La prolífica obra de Carlos Fuentes (1928-2012), uno de los impulsores y artífices del llamado "boom latinoamericano", abarca la novela, el cuento, el teatro y el ensayo. Hijo de un diplomático mexicano, nació por casualidad en Ciudad de Panamá y pasó su infancia en diversos países del continente americano como Argentina, Chile, Brasil, Ecuador, Uruguay y Estados Unidos. Ya en México, se licenció en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma para luego estudiar Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra, Suiza. Fundador en 1955 de la "Revista Mexicana de Literatura", se esforzó desde su juventud por mantener y enriquecer el idioma. Una batalla que inició en su niñez, ya que, según decía, "estuve a punto de perder mi idioma nativo cada veinticuatro horas". Su prodigiosa bibliografía se compone de, entre otros títulos, "Los días enmascarados", "Cambio de piel", "La región más transparente", "La muerte de Artemio Cruz", "Una familia lejana", "Gringo viejo", "La silla del águila" y "Terra Nostra". En alguna ocasión Fuentes declaró que contaba con los dedos de una mano a sus amigos. Sobre ellos, precisamente, y sobre diversas personalidades que influyeron en su vida y obra, versan los ensayos de "Personas", libro de reciente aparición en el que el autor de "Geografía de la novela" recoge una veintena de semblanzas en las que recuerda anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con las personas que supusieron algo importante en su carrera. Entre ellas está el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), sobre quien Fuentes escribió el texto de presentación de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, un espacio académico que rinde homenaje permanente a la memoria del autor de "Bestiario" y "Las armas secretas", entre muchas otras obras maestras de la literatura universal.
Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo la "Revista Mexicana de Literatura" con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Separatti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar. "Los buenos servicios" y "El perseguidor" aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente. Más tarde, casi como parte de una conspiración, Emma Susana me dejó leer el manuscrito de una novela de Cortázar cuyo eje narrativo era la descomposición del cadáver de una mujer enterrada con máximos honores bajo el Obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En ondas concéntricas, la peste, la locura y el misterio se extendían desde allí al resto de la República Argentina. Finalmente Julio no quiso publicar esta novela; temió que fuese juzgada como un tópico. Lo importante ahora es recordar que él fue un hombre que siempre se reservó un misterio. ¿Cuántas páginas magistrales quemó, desfiguró, mandó a un cesto o a un archivo ciego? Después, sin conocernos aún, me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi primera novela, "La región más transparente". Mi carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón. Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar. Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto vieja, publicada en un número de aniversario de la revista "Sur". Un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado Fúlmine. El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de "Sur": un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada. "Pibe, quiero ver a tu papá". "Soy yo".
Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer. Este era Cortázar entonces, y Fernando Benítez, que acompañaba en la excursión a la plaza del General Beuret, estuvo de acuerdo con mi descripción pero añadió que ese rostro de muchacho, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o alejaba demasiado (pues Julio era una marea, insensible como los movimientos de plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió), empezaba a llenarse de diminutas arrugas, redes del tiempo, avisos de una existencia anterior, paralela, o continuación de la suya. Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray. Lo sabía todo. Era el latinoamericano en Europa que sabía algo más que los europeos. Y ese algo más -el nuevo mundo americano- era lo que los propios europeos inventaron pero no supieron imaginar: el hombre tiene dos sueños, hay más de un paraíso.
Cortázar llegó tarde a México. Me dijo después de su viaje, en 1975, que Oaxaca, Monte Albán, Palenque, eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas de quietud, en silencio, aprovechando eso que Henry James llamaba "una visitación". El silencio se imponía; la contemplación era la realidad. Otro día, yo llegué a Palenque pensando en Cortázar. La presencia de mi amigo argentino en la selva de Chiapas se transformó en una visualización concreta de ese instante en que la naturaleza cede su espacio a la cultura, pero la cultura está siendo recuperada, al mismo tiempo, por la naturaleza. Miedo al desamparo, que puede ser una expulsión, pero también al refugio, que puede ser una prisión. Imagino a Cortázar en el filo de la navaja de una naturaleza y una cultura contiguas pero separadas aún, invitando al espectador a unirse a la intemperie de una o la protección de la otra. Recordé una frase de Roger Caillois, amigo mío y de Cortázar: "El arte fantástico es un duelo de dos miedos". Por supuesto que Cortázar había estado en México antes de estar en México. Había estado en el México del rostro humano del ajolote, mirando a su espectador idéntico desde el fondo de un acuario. Había estado también en el México soñado por un hombre europeo sobre una mesa de operaciones que se sueña tendido sobre la piedra de sacrificios de una pirámide azteca sólo porque, simultáneamente, un azteca está siendo sacrificado en la pirámide y por ello puede soñarse en el blanco mundo de un hospital que desconoce, a punto de ser abierto por un bisturí.
"El espíritu humano tiene miedo de sí mismo", leímos con Cortázar en Bataille : las entradas y salidas del universo cortazariano, sus galerías comerciales que empiezan en París y terminan en Buenos Aires; sus ciudades combinatorias de Viena, Milán, Londres; sus tablones entre dos ventanas de un manicomio porteño; sus largas casas ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido; sus escenarios teatrales invadidos por el entusiasmo de los espectadores o por la soledad de uno solo de ellos, John Howell, incorporado a otra historia que no es la suya. Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene. Por eso eran tan largos los ojos de Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño.
El afuera y el adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad revolucionaria de Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en una convicción, y ésta es que la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo. Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba "la revolución de afuera y la revolución de adentro". Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de un renacimiento oscuro que podía conducirnos a la destrucción de la naturaleza o al triunfo de una utopía macabra y sonriente, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política.
Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo. Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad. Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policíaca en un largo viaje de París a Praga en 1968, con la buena intención de salvar lo insalvable: la primavera del socialismo con rostro humano. Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock... lo recuerdo. En los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de los grandes momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong. Lo recuerdo.
La mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes trotskistas. "Che, Carlos, a ti no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica...". Algo gané, musicalmente. Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio estajanovista de los trabajadores, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola Beltrán cantando "Cucurrucucú, paloma". Lo recuerdo. Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a la caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande. Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable.
Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: "Rayuela" es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás. Porque la obra de Julio Cortázar es una vibrante pregunta sobre el papel posible de la novela por venir: diálogo pródigo, no sólo de personajes, sino de lenguas, de fuerzas sociales, de géneros, de tiempos históricos que, de otra manera, jamás se darían la mano, más que en una novela. Diálogo de humores, añadiría yo, pues sin el sentido del humor no es posible entender a Julio Cortázar: con él soportamos al mundo hasta que lo veamos mejor, pero el mundo también debe soportarnos hasta que nosotros nos hagamos mejores. En medio de estas dos esperanzas, que no son resignaciones, se instala el humor de la obra de Cortázar. En su muy personal elogio de la locura, Julio también fue ciudadano del mundo, como Erasmo en otro Renacimiento: compatriota de todos, pero también, misteriosamente, extranjero para todos.
Le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que, fuera del arte, e incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar. Cortázar nos habló de algo más: del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la imaginación necesaria para tener pasado. Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba.
Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo la "Revista Mexicana de Literatura" con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Separatti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar. "Los buenos servicios" y "El perseguidor" aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente. Más tarde, casi como parte de una conspiración, Emma Susana me dejó leer el manuscrito de una novela de Cortázar cuyo eje narrativo era la descomposición del cadáver de una mujer enterrada con máximos honores bajo el Obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En ondas concéntricas, la peste, la locura y el misterio se extendían desde allí al resto de la República Argentina. Finalmente Julio no quiso publicar esta novela; temió que fuese juzgada como un tópico. Lo importante ahora es recordar que él fue un hombre que siempre se reservó un misterio. ¿Cuántas páginas magistrales quemó, desfiguró, mandó a un cesto o a un archivo ciego? Después, sin conocernos aún, me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi primera novela, "La región más transparente". Mi carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón. Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar. Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto vieja, publicada en un número de aniversario de la revista "Sur". Un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado Fúlmine. El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de "Sur": un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada. "Pibe, quiero ver a tu papá". "Soy yo".
Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer. Este era Cortázar entonces, y Fernando Benítez, que acompañaba en la excursión a la plaza del General Beuret, estuvo de acuerdo con mi descripción pero añadió que ese rostro de muchacho, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o alejaba demasiado (pues Julio era una marea, insensible como los movimientos de plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió), empezaba a llenarse de diminutas arrugas, redes del tiempo, avisos de una existencia anterior, paralela, o continuación de la suya. Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray. Lo sabía todo. Era el latinoamericano en Europa que sabía algo más que los europeos. Y ese algo más -el nuevo mundo americano- era lo que los propios europeos inventaron pero no supieron imaginar: el hombre tiene dos sueños, hay más de un paraíso.
Cortázar llegó tarde a México. Me dijo después de su viaje, en 1975, que Oaxaca, Monte Albán, Palenque, eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas de quietud, en silencio, aprovechando eso que Henry James llamaba "una visitación". El silencio se imponía; la contemplación era la realidad. Otro día, yo llegué a Palenque pensando en Cortázar. La presencia de mi amigo argentino en la selva de Chiapas se transformó en una visualización concreta de ese instante en que la naturaleza cede su espacio a la cultura, pero la cultura está siendo recuperada, al mismo tiempo, por la naturaleza. Miedo al desamparo, que puede ser una expulsión, pero también al refugio, que puede ser una prisión. Imagino a Cortázar en el filo de la navaja de una naturaleza y una cultura contiguas pero separadas aún, invitando al espectador a unirse a la intemperie de una o la protección de la otra. Recordé una frase de Roger Caillois, amigo mío y de Cortázar: "El arte fantástico es un duelo de dos miedos". Por supuesto que Cortázar había estado en México antes de estar en México. Había estado en el México del rostro humano del ajolote, mirando a su espectador idéntico desde el fondo de un acuario. Había estado también en el México soñado por un hombre europeo sobre una mesa de operaciones que se sueña tendido sobre la piedra de sacrificios de una pirámide azteca sólo porque, simultáneamente, un azteca está siendo sacrificado en la pirámide y por ello puede soñarse en el blanco mundo de un hospital que desconoce, a punto de ser abierto por un bisturí.
"El espíritu humano tiene miedo de sí mismo", leímos con Cortázar en Bataille : las entradas y salidas del universo cortazariano, sus galerías comerciales que empiezan en París y terminan en Buenos Aires; sus ciudades combinatorias de Viena, Milán, Londres; sus tablones entre dos ventanas de un manicomio porteño; sus largas casas ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido; sus escenarios teatrales invadidos por el entusiasmo de los espectadores o por la soledad de uno solo de ellos, John Howell, incorporado a otra historia que no es la suya. Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene. Por eso eran tan largos los ojos de Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño.
El afuera y el adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad revolucionaria de Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en una convicción, y ésta es que la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo. Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba "la revolución de afuera y la revolución de adentro". Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de un renacimiento oscuro que podía conducirnos a la destrucción de la naturaleza o al triunfo de una utopía macabra y sonriente, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política.
Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo. Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad. Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policíaca en un largo viaje de París a Praga en 1968, con la buena intención de salvar lo insalvable: la primavera del socialismo con rostro humano. Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock... lo recuerdo. En los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de los grandes momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong. Lo recuerdo.
La mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes trotskistas. "Che, Carlos, a ti no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica...". Algo gané, musicalmente. Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio estajanovista de los trabajadores, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola Beltrán cantando "Cucurrucucú, paloma". Lo recuerdo. Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a la caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande. Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable.
Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: "Rayuela" es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás. Porque la obra de Julio Cortázar es una vibrante pregunta sobre el papel posible de la novela por venir: diálogo pródigo, no sólo de personajes, sino de lenguas, de fuerzas sociales, de géneros, de tiempos históricos que, de otra manera, jamás se darían la mano, más que en una novela. Diálogo de humores, añadiría yo, pues sin el sentido del humor no es posible entender a Julio Cortázar: con él soportamos al mundo hasta que lo veamos mejor, pero el mundo también debe soportarnos hasta que nosotros nos hagamos mejores. En medio de estas dos esperanzas, que no son resignaciones, se instala el humor de la obra de Cortázar. En su muy personal elogio de la locura, Julio también fue ciudadano del mundo, como Erasmo en otro Renacimiento: compatriota de todos, pero también, misteriosamente, extranjero para todos.
Le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que, fuera del arte, e incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar. Cortázar nos habló de algo más: del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la imaginación necesaria para tener pasado. Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba.