"Adán
Buenosayres" fue una novela maldita, pero no fue sólo la ignorancia la que
condenó al libro y al autor a un largo ostracismo. Despreciado por cierta
intelectualidad que nunca le perdonó su adhesión al peronismo, Marechal también
fue marginado por la burocracia de su partido, que no toleró que un hombre de
la cultura nacional y popular escribiera un libro metafísico. "Se produjo un
hecho muy curioso: la intelectualidad argentina, antiperonista en su mayoría, y
que me conocía bien, personalmente, me excluyó de su seno. Por el otro lado,
los peronistas prácticamente ignoraron mi existencia: ponían el acento sobre
aspectos populistas de la cultura", le contó Marechal al prestigioso poeta
argentino Juan Gelman (1930-2014) en julio de 1967, época en la que "El
banquete de Severo Arcángelo", su segunda novela, era un éxito de ventas. "Vino
lo del '55. Entré en una década de soledad terrible. Hasta que apareció 'El
banquete...', muchos, aquí y en el extranjero, me creían muerto".
A
comienzos de 1961 el escritor argentino Abelardo Castillo (1935)
estaba embarcado en el proyecto de concretar una revista cultural diferente: "El
escarabajo de oro". Venía de fundar, dos años antes, "El Grillo de Papel", revista
de la que sólo aparecieron seis números. El por entonces joven periodista
cultural llegó a la casa en Santos Lugares de Ernesto Sabato (1911-2011),
escritor al que consideraba un maestro, en busca de su opinión sobre a quién se
podía entrevistar para la revista en preparación. Sabato le
contestó: "Sí, a Leopoldo Marechal". Castillo se quedó perplejo. "Marechal está
muerto", pensó. Como el autor de "Sobre héroes y tumbas" lo miraba,
desconcertado, Castillo le balbuceó su idea. A Sabato le brillaron los ojos:
"Leopoldo Marechal no sólo no está muerto -lo reprendió- sino que vive a una
cuadra de su casa, Castillo". Esta anécdota grafica el aislamiento al que la
cultura argentina había sometido después de 1955 a Marechal. El veto específico
a Marechal de la autodenominada Revolución Libertadora había cesado en lo
formal, pero, de algún modo, había pasado a la condición simbólica de muerto en
vida.
Castillo,
que recuerda en una entrevista ese diálogo con Sabato con un sentimiento de
culpa, reconoce que ese momento le permitió descubrir a tiempo "a uno de los
mayores novelistas latinoamericanos, a un escritor sin el cual no se podría
pensar la literatura de nuestro continente". Para el autor de "Crónica de
un iniciado" y "Cuentos crueles", entre otras obras, Marechal es un grande sin
discusiones porque "hay en su obra rasgos de una sensibilidad típicamente
argentina, que alcanza en 'Adán Buenosayres' sus momentos verbales más altos.
Por ejemplo, la constante alternancia entre lo patético y lo cómico, el viraje
de uno a otro tono, y su destreza para colar en la cotidianidad pedestre los
grandes mitos". Ante la pregunta realizada por la recordada periodista uruguaya
María Esther Gilio (1928-2011) "¿Qué es la poesía para usted?", Castillo
contestó categórico: "No es un género, no es escribir versos, es una actitud
frente al mundo. El 'Adan Buenosayres', de Marechal, está atravesado
en todo sentido por la poesía. Los cuadernos azules, de Adán, son la obra de un
poeta que escribe en prosa".
"En su novela -reflexionó Castillo-, Leopoldo
Marechal demostró que el habla coloquial porteña y la lengua española, la
tradición literaria grecolatina y el Buenos Aires cocoliche del sainete, la
ciudad, los arrabales y la pampa, podían ser la materia múltiple y caótica de
una poética nacional. No es nada raro que críticos como Rodríguez Monegal y
Anderson Imbert no hayan comprendido una palabra de esta novela. Tampoco es
nada raro que escritores como Cortázar, Lezama Lima y Carpentier, la hayan
puesto a la cabeza de las letras hispánicas en Latinoamérica". Marechal, tras
la presentación en 1964 del drama "Israfel", de Castillo, devolvería
atenciones: "La poesía es una manera de vivir, no una mera función de lanzar al
mundo criaturas poéticas. Y a mi entender, el secreto de Abelardo Castillo
estaría en esa difícil y abnegada vocación existencial... esa 'razón de poesía' lo está lanzando a una ineludible 'razón de arte', rigurosamente
complementaria, vale decir al imperativo de restituirle al drama o a la novela
su antigua condición de ser una 'obra de arte', una criatura signada por la
belleza o el 'splendor veri' de los platónicos".
Abelardo Castillo le rindió varios homenajes a
quien fuera, según él mismo lo ha dicho, uno de sus maestros en el oficio. De
alguna manera, saldó así una vieja deuda con uno de sus evidentes padres
literarios. En los años '60, en la época de la revista "El Escarabajo de Oro",
el grupo liderado por Castillo tuvo en Marechal, además de un maestro, un amigo
jovial que doblegaba en edad y en espíritu festivo a los jóvenes escritores. En
su novela "El que tiene sed", el personaje Jacobo Fiksler está inspirado en el
escritor moldavo Jacobo Fijman (1898-1970), el mismo que Marechal utilizara
para su Samuel Tesler, uno de los personajes clave de "Adan Buenosayres". En
"Ser escritor", su libro de ensayos de 1997, incluyó "Leopoldo Marechal o
escribir en un sillón incómodo", texto en el que dice: "Marechal nunca daba
consejos ni adoptaba posturas magistrales: él hablaba y uno tenía que darse
cuenta de que eran palabras de un hombre que había meditado mucho acerca de
muchas cosas. Decía que tuviéramos cuidado con cierto tipo de crítica. Cuando
la crítica es demasiado profunda, cuando realmente es muy buena, puede
desarticular ciertos mecanismos inconscientes del autor y traer a la superficie
aquello que para un escritor, no es malo ignorar. Tan cierto, que, muchos años
después, García Márquez declaró que no podía terminar 'El otoño del patriarca';
había leído tantas interpretaciones acerca de 'Cien años de soledad' que apenas
se sentía capaz de inventar algo nuevo. Le parecía estar plagiándose a sí
mismo. Cada vez que se le ocurría una idea disparatada, desconfiaba. La otra
lección, derivada de lo anterior, pero dicha con una sonrisa de complicidad,
fue que tuviéramos cuidado con cualquier crítica. Si la crítica es buena, es
decir, elogiosa, nos hace sentir bien, y ello es como sentarse en un sillón
demasiado confortable, que impide escribir. Y si la crítica es adversa, de mala
fe, o inclusive de buena fe, pero negativa, ninguno de nosotros -dijo,
incluyéndose en el plural- es tan perfecto como para no sentirse molesto con el
crítico y detestarlo, lo que también impide escribir, y lo único que debe hacer
el escritor es escribir".
Por estos
días Castillo acaba de publicar la primera parte de sus "Diarios. 1954-1991". El
año 1970, precisamente, se abre con la siguiente anotación: "Ha muerto el único
escritor argentino que (ahora lo sé) yo humanamente respetaba". La referencia
es para Leopoldo Marechal. "Adán Buenosayres -ha dicho Castillo en una
entrevista- sigue siendo una de las grandes obras en lengua castellana. Y este 'lo
es' nos remite a la cuestión del tiempo. 'Ficciones', ¿es algo que ocurrió hace
mucho o el libro que está ahí? 'Adán Buenosayres', ¿es algo escrito a mitad del
siglo XX o es este libro presente? Hay obras de Borges o Marechal que es
posible que sí, se hayan quedado en el tiempo y sean olvidadas. Para mí 'Adán
Buenosayres' sigue teniendo plena vigencia y es una de las más grandes obras
escritas en nuestra lengua. No rescataría otras obras de Marechal, sobre todo
su poesía y su teatro en relación a su narrativa, pero esto es una opinión
absolutamente personal y de carácter estético. Sigo creyendo que tanto Marechal
como Borges y Arlt son los tres grandes escritores argentinos del siglo XX". Unos
días después de la muerte su viejo maestro, Castillo escribió "Fiesta para
Marechal", artículo que apareció años después en el nº 178 de la revista "La
Maga".
FIESTA PARA MARECHAL
Esto sería
mucho más fácil para todos si las publicaciones más o menos oficiales ya
hubieran dicho lo que hacía falta decir a la muerte de Leopoldo Marechal: que
fue uno de los mayores novelistas latinoamericanos, que sin él, en el porvenir,
no se podrá pensar la literatura de nuestro continente. Entonces habríamos
empezado hablando con toda libertad del Marechal que nosotros conocimos. Lo
difícil, como siempre, es hacer coincidir el hombre que se le murió a la
literatura o al país (que en algún sentido es el que no murió), con el que se
nos murió a nosotros: el ya irrecuperable. Porque a Marechal no sólo lo
respetábamos, sino que lo queríamos. Y algo más que no vamos a tener pudor de
escribir: él nos quería.
Cuarenta años de diferencia nos impidieron, claro,
ser "amigos". Pero esa misma distancia facilitó otro vínculo. Lo
sabemos: la palabra filial, dicha por nosotros, tiene connotaciones de velorio,
la anulan el mal gusto y la sensiblería. Dicha por él, que la pronunció más de
una vez, recobraría acaso el tono que queremos darle. Porque de alguna manera
hay que explicar que no es lo mismo la muerte de un escritor por grande y
ejemplar que sea, que la muerte de un hombre que lo telefonea a uno para
preguntar qué quieren comer esta noche o para contarle un chiste o para anunciar
triunfalmente que ha comprado una máquina de hacer soda.
Ese
Marechal se nos murió a nosotros. El otro, el escritor grande y el hombre que
a fuerza de fidelidad a sus ideas se convirtió en un ejemplo aun para quien no
las comparta; el otro Leopoldo Marechal, el anticipador de Cortázar, el que fue
llamado maestro por Lezama Lima, el par de Borges y de Carpentier, ése se nos
murió a muchos. Lo que es un modo de la inmortalidad, se sabe. Y si todas estas
cosas ya estuvieran bien establecidas en nuestro país, podríamos haber
empezado contando sin preámbulos, y hasta con alegría ("cuando me muera no
me chanten un editorial de ésos ni se me pongan solemnes", nos dijo una
vez), el épico combate que sostuvo contra "El Escarabajo de Oro", hace cinco
años, por la supremacía en la preparación de unos fideos. Torneo en el que no
intervinieron los dioses, como diría él, por una cuestión de barrio, pues se
libró en una cocina del Once donde la influencia del paganismo viene muy
atenuada por la Ley Mosaica y por la tradición korámica de los bolicheros
sirio-libaneses.
Así es la
imagen que queríamos y que vamos a fijar, para que el tiempo la corrompa
menos. Pero antes necesitábamos escribir algo que Marechal seguramente no nos
perdonaría: hay veces en que ser argentino da un poco de vergüenza. Hasta el
momento de anotar estas palabras, una sola publicación no literaria le hizo
justicia: el responsable de la nota casi pierde el puesto. Ya se sabe, Marechal
era peronista y jamás lo negó (por qué, diría él); Marechal fue a Cuba y
volvió de allá convencido de que el destino de los pueblos es el socialismo. La
primera convicción le valió ser silenciado durante veinte años; la segunda, le
pudo costar que se lo silenciara quizá durante otros veinte. Y, en este sentido,
lo favoreció la muerte.
De los
muertos no hay más remedio que hablar. "La Prensa", por ejemplo, le dedicó
quince renglones; "La Nación" no pudo menos que notar su ausencia. Fue (leímos
en alguno de esos dos diarios) "una de las pocas personalidades con que
contó la dictadura". En su velorio (verificado en la SADE, de la que en
vida se lo expulsó), había diez o veinte personas; en su entierro, otro tanto:
quizá las mismas. Matera estuvo, algún adolescente peronista estuvo. También
David Viñas. Y Bernardo Verbitsky, uno de los pocos que pudo llamarse su amigo.
Berni estaba: aludiendo al infame laconismo de los diarios y a la ausencia de
los muchos que deberían haber estado, nos dijo que esto daba lástima y
tristeza. Se refería al país. Había otros, eran jóvenes: no hace falta
nombrarlos porque parecería que haberle hecho esa última justicia (tan inútil,
al fin de cuentas) es una honra o un mérito. En un solo caso lo es: en la SADE
estuvo Borges. A Marechal le gustaría saber que alguien lo ha escrito.
Y por toda
esta sordidez no resultaba fácil justificar la palabra fiesta, que manda en el
título: había que restituir el otro Marechal, el gran escritor. Pero el caso es
que la imagen que a nosotros nos queda de este hombre no sólo la dibujó su
literatura. Estaba ahí. Lo podíamos ver los miércoles, sabíamos que una de sus
pipas se llamaba Eleonore, en homenaje a Poe. Su mujer contaba que en Cuba
bailó con una mulata y él cerraba los ojos como diciendo: no tiene importancia.
Su mujer contaba que en Cuba le cantaron la "Marcha peronista" y él se reía,
como quien evoca una travesura secreta. Una noche estábamos en su casa,
faltaban cigarrillos; se discutió largamente quién bajaría a buscarlos. Cuando
casi nos habíamos puesto de acuerdo, Marechal volvió: él había ido. También
hay que decir que esa noche el ascensor no funcionaba, que Marechal vivía en un
séptimo piso, que entonces ya tenía casi setenta años.
Otra vez
se entabló la siguiente polémica: la esencialidad metafísica de los macarrones
a la Principe di Napoli contra la intrascendencia de otra vulgar pastasciuta.
El único modo de dirimir la cuestión era el que se verificó el domingo siguiente
en su casa: cocinarlos y ver el resultado. Hay que repetir que estas cosas
ocurrían con gente que tenía cuarenta años menos que Marechal. Una vez,
hablando del alma eslava, dijo, al pasar, que cualquiera que hubiese tenido una
amante rusa podía adivinar a qué se refería: echó una rápida mirada de reojo a Elbia
y siguió, arcangélicamente, fumando su pipa. Nos contó una conversación
telefónica con Eva Perón. Nos contó cómo era mano a mano Fidel Castro. Tenía
una carta de Roberto Arlt. Su mujer la guarda. La carta dice algo así como: "He
leído tu novela, estoy deslumbrado". De Arlt contaba que una tarde iban por la
calle y Arlt se agachó a recoger una piedrita. Marechal decía: "Era como
un chico, le fascinaba el color de una piedrita".
Por un
rito que sólo él conocía, casó a varios escritores, el catastrófico fracaso de
estos enlaces le hizo declarar solemnemente: "Lo que voy a hacer es no casar
más a nadie". La imitaba a Luisa Mercedes Levinson. De las teorías literarias
nos decía: "Sentado en el umbral de su casa, el poeta verá pasar el
cadáver de la última estética". Del espiritismo, que es un buen sistema
para correr muebles sin changador. De Dios, que para estar en comunicación con
él no hace falta ir a la iglesia. Y de la Iglesia, que le revolvía el estómago.
Sobre esto último habría quizá mucho que aclarar, pues lo velaron de cuerpo
presente en Santo Domingo; pero sólo de cuerpo presente, él no estuvo. No es
el primer gran escritor al que se quiere sacralizar después de muerto: que los
que siguen vivos carguen con la responsabilidad. Era cristiano, sí. Y deísta.
Creía en Dios de una manera tan natural que ser ateo, ante él, era casi una
falta de respeto. Cuando volvió de Cuba nos trajo un rosario toba: ahí está,
colgado en la pared.
Era
zafado. Como a Severo Arcángelo, le gustaban las fiestas, sus preparativos.
Fumaba sin parar. Verlo parsimoniosamente beber vino daba alegría. Rechazó,
en nuestra presencia, la posibilidad de un premio de un millón de pesetas (más
de siete millones de pesos de antes), porque ya le habían dicho que ganaba el
concurso y porque, como él decía, "qué se puede hacer con siete millones de
pesos, ¿verdad?".
Nunca le
tradujeron un libro. Su mayor alegría antes de morir hubiera sido ver la
edición cubana del "Adán Buenosayres". Y porque en la biografía de ciertos
hombres todo se ordena como regido por otras leyes, no vio su libro. Parece
inventado, pero un día antes de su muerte llegó de Cuba el paquete con las
últimas ediciones de Casa de las Américas: en la Aduana o en el Correo, alguien
lo había abierto. Cuando Marechal lo recibió, faltaba el "Adán…". Elbia, su
mujer, nos contó que él dijo: "¿Cómo puede ser que mis compatriotas me
hagan esto?". Elbia le pidió que ahora no pensara en esas cosas, que seguramente
el que se lo sacó quería leerlo. Todos sabemos, Marechal también, que en este
país eso es mentira. Qué
importancia tiene si da alegría, diría él, y hace pensar en ese, nuestro país,
como una fiesta, donde mentiras como éstas empiecen a ser posibles.