Los
primeros veinte años de Juan Carlos Onetti permanecen en una nebulosa que el
propio novelista ha ayudado a crear. Escéptico ante la posibilidad de recordar
verazmente la infancia, pudoroso ante ese magma que lo fundamenta como la base
de un iceberg, Onetti ha esquivado casi siempre la información sobre su origen
y sobre los años de aprendizaje. Jorge Ruffinelli (1943), crítico literario
uruguayo radicado en Estados Unidos donde es profesor de la Escuela de Estudios
Latinoamericanos de la Universidad de Stanford, cuenta que de la niñez del autor de "Juntacadáveres" queda "el recuerdo de los lugares,
los barrios donde fue desenvolviéndose paulatinamente la vida escolar, y el
liceo interrumpido porque no podía aprobar dibujo. Aún adolescente,
comenzó a trabajar los diversos oficios terrestres -portero, mozo de cantina,
vendedor de entradas en el Estadio Centenario, funcionario de una empresa de
neumáticos- que continuaría muchos años hasta desembocar en la actividad
periodística al filo de los treinta". En enero de 1933 Onetti tenía veinticuatro
años y publicaba su primer cuento en Buenos Aires. Poco antes, en 1932, el diario "La Prensa" había
organizado un concurso para el área sudamericana, y "Avenida de
Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo" apareció entre los diez primeros textos
seleccionados. Tiempo más tarde, Onetti recordó aquel cuento y reconoció en él
"la influencia de Joyce, a pesar de que todavía no había descubierto el
monólogo interior".
En 1934 regresó a Montevideo tras su primera permanencia en la capital argentina. Allí continuó los diversos oficios de la sobrevivencia y en 1939, gracias a la fundación del semanario "Marcha" encontró un camino más seguro y próximo a su vocación de escritor: el
periodismo. "Marcha" significó para Onetti la oportunidad para desarrollar en
diferentes vías el talento que venía madurando casi en secreto. "Durante un par
de años su actividad fue múltiple -recuerda Ruffinelli-: desempeñó la secretaría de redacción,
escribió agresivos comentarios literarios, volcó ironía en una serie de cartas
firmadas Grucho Marx (sin o), redactó cuentos policiales inventando
autores anglosajones cuando la urgencia periodística lo exigía, y seleccionó
materiales para la página literaria". Onetti se refirió a aquella época con
sentimiento y humor: "En la época heroica del semanario (1939-1940),
el suscrito cumplía holgadamente sus tareas de secretario de redacción con sólo
dedicarles unas veinticinco horas diarias. A Quijano (el director) se le ocurrió, haciendo
números, que yo destinara el tiempo de holganza a pergeñar una columna de
alacraneo literario, nacionalista y antiimperialista, claro. Recuerdo haberle
dicho, como tímida excusa, desconocer la existencia de una literatura nacional.
A lo cual contestóme, mala palabra más o menos, que lo mismo le sucedía a él
con la política y que no obstante, sin embargo y a pesar podía escribir un
macizo y matemático editorial por semana sobre la nada. Así nació Periquito el
Aguador, empeñado en arrojar su piedra semanal en la desolación del charco
vacío".
El "charco vacío" al que hacía referencia tenía que ver con lo que él consideraba la "inexistencia de una literatura uruguaya", una literatura que abandonara "las vetustas concepciones estéticas y el
espíritu provinciano que delataba el miedo al cambio, el miedo a narrar el
propio presente". Cuando el 23 de junio de 1939 "Marcha" publicó las
bases de su certamen cuentístico, Onetti -escudado tras el seudónimo de Periquito el Aguador- escribió: "Un examen actual de la literatura uruguaya
dejará forzosamente una impresión pesimista. Hay numerosas firmas de prestigio, pero es indiscutible que nuestras letras no se renuevan. Entendemos que ellas
sufren hoy de una pobreza, falta de carácter y de élan que las mantienen por
debajo de la calidad espiritual del pueblo uruguayo. Aun cuando no se
establecen limitaciones para la intervención en este concurso, 'Marcha' declara
que su móvil es descubrir y presentar escritores nuevos, capaces de dar a la
literatura nacional el impulso que tanto necesita. Que cada
uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede encontrarse la
verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce
la obra de arle. Fuera de nosotros no hay nada, nadie. La literatura es un
oficio; es necesario aprenderlo, pero más aún es necesario crearlo". Por entonces hacía apenas dos años que el cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) había puesto fin a sus días en Buenos Aires tras enterarse de que padecía una enfermedad incurable.
