A mediados de la década del '70 del siglo pasado Michel Foucault (1926-1984) publicó dos de sus obras más sustanciales: "Surveiller et punir" (Vigilar y castigar) y "La volonté de savoir" (La voluntad de saber). Por entonces, el filósofo francés se hallaba abocado a la reflexión sobre los mecanismos y las formas históricas mediante las cuales una raza se impuso sobre otras conformando al Estado, el que sería por lo tanto, el resultado de una conquista originaria. Foucault retomó para su análisis la propuesta del historiador y politólogo francés Henri de Boulainvilliers (1658-1722) y sus ponderaciones sobre la conformación del Estado francés. "Desde esta perspectiva -dice David Herrera Santana, profesor de Geopolítica en la Universidad Nacional Autónoma de México-, la noción de una conquista originaria lleva a afirmar que la guerra es el punto de origen de la conformación de las sociedades europeas y que ésta no fue eliminada como eje articulador de las relaciones sociales en adelante, sino que se institucionalizó, se normalizó (en el doble sentido de que se hizo norma y también se volvió normal), se legitimó mediante mecanismos específicos, eminentemente políticos, que la transformaron en una situación regular, en la cotidianeidad en la cual se desenvuelven los interrelacionamientos sociales, siendo entonces imperceptible en esa misma vida social".
No obstante ello, para el jurista y filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004) "la guerra no ha sido siempre igual y, genealógicamente, deben ubicarse algunos elementos que se han añadido y la han transformado en su totalidad. El primero de ellos, el surgimiento de la modernidad y con él, la aparición del capitalismo como sistema de relaciones sociales que ha transformado profundamente la dinámica de la vida social". En este punto específico, la guerra se combina con el proceso de acumulación originaria analizado por Karl Marx (1818-1883), al que definió como "el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción dirigido a transformar los medios de vida en capital y a los productores independientes en asalariados". La guerra, entonces, sería el vehículo para propiciar esta transformación, es decir, para permitir las condiciones de posibilidad de la acumulación originaria la que, a su vez, seguiría dando sentido a la conquista originaria.
Para Foucault, los mecanismos de normalización, disciplinamiento e institucionalización aplicados en el periodo posterior a la conformación del Estado absolutista, permitieron procrear una realidad y una cotidianeidad afín a los intereses, las jerarquizaciones y el ordenamiento de los conquistadores, pero transcurriendo en una normalidad que admitía el desdibujamiento de la conflictividad social y su suplantación por parte de una regularidad de la vida social. "Es ello -dice Bobbio- lo que permitió que la política se convirtiera en la continuación de la guerra por otros medios. Las formas de legitimación del poder responden a esta normalización de la guerra, que gracias a ello se transforma en una guerra permanente". A lo que agrega el filósofo húngaro Karl Polanyi (1886-1964): "De esta forma, la lógica de la guerra se transformó totalmente. Esta ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social".
Entre fines de 1975 y mediados de 1976 Foucault dictó un curso en el Collége de France sobre la genealogía del racismo. Según cuenta el filósofo rumano-argentino Tomás Abraham (1946), Foucault inauguró en esas clases un nuevo recorrido haciendo hincapié en un problema particular: el tema de las poblaciones y el nacimiento de la biopolítica. "Primero plantea un problema teórico, el de la extensión y operatividad de la genealogía, palabra que designa su perspectiva de trabajo. Luego hace jugar esta perspectiva en un aspecto clave de la biopolítica, la que concierne al racismo. La genealogía se inscribe en la tradición nietzscheana que articula las luchas con la memoria, describe las fuerzas históricas que en su enfrentamiento hicieron posible las culturas y las formas de vida. Foucault, como continuador de esta tradición, busca un antecedente que lo llevará mucho más allá de Nietzsche". Esto es lo que denominó "contrahistoria", que fue la que introdujo el modelo de la guerra para pensar la historia. "Puede resultar curioso el interés de Foucault en un discurso que interpreta la historia como una guerra entre razas -prosigue Abraham-, pero es necesario leer con cuidado: se trata de etnias, pueblos que se definen por una lengua, por usos y costumbres comunes. Foucault mostrará cómo la noción de "raza" cambia de sentido en el siglo XIX, el modo en que la guerra de las razas, relatada por los historiadores de la contrahistoria, adquiere un sentido biológico, connotado por el evolucionismo y las teorías de la degeneración de los fisiólogos".
"Il faut défendre la société" (Defender la sociedad) es el nombre que le dio Foucault a ese curso que giró sobre la guerra de razas y su conversión en racismo de Estado. En él, el autor de "Histoire de la folie à l'âge classique" (Historia de la locura en la época clásica), "Naissance de la clinique" (El nacimiento de la clínica) y "Les mots et les choses" (Las palabras y las cosas) no habló del "otro", de la alteridad, del diferente, ni empleó ninguna de las figuras de las morales de la tolerancia o de la hermenéutica de la comprensión. Consideró al racismo como la metafísica de la muerte del siglo XX: "El racismo es la condición de aceptabilidad de la matanza en una sociedad en que la norma, la regularidad, la homogeneidad, son las principales funciones sociales".
El término raza se refiere, en un primer momento, no tanto a la derivación decimonónica que cuajó en el racismo que clasifica étnica y morfológicamente a las poblaciones y a partir de ello elabora conceptos, prejuicios, mitificaciones y teorizaciones justificativas de la dominación y la exclusión, sino a la noción de distintas razas que poblaron el territorio europeo y que, mediante la conquista de territorios, fueron imponiendo su dominación unas sobre otras. Así los sajones, normandos, bretones, galos y demás, son vistos como razas que se impusieron a otras. La imposición de las monarquías absolutas y de las formas estatales de organización socio-política, son interpretadas como la imposición y conquista de unas razas sobre otras y la subyugación de los vencidos. La guerra de razas, en este sentido, es precedente del racismo de Estado de finales del siglo XIX y principios del XX, y éste no es más que una derivación de aquél.
A partir del siglo XVII, se exterioriza la idea según la cual la guerra constituye la trama ininterrumpida de la Historia. Esta idea aparece en forma precisa: la guerra que no para de desarrollarse detrás del orden y la paz, la guerra que trabaja nuestra sociedad y la divide de un modo binario es, en el fondo, la guerra de las razas. Los elementos fundamentales que hacen siempre posible la guerra y aseguran su mantenimiento, su prosecución y su desarrollo, son individualizados muy rápidamente. Más que de conquista y de esclavización de una raza por parte de otra, se habla de pronto de diferencias étnicas y de lengua; de diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; de diferencias de ferocidad y de barbarie. En el fondo, el cuerpo social está articulado en dos razas. Esta idea, según la cual la sociedad es recorrida de un extremo a otro por este enfrentamiento de razas, la encontramos formulada a partir del siglo XVII y actúa como matriz de todas las formas en las cuales, en adelante, serán investigados el aspecto y los mecanismos de la guerra social.
La historia de esta teoría de la guerra de razas adquiere durante la Revolución Francesa, y sobre todo al comienzo del siglo XIX, dos transcripciones. Por un lado, una transcripción explícitamente biológica, operada por otra parte mucho antes de Darwin, y que tomará su discurso (todos sus elementos, sus conceptos, su vocabulario) de una anátomo-físiología. Esto dará lugar al nacimiento de la teoría de las razas en el sentido histórico-biológico del término. Se trata de una teoría -tan ambigua como la del siglo anterior- que se articulará por un lado sobre movimientos de las nacionalidades en Europa y sobre sus luchas contra los grandes aparatos de Estado (especialmente austríacos y rusos); por el otro, sobre la política europea de colonización. Esta es la primera transcripción biológica de la teoría de la lucha permanente y de la guerra de razas. Hay además una segunda transcripción, la que tendrá lugar a partir de la teoría de la guerra social, que se desarrolla desde los primeros años del siglo XIX y que tenderá a cancelar todas las huellas del conflicto de razas para definirse como lucha de clases.
