Carlos Fuentes ha sido un escritor inventivo y singular que en cada uno de sus libros revolucionó las letras hispanas. Admirador de Miguel de Cervantes (1547-1616), escribió ensayos como "Cervantes o la crítica de la lectura", "La gran novela latinoamericana", en el que dedicó páginas a escritores como Pablo Neruda (1904-1973), José Lezama Lima (1910-1976) y José Donoso (1924-1996) entre muchos otros, o "Geografía de la novela", una serie de pequeños estudios imaginativos e iluminadores sobre, por citar sólo algunos, Augusto Roa Bastos (1917-2005) e Italo Calvino (1923-1985). Fruto de sus inquietudes políticas, Fuentes -quien siempre apeló a la necesidad de que la política se ponga "a la altura de la sociedad y no a la inversa"- escribió también varios textos en ese sentido: "En esto creo" ("La base de la desigualdad en América Latina es la exclusión del sistema educativo. La estabilidad política, los logros democráticos y el bienestar económico no se sostendrán sin un acceso creciente de la población a la educación"), "Contra Bush" ("Las guerras preventivas sirven para justificar los poderes imperiales del presidente Bush, con el objetivo velado de fortalecer el poder de la estructura petrolera-militar que representa. Estas hicieron que se fueran a la cola de la lista aquellos temas que sirven de caldo de cultivo al terrorismo, a saber, la pobreza, la injusticia, la discriminación, el aislamiento cultural y religioso. Con estas acciones el medio ambiente, los derechos de las minorías, la renovación urbana, la cooperación económica, el clamor universal por la educación pasan todos a segundo o tercer término), y "Los 68" ("¿Se hubiese renovado el socialismo y desprestigiado el comunismo en Francia con o sin los eventos del Mayo parisino del '68? ¿Se habrían derrumbado el poder soviético y la satelización de la Europa central con o sin la Primavera de Praga del '68? ¿Hubiese transitado México del sistema autoritario monopartidista a un sistema democrático pluralista sin el sacrificio terrible del '68 en Tlatelolco?). En "Personas", el libro que Fuentes dejó preparado para su edición poco antes de su muerte en mayo pasado, de manera voluntaria pero no ostentosa, están presentes todas sus aficiones y sus gustos artísticos. No siempre está de acuerdo con sus personajes, pero su mirada no es la de un escrutador; ve lo que hay en las obras y no lo que él quisiera que ellos hubiesen realizado. Con una sobria actitud crítica observa a Susan Sontag (1933-2004), quien combatió hasta su misma postura política y, sobre todo, combatió a su enfermedad sin temor, con gallardía, y fue quien puso en evidencia lo que todo poder ofrece, sin maniqueísmos, sin tratar de imponerse como poseedora de la verdad sino, por el contrario, de todas las dudas. Fuentes escribió el texto en diciembre de 2004, tras el fallecimiento de la autora de "Against interpretation" (Contra la interpretación) y "The volcano lover" (El amante del volcán).
Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus, me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de "dandy" neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había adquirido la firma Farrar- Straus y se había distinguido, "rara avis", por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier. Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo -que no una concesión- de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: "¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?". Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa. Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras, sobreviene la "selva salvaje" de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en los propios Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de las intelectuales del Norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical.
Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como "Contra la interpretación" y "La voluntad radical". Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Susan Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy. Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. "El benefactor", "Estuche de muerte", "Yo, etcétera", "El amante del volcán" y "En América" son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como cojurados en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini, y Juan Goytisolo y yo -montoneros hispánicos- a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino "Si una noche de invierno un viajero" y me confió -alegría compartida- que "ésa es la novela que me hubiese gustado escribir". Este sentimiento de la admiración y la sorpresa -la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente- era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado desapercibido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nadas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo "Pedro Páramo" prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en el Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J.M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett "Esperando a Godot", y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos "esperanza". La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: "Como en el béisbol, la tercera es la vencida. "Three strikes and your are out". La "vencida" llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: "La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI".
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de dieciocho años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Angeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de "La montaña mágica" cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor. Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez -ya de grande, Jennifer Jones- en la película "Duelo al sol". Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.