en muchos sentidos, incluso en nombre de la causa del arte), sino que además no podrá utilizar ninguno de los otros catorce métodos con ella y tal vez descubra que, incluso aquel ejercicio ínfimo y preliminar, le causa graves molestias y complicaciones. Obviamente, es mucho mejor conservar la primera fragancia de los quince asesinatos, intacta y placentera en su propio plano, y no poner en peligro los demás al reducir uno de ellos al plano de la vida cotidiana, donde tales cosas casi nunca se entienden o aprecian en lo que valen. Que uno le explique o no a su mujer que ha servido de inspiración para tantos crímenes imaginativos -que ha sido la musa de consejos a los asesinos literarios, por así decirlo- depende en gran parte de la teoría de la autosuficiencia artística, y también de la mujer.
Después de todo, el asesino y el literato tienen, en esencia, un mismo objeto moral que persiguen casi codo con codo. Dicho ideal, ese vínculo que los une, es el deseo de ocultar el crimen: el criminal busca ocultarlo de la policía, y el escritor de sus lectores. Y, como he dicho, si el criminal comete un error, el escritor comete muchos. Soy escritor y estoy bastante dispuesto a admitir que apenas he hecho otra cosa. No obstante, me atreveré, en aras de la brevedad, a organizar dichos errores en forma de una serie de advertencias.
En primer lugar, quisiera sugerir a mis colegas vendedores de asesinatos que ha llegado el momento de eliminar por completo el capítulo inicial consagrado a hacer que el protagonista parezca sospechoso. La primera parte de los relatos suele estar llena de coincidencias poco o nada convincentes, pensadas sólo para desviar momentáneamente las sospechas hacia el primer actor o hacia el protagonista de la novela. Ahora bien, el objeto de esta noble forma artística es engañar al lector, y, a estas alturas, nadie se deja engañar ni por un instante por esta parte de la historia. Hay un joven franco, rubio y atlético, que juega al críquet y está felizmente enamorado de la amable y hermosa protagonista. Nadie en el mundo imagina ni por un instante que él pueda ser el asesino. Si acabara siéndolo al final del libro, nos hallaríamos ante un relato de lo más original y sorprendente. Pero cuando sólo se sospecha de él al principio, sabemos que tan sólo nos espera el aburrimiento de ver cómo se le exonera de las sospechas mediante otra larga serie de coincidencias. Es una total pérdida de tiempo ver a la policía sospechando de alguien de quien nosotros mismos no podemos sospechar.
En segundo lugar, acordemos eliminar esa larga distracción a mitad del libro en la que el detective viaja a algún sitio en persecución de alguien y acaba volviendo al punto de partida. El comandante muere asesinado en Surrey; al detective le informan de que alguien que podría ser el asesino vive en Arizona; va a Arizona, descubre que el hombre en cuestión está menos implicado que ese hombre cuyo rostro parece dibujado en la superficie de la luna y vuelve a Surrey. Es una incoherencia; admitamos seriamente que no es más que puro relleno. Hay una ley no escrita que obliga a que la historia avance hacia su solución, y no debería incluir un largo bucle que pueda cortarse sin afectar al auténtico nudo.
En tercer lugar, desde un punto de vista general, una de las falacias que más falsifican nuestro arte es la idea de que debemos confundir al lector. Es muy fácil confundir al lector, poniendo cosas en su camino que él no pueda entender. El arte verdadero consiste en colocar cosas que pueda y deba entender, aunque no llegue a hacerlo. Pero que nadie se engañe en esto, pues se refiere a cosas más profundas que los relatos de detectives. Los hombres sólo pueden seguir la luz, y la emoción consiste en disponer sólo de una luz muy tenue. Pero nadie puede seguir la niebla ni puede emocionarse siquiera con algo que es meramente informe. Si confundimos al lector de manera que no pueda encontrarle sentido a lo que lee, concluirá que no tiene sentido y dejará de leer. Y estará en su derecho de hacerlo.
Y, en cuarto lugar, repetiré con un llanto de imprecación algo que creo haber dicho ya en alguna otra parte, pero que estoy dispuesto a repetir allí donde haga falta. Eviten la Medusa Magenta y manténganse a más de mil kilómetros de distancia de la Sociedad Secreta Siberiana; no porque amenace vuestra vida, sino porque amenaza vuestra alma literaria. Una vasta organización criminal es tan aburrida como una vasta recopilación de estadísticas: hace que incluso el crimen parezca leve y vulgar. La justificación de este tipo de relatos, por rocambolescos e incluso frívolos que puedan ser, es que implican en cierto modo al alma humana. Alguien, aunque sea sólo el mayordomo (y desaconsejo hacer que ellos sean los criminales), ha decidido, ya sea empujado por su corazón o por el odio, a solas con su Dios, aceptar la marca de Caín. Si la marca se reduplica con un sello de goma, igual que si fuese una marca comercial, es el fin de la literatura.