(XXXI) Martín Schifino
El crítico literario y traductor argentino Martín Schifino (1972) nació en Buenos Aires. Tras licenciarse en Letras por la Universidad de Buenos Aires, completó una maestría en Filología Inglesa en King’s College de Londres, ciudad en la que vivió durante nueve años. Actualmente vive en Madrid donde trabaja como crítico teatral y editor asociado en la “Revista de Libros”. También ha colaborado con diarios y revistas de Argentina (“Clarín”, “La Nación”, “Otra Parte”), de España (“Letras Libres”, “Revista de Occidente”, “Quimera”) y de Inglaterra (“The Times Literary Supplement”, “The Independent”). En ellas, entre muchos otros, publicó artículos como “Momentos críticos: Joyce y Woolf como lectores”, “Borges en casa”, “El combate literario del siglo XX”, “Nabokov en Norteamérica”, “Cómo leer un ‘best seller’”, “Philip Roth en su salsa”, “Las vidas de Virginia Woolf”, “Shakespeare con bombos y platillos” y “Chéjov después de Beckett”.
En dichas publicaciones además ha reseñado obras de recocidos escritores, entre ellos José Saramago (1922-2010), Rodolfo Walsh (1927-1977) y Roberto Bolaño (1953-2003). También ha traducido al español libros de John Locke (1632-1704), Charles Baudelaire (1821-1867), Joseph Conrad (1857-1924), Ennio Flaiano (1910-1972) y Alfred Hayes (1911-1985), entre muchos otros. De su obra ensayística pueden mencionarse “Páginas críticas”, “El duelo y el vuelo”, “Cuestión de tamaño”, “Palabras cruzadas”, “Desde el jardín”, “Los árboles y el bosque”, “Aldea y mundo”, “Escritores y espías” y “El miedo sin contorno”.
Lo que sigue son fragmentos de “El éxito incómodo de Julio Cortázar”, texto que Schifino publicó en la “Revista de Libros” en octubre de 2013.
El escape de la forma narrativa es posterior al dominio de la forma, pero puede que el impulso haya existido desde sus comienzos como escritor. Ya en un ensayo escrito en 1947, antes de publicar su primer libro de cuentos, Cortázar elogiaba a los modernistas por su “violencia contra el lenguaje literario” y su “destrucción de las formas tradicionales”. Como es bien sabido, su simpatía por la destrucción, que no era ni más ni menos que un deseo de trascender la escritura por medio de la escritura, fue nutriéndose con lecturas de los surrealistas y los románticos; pero también respondía a la búsqueda de un lenguaje propio dentro de una literatura nacional, si no en ciernes, sí en su juventud. Para Cortázar, las convenciones léxicas, sintácticas y prosódicas de la literatura heredada de España o de un pasado poscolonial con modelos literarios prestados, ya no servían; se necesitaba “un lenguaje nuevo”, que divisaba por ejemplo en la obra de Leopoldo Marechal, cuya novela “Adán Buenosayres” le marcó “un gran rumbo”, como escribiría años después.
Si desde sus comienzos emprendió una guerra contra las ideas recibidas, el frente fue avanzando cada vez con mayor firmeza contra el engolamiento, las torres de marfil y otras falsas alturas de la elocuencia. El arte narrativo no debía plantearse como una entrada en un estado de excepción, prerrogativa de unos pocos, sino más bien como un estado de gracia al que, en teoría, todos tuviesen acceso. La utopía surrealista de “unir arte y vida” no andaba lejos. “Rayuela” significó un acercamiento a esa utopía, tanto para el autor como para sus lectores. Quizá más que ninguna otra novela en español del siglo XX, conectó a los lectores con la experiencia y a la experiencia con la literatura. La forma misma de la narración se abría, se llenaba de notas, reflexiones, citas y referencias cruzadas, que fomentaban la idea de organicidad. Y, al incorporar materiales hasta entonces poco literarios, Cortázar alentaba a los lectores a buscar el fenómeno estético en sitios inesperados, empezando por la vida cotidiana. Leer resultaba una cuestión vital.
