CONCIENCIA BREVE
Iván Egüez
Ecuador (1944)
Esta mañana Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un...? De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.
- Estás distraído -me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo.
Después siguió mascullando algo pero yo ya no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el lado del embrague. Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar eso a la calle. Pese a las maromas que hice, me fue imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Pero Claudia estaba arrimada a su puerta, prácticamente virada hacia mí. Comencé a desesperar. Aumenté la velocidad y a poco vi por el retrovisor un carro de la policía. Creí conveniente acelerar para separarme de la patrulla policial pues si veían que eso salía por la ventanilla podían imaginarse cualquier cosa.
- ¿Por qué corres? -me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien empieza a presentir un choque.
Ví que la policía quedaba atrás por lo menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le dije a Claudia saca la mano que voy a virar a la derecha. Mientras lo hizo, tomé el cuerpo extraño: era un zapato leve, de tirillas azules y alto cambrión. Sin pensar dos veces lo tiré por la ventanilla. Bordeé ufano el redondel, sentí ganas de gritar, de bajarme para aplaudirme, para festejar mi hazaña, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía. Me pareció que se detenían, que recogían el zapato, que me hacían señas.
- ¿Qué te pasa? -me preguntó Claudia con su voz ingenua.
- No sé -le dije-, esos chapas son capaces de todo.
Pero el patrullero curvó y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la empresa donde trabajaba Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi haciendo chirriar los neumáticos. Era otra atrasada, una de esas que se terminan de maquillar en el taxi.
- Chao amor -me dijo Claudia, mientras con su piecito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
DE CÓMO QUEDÉ ESTANDO AQUÍ
Hernán Garrido Lecca
Perú (1960)
Todo comenzó, al menos para mí, pocas horas antes. Contemplaba el retrato de mi abuelo -que siempre estuvo sobre la mesa de noche- y, de pronto, el retrato y la mesa se convirtieron en una foto del retrato sobre la mesa. Sin comprender, salté de la cama y el cuarto se redujo a una foto del retrato, la mesa y la cama. Salí corriendo a la calle, miré mi casa y la casa se hizo una foto de la casa. Retrocedí aturdido y las fachadas de todas las casas de la calle se transformaron en una gran foto, un gran mural, ante mis ojos. Empecé a correr hacia el Sur, sabiendo que el gran plano iba ganando terreno atrás. Intenté escabullirme al dar la vuelta a la esquina. Me arrojé de espaldas al edificio pretendiendo verme cubierto por el ángulo recto que allí se formaba. Pero fue tarde. Resbalé al sentir que la esquina se hacía un plano y el edificio una foto en perspectiva. Fue así como quedé estando aquí.
LA TRAVESÍA
Angel Olgoso
España (1961)
Los dos hombres caminamos en silencio sobre la tierra caliente y desolada. Nos trasladamos a algún lugar más herboso, una junquera quizá. El aire de la mañana es ya sofocador. El otro, que va delante, tironea de mí valiéndose de la cuerda que me ató al cuello. Cuando siente hambre, nos detenemos. Aferra su cuchillo curvo, desuella una de mis nalgas, extrae varias porciones mollares y cose el festón de piel. Una vez saciado con mi carne viva, continuamos andando. De este modo, precavidamente, sin acceder nunca a ninguna de mis vísceras, adorna las zonas menos huesudas con una extraña caligrafía de cicatrices. Cuando siente sed, basta una diminuta incisión del cuchillo curvo en una vena estratégica para que se provea de mi sangre, situándose debajo con la boca abierta, como los bebedores de lluvia. Noto entonces el corazón más liviano. El, mostrando en sus movimientos un interés sincero y renovado, presiona otro jirón de tela contra la herida hasta que deja de sangrar. A veces, durante la interminable travesía, creo ver en lontananza un manchón verde, el perfil móvil y ensoñador de un oasis, de un regato, de un espejismo.
LA PULIDORA
José Luis Vasconcelos
México (1969)
Desde esta ventana te miré partir. No te llevaste nada ni volteaste. Fue una tarde de julio o tal vez de septiembre; no sé, de cualquier forma en el cielo no había nubes y la noche entrada devoraba un rojo magenta. Todas las tardes, desde entonces, me asomo para verte partir todos los días. Hay una empleada de limpieza que se encarga de pulir los cristales, realiza su labor con paciencia de ninja; sin quererlo, asea metódicamente tu recuerdo con esos círculos que traza con su trapo negruzco y pegajoso; saca brillo al instante. Hoy la ventana refleja un rostro deformado, angustiado, no es el mío, es de alguien que nunca había visto. La afanadora resbaló del andamio, alguien la jala brutalmente hacia abajo; extiende los brazos hacia las nubes y aferra su mirada a la mía como si yo fuera alguien para impedir que cayera. Yo sólo tengo ojos para ti que vienes a dejarme otra vez, sin voltear siquiera ni llevarte más que mis párpados sobre tu espalda.
