(XXXVI) Margarita Mateo Palmer
Licenciada
en Lengua y Literatura Hispánicas y doctora en Ciencias Filológicas por la
Universidad de La Habana, Margarita Mateo Palmer (1950) es considerada como una
de las mejores ensayistas cubanas. Ha ejercido el profesorado en numerosas
universidades tanto en América (La Habana, São Paulo, Santa Catarina, Búfalo y
Monterrey) como en Europa (Madrid, Granada, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas
de Gran Canaria, Roma, Verona, Siena, Florencia, Salerno, Hampshire y Leipzig).
Ha impartido diversos cursos sobre literatura latinoamericana, literatura
cubana, literatura caribeña y semiótica, y es miembro de la Unión de Escritores
y Artistas de Cuba (UNEAC), del Comité Académico del Programa de Maestría en
Estudios Caribeños de la Universidad de La Habana y de la Academia Cubana de la
Lengua.
Ensayista, novelista y crítica literaria, entre sus obras pueden mencionarse la novela “Desde los blancos manicomios” y los ensayos “Del bardo que te canta”, “Narrativa caribeña. Reflexiones y pronósticos”, “Ella escribía poscrítica”, “Paradiso: la aventura mítica”, “Del Caribe como Aleph. La polifonía cultural en el Caribe”, “El palacio del pavo real. El viaje mítico”, “El misterio del eco”, “El Caribe en su discurso literario” y “Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat”. También ha publicado numerosos artículos en medios como “Anales del Caribe”, “El Caimán Barbudo”, “Casa de las Américas”, “Imán”, “Revolución y Cultura” y Tablas” de Cuba; “La Jornada Semanal” de México e “Impacto” de Santo Domingo.
En 1986 realizó profundos estudios y análisis de los archivos de Cortázar guardados en el Centro Latinoamericano de Investigaciones de la Universidad de Poitiers, Francia. Luego, en 2004, al cumplirse el vigésimo aniversario del fallecimiento del escritor argentino, publicó en la revista española “Caleta. Literatura y Pensamiento” un extenso artículo titulado “Cartografía estelar de un viaje al futuro: los cuentos de Julio Cortázar”, del cual se reproducen algunos de sus interesantes párrafos.
Regida por
secretas mutaciones astrales, tatuando indescifrables figuras que sólo al paso
de los años comienzan a mostrar su perfil, parece haber sido dibujada la vida
de Julio Cortázar: mapa del espacio estelar, constelación inscrita en el oscuro
firmamento con una tinta invisible que sólo revela su trazo desde el prisma de
lo temporal a aquellos que saben mirar las estrellas con la frente descubierta,
poseedores, sin dudas, de un gran saber. Viajero infatigable, trazó su ruta
persiguiendo la entrada a una dimensión donde cielo y tierra formaran parte de
un mismo juego de probabilidades, y fue incesante observador de las figuras
caprichosas que formaban las estrellas: vigía de un mundo mejor y más pleno
donde el hombre pudiera vivir expresando al máximo sus posibilidades como ser
humano.
Interrogado acerca de su cuentística algunos meses antes de su muerte, ocurrida el 12 de febrero de 1984, el autor de “Rayuela” se refirió al intenso e inexplicable sentimiento de estar atrapado bajo el influjo de una mala constelación: “Yo tengo la impresión de que hay momentos en que cualquiera de nosotros -los astrólogos dirían una cuestión de horóscopo- está sometido a buenas o malas influencias. Lo cual, de alguna manera, explica a veces la acumulación de desgracias. O una etapa de la vida que se da bajo cierto signo y que luego, bruscamente entra en una zona que puede ser totalmente distinta. Yo sé que hace cinco años estoy en una más que negativa etapa de mi vida. Yo tengo el sentimiento claro de que hay eso que la gente a veces llama Destino que, en un determinado momento, se pone en contra”.
Esta visión de su situación en el mundo -digamos que intuición, sabiduría corporal, conocimiento anticipado de su muerte en un nivel sensorial- está sin dudas muy ligada a lo que él mismo llamó noción de figura. “Es como el sentimiento -que muchos tenemos sin dudas, pero que yo sufro de una manera muy intensa- de que aparte de nuestros destinos individuales somos parte de figuras que desconocemos. Pienso que todos nosotros componemos figuras. Por ejemplo, en este momento podemos estar formando parte de una estructura que se continúa quizás a doscientos metros de aquí, donde a lo mejor hay tantas personas que no nos conocen como nosotros no las conocemos. Siento continuamente la posibilidad de ligazones, de circuitos que se cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación racional y de toda relación humana”.
Como creador, demiurgo que podía situarse frente al vasto universo del texto y manejar desde los hilos de una supuesta omnisciencia las relaciones entre los personajes, Cortázar establece una relación diferente -instrumental, pragmática- con la noción de figura. Es decir, en el plano de la ficción esta concepción es perfilada del siguiente modo: “La noción de figura va a servirme instrumentalmente, porque representa un enfoque muy diferente del habitual en cualquier novela o narración donde se tiende a individualizar a los personajes y darles una psicología y características propias. Quisiera escribir de manera tal que la narración estuviera llena de vida en su sentido más profundo, llena de acción y de sentido, y que al mismo tiempo esa vida, esa acción y ese sentido no se refieran ya a la mera interacción de los individuos, sino a una especie de superación de las figuras formadas por constelaciones de personajes. Ya sé que no es fácil explicar esto, pero a medida que vivo siento más intensamente esa noción de figura”.
Es sabido, sin embargo, que la creación para Cortázar -en particular su cuentística- más que expresión de una poética explícita, fue una necesidad imperiosa de volcarse al exterior rompiendo el cerco de su individualidad. A través de ese proceso creador fue alcanzando una transparencia primordial: la de su propia vida, cuya trayectoria –nítida- fue dibujándose en una historia personal cuyas resonancias eran cada vez más amplias. Como expresara en un texto escrito en una fecha tan temprana como 1947, “Teoría del túnel”, realidad y ficción, caras de una misma moneda, andan transitoriamente separadas en este mundo porque el ser humano ha perdido su capacidad de soñar en tanto sus visiones oníricas no han podido integrarse a lo real. Años después, al explicar sus ideas sobre lo fantástico, Cortázar asociará este concepto a una noción muy personal, vinculada con un mundo paralelo que ha entrevisto a partir de vivencias comentadas por él en varias ocasiones, en las que lo supuestamente sobrenatural se entremezcla con el acontecer cotidiano. Esta permeabilidad de lo que ha llamado fantástico -“a falta de mejor nombre”- estará presente siempre como posibilidad, dependiendo en buena medida del sujeto que se haga visible.
Es decir, para Cortázar el mundo de la fantasía, dada su propia experiencia ante fenómenos relacionados con este ámbito, posee absoluta vigencia, aunque no se muestre a todos de igual manera. Existe, entonces, la posibilidad de que lo fantástico encarne más intensamente en lo real a partir de un modo de ser diferente del individuo. El condicionamiento histórico que ha actuado sobre los hombres, lejos de contribuir a que esta tendencia se desarrolle -liberando sus propias capacidades latentes- , ha frenado una posible evolución natural que Cortázar vislumbra en estrecho nexo con las figuras. Como expresa al referirse a la recepción de estas articulaciones: “Es una especie de iluminación, repito, que te coloca en otra realidad que no alcanzás a definir porque instantáneamente volvés a la tuya. La fuerza de esta realidad es demasiado grande, nuestros cerebros han sido muy manipulados por la evolución histórica. Pero para mí es la prueba de que el cerebro del hombre, su capacidad imaginativa, tiene como larvada la posibilidad de transformar la noción de realidad creando diferentes figuras”.
De hecho, la noción de figura surge en Cortázar como expresión de un modo peculiar de sentir su relación con el mundo. Este mundo de relaciones estuvo estrechamente vinculado para él con su concepción acerca de la casualidad, esa región donde el azar tienta a lo condicionado respondiendo a un sistema de leyes diferente del aceptado: “La primera sospecha, la primera representación de lo que yo llamo figuras a falta de mejor nombre, es muy temprana en mi vida, viene en realidad de mi infancia. Muchas cosas que la gente atribuía a casualidades, cuando usaban la palabra casualidad para explicar o explicarse ese tipo de ‘coincidencias’ que se dan en la vida, yo sentía de manera intuitiva que decir ‘casualidad’ o ‘coincidencia’ no explicaba absolutamente nada”.
En “Cristal con una rosa dentro”, un brevísimo texto incluido en “Último round”, la noción de figura es perfilada por Cortázar a partir de un ejemplo concreto en el que apela, no a las múltiples asociaciones a que pueden conducir las palabras, sino a distintas aprehensiones verificadas por él en el plano de la vida cotidiana. Se trata, como el mismo autor explica, de “fenómenos heterogéneos” que en un instante crean una impresión de “homogeneidad deslumbradora”: el desencadenamiento de “una figura ajena a todos sus elementos parciales, por completo diferente en su esencia y significación”. La diferencia principal que advierte Cortázar en este texto entre figura e imagen poética -a pesar de la estrecha semejanza entre ambas- es que en el caso de la figura el sujeto que la percibe “padece un extrañamiento instantáneo” cuando esta se hace visible, su aparición es una “entrevisión (que) se da pasiva y fatalmente”, mientras el poeta, al intuir las nuevas articulaciones, se propone traducir al lenguaje de las palabras la vivencia que se verifica en un plano extraverbal.
Su labor de cuentista, preferida por él a otras expresiones literarias como la escritura poética -que, sin embargo, practicó siempre secretamente, sin darle apenas divulgación- parte en buena medida de su experiencia en la captación de figuras que, traducidas en términos narrativos, le permiten explorar esos mundos apenas entrevistos. Muchos de sus relatos, al igual que sus poemas, son un intento de llevar a la escritura las visiones reveladas por sus sueños. El cuento, como expresión de la “poiesis” -más allá de las clasificaciones genéricas que empobrecen el acercamiento a lo literario-, fue uno de sus modos principales de lograr una apertura -suya y del lector- que lo pusiera en contacto con zonas de la realidad y de su propio ser que permanecían aún en el ámbito de lo oculto. El cuentista es, entonces, como el poeta, ese “mago metafísico, evocador de esencias, ansioso de posesión creciente de la realidad en el plano del ser”.
Poética de los actos, de los sucesos en los que participa el hombre, el cuento, “hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”, enriquece la existencia del ser humano expandiendo su capacidad de descubrir e integrarse con más plenitud a la vida misma, ese misterio mayor del cual forma parte. Lo narrativo, entonces, como traducción del acontecer -el verbo no como palabra sino como acción- permite captar el flujo de las sucesivas objetivaciones del hombre a través de sus actos como figura de una existencia humana.
El tema del doble, que tanta importancia tuvo en la obra cortazariana, puede ser considerado como un acercamiento primario e inicial a la formación de las figuras. Este implica la apertura de una identidad cerrada, que tiende a la duplicación para inaugurar vasos comunicantes, más allá de la diferencia entre ambas entidades involucradas. Más ese vínculo que se tiende está aún circunscrito a la dualidad: túnel -digamos también, con “Rayuela”, puente- que une dos individualidades cerradas, las cuales, trascendiendo su diversidad, hallan una zona común de identificación. La noción de figura amplía el espectro de esta apertura dual para proponer una conexión más amplia, situada en una perspectiva que permite el contacto de diversas identidades, creando una estructura múltiple, invisible en primera instancia.
Como parte de esta estructura mayor que lo contiene, lo individual tiende a la difuminación de sus contornos en tanto se verifica el intercambio -un toma y daca muy sutil- no sólo en relación con un homólogo, sino con una variedad mayor de semejantes. Es decir, la noción de figuras no sólo remite al problema de la identidad individual, sino también de los dibujos formados por esos encuentros aparentemente casuales entre diversas entidades. El problema ya no es el hombre en su estrecha individualidad -cercado y limitado por su ego- , sino la unidad de esas múltiples identidades personales, capaces de conectarse entre sí, expandiéndose hacia espacios encontrados y compartidos entre seres humanos que, al modo de los astros, recorren las distancias para aproximarse o alejarse de otros duplos o semejantes.
Ya en “Los premios”, la primera novela de Cortázar, el personaje de Persio comienza a alcanzar esta visión, diríamos que cósmica, casi omnisciente y distanciada de lo que sucede a bordo del “Malcolm”, para desde una perspectiva más amplia, situada apenas en otra dimensión, apreciar las relaciones en ese pequeño universo del barco en alta mar -isla flotando en la inmensidad de las aguas- que se refleja en las constelaciones australes. Guitarra sostenida por el guitarrero de Picasso en un cuadro de 1918 que perteneció a Apollinaire, el barco va trazando también un mapa estelar, horóscopo de la inmensidad de la noche que dibuja en el firmamento los avatares de un desplazamiento incesante: líneas, trayectorias, arquitectura invisible de un firmamento surcado por los movimientos -proximidades y lejanías, ausencias- de las estrellas.
La escritura sobre las largas meditaciones de Persio -prosa del observatorio que vislumbra en la extensión de las sombras los juegos de figuras- se torna diáfana desde esta perspectiva: Persio piensa y observa en torno, y a cada presencia aplica el logos o del logos extrae el hilo, del meollo la fina pista sutil con vistas al espectáculo que deberá -así él quisiera- abrirle el portillo hacia la síntesis. Desiste sin esfuerzo Persio de las figuras adyacentes a la secuencia central. A Persio le va gustando aislar en la platina la breve constelación de los que quedan, de los que han de viajar de veras. No sabe más que ellos de las leyes del juego, pero siente que están naciendo, ahí mismo, de cada uno de los jugadores, como en un tablero infinito entre adversarios mudos.
Imágenes en movimiento, metáforas narrativas, acción: como juego de participación intensa y alegre en ese reto constante que es la vida, pudiera considerarse su peculiar sentimiento frente a lo real, su atisbo de fisuras en la realidad, su cada vez más frecuente capacidad para estar a la vez en dos dimensiones, como tantos personajes de sus cuentos: muy cerca de la transformación en axolotl, en guerrero enemigo de los aztecas durante la guerra florida, en mendiga en un puente de Budapest. Esas experiencias, denominadas por él estados de pasaje, están vinculadas directamente con momentos de distracción -como los que puede propiciar la práctica del budismo Zen- en los que la conciencia pierde el control que le agradaría ejercer de modo absoluto sobre el sujeto. Escritor nocturno, recibió en las sombras de sus entrevisiones, fijadas en el lado oscuro de la luna, las señales de un acontecimiento trascendental de su historia personal, que entonces no supo cómo interpretar. De regreso al mundo de lo diurno, antes de poder descifrar el enigma de sus visiones oníricas -manuscritas, no mecanografiadas como era su costumbre escribir-, Cortázar no supo que estaba soñando su muerte como una gran novela.
Resulta también sobrecogedor que casi al azar, dos o tres meses antes de morir, titule como año sabático precisamente el de su desaparición física, e intuya un libro que definitivamente no escribió en un lenguaje que podríamos leer como literatura, habituados como estamos al implacable deslinde entre realidad y ficción. Al parecer esa, su última y más importante novela, rebasó las convenciones de lo literario, contra las que tanto luchó en vida, para escribirse en un ámbito que coincidía con su propia condición humana. Me gustaría pensar que ese último texto es el que aún escribe en otra dimensión, aquella en la que el sol sale por el Oeste. A la vez, siento que coincide con la escritura manuscrita por los actos de su vida -el que en plena narratividad, como corresponde a uno de los más grandes creadores del siglo XX- en un libro abierto, infinito, delineado con esa tinta fantástica y secreta que brota del corazón. Más visible mientras más transparente su entorno, más indeleble mientras más alejado de la fluencia de lo temporal, también ese es el libro escrito por sus lectores cómplices, esa gran constelación que gira en torno a sus textos.
Ensayista, novelista y crítica literaria, entre sus obras pueden mencionarse la novela “Desde los blancos manicomios” y los ensayos “Del bardo que te canta”, “Narrativa caribeña. Reflexiones y pronósticos”, “Ella escribía poscrítica”, “Paradiso: la aventura mítica”, “Del Caribe como Aleph. La polifonía cultural en el Caribe”, “El palacio del pavo real. El viaje mítico”, “El misterio del eco”, “El Caribe en su discurso literario” y “Dame el siete, tebano. La prosa de Antón Arrufat”. También ha publicado numerosos artículos en medios como “Anales del Caribe”, “El Caimán Barbudo”, “Casa de las Américas”, “Imán”, “Revolución y Cultura” y Tablas” de Cuba; “La Jornada Semanal” de México e “Impacto” de Santo Domingo.
En 1986 realizó profundos estudios y análisis de los archivos de Cortázar guardados en el Centro Latinoamericano de Investigaciones de la Universidad de Poitiers, Francia. Luego, en 2004, al cumplirse el vigésimo aniversario del fallecimiento del escritor argentino, publicó en la revista española “Caleta. Literatura y Pensamiento” un extenso artículo titulado “Cartografía estelar de un viaje al futuro: los cuentos de Julio Cortázar”, del cual se reproducen algunos de sus interesantes párrafos.
Interrogado acerca de su cuentística algunos meses antes de su muerte, ocurrida el 12 de febrero de 1984, el autor de “Rayuela” se refirió al intenso e inexplicable sentimiento de estar atrapado bajo el influjo de una mala constelación: “Yo tengo la impresión de que hay momentos en que cualquiera de nosotros -los astrólogos dirían una cuestión de horóscopo- está sometido a buenas o malas influencias. Lo cual, de alguna manera, explica a veces la acumulación de desgracias. O una etapa de la vida que se da bajo cierto signo y que luego, bruscamente entra en una zona que puede ser totalmente distinta. Yo sé que hace cinco años estoy en una más que negativa etapa de mi vida. Yo tengo el sentimiento claro de que hay eso que la gente a veces llama Destino que, en un determinado momento, se pone en contra”.
Esta visión de su situación en el mundo -digamos que intuición, sabiduría corporal, conocimiento anticipado de su muerte en un nivel sensorial- está sin dudas muy ligada a lo que él mismo llamó noción de figura. “Es como el sentimiento -que muchos tenemos sin dudas, pero que yo sufro de una manera muy intensa- de que aparte de nuestros destinos individuales somos parte de figuras que desconocemos. Pienso que todos nosotros componemos figuras. Por ejemplo, en este momento podemos estar formando parte de una estructura que se continúa quizás a doscientos metros de aquí, donde a lo mejor hay tantas personas que no nos conocen como nosotros no las conocemos. Siento continuamente la posibilidad de ligazones, de circuitos que se cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación racional y de toda relación humana”.
Como creador, demiurgo que podía situarse frente al vasto universo del texto y manejar desde los hilos de una supuesta omnisciencia las relaciones entre los personajes, Cortázar establece una relación diferente -instrumental, pragmática- con la noción de figura. Es decir, en el plano de la ficción esta concepción es perfilada del siguiente modo: “La noción de figura va a servirme instrumentalmente, porque representa un enfoque muy diferente del habitual en cualquier novela o narración donde se tiende a individualizar a los personajes y darles una psicología y características propias. Quisiera escribir de manera tal que la narración estuviera llena de vida en su sentido más profundo, llena de acción y de sentido, y que al mismo tiempo esa vida, esa acción y ese sentido no se refieran ya a la mera interacción de los individuos, sino a una especie de superación de las figuras formadas por constelaciones de personajes. Ya sé que no es fácil explicar esto, pero a medida que vivo siento más intensamente esa noción de figura”.
Es sabido, sin embargo, que la creación para Cortázar -en particular su cuentística- más que expresión de una poética explícita, fue una necesidad imperiosa de volcarse al exterior rompiendo el cerco de su individualidad. A través de ese proceso creador fue alcanzando una transparencia primordial: la de su propia vida, cuya trayectoria –nítida- fue dibujándose en una historia personal cuyas resonancias eran cada vez más amplias. Como expresara en un texto escrito en una fecha tan temprana como 1947, “Teoría del túnel”, realidad y ficción, caras de una misma moneda, andan transitoriamente separadas en este mundo porque el ser humano ha perdido su capacidad de soñar en tanto sus visiones oníricas no han podido integrarse a lo real. Años después, al explicar sus ideas sobre lo fantástico, Cortázar asociará este concepto a una noción muy personal, vinculada con un mundo paralelo que ha entrevisto a partir de vivencias comentadas por él en varias ocasiones, en las que lo supuestamente sobrenatural se entremezcla con el acontecer cotidiano. Esta permeabilidad de lo que ha llamado fantástico -“a falta de mejor nombre”- estará presente siempre como posibilidad, dependiendo en buena medida del sujeto que se haga visible.
Es decir, para Cortázar el mundo de la fantasía, dada su propia experiencia ante fenómenos relacionados con este ámbito, posee absoluta vigencia, aunque no se muestre a todos de igual manera. Existe, entonces, la posibilidad de que lo fantástico encarne más intensamente en lo real a partir de un modo de ser diferente del individuo. El condicionamiento histórico que ha actuado sobre los hombres, lejos de contribuir a que esta tendencia se desarrolle -liberando sus propias capacidades latentes- , ha frenado una posible evolución natural que Cortázar vislumbra en estrecho nexo con las figuras. Como expresa al referirse a la recepción de estas articulaciones: “Es una especie de iluminación, repito, que te coloca en otra realidad que no alcanzás a definir porque instantáneamente volvés a la tuya. La fuerza de esta realidad es demasiado grande, nuestros cerebros han sido muy manipulados por la evolución histórica. Pero para mí es la prueba de que el cerebro del hombre, su capacidad imaginativa, tiene como larvada la posibilidad de transformar la noción de realidad creando diferentes figuras”.
De hecho, la noción de figura surge en Cortázar como expresión de un modo peculiar de sentir su relación con el mundo. Este mundo de relaciones estuvo estrechamente vinculado para él con su concepción acerca de la casualidad, esa región donde el azar tienta a lo condicionado respondiendo a un sistema de leyes diferente del aceptado: “La primera sospecha, la primera representación de lo que yo llamo figuras a falta de mejor nombre, es muy temprana en mi vida, viene en realidad de mi infancia. Muchas cosas que la gente atribuía a casualidades, cuando usaban la palabra casualidad para explicar o explicarse ese tipo de ‘coincidencias’ que se dan en la vida, yo sentía de manera intuitiva que decir ‘casualidad’ o ‘coincidencia’ no explicaba absolutamente nada”.
En “Cristal con una rosa dentro”, un brevísimo texto incluido en “Último round”, la noción de figura es perfilada por Cortázar a partir de un ejemplo concreto en el que apela, no a las múltiples asociaciones a que pueden conducir las palabras, sino a distintas aprehensiones verificadas por él en el plano de la vida cotidiana. Se trata, como el mismo autor explica, de “fenómenos heterogéneos” que en un instante crean una impresión de “homogeneidad deslumbradora”: el