La vida de Quiroga estuvo signada por el infortunio: muertes de familiares y amigos -por accidentes, por enfermedad o por suicidio-, vaivenes laborales, estrecheces económicas y desdichas afectivas. Esa vida dramática, siempre cercana a la soledad, la decadencia y el fracaso, y embarullada con experiencias con el hachís y el
cloroformo, alimentaron su tarea cuentística, una
de las más importantes de América. La
muerte fue protagonista en su obra y acompañó a los personajes de sus cuentos, en algunos casos resignadamente, en otros con violenta desesperación. Esos personajes -pioneros abandonados en
los confines de la selva, empresarios alocados, rudos peones de las plantaciones y hasta animales humanizados como en las fábulas clásicas- le sirvieron para crear un mundo de intransferible personalidad, un ámbito cruzado por una sutil frontera entre la vida natural y la civilización. Esos dos espacios de sociabilidad, esos dos ámbitos de
pertenencia -la selva misionera y la ciudad de Buenos Aires- fueron los espacios en los que Quiroga escribió
sus poemas, sus cuentos, sus novelas, sus dramas y sus ensayos breves. Pero su camino en la literatura comenzó, al igual que Onetti, en el periodismo.
En efecto, siendo muy joven y viviendo en Salto, su ciudad natal, comenzó a colaborar en las revistas "Gil Blas", "La Revista" y "La Reforma", en inclusive llegó a fundar su propia publicación literaria, "Revista de Salto" en 1897. Luego de un decepcionante viaje a París en 1900 (hacia donde se embarcó como un dandy y regresó sin equipaje, con ropa usada y pasaje de tercera clase), se instaló en Buenos Aires y continuó colaborando en diversas revistas populares como "Caras y Caretas", "Fray Mocho", "PBT", "El cuento
ilustrado", "El hogar", "La novela semanal", entre otras, donde perfeccionó su práctica literaria. Fue en "Caras y Caretas" que inauguró el
cuento breve y moderno en la literatura rioplatense: la extensión del relato
impuesta por la revista en función del espacio incidiría decididamente en la economía narrativa
de sus cuentos. El mismo lo recordaría dos décadas más tarde en su artículo "La crisis del cuento nacional" publicado en el diario "La Nación" el 11 de marzo de 1928: "Luis Pardo, entonces jefe de redacción de 'Caras y Caretas', fue
quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito de severidad. El cuento no
debía pasar entonces de una página, incluyendo la ilustración correspondiente.
Todo lo que quedaba al cuentista para caracterizar a los personajes, colocarlos
en ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual, interesarlo,
impresionarlo y sacudirlo, en una sola y estrecha página. Mejor aún: 1.256
palabras. Tal disciplina, impuesta aun a los artículos, inflexible y
brutal, fue sin embargo utilísima para los escritores noveles, siempre
propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía; y para los
cuentistas, obvio es decirlo, fue aquello una piedra de toque, que no todos
pudieron resistir".
De ese modo fue que la intensidad y la concisión pasaron a formar parte del estilo de Quiroga, algo que lo convirtió en el más destacado discípulo en el Río de la Plata de sus venerados Poe, Maupassant y Kipling, autores a quienes reescribió, citó y tradujo, tanto en sus cuentos y en los ensayos que acompañaron la escritura de ficciones como en sus crónicas periodísticas sobre la profesión literaria, la retórica
del cuento o los vínculos entre literatura y mercado. El cuidado estilístico, la
precisión descriptiva, la ausencia de color local y el uso del efecto en el
final de los relatos fueron puestos de manifiesto en sus cuentos reunidos en "Cuentos de amor, de locura y de muerte", "Cuentos de la selva" y "Anaconda", pero sobre todo en los de su última etapa: "El
desierto", "Los desterrados" y "Más allá". Desde su inicial "Los arrecifes de Coral" de 1901, una combinación
de poemas, prosa
lírica y cuentos que resumía
el clima literario del momento dominado por el preciosismo modernista, Quiroga pasó por un período marcado por tendencias naturalistas (las novelas "Los perseguidos" e "Historia de un amor turbio"), hasta empezar a recorrer el camino que lo llevaría a consagrarse como el gran maestro de la
narración breve latinoamericana con sus logradas historias escritas con un sabio equilibrio entre
lo fantástico y lo real, y en las que predominaron el pesimismo, la angustia, la muerte y el misterio.
Horacio Quiroga, de quien Borges -con su proverbial desfachatez- dijo alguna vez que era en realidad "una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es
mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza", comenzó a mediados de 1936 a padecer unos fuertes dolores de estómago que lo obligaron a internarse en el
Hospital de Clínicas de Buenos Aires. El 18 de febrero de 1937, al enterarse del diagnóstico definitivo (cáncer de próstata), salió a dar un
paseo por la ciudad. Regresó al hospital por la noche y, en la madrugada del día siguiente, el cianuro que había ingerido lo hizo entrar definitivamente en la inmortalidad.
Unas semanas antes de cumplirse los cincuenta años de la muerte de Quiroga, el
escritor paraguayo Rubén Bareiro Saguier (1930), profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de París, comenzó a preparar un número especial de la prestigiosa revista francesa "Río de la Plata" (de la que era integrante del Comité de Redacción). Bareiro Saguier conocía a Onetti de haberlo cruzado en diferentes coloquios literarios. La
simpatía entre ambos escritores surgió de una humorada, en medio de una charla
informal, que el
escritor paraguayo recuerda así: "Me vino a la memoria una anécdota que me
habían relatado, cuando Juan Zorrilla de San Martín, autor del celebrado 'Tabaré', llegó al puerto de
Asunción, allá por 1905". "Sucedió -narra el paraguayo- que Juan Zorrilla,
sorprendido por la multitud que lo aguardaba en el muelle, consideró oportuno
dirigirse a sus
admiradores. Así, aferrado a una de las barandas del buque comenzó su discurso con esta
frase: 'Paraguay, Uruguay, algo hay…'". La anécdota le hizo tanta gracia a
Onetti que cada vez que lo llamaba desde Madrid a París iniciaba el diálogo con esa frase ya convertida en contraseña: "Barba, algo hay…". La amistad
entre ambos escritores fue tomando espesor y cuando Bareiro Saguier le solicitó el
texto para el número conmemorativo de la "Río de la Plata", Onetti no dudó. Junto con el envío le mandó una
esquela: "Como ignoro en qué consiste el homenaje a Quiroga que están
programando, me tomo la libertad de hacerte llegar estas cuartillas que
encontré buscando papeles
perdidos". El número monográfico sobre la obra de Quiroga, nunca llegó a ver la luz y el texto de Onetti fue publicado poco después por la revista de cultura "Takuapu" del Paraguay y, el 20 de febrero de 1987, por el diario montevideano "El País" bajo el título "Horacio
Quiroga. Hijo y padre de la selva".
La única
vez que vi a Quiroga "in corpore" fue en una esquina de Buenos Aires. Lo había
leído tanto, sabía tanto de él, que me resultó imposible no reconocerlo con su
barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo
dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho. Era inevitable ver,
mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había estado
retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz
insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias. Y cuando
apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse, recordé un
verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista "Martín Fierro", cuando
Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo,
"el general Quiroga va en coche al muere".
Estoy
seguro de que en aquel viaje -al hospital, según supe- él ya sospechaba lo que
yo sabía. Un común amigo, Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba con
Quiroga y éste lo visitó brevemente, a su estilo, cuando bajó de la selva para
consultar médicos en Buenos Aires. Hay quien
afirma, audazmente, que a veces, en una por millón, el paciente tiene un
promedio intelectual superior al del médico. Este fue el caso de Quiroga. El
director del hospital, que ya había afilado el bisturí, estuvo conversando con
el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la malsana curiosidad de
enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas, optimismo,
circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo que la operación
proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Prefirió
una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes
gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja
y admirable, ahora ya inútil.
Poco
después de que las cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto,
Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una
biografía del escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta
biografía impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores por amor de una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta la muerte
del biografiado, mantiene hoy su carácter de única. La tuve, la perdí en vaya a
saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga desde los
insinceros, decadentes "Arrecifes de coral" y el derrotado viaje a París hasta su
muerte en el refugio de un hospital.
Luego,
pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a
los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios
críticos e intelectuales de diversa especie viajaron a la selva misionera con
el absurdo propósito de ver allí algo que se le hubiera escapado al maestro. Mucho
antes, un gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima a la que
habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condición de
que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un "mood" propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo, el uruguayo izaba
una bandera. Pero ni
los pre muerte ni los pos agregaron nada de importancia a la biografía de
Brignone y Delgado, nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni
en librerías de viejo ni en bibliotecas de amigos.
Cuando su
obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin tremendismo,
con cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde
ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de
que una novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación de bajar a
Buenos Aires. Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y la congoja de una
muerte trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había estado conjurando al
exigir a otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que él
mantuvo hasta el fin. Este viaje
a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita más o menos larga.
Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resistió mucho su llamado. Aquel
viaje-visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor con
intensidad diversa.
La más
importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Eglé -maravillosa
persona- al presentarle a una compañera de colegio, muchacha de gran belleza.
Poco tiempo después, Quiroga se casó con ella y la llevó, como cazador y presa,
a su casa en la selva norteña. La segunda
consistió en una larga temporada de fiestas y reuniones en las que admiradores y aspirantes a buenos discípulos rodearon al maestro tanto en su residencia de
las afueras, en la localidad de Vicente López, como en hogares y restaurantes
porteños. Aquí el hombre huraño, tan parco en tolerar visitas y habituado a
cerrar las puertas de la casa recia y humilde que había construido con sus
manos, bajó la guardia, supo ser amable, cordial y receptivo. Confirmaba que su
tarea de escritor no había sido vana y tenía a su lado la hermosura demasiado
blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa. Tantos
meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera consecuencia.
Ahora, una
aparente digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más o menos un año
después de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida.
Cáfilas de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se
abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para
atacar al muerto. Recuerdo
que la ola de baba verdosa llegó a tal altura que la revista "Life" cedió una
doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra las hienas
comecadáveres. Ese
artículo fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y
muerto, tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable. Tal vez
hubiera alguna rata en el festín.
Algo muy
parecido ocurrió con Quiroga vivo. Paridos a
consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas
llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de
Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la
historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos,
pergeñaban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban. Es
decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para mí
grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas
pintadas en el país de algún abanico. El maestro
cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta que era desafío
y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda los
nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.
Todos los
cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera
impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están
impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es
imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios. Porque la
selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de
su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia del no morir-
de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de
expresarlas con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces,
se les escapara un "añamembuí" dirigido al patrón invisible y de
crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de revólver y látigo; o al
destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones. Para el
mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía
forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire
acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva
conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando.
El aire
acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga
estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en
alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las
lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de
45º centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a 5º bajo cero. Pero la
explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene
que firmar un papel, la "contrata", por el que se compromete a trabajar en los
obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el
patrón oculto. Allí no se
acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o
con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por
gracia de Dios, que todo lo ve.
Terminada la "contrata", los supervivientes,
llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas,
capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso, un subcapataz. Allí
pasan algunos días y, sobre todo, noches. La caña corre, las mujeres abundan y
todas casualmente se llaman Venérea. El sub simula acompañarlos en la gran
orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas horas después todos los
mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello. Porque
también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el clásico y
canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las deudas
de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra "contrata". Días después,
los mensú remontan el río, amontonados como animales, y vuelven, por otros dos
o tres años, al martirio del infierno breve.
Termino
con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado "La bofetada", Quiroga escribe
que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar
mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando
sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca
de la frontera de Brasil. La
violencia me repugnó siempre, pero mientras leía el cuento mis simpatías
acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.