COSAS IMPORTANTES
Barbara Greenberg
Estados Unidos (1945)
Durante años los niños se quejaban e insistían:
- ¡Vamos! ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos!
Y prometiste contárselo a los niños alguna vez, más tarde, cuando tuvieran edad. Ahora los niños son tan altos como tu y te enseñan los dientes:
- ¡Cuéntanos!
- ¿Que les cuente qué? -preguntas artificiosamente.
- Cuéntanos Las Cosas Importantes.
Entonces les dices a tus hijos que hay seis continentes y cinco océanos, o al revés. Les dices a tus hijos lo poco que sabes sobre el sexo. Tus hijos te dicen que hay mejores palabras para expresar lo que prefieres llamar El Abrazo Conyugal. Les dices a tus hijos que sean fieles a sí mismos. Ellos dicen que son fieles a sí mismos. Les dices que mienten, siempre te das cuenta cuando mienten. Ellos te dicen que te has vuelto loca. Les dices que a ver qué son esos modales. Ellos piensan que eso lo dices en broma; se ríen. Se te saltan las lágrimas. Les dices a los niños que el alba seguirá a la oscuridad, que entrará la marea, que se renovará la hierba, que a cada puerco le llega su San Martín. Les cuentas historias de El Soldado Más Pequeño, cuyo brazo derecho, que él sacrificó luchando por una causa noble, le volvió a crecer de nuevo. Les dices que si no existiera el Mal no podríamos tener la satisfacción de elegir el Bien. Y si no hubiera dolor, les dices, nunca llegaríamos a conocer el más grande de los goces, que es el alivio del dolor. Te ofreces a hacerles una torta, una torta de chocolate escarchada también con chocolate, la que más les gusta.
- ¡Vamos! ¡Cuéntanos! -dicen los niños.
Les dices a los niños:
- Voy a morir.
- ¿Cuándo?
- Algún día.
- Ah.
Les dices a los niños que también ellos van a morir. Eso ya lo saben. No se te ocurre otra cosa que decirles a los niños. Les dices que lo sientes. Y es cierto que lo sientes, pero los niños ya están hartos de tus excusas.
- Las promesas son para cumplirlas -dicen los niños.
Te darán otra oportunidad de decírselos por tu propia voluntad. Y si no lo haces, no les quedará más remedio que recurrir a la tortura.
LAS MANOS
Félix Terrones
Perú (1980)
Mi mujer tenía hermosas manos, hermosas manos largas que se estiraban por las mañanas cuando se despertaba y me acariciaba la mejilla. Hermosas manos de dedos que recibieron mis votos y también el aro que le ofrecí el día en que nos casamos. Hermosas manos que tejían, entusiastas y contentas, chompitas, mediecitas y mañanitas para el bebé por venir. Hermosas manos que se crisparon y entumecieron como preguntas sin respuestas y ahogadas bajo el peso del almohadón, el mío.
ESCALADOR
Julia Otxoa
España (1953)
El escalador asciende sin cuerdas por la pared de roca, está solo, ayudado únicamente por sus manos que arañan cada mínimo punto de apoyo para seguir hacia lo alto. El escalador es joven pero al cabo de una hora de duro esfuerzo la fatiga comienza a presentarse en una debilidad creciente en sus brazos, en los cada vez más frecuentes calambres de sus piernas que le ponen al borde de una caída que podría ser mortal desde esa altura y él lo sabe, pero sigue ascendiendo, aunque sus manos se equivoquen y se sujeten a puntos de apoyo que no lo son y las piedras soltándose de pronto le recuerden que está en el límite de sus fuerzas y que no fue buena idea la de venir sin cuerdas. Mira hacia lo alto, le quedan escasos metros para llegar a la cumbre, allí en el borde del despeñadero, asomados, esperando que caiga como antes lo hicieron otros escaladores, expectantes le observan una veintena de buitres, en sus fijas miradas, la ansiedad, la espera del festín. El escalador sabe que no hay esperanza, el próximo intento puede ser el de la caída, siente que las fuerzas le han abandonado y ahora ni siquiera tiene ánimos para seguir, tan sólo de permanecer así sujeto en la pared vertical, agarrado a la roca hasta que los músculos aguanten. Bajar es imposible, ascender también. Entonces se acuerda de lo que tantas veces su padre le contó sobre la guerra en aquel lugar, de como en 1936, falangistas y requetés arrojaban desde lo alto de ese mismo despeñadero, conocido popularmente en Urbasa como el Balcón de Pilatos, a todos aquellos denunciados por "rojos". Sí, él ha visto mientras ascendía los huesos de todas aquellas pobres personas desperdigados por todas partes, mezclados con las piedras de las torrenteras, enredados entre las ramas de los árboles que surgen de la pared rocosa, cráneos, tibias, manos, huellas blancas como actas notariales de un tiempo atroz. Pronto sus huesos se mezclarán con todos ellos -piensa el escalador- tan sólo un instante antes de despertar convertido en buitre esperando ansioso junto con sus compañeros que ese diminuto escalador que tiembla junto a la pared caiga al fin de una santa vez.
