El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), para evocar la modernidad, hablaba del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto se define por tres características: la desaparición de los mitos de origen, de
los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido
del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas las
representaciones y creencias que, vinculadas a esta presencia del pasado,
hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su
entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a
quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño,
con su familia, es el individuo que afronta el porvenir y se niega a
interpretar el presente en términos de magia y de brujería. "Pero la modernidad -dice Marc Augé- es también la aparición de
nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero sí mitos del futuro,
escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase,
un futuro prometedor) el sentido del presente. He aquí el progreso tal y como se concebía hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las
conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo occidental, por la
certeza de que con el final de la Segunda Guerra Mundial las fuerzas del bien
habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal. Pero esta idea de progreso, directamente surgida
de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo
XX". Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad nos han llevado a un segundo desencanto del mundo que se manifiesta, según Augé, en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias: "En la primera versión, la del 'fin de los grandes relatos', constatamos que los mitos
del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y
moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista
de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar
el futuro. La segunda versión es más triunfalista. Es el
tema de la 'aldea global', según el término de McLuhan, una aldea
global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo
idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias
al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consiguió una
traducción política con la noción de 'fin de la historia' desarrollada por el norteamericano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la
historia de eventos esté acabada ni que todos los países hayan llegado al
mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto
a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa
para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en
cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama,
es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la
historia de las ideas. La tercera versión es que hoy en día sufrimos de
un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio
de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del mundo
contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de una
multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la
modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él
de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles y
difíciles de analizar de una superabundancia de causas". En la segunda parte de la serie de entrevistas, el pensador francés vislumbra un horizonte de la sociedad
contemporánea dividida en tres clases: los pudientes, los consumidores y los excluidos, se interroga por las cuestiones fundamentales del hecho humano y reivindica la construcción de la identidad individual y colectiva y el papel de la educación en el progreso de la humanidad.
Muchos
comentaristas vienen evocando desde hace unos diez años una suerte de malestar
generalizado que se ha acuñado en casi todas las sociedades humanas. ¿Cuál es,
para usted, el origen de esta extraña sensación planetaria?
Creo que el gran malestar proviene del cambio de
escala. Cuando reflexionamos sobre el contexto de cualquier acontecimiento,
este se sitúa a escala planetaria. Ello conduce a que, incluso con un
acontecimiento pequeño, el mundo entero está en tela de juicio. También somos
conscientes de que el capitalismo consiguió su internacionalización. Estamos
encerrados en el sistema, y no sólo en el del mercado. Las referencias locales
son insuficientes, los individuos son más individuales pero o son consumidores
o excluidos del consumo. Esto conlleva cierto vértigo, y bajo cientos ángulos, un vértigo metafísico. Creo entonces que la instalación del sistema planetario
nos hace sufrir. Podríamos tener una percepción gloriosa de todo esto y
decirnos que todos los seres humanos son hermanos, o celebrar la humanidad y la
universalidad. Pero estamos lejos de todo esto por dos razones: la primera
porque estos cambios intervienen bajo el signo de la economía; la segunda
porque las transformaciones acarrean resistencias que a menudo son opacas y un
poco locas. Vemos por ejemplo el desencadenamiento de los integrismos más
radicales. Uno se pregunta hacia dónde habría que mirar para encontrar algo
alentador.
Hay algo a
la vez nefasto y tentador en la instantaneidad con la cual funciona el mundo.
En uno de sus libros, "Las formas del olvido", usted planteó el olvido como
condición para saborear el presente, y el instante, para recuperar lo que las
formas actuales de la instantaneidad nos substraen.
La instantaneidad es hoy la consigna del mundo. Paul
Virilio ha descrito muy bien esta ubicuidad de la instantaneidad. Pero yo me
refiero a otro instante, a un instante más íntimo, el instante de la relación
con nosotros mismos, el instante del encuentro con los otros, con una mirada,
con un paisaje, con una idea. No hay identidad individual o colectiva que pueda
construirse sin el otro. La soledad absoluta es impensable. El itinerario del
individuo pasa por el encuentro con los demás. Por eso, cuando evoco el
instante, es por oposición a todo lo que está marcado por el pasado. Tenemos
una tendencia a encontrar la explicación de todos los fenómenos en el pasado,
sea en la perspectiva marxista o analítica. Desde luego, no se puede negar la
importancia del pasado en la construcción individual y colectiva, pero diría
que los momentos de creación son los momentos que escapan a esa gravedad. Para
mí, el instante es justamente eso, un momento en el que el tiempo cambia de
registro, hay un tiempo que circula pero que no depende de lo que pesa sobre
él. Un instante sin culpabilidad.
Usted
escribió en una ocasión que bastaba con ampliar la distancia para que los
peores horrores se borren. Sin embargo, hoy la distancia se ha estrechado y los
horrores se borran igual. La proximidad no nos redime del olvido.
Sí, es cierto, hay un efecto doble. Cuando
escribí eso pensaba en esos aviadores que lanzan bombas. Para ellos el daño
ocasionado era abstracto. Hoy basta con encender la televisión para ver
cadáveres en abundancia. Pero, en cierto modo, lo que torna las cosas abstractas
es la acumulación. La visión de proximidad de la televisión produce el mismo
efecto que la distancia. Creo que no nos damos cuenta de lo que pasa, de la
gravedad.
¿Usted
diría que el relato a través de la imagen nos deshumanizó?
En cierta forma sí. La imagen es la mejor y la
peor de las cosas. Estamos orgullosos porque la imagen nos acerca de todo. Sin
embargo, al mismo tiempo que nos acerca nos aleja. La imagen también tiene otro
efecto perverso: nos hace ilusionar con que conocemos porque nos permite
reconocer. Pero el reconocimiento no es el conocimiento. Es un juego perverso,
es la ignorancia que se desconoce a sí misma.
En el mismo libro usted hace una asombrosa recomendación: "Debemos escapar a la
pesadilla mítica".
Con ello me refiero a la fórmula de Walter
Benjamin cuando cuenta que, en el fondo, la aparición del relato organizado,
de los cuentos donde el niño triunfa ante el grande o ante el ogro, todo eso
deshace el impacto de los relatos míticos donde las brujas se comen a los
hombres y unos cuantos horrores más. La pesadilla mítica son los mitos
originales, las cosmogonías, las cosmologías y toda una panoplia de mitos
horribles y caóticos. Benjamin pensaba que el relato era una forma de alejarse
de esos horrores. La pesadilla mítica siempre se relaciona con la indistinción,
la indistinción entre el bien y el mal, entre los sexos, entre las distintas
generaciones, etc, etc. Podemos preguntarnos entonces si no hay un riesgo de
una nueva indistinción a raíz de la abundancia de imágenes. Esa abundancia nos
remite a una suerte de amenaza mítica. Hay que tener cuidado. Debe haber formas
narrativas capaces de poner la imagen a distancia para que la imagen se quede
en lo que es, o sea, una ilustración y no una realidad. Los progresos
tecnológicos nos llevan a tomar la imagen por algo real. El pensamiento escrito
es mucho más articulado y es eso precisamente lo que necesitamos: un
pensamiento articulado frente a la cascada de imágenes. La escritura aporta
otra cosa. Sin embargo, también es lícito interrogarse sobre la noción de
escritura dado que el enemigo se instaló en ese campo. Basta con abrir internet
para darse cuenta de que casi todo lo que circula allí es oralidad primitiva,
primaria.
Internet
es también, para usted, una suerte de ilusión.
Sí. Creemos que internet es un fin en sí, y eso
es una ilusión. Se cree que basta con ingresar en ese universo para pertenecer
a la comunidad de los comunicantes. Eso es ilusorio. No pertenecemos a nada.
Recién hablaba de la ilusión del conocimiento. Con internet ocurre algo
similar. En nuestra computadora tenemos toda la ilusión del mundo, pero ese
conocimiento sólo es útil para quienes ya saben algo.
Pareciera
que el mundo moderno es una sinfonía de ilusiones. Usted sugiere, por ejemplo,
que la misma idea de comunidad es ilusoria.
Hay palabras detrás de las cuales ya no se ponen
conceptos. Esas palabras funcionan como códigos para pasar. Cuando decimos
cultura, cuando decimos diferencia, cuando decimos comunidad, yo me pregunto: ¿de qué estamos hablando? Por ejemplo, cuando se dice "sociedad multicultural" no sé de qué se está hablando. Trabajé un tiempo en una localidad muy pequeña
de Costa de Marfil. Pues allí había una multitud de grupos cuyas culturas
diferían. Sus referencias eran distintas y sus idiomas también. En cada cultura
cada individuo tiene una relación diferente y desigual con esa cultura. La
multiplicidad de la referencia cultural es enorme. Cuando hablamos de
sociedades multiculturales nos estamos refiriendo a la coexistencia de culturas
en el sentido más impreciso, más borroso. ¿Qué son la cultura africana o la
cultura asiática sino un conjunto de lugares comunes que no dicen gran cosa? La
noción de multiculturalismo es abstracta. En suma, cada vez que hablamos de
colectividad estamos recurriendo al lenguaje de la ilusión. Ponemos las cosas
al revés. Habría que darlas vueltas a partir del individuo, que es nuestra
única referencia concreta. No se trata de una sociología del egoísmo o del
egocentrismo. No hay individuo sin relación. Por ello se puede estudiar la
elaboración de las relaciones entre los individuos. Esto está en el corazón de
la democracia, la cual debe fijar la manera en que nos relacionamos con el
otro. La soberanía del individuo está limitada por el hecho de que no está
sólo. La soledad absoluta conduce a la locura. Lo mismo ocurre con la totalidad
impuesta, que también conduce a la locura. El papel de la democracia debería
consistir en elaborar un compromiso para conciliar la individualidad y la
alteridad.
Usted
introdujo un concepto hipermoderno en su definición de los bloques del mundo.
Tomando como base el famoso artículo de Francis Fukuyama en el cual, con el
triunfo de la democracia liberal, promovió la idea del fin de la historia,
usted escribió que eso condujo al enfriamiento de Occidente.
Me referí con ello a la idea de Claude
Lévi-Strauss sobre las sociedades frías y las sociedades calientes. Si se
afirma que la historia se terminó, entonces pasamos al lado frío. La idea sobre
el fin de la historia no significa que los acontecimientos se acabaron sino que
la fórmula, la receta, fue encontrada, es decir, el mercado liberal y la
democracia representativa. Pero esa idea choca con muchas objeciones. La
primera: el mercado liberal se las arregla muy bien con los regímenes dictatoriales.
Esto significa que la liberalización de los mercados, la libertad de los
intercambios, no garantizan el advenimiento de la democracia. Hay una paradoja
en el postulado del fin de la historia: es una suerte de marxismo al revés. Es
la idea de que la organización de la producción desemboca en formas sociales.
Creo que ha sido el último gran relato que conocimos. La segunda objeción es
que no nos dirigimos hacia un mundo de desigualdades reforzadas. El ascenso de
algunos Estados, los llamados países emergentes, alimenta la ilusión de que el
mundo va hacia más igualdad. Es cierto que hay países emergentes pero, al igual
que en los países desarrollados, dentro de los emergentes se constatan
fenómenos de desigualdad creciente. La distancia entre ricos y pobres es cada
vez más importante, y lo mismo ocurre con el acceso al conocimiento y a la
ciencia. Diría que la globalización no difiere mucho de la colonización.
Vivimos una suerte de colonización anónima o multinacional. La globalización
nos ha emparejado. El Tercer Mundo tiene problemas que no son muy distintos a
los de Occidente, por ejemplo en lo que atañe la migración. Los migrantes ya no
van del Sur al Norte sino también del Sur hacia el Sur. En Occidente hay una
tradición de arrogancia que no encontramos en el Sur, pero no estoy seguro de
que los problemas sean fundamentalmente distintos. La globalización creó las
mismas problemáticas en todas partes. No creo que sea oportuno hacer la
apología de Occidente o cuestionarlo. El cuestionamiento de Occidente permite a
las dictaduras locales fabricarse una virtud a cuenta propia. Soy más
universalista. Creo que todos compartimos el horror.
Hay, de
hecho, una tecno oligarquía y una oligarquía financiera que colonizaron el
mundo.
Sí, y cada vez más nos dirigimos hacia ese
modelo de oligarquías. En algunos lugares del mundo vemos una concentración muy
fuerte de poder, conocimiento y riqueza. Hay entonces una clase oligárquica
debajo de la cual encontramos una clase de consumidores -sin ellos el sistema
no funciona-, y después vienen los excluidos, esas clases que no son necesarias
para que la máquina funcione. Este esquema excluye todo modelo de revolución.
Para que hoy una revolución tenga lugar, debería situarse a escala planetaria.
Conservé una idea mítica de la Revolución Francesa que, desde luego, también
cometió horrores. Pero conservé la idea de que la Revolución Francesa se hacía
en nombre de principios. Hoy no sé cuáles son los principios. Lo que está en
juego es enorme: transformar el planeta en un lugar donde todos los seres
humanos se reconozcan es un desafío formidable. Pero la historia no funciona
así.
¿Luego de los genocidios hechos en nombre de la modernidad, realmente cree que la modernidad todavía debe ser conquistada?
La modernidad es una lucha. La historia nunca fue un río tranquilo. Estoy convencido de que la historia no acabó. Es una buena noticia. Pero la otra noticia es que vamos hacia un período de mucha violencia. Nunca ha existido una Historia calma. Los conflictos son también globalizados. La escala misma ha cambiado. Tiene aspectos "glocales", a la vez globales y locales. En el futuro tendremos muchas cosas que estudiar.
Recuerdo
el libro que usted escribió sobre la bicicleta y en el cual apuntaba que andar
en bicicleta es una suerte de nuevo humanismo. ¿Deberíamos todos andar en
bicicleta para recuperar un poco de humanidad? ¿Acaso ya no es demasiado tarde
ante el avance de la globalización, la pobreza, la especulación, el vacío
planetario de las imágenes?
La experiencia de la bicicleta me permitió
subrayar que todo está en relación con el tiempo y el espacio. En ese sentido,
la bicicleta corresponde a la necesaria dimensión individual. Cuando estamos
sentados ante nuestras computadoras estamos sumergidos en un universo ficticio
de instantaneidad y ubicuidad. Si tenemos trabajo estamos asfixiados por la
manera en que está concebido fuera de nosotros, y si no tenemos trabajo estamos
aplastados como individuos. Hay una suerte de totalitarismo liberal muy pesado.
Entonces, ¿qué podemos hacer? A escala individual, creo que el único medio de
escapar a la ilusión es tener su propia relación con el tiempo y el espacio. La
bicicleta es un buen instrumento: nos remite a la infancia, a la vejez, nos
remite a la noción de las distancias que es preciso recorrer, al control, etc,
etc. ¡Desde luego no se puede reformar el mundo pregonando la reforma
individual y la bicicleta! Estamos todos condenados a la utopía mientras seamos
mortales. Aún no hemos terminado de redefinir la finitud del ser humano, la
materialidad del espíritu y el devenir de la historia.
Usted ha
hecho un paralelismo entre la alienación propia del marxismo, en su momento (en
el poder, simplificando) y la de los consumidores en la sociedad capitalista.
¿Puede por favor referirse a eso?
Claro que sí. Estamos en un mundo de alienación.
Pero el problema es que después del fracaso de los sistemas marxistas no hay
una voluntad, una posibilidad de renovar los modelos políticos. Y creo que la
lucha de las clases ha existido, pero el proletariado ha perdido. Es una guerra
que ha sido perdida. Y si no, admitamos que hay un fracaso de la lucha de las
clases pobres y del proletariado, y no tenemos conciencia de la situación
actual. No digo que no hay futuro. Creo que siempre hay un futuro posible, pero
para avanzar hacia el futuro tenemos que ser conscientes de los problemas,
tenemos que ser conscientes de este fracaso, del hecho de que el capitalismo ha
vencido por el momento y que tenemos que buscar otras formas. Pero el conocimiento
adelanta, no sabemos cuál será el estado del conocimiento dentro de treinta
años, digamos. Es decir que cuando esperamos, la ciencia, el conocimiento, no
esperan, se van, razón por la cual no hay revolución política posible sin
una revolución educativa.
¿Los
cambios tan frecuentes, tan vertiginosos de la tecnología hacen que usted tenga
que rever con mucha frecuencia sus conceptos básicos o cree que tienen una
persistencia muy adecuada?
Los conceptos mismos... la tecnología me
parece... No podemos imaginar el futuro sin la tecnología. El problema de la
tecnología es que es una consecuencia del saber. Tenemos que empezar a
progresar en el saber fundamental, el saber teórico. Los medios que resulten,
los medios tecnológicos que resulten del saber, son medios precisamente. No
deben ser concebidos como fines. Eso es el problema. La tecnología y el saber
no se pueden disociar pero no tenemos que utilizar los medios de la
comunicación, los medios tecnológicos como fines. No son un fin social. Son un
medio para pensar mejor, si es posible, el estado de la sociedad.