Tenemos entonces aquí, una especie de bifurcación esencial que corresponde a una recuperación del análisis de las luchas en la forma de la dialéctica y a un retomar el tema de los enfrentamientos de razas en la teoría del evolucionismo y de la lucha por la vida. A partir de aquí, siguiendo preeminentemente esta segunda rama, se produjo el desarrollo de un racismo biológico-social. Este racismo se funda sobre la idea según la cual la otra raza no es la que llegó de afuera, no es la que por determinado tiempo ha triunfado y dominado, sino aquella que en forma permanente, incesante, se infiltra en el cuerpo social o, mejor dicho, se reproduce ininterrumpidamente dentro y a partir del tejido social. En otras palabras: lo que en la sociedad se nos aparece como polaridad, como fractura binaria, no sería tanto el enfrentamiento de dos razas extrañas una a la otra como el desdoblamiento de una sola y misma raza en una super-raza y una sub-raza; o también, a partir de una raza, la reaparición de su propio pasado. Brevemente: el revés y la parte inferior de la raza que aparece en ella.
El racismo nació cuando el tema de la pureza de la raza sustituyó al de la lucha de razas, o mejor aún, en el momento en que estaba por cumplirse la conversión de la contrahistoria en un racismo de tipo biológico. El racismo, entonces, no está ligado de modo accidental con el discurso y con la política contrarrevolucionaria de Occidente; no es simplemente una construcción ideológica adicional aparecida en cierta época dentro de un gran proyecto contrarrevolucionario. En el momento en que el discurso de la lucha de razas se transformó en un discurso revolucionario, el racismo fue el pensamiento, el proyecto y el profetismo invertido de los revolucionarios. Pero la raíz de la cual se parte es la misma: el discurso de la lucha de razas. El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero lo representa invertido. Si el discurso de las razas, de la lucha de las razas, fue el arma utilizada contra el discurso histórico-político de la soberanía romana, el discurso de la raza (de la raza en singular) fue una forma de invertir esta arma para utilizar su incisividad en provecho de la soberanía del Estado, de una soberanía cuyo esplendor y cuyo vigor son ahora asegurados no por rituales mágico-jurídicos sino por técnicas médico-normalizadoras. La soberanía del Estado invistió, tomó a su cargo, reutilizó, dentro de su propia estrategia, el discurso de la lucha de razas, pero al precio de la transferencia de la ley a la norma, de lo jurídico a lo biológico; al precio del pasaje del plural de las razas al singular de la raza; al precio, por fin, de la transformación del proyecto de liberación en gestión de la pureza. La soberanía del Estado transformó ese discurso en el imperativo de la protección de la raza como una alternativa y un dique al llamado revolucionario que también, a su vez, derivaba del viejo discurso de las luchas, de los desciframientos, de las reivindicaciones y de las promesas. A partir de fines del siglo XIX aparece ya lo que se podría llamar un racismo de Estado: un racismo biológico y centralizado. Este tema fue, si no profundamente modificado, por lo menos transformado y utilizado en las estrategias específicas del siglo XX.
¿Qué es propiamente el racismo? En primer lugar, es el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir. A partir de la continuidad biológica de la especie humana, la aparición de las razas, la distinción entre razas, la jerarquía de las razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como inferiores, será un modo de fragmentar el campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo, será una manera de producir un desequilibrio entre los grupos que constituyen la población. En breve: el racismo es un modo de establecer una cesura en un ámbito que se presenta como un ámbito biológico. Es esto, a grandes rasgos, lo que permitirá al poder tratar a una población como una mezcla de razas o,más exactamente, subdividir la especie en subgrupos que, en rigor, forman las razas. Son éstas las primeras funciones del racismo: fragmentar, desequilibrar, introducir cesuras en ese continuidad biológica que el biopoder inviste.