EL TESORO
Sholem Aleijem
Rusia (1859-1916)
Al otro lado de la montaña, detrás de la sinagoga, hay un tesoro oculto. Así se decía en nuestra aldea. Más no es tan fácil llegar hasta él. Sólo cuando todos los habitantes del pueblecillo vivan en paz y se pongan todos a buscarlo, darán con el tesoro. Así se decía en nuestra aldea. Y cuando todos vivan satisfechos, cuando no haya entre ellos envidia, ni odio, ni guerra, ni maledicencia, ni calumnia, y todos se empeñen, hallarán el tesoro. De lo contrario, se va a hundir profundamente en la tierra. Así se decía en nuestra aldea. Y comenzaron a discutir y a porfiar, a disputar y a debatir, a insultarse y a altercarse cada vez con mayor brío, y todo por el tesoro. Uno decía: "Debe de estar aquí". Otro: "Allí". Y no cesaban de discutir y de porfiar, de disputar y de debatir, de insultarse y altercarse cada vez con mayor brío, y todo por el tesoro; y mientras tanto, el tesoro se hundía más y más en la tierra.
CHICAS CIEGAS
Jayne Anne Phillips
Estados Unidos (1952)
Ella sabía que no eran más que niños en el campo, que venían a ver cómo se emborrachaban con su primer vino. En la pequeña cabaña, una radio vertía promesas negras de amor sensual. Jesse miraba cómo se pintaba el pelo con granadina, salpicándose los brazos de jarabe pegajoso. La fiesta era en una pequeña cabaña, al pie de la colina donde estaba su casa, junto a un campo de hierba crecida donde había serpientes negras que parecían trozos de correa blanda. Las botellas de Ripple estaban vacías y Jesse contaba historias pornográficas de adultos mientras todos se reían; sobre la señora Hicks, la profesora de economía doméstica que siempre los tocaba con aquellas manos húmedas, llenas de hoyuelos. Se hizo de noche y empezaron las historias de miedo. Finalmente, Jesse contó su favorita, una de una chica y su novio que estaban dentro del coche en un camino vecinal. Era una noche como ésta, con viento y lluvia, todo el cielo llorando jugo de papa. Por favor, vámonos, suplica la chica. Parece como si algo estuviera arañando el coche. Por el amor de Dios, refunfuña él, y arranca el coche con un chirrido de neumáticos. Cuando llegan a casa se dan cuenta de que llevan el garfio de un amputado loco enganchado a la puerta. Jesse describía su cara amarilla, pútrida, y el muñón desgarrado. Lo describía jadeando en la hierba, llorando y buscando algo. Se lo imaginaba oliendo a verdura cruda, un vaquero despechado, con pelo trigueño, y se mostró confusa. Gemidos en la oscuridad y voces de falsete. No, no, por favor, no. Risas nerviosas. Sally miró por la ventana de la cabaña. La hierba se está moviendo, dijo. Hay algo que se arrastra. No, no es nada. Sí, hay algo que se acerca, y subió de tono la voz. No son más que chicos que tratan de asustarnos. Pero Sally gimoteaba y agitaba los brazos. De rodillas se abrazó a las piernas de Jesse y murmuraba con la cara hundida en sus muslos. Está bien, voy a llevarte hasta casa. Sally estaba rígida, se clavaba las uñas en la palma de las manos. No se podía mover. Jesse le ató una bufanda alrededor de los ojos y la guió como a un caballo a través del fuego hacia lo alto de la colina, donde estaba la casa, una suave luz envenenada en la ventana. Los niños salieron del campo corriendo y chillando.
FE BAJO LA LLUVIA
Gerson Ramírez
Perú (1969)
Leonardo vio el billete en el suelo y efectuó un cálculo inmediato: con eso era posible remudar un buen par de zapatos. Lo puso entre las páginas de su revista y se alejó de allí rápidamente. Había salido del templo Adventista adonde asistía todos los sábados por la mañana y no pensó en la suerte de la que hablaba siempre, como de una creencia mundana, sino en la voluntad de Dios que ese día había querido congraciarse con él. En el mercado central se probó varios pares de zapatos, pero como ningún modelo fue de su gusto, regresó a su casa, almorzó sin apremios y se tendió en el sofá a dormir la siesta. Cuando despertó, un leve solcito se había animado a calentar la tarde; esto lo animó a dar un paseo por el parque de enfrente, a la hora en que una mujer desconocida y atolondrada indagaba por un billete perdido en la mañana. Leonardo oyó perfectamente lo que sucedía, pero no levantó la mirada; bordeó el parque y se volvió tras sus pasos, porque la voluntad de Dios, esta vez en forma de aguacero, empezó a arreciar como nunca.