“Rayuela” repercutió fuera de la esfera literaria, no sólo conmoviendo un clima de opinión, sino modificando actitudes. Cortázar mismo reconoció que la mayor influencia de la novela fue “extraliteraria” o “existencial”. Y así, una obra de ideas en principio bastante abstractas como la búsqueda de trascendencia o la crítica de la razón, acabó siendo concretamente política, algo que, en literatura, es más raro de lo que se cree. Porque, si muchos cuentos y novelas hablan de política o defienden cierta ideología, los que inspiran cambios de conducta, los que influyen en el funcionamiento de (parte de) la sociedad, son escasísimos.
En una carta que envió a Paul Blackburn en mayo de 1962, poco antes de la publicación de la novela, predice que “será un especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”. Que la historia le haya dado la razón no nos impide detenernos en la metáfora. “Rayuela” es una novela impetuosa, de una belleza convulsiva, como quería Breton. Y es, como se reconoció enseguida, una novela joven, con las desventajas del caso, pero también con las ventajas. Incluso quienes le critican su romanticismo trasnochado, su metafísica de café o su cursilería erótica (“nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura”) no pueden sino apreciar la energía con que se combinaron esos registros.
En los años posteriores a “Rayuela”, nos muestra dos cambios simultáneos: la llegada del éxito y el paso de la política al centro de la escena. Cortázar sobrellevó bien ambas cosas pero, sin ninguna duda, alteraron el curso de su vida personal y artística. Empezando con la delgada línea que separa una de la otra, es evidente que pronto se vio obligado a responder a muchas más cartas que antes. Aparte del elenco estable de amigos, familia y colegas, Cortázar empieza a escribirse regularmente con agentes literarios, editores extranjeros, profesores universitarios, estudiantes, organizadores de conferencias, funcionarios y políticos. Si una de las aspiraciones casi secretas de Cortázar había sido vivir de la literatura, en los años ‘70 empieza a lograrlo, conforme se multiplican las traducciones de sus libros, las adaptaciones cinematográficas, las publicaciones en periódicos y las invitaciones para impartir conferencias. “Rayuela” conectó a los lectores con la experiencia y a la experiencia con la literatura.
Llegado un punto, Cortázar habría podido, como quien dice, vivir sin necesidad de trabajar en otra cosa que en sus ficciones. Pero el éxito comercial coincidió para él con un despertar político, y lo que se entrevé en este período es la fabulosa cantidad de trabajo que le exigió el activismo, los artículos para la prensa y los viajes en calidad de intelectual público. El trajín había empezado en Cuba, adonde volvería casi todos los años después de visitar la isla por primera vez en 1961, como jurado del Premio Casa de las Américas, y quedar prendado de la revolución socialista. Lo que eso produjo en un escritor que ya iba para los cincuenta fue más que una “segunda manera”: al mismo tiempo que un gran público, apareció un gran tema y, con el gran tema, el sentimiento de una misión: “las cosas han llegado a un punto en América Latina -le escribirá a Ángel Rama en 1973- que nuestro deber es precisamente reaccionar para tratar de ser útiles”. No es que Cortázar hiciese con su obra borrón y cuenta nueva -mientras se politiza publica dos libros poco políticos, los cuentos de “Todos los fuegos el fuego” (1966) y la novela “62/Modelo para armar” (1968)-, pero conforme avanzaban los años ‘60 empezó a poner el ojo en temas de actualidad, e incluso a defender lo que podría llamarse una visión partidista de la cultura.
Conforme fue comprometiéndose con el socialismo y la causa revolucionaria, hizo lo posible por seguir la línea del Partido, sin resistirse a dar explicaciones y justificaciones. La carta fechada el 15 de enero de 1969 es un ejemplo perfecto. En principio, Cortázar escribe a Roberto Fernández Retamar, el entonces editor de la revista “Casa de las Américas”, para recordarle cuestiones sobre un festival literario que se planea en Europa; pero luego aprovecha para aclararle por qué le ha concedido una entrevista a la edición latinoamericana de la revista “Life”. Uno pensaría que los escritores pueden dejarse entrevistar por quien quieran, pero “Life” era una revista norteamericana y, por tanto, “territorio enemigo” (dice Cortázar). Si se dignaba a hablarles, es porque valía la pena hacer una “violenta incursión” anticapitalista para beneficio de “un público latinoamericano que no tiene el menor acceso a nuestras publicaciones revolucionarias. En este tiempo de malentendidos frecuentes, me interesa que estés enterado de esto. No quiero que algún rumor equívoco se adelante a la publicación, y por eso me curo en salud”.
Con seguridad, Cortázar se refería a la situación de Heberto Padilla, que había recibido el Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba de manos de un jurado independiente por su libro de poemas “Fuera de juego”, pero que luego vio cómo los directores de aquella institución lo criticaban públicamente y sólo se avenían a publicar los textos con un prefacio en el que los señalaban como “contrarios a la ideología revolucionaria”. En un acto de malabarismo ideológico, Cortázar había defendido tanto al poeta como al Partido en un artículo publicado en el semanario francés “Le Nouvel Observateur”. Pero aquello había sido “fuente de incontables malentendidos en Cuba”. En junio de 1969, Cortázar le transmite al ensayista uruguayo Ángel Rama que “no es en absoluto conveniente que incluyas mi nota en la nueva edición del libro de Heberto”. Y aunque en la misma carta se permite una tímida crítica de los “equívocos bastante maniqueos y exasperantes en que me ha metido la tendencia cada vez más radical de nuestros cubanos”, enseguida se echa atrás y afirma que nada de eso “me hará vacilar de ninguna manera en mis sentimientos revolucionarios y de seguir peleando allí donde se pueda y se deba”.
Padilla fue arrestado en 1971 bajo cargos de actividad contrarrevolucionaria, obligándolo a arrepentirse públicamente con la lectura de una “autocrítica”, un eco bastante macabro del estalinismo. El “caso Padilla”, como empezó a conocerse, suscitó una carta abierta a Fidel Castro firmada por cien intelectuales reconocidos, en la que se pedían explicaciones, se detallaba el rechazo de un “proceso de sectarismo” y se condenaba “el recurso a los métodos represivos contra los intelectuales y escritores que han ejercido el derecho a la crítica en la revolución”. Cortázar la firmó; y aunque más tarde explicó que la consideraba una solicitud de información de “compañero a compañero”, no un acto de provocación, no convenció a los compañeros. Cortázar se resarció al negarse a firmar una segunda carta de apoyo a Padilla, mucho más vehemente que la primera (según Cortázar, “incalificable”).
Desde luego, el compromiso de Cortázar con la política latinoamericana no se limitó a la revolución cubana, y en su correspondencia se habla mucho sobre Chile, Argentina y Nicaragua. Como tantos intelectuales, Cortázar cifró una gran esperanza en Chile cuando Salvador Allende asumió su mandato en 1970; pero ésta se transformó en puro desvelo cuando un golpe de Estado lo derrocó en 1973. La conducta de Cortázar después del acontecimiento fue ejemplar, y uno puede seguir casi día a día sus actividades en París, desde donde ayudó a exiliados políticos con cuestiones prácticas como conseguir vivienda, o recomendarlos para trabajos en periódicos y editoriales. También, con el apoyo de algunos de ellos, editó para Gallimard un libro de testimonios sobre las violaciones a los derechos humanos que cometía en aquel momento la junta chilena. En el año que apareció ese libro, formó parte del Tribunal Russell de Derechos Humanos que, naturalmente, tenía mucho que condenar sobre Chile. Buena parte de los ‘70 fueron años agitados para Cortázar.
Lo que más tiempo le consumía eran los compromisos públicos y la producción periodística. En relación con esta última, que se encuentra muy bien representada en la colección póstuma “Papeles inesperados”, más o menos todo el mundo está de acuerdo en que con ella se inicia el declive de Cortázar, y que el otrora revolucionario de la escritura se convierte demasiado a menudo en alguien que sólo escribe sobre revolución. Pero hay que constatar que, aún abrumado por artículos e informes humanitarios, el autor se las arregló, en la década del ‘70, para escribir obras de fuste como la novela “El libro de Manuel” (1973), los cuentos recopilados en “Octaedro” (1974), “Alguien anda por ahí” (1977) y “Queremos tanto a Glenda” (1980), además de misceláneas muy personales como “Prosa del observatorio” (1972), “Territorios” (1978) y “Un tal Lucas” (1979).
Quienes quieran seguir la historia más allá de 1980 pueden hacerlo en el volumen final de las cartas, que se extiende durante cuatro años más, empezando por el momento en que Cortázar y Carol Dunlop, su segunda mujer, parten de Estados Unidos en barco. En Europa les espera el mismo ajetreo de siempre, pero uno empieza a percibir el creciente deseo de Cortázar de poner las cosas en orden. A la vuelta de Berkeley, escribió a Jaime Alazraki que “el año ‘81 será un año de lecturas y trabajo en casa, con un mínimo de desplazamientos locales por las razones de siempre: reuniones por la Argentina, Chile, Nicaragua y El Salvador”. Y en 1981: “Cumplo 67 el mes que viene, y lo tengo bien presente; en la medida de lo posible, quisiera entrar en un último ciclo lo más sereno posible. No puedo ni quiero cambiar mis ritmos erráticos de escritura, pero sí quiero crearme un territorio en el que despertar con una idea de cuento o de novela no se resuelva en la frustración de no poder llevarla al papel lo antes posible. Me ha ocurrido tantas veces en estos últimos seis o siete años, que ya me resulta imposible soportarlo”.
En pocas palabras, Cortázar quiere concentrarse en la literatura. A veces lo consigue. Son particularmente gozosas las cartas en que explica a distintos amigos el proyecto de escribir junto a Dunlop el libro que se convertiría en “Los autonautas de la cosmopista”, a cuya génesis asistimos día a día. Y uno imagina las caras que habrán puesto los amigos al leer las cartas, porque el material del libro sería un viaje en combi de París a Marsella de treinta y tres días, sin salir jamás de la autopista, parando en cada uno de los setenta y cinco aparcamientos anexos: “Será un almanaque más, con todo lo que se nos ocurra poner dentro, pero además será muy científico: informes sobre los párquings, fotografías documentales, algo así como una crónica de exploradores polares”. Dicho y hecho: el libro apareció en 1983.
Carol Dunlop, sin embargo, no lo vería publicado, pues falleció en noviembre de 1982 de leucemia, la misma enfermedad que padecía Cortázar. La lectura de las cartas en las que anuncia el hecho a sus familiares y amigos es muy dura y, por supuesto, queda fuera de todo comentario. Más adelante, las cartas vuelven a hablar de proyectos y viajes a Nicaragua, Cuba, Buenos Aires, pero a partir de ese punto es como si el volumen cargara con el peso de su inevitable conclusión. En la última carta que se conserva, fechada el 20 de enero de 1984, a escasas tres semanas del final, Cortázar acusa recibo de las galeradas de una nueva edición de “Rayuela”. Le llegan, dice, “en muy mal momento”, cuando se encuentra “muy enfermo, pasando por laboratorios y hospitales”. No obstante, les echa un vistazo y hasta señala que “en toda la parte final se olvidaron de poner los números de los capítulos”. Aún de cara a la muerte seguía cuidando la obra que le sobreviviría.