La segunda función del racismo es la de permitir establecer una relación positiva del tipo: "Cuanto más mate, hagas morir, dejes morir, tanto más, por eso mismo, vivirás". Diría que el que inventó esta relación ("si quieres vivir debes hacer morir, debes matar") no fue ni el racismo ni el Estado moderno. Es la misma relación guerrera que dice: "Para vivir debes masacrar a tus enemigos". Pero el racismo hará funcionar esta relación de tipo bélico: "Si quieres vivir, el otro debe morir" de un modo nuevo y compatible con el ejercicio del biopoder. El racismo, en efecto, permitirá establecer una relación entre mi vida y la muerte del otro que no es de tipo guerrero sino de tipo biológico. Esto permitirá decir: "Cuanto más las especies inferiores tiendan a desaparecer, cuantos más individuos anormales sean eliminados, menos degenerados habrá en la especie y más yo -como individuo, como especie- viviré, seré fuerte y vigoroso y podré proliferar". La muerte del otro -en la medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente con mi vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura.
No obstante ello, para el jurista y filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004) "la guerra no ha sido siempre igual y, genealógicamente, deben ubicarse algunos elementos que se han añadido y la han transformado en su totalidad. El primero de ellos, el surgimiento de la modernidad y con él, la aparición del capitalismo como sistema de relaciones sociales que ha transformado profundamente la dinámica de la vida social". En este punto específico, la guerra se combina con el proceso de acumulación originaria analizado por Karl Marx (1818-1883), al que definió como "el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción dirigido a transformar los medios de vida en capital y a los productores independientes en asalariados". La guerra, entonces, sería el vehículo para propiciar esta transformación, es decir, para permitir las condiciones de posibilidad de la acumulación originaria la que, a su vez, seguiría dando sentido a la conquista originaria.
Para Foucault, los mecanismos de normalización, disciplinamiento e institucionalización aplicados en el periodo posterior a la conformación del Estado absolutista, permitieron procrear una realidad y una cotidianeidad afín a los intereses, las jerarquizaciones y el ordenamiento de los conquistadores, pero transcurriendo en una normalidad que admitía el desdibujamiento de la conflictividad social y su suplantación por parte de una regularidad de la vida social. "Es ello -dice Bobbio- lo que permitió que la política se convirtiera en la continuación de la guerra por otros medios. Las formas de legitimación del poder responden a esta normalización de la guerra, que gracias a ello se transforma en una guerra permanente". A lo que agrega el filósofo húngaro Karl Polanyi (1886-1964): "De esta forma, la lógica de la guerra se transformó totalmente. Esta ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social".
Entre fines de 1975 y mediados de 1976 Foucault dictó un curso en el Collége de France sobre la genealogía del racismo. Según cuenta el filósofo rumano-argentino Tomás Abraham (1946), Foucault inauguró en esas clases un nuevo recorrido haciendo hincapié en un problema particular: el tema de las poblaciones y el nacimiento de la biopolítica. "Primero plantea un problema teórico, el de la extensión y operatividad de la genealogía, palabra que designa su perspectiva de trabajo. Luego hace jugar esta perspectiva en un aspecto clave de la biopolítica, la que concierne al racismo. La genealogía se inscribe en la tradición nietzscheana que articula las luchas con la memoria, describe las fuerzas históricas que en su enfrentamiento hicieron posible las culturas y las formas de vida. Foucault, como continuador de esta tradición, busca un antecedente que lo llevará mucho más allá de Nietzsche". Esto es lo que denominó "contrahistoria", que fue la que introdujo el modelo de la guerra para pensar la historia. "Puede resultar curioso el interés de Foucault en un discurso que interpreta la historia como una guerra entre razas -prosigue Abraham-, pero es necesario leer con cuidado: se trata de etnias, pueblos que se definen por una lengua, por usos y costumbres comunes. Foucault mostrará cómo la noción de "raza" cambia de sentido en el siglo XIX, el modo en que la guerra de las razas, relatada por los historiadores de la contrahistoria, adquiere un sentido biológico, connotado por el evolucionismo y las teorías de la degeneración de los fisiólogos".
"Il faut défendre la société" (Defender la sociedad) es el nombre que le dio Foucault a ese curso que giró sobre la guerra de razas y su conversión en racismo de Estado. En él, el autor de "Histoire de la folie à l'âge classique" (Historia de la locura en la época clásica), "Naissance de la clinique" (El nacimiento de la clínica) y "Les mots et les choses" (Las palabras y las cosas) no habló del "otro", de la alteridad, del diferente, ni empleó ninguna de las figuras de las morales de la tolerancia o de la hermenéutica de la comprensión. Consideró al racismo como la metafísica de la muerte del siglo XX: "El racismo es la condición de aceptabilidad de la matanza en una sociedad en que la norma, la regularidad, la homogeneidad, son las principales funciones sociales".
El término raza se refiere, en un primer momento, no tanto a la derivación decimonónica que cuajó en el racismo que clasifica étnica y morfológicamente a las poblaciones y a partir de ello elabora conceptos, prejuicios, mitificaciones y teorizaciones justificativas de la dominación y la exclusión, sino a la noción de distintas razas que poblaron el territorio europeo y que, mediante la conquista de territorios, fueron imponiendo su dominación unas sobre otras. Así los sajones, normandos, bretones, galos y demás, son vistos como razas que se impusieron a otras. La imposición de las monarquías absolutas y de las formas estatales de organización socio-política, son interpretadas como la imposición y conquista de unas razas sobre otras y la subyugación de los vencidos. La guerra de razas, en este sentido, es precedente del racismo de Estado de finales del siglo XIX y principios del XX, y éste no es más que una derivación de aquél.
A partir del siglo XVII, se exterioriza la idea según la cual la guerra constituye la trama ininterrumpida de la Historia. Esta idea aparece en forma precisa: la guerra que no para de desarrollarse detrás del orden y la paz, la guerra que trabaja nuestra sociedad y la divide de un modo binario es, en el fondo, la guerra de las razas. Los elementos fundamentales que hacen siempre posible la guerra y aseguran su mantenimiento, su prosecución y su desarrollo, son individualizados muy rápidamente. Más que de conquista y de esclavización de una raza por parte de otra, se habla de pronto de diferencias étnicas y de lengua; de diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; de diferencias de ferocidad y de barbarie. En el fondo, el cuerpo social está articulado en dos razas. Esta idea, según la cual la sociedad es recorrida de un extremo a otro por este enfrentamiento de razas, la encontramos formulada a partir del siglo XVII y actúa como matriz de todas las formas en las cuales, en adelante, serán investigados el aspecto y los mecanismos de la guerra social.
La historia de esta teoría de la guerra de razas adquiere durante la Revolución Francesa, y sobre todo al comienzo del siglo XIX, dos transcripciones. Por un lado, una transcripción explícitamente biológica, operada por otra parte mucho antes de Darwin, y que tomará su discurso (todos sus elementos, sus conceptos, su vocabulario) de una anátomo-físiología. Esto dará lugar al nacimiento de la teoría de las razas en el sentido histórico-biológico del término. Se trata de una teoría -tan ambigua como la del siglo anterior- que se articulará por un lado sobre movimientos de las nacionalidades en Europa y sobre sus luchas contra los grandes aparatos de Estado (especialmente austríacos y rusos); por el otro, sobre la política europea de colonización. Esta es la primera transcripción biológica de la teoría de la lucha permanente y de la guerra de razas. Hay además una segunda transcripción, la que tendrá lugar a partir de la teoría de la guerra social, que se desarrolla desde los primeros años del siglo XIX y que tenderá a cancelar todas las huellas del conflicto de razas para definirse como lucha de clases.
Tenemos entonces aquí, una especie de bifurcación esencial que corresponde a una recuperación del análisis de las luchas en la forma de la dialéctica y a un retomar el tema de los enfrentamientos de razas en la teoría del evolucionismo y de la lucha por la vida. A partir de aquí, siguiendo preeminentemente esta segunda rama, se produjo el desarrollo de un racismo biológico-social. Este racismo se funda sobre la idea según la cual la otra raza no es la que llegó de afuera, no es la que por determinado tiempo ha triunfado y dominado, sino aquella que en forma permanente, incesante, se infiltra en el cuerpo social o, mejor dicho, se reproduce ininterrumpidamente dentro y a partir del tejido social. En otras palabras: lo que en la sociedad se nos aparece como polaridad, como fractura binaria, no sería tanto el enfrentamiento de dos razas extrañas una a la otra como el desdoblamiento de una sola y misma raza en una super-raza y una sub-raza; o también, a partir de una raza, la reaparición de su propio pasado. Brevemente: el revés y la parte inferior de la raza que aparece en ella.
El racismo nació cuando el tema de la pureza de la raza sustituyó al de la lucha de razas, o mejor aún, en el momento en que estaba por cumplirse la conversión de la contrahistoria en un racismo de tipo biológico. El racismo, entonces, no está ligado de modo accidental con el discurso y con la política contrarrevolucionaria de Occidente; no es simplemente una construcción ideológica adicional aparecida en cierta época dentro de un gran proyecto contrarrevolucionario. En el momento en que el discurso de la lucha de razas se transformó en un discurso revolucionario, el racismo fue el pensamiento, el proyecto y el profetismo invertido de los revolucionarios. Pero la raíz de la cual se parte es la misma: el discurso de la lucha de razas. El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero lo representa invertido. Si el discurso de las razas, de la lucha de las razas, fue el arma utilizada contra el discurso histórico-político de la soberanía romana, el discurso de la raza (de la raza en singular) fue una forma de invertir esta arma para utilizar su incisividad en provecho de la soberanía del Estado, de una soberanía cuyo esplendor y cuyo vigor son ahora asegurados no por rituales mágico-jurídicos sino por técnicas médico-normalizadoras. La soberanía del Estado invistió, tomó a su cargo, reutilizó, dentro de su propia estrategia, el discurso de la lucha de razas, pero al precio de la transferencia de la ley a la norma, de lo jurídico a lo biológico; al precio del pasaje del plural de las razas al singular de la raza; al precio, por fin, de la transformación del proyecto de liberación en gestión de la pureza. La soberanía del Estado transformó ese discurso en el imperativo de la protección de la raza como una alternativa y un dique al llamado revolucionario que también, a su vez, derivaba del viejo discurso de las luchas, de los desciframientos, de las reivindicaciones y de las promesas. A partir de fines del siglo XIX aparece ya lo que se podría llamar un racismo de Estado: un racismo biológico y centralizado. Este tema fue, si no profundamente modificado, por lo menos transformado y utilizado en las estrategias específicas del siglo XX.
¿Qué es propiamente el racismo? En primer lugar, es el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir. A partir de la continuidad biológica de la especie humana, la aparición de las razas, la distinción entre razas, la jerarquía de las razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como inferiores, será un modo de fragmentar el campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo, será una manera de producir un desequilibrio entre los grupos que constituyen la población. En breve: el racismo es un modo de establecer una cesura en un ámbito que se presenta como un ámbito biológico. Es esto, a grandes rasgos, lo que permitirá al poder tratar a una población como una mezcla de razas o,más exactamente, subdividir la especie en subgrupos que, en rigor, forman las razas. Son éstas las primeras funciones del racismo: fragmentar, desequilibrar, introducir cesuras en ese continuidad biológica que el biopoder inviste.
La segunda función del racismo es la de permitir establecer una relación positiva del tipo: "Cuanto más mate, hagas morir, dejes morir, tanto más, por eso mismo, vivirás". Diría que el que inventó esta relación ("si quieres vivir debes hacer morir, debes matar") no fue ni el racismo ni el Estado moderno. Es la misma relación guerrera que dice: "Para vivir debes masacrar a tus enemigos". Pero el racismo hará funcionar esta relación de tipo bélico: "Si quieres vivir, el otro debe morir" de un modo nuevo y compatible con el ejercicio del biopoder. El racismo, en efecto, permitirá establecer una relación entre mi vida y la muerte del otro que no es de tipo guerrero sino de tipo biológico. Esto permitirá decir: "Cuanto más las especies inferiores tiendan a desaparecer, cuantos más individuos anormales sean eliminados, menos degenerados habrá en la especie y más yo -como individuo, como especie- viviré, seré fuerte y vigoroso y podré proliferar". La muerte del otro -en la medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente con mi vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura.