En la disertación que el escritor mexicano Juan Villoro leyó como clausura del
coloquio internacional "Presencia de Juan Carlos Onetti en su centenario" en El Colegio de México el día 4 de febrero de 2009, resaltó que uno de
los rasgos más originales del autor de "El infierno tan temido" es que "la maledicencia de sus relatores no
es un agravio sino una técnica. Muchos de ellos preferirían contar las cosas de
otro modo, pero no les queda más remedio que suponer lo peor". Ponía como ejemplos el cuento "Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput" y la novela corta "Los adioses", en los que "los forasteros que
protagonizan la trama son gente agradable, simpática, apuesta, que mejora los
sitios con su presencia. No hay una deliberación de perjudicarlos. Son
observados con curiosidad hasta que algo se tuerce. La caída es más
entristecedora cuando no ocurre por odio o venganza; cuando no pertenece al
infundio, sino a la terca rutina, a la simple necesidad de que pasen cosas". Según el escritor y crítico argentino Ricardo Piglia (1941), todo cuento cuenta dos historias, una evidente y otra sumergida, que otorga significado profundo a la trama. En la
novela breve "El pozo", Eladio Linacero, el protagonista que presenta Onetti, cuenta dos veces una anécdota y
fracasa en el intento de interesar a dos interlocutores muy distintos. "De ese
desecho, de esa prescindible materia -dice Villoro-, surge la verdadera historia. A partir de
ese momento, Onetti escribe obras maestras usando como trasunto historias
fallidas. Su enrarecida belleza proviene del fracaso del protagonista para
contar lo mismo. La
primera historia avanza con la velocidad y las sorpresas de la vida; es una
superficie anecdótica que despierta la curiosidad sin inquietar demasiado. La
segunda historia afecta en forma secreta a los personajes; está más sugerida
que contada; toca los traumas, las pulsiones, los miedos que otorgan intensidad
y sentido a la anécdota". Y fue el narrador y dramaturgo ruso Anton Chejov (1860-1904) uno de los precursores de ese procedimiento que luego perfeccionarían Hemingway, Carver y, desde luego, nuestro Onetti.
Utilizando
un estilo terso y límpido para configurar una mirada entre irónica y
melancólica sobre el ser humano, Chejov construyó una rica y variada producción
narrativa y teatral centrada en la decadencia de las clases medias rusas y en
la búsqueda desesperada de algún sentido que permita explicar la mera
existencia. Considerado como uno de los máximos exponentes de la literatura rusa de
finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria, de su prodigiosa pluma surgieron obras dramáticas como "La gaviota", "El tío Vania", "Las tres hermanas" y "El jardín de los cerezos", obras en las que expuso con maestría la vacuidad, la estolidez, la maldad o la frustración de cada uno de los protagonistas, y con las que marcó el rumbo de las principales corrientes estéticas que habrían de dominar la escena universal durante el siglo XX. También se le deben cuentos maravillosos como "Historia
de mi vida", "La sala
número seis", "Relato
de un desconocido", "La dama
del perrito", "En el
barranco", "Una casa con buhardilla", "La
muerte de un funcionario", "La mujer del boticario" y "La cerilla
sueca", por citar sólo algunos pocos de los tantos que escribió.
La aparente sencillez de los cuentos de Chejov tiene una corriente oculta, una segunda
historia que los llena de misterio. También
Onetti cuenta cuentos con dos historias, pero en su caso la trama que imita a
la vida es más confusa y dispersa que la segunda historia, la que le otorga
sentido. Por ejemplo en su cuento "Aniuta", Chejov parte de la vida común para sugerir que detrás de los terrones
de azúcar que consigue una mujer hay un drama y un misterio. Onetti, por el
contrario, parte del misterio, del significado emocional de la historia, y
escatima la anécdota; muestra las conjeturas y esconde las acciones que las
hacen posibles.
"Chejov
sugería que -analiza Villoro-, en vez de mencionar la tristeza de un personaje, el cuentista
debía describir un paisaje que produjera melancolía. En su concepción del cuento,
las reacciones ante los hechos son atributo de la lectura y los dilemas
emocionales son algo subalterno que llega después de conocerse la historia.
Onetti revierte esta condición del relato moderno: cuenta las emociones y
oculta la trama que las provoca; trabaja en una zona secundaria, psicológica,
derivada de los sucesos. La gracia es que no adelanta de qué sucesos se trata;
lo obvio se demora en llegar. El riesgo de narrar de este modo es extremo y en
cierta forma se acerca más a la poesía, que no se interesa en el fluir
encadenado de los sucesos sino en detener el tiempo". Y finaliza el autor de "Adivine, equivóquese. Los cuentos de Juan Carlos Onetti": "El
cuentista de corte chejoviano narra lo que pasó y deja claves para que el
lector averigüe por qué eso importa. Onetti procede al revés: sabemos que eso
importa y debemos averiguar qué sucedió. En ocasiones esto es imposible. Un
eslabón de la trama se pierde de modo irremediable. Sólo queda el efecto, la
huella que una acción difusa dejó en un personaje".
Convencido
de que literatura y periodismo eran mundos diferentes, Onetti supo valorar la
realidad inmediata combinando el análisis con el libre pensamiento. Así, su
compromiso literario se derramó en sus artículos con una aguda exigencia. Cuando en 1975
llegó a España como un exiliado más escapando de la imbecilidad de los dictadores de turno, llevó consigo su melancolía, su soledad, su genio y sus sueños. Radicado en Madrid, escribió tres novelas ("Dejemos hablar al viento", "Cuando entonces" y "Cuando ya no importe") y numerosos artículos. Es probable que la escritura de estos últimos haya sido motivada por necesidades económicas o requisitos de la industria
editorial a la que tan injustamente tarde accedió. Lejos habían quedado los días en que, bajo el seudónimo de Periquito el Aguador, un joven Onetti "escribía de cualquier cosa, lo que quería" para periódicos de suerte incierta como
"Marcha" y "Acción". Viviendo al margen y procurando levantar el menor polvo posible, herido quizá por el sentimiento de la fatalidad y de la incomprensión, Onetti sintió en sus últimos años un profundo pesimismo y desprecio por "el reino de la mediocridad y los plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada" que poblaban, para él, las manifestaciones artísticas de finales del siglo XX.
De ese pesimismo surgió "Reflexiones
de un decadente", artículo que publicó en el diario "El País" el 19 de diciembre de 1980, pocos días después de haber recibido el premio Miguel de Cervantes de Literatura, una distinción que de inmediato transforma al escritor que lo recibe en una figura pública. No fue este el caso de Onetti. El logró el milagro de mantenerse
privado, hablando poco y riendo menos, rehuyendo entrevistas y declaraciones. Es que
la omnipresente inteligencia de Onetti no tuvo forma reflexiva y discursiva
sino que se reveló a cada paso encarnada en su forma de ordenar imágenes y
aconteceres, personajes, situaciones, lugares, atmósferas en cada una de las inolvidables historias por él pergeñadas.
A excepción de dos o tres viejos,
toda la literatura actual se me figura que no es literatura, sino algo así como
una industria artesana sin otro fin que el de que la estimulen, pero sin que
nadie muestre gran afición hacia los artículos que produce. Las mejores obras
artesanas no pueden ser calificadas de excelentes y jamás las podemos alabar
sinceramente sin ponerles algún pero. Lo mismo hay que decir de las novedades
literarias que yo he leído en los últimos diez o quince años: no hay una
extraordinaria y que carezca de peros. Denotan inteligencia, nobleza de
espíritu, pero están escritas sin talento, o bien denotan talento y nobleza
espiritual, pero no inteligencia o, por último, encontramos talento e
inteligencia, pero no nobleza de espíritu. Todos, conocemos la astucia de
algunos colegas columnistas cuando se acerca como sombra de guillotina u horca
la hora implacable en que se debe entregar el engendro: se toma un libro como
tema y se declara imprescindible, para mejor comprensión del lector, una cita
próxima a la media mitad de la columna.
Tal vez en mi juventud, en los
momentos de ansiedad, casi angustia y rabia, cuando no hay tema ni gana, haya
incurrido en la vieja treta. Pero no he abusado de ella. De modo que digo sin
rubor que todo el primer párrafo, aunque haya olvidado entrecomillarlo,
pertenece a un querido amigo llamado Anton Chejov. Claro que el nombre es
sospechoso, pero nada tuvo que ver con la toma del Palacio de Invierno ni con la
matanza de la familia imperial. Puede asegurarse, porque murió en 1904. Escribió cuentos y obras de teatro. En general, éstas han fracasado porque
Chejov no ofrecía al público ni a los actores, eso que se llaman situaciones
dramáticas, gritos, llantos, silencios estremecedores, mutis cargados de
posibles venganzas. Mucho menos, eso que denominan hasta mi aburrimiento o
burla "situaciones límites".
Sus obras tenían el tierno
susurrar de la vida cotidiana y ordinaria, la inutilidad melancólica de los
recuerdos. Tal vez, como sucede diez veces por una en el teatro, se goce más de
ellas leyéndolas que viéndolas y escuchándolas. Y no estoy solo; conozco mucha
gente que piensa lo mismo, pero no lo dice porque hay que estar al día. O a la
noche. Lo cierto es que los teatros de Madrid se llenan, ofrezcan obras dignas
o suciedades donde la grosería intenta sustituir al ingenio.
Ya escribí ingenio, ya tuvo
tiempo el lector de digerir a Chejov y soportarme a mí. Aquí viene el desafío. Consiste en fabricarse lo que
llamo un calendario secular. O supuesto, que es lo que estoy haciendo. Un
calendario que comience en el horroroso principio o fin del milenio y termine
hoy, 1980. Luego se traza una línea gruesa o
imaginaria que atraviese 1950, mitad del siglo. Esta línea, ateniéndose al
juego, debería ser recta, pero quedan permitidas todas las sinuosidades que el
trazador considere convenientes. La compasiva tolerancia viene bien en este
caso. Este juego tiene algún parecido con esas máquinas (las bautizan con
nombres diversos) que permiten al solitario jugar al ajedrez en intimidad. El
objeto de la línea propuesta carecerá de buen éxito, estoy seguro. Pero a veces
tientan las ganas de proclamar reyes desnudos y hacer modestos desafíos.
Invito al lector a atravesar la
línea y examinar, en el tiempo, qué produjo el hombre artista o científico en
la primera mitad del siglo. Literatura, música, artes plásticas, teatro. Por
total ignorancia eludo las ciencias, sin olvidar la medicina que cada semana
sabe cómo curar el cáncer; los métodos varían y son unánimes en fallar. Ruego una simple comparación: qué
hicimos, qué hizo la humanidad antes de la línea del cincuenta; qué hizo luego, hasta
hoy en que estoy escribiendo. Para mí el resultado de la comparación es si no
trágica, pesimista y entristecedora. Mirando objetivamente el panorama, su
resultado puede concretarse, eludida la piedad y los compromisos, en soportar
melancólicamente lo que tengo por verdad; a varias grandezas sucedieron grandes
camelos.
Y todo indica que la decrepitud
continuará y con ritmo creciente. Fuimos y comenzamos a no ser. Que los
lectores busquen nombres y los coloquen, a un lado y al otro; luego reflexionen
si creen que el problema -que es mundial- vale la pena. Porque a estas alturas
y ante la imparable rebelión de las masas, incapaces de respetar, deseosas de
imponer la torpeza de sus gustos, no habrá, muy pronto, vallas que permitan
ubicarse, aunque sea individual y temporalmente, detrás de la línea del
cincuenta. Y esto tiene su justicia, ya que un hombre, un voto, actúa en el
terreno de las artes. Y para finalizar, debo explicar,
que la línea divisoria ha sido trazada sinuosa a propósito y con generosidad:
los meandros permiten que alguien, algunos, se ubiquen en el hermoso pasado y
reclamen "aquí estoy yo".
Meditando recordé un medio
centenar de nombres que refuerzan lo escrito, y al pensar en ellos parece que
este artículo es perogrullesco. No obstante, publico algunos peones y otros
reforzados por terceros y desafío a que los disconformes realicen algún
movimiento que pueda poner en peligro a mi rey que, naturalmente, soy yo mismo
en esta ocasión. Ahí van:
Stravinski, Falla, Ravel,
Schönberg / Nijinsky, Pavlova, Isadora Duncan / Segovia, Casals, Dinu Lipatti /
Armstrong, Bessie Smith / Chaplin, Barrymore, Laurence Olivier / Sara
Bernhardt, Eleonora Duse / Eisenstein, Buñuel / Bernard Shaw, Pirandello,
O'Neill / Salk, Fleming, Freud, Einstein, Max Planck / Churchill, Gandhi / Le
Corbusier, Gaudí / Cézanne, Picasso / Cesare Pavese, Faulkner, Joyce, Proust,
Pío Baroja, Valle Inclán, Virginia Woolf / Gabriela Mistral, Neruda, Antonio
Machado, Vallejo.
La decadencia es hoy universal.
Existen, creo, decenas de teorías que intentan explicar el triste e
incontestable fenómeno. Yo, humildemente, creo que la causa reside en la falta
de fe. No necesariamente religiosa. Nos falta fe en instituciones, en líderes,
en gobiernos y doctrinas. Tampoco creemos en la bondad congénita del hombre ni
en su hipotético estropicio "as time goes by". Claro que pienso en España;
en otras partes se acostumbra devolver la fe a través del martirio.
Afirmo, basado en lo que puede
leerse cada mañana al desplegar el periódico, que la caridad ya suena como
ironía. Sólo nos queda la esperanza; en
un milagro, en una coincidente voluntad de comprensión y amor. Aunque surjan
del miedo. Alguien escribió o dijo que cada
nube negra tiene un borde de plata. El autor la habrá visto; yo sigo mirando a
través de los cristales de mi ventana, aguardando ese ansiado diseño de
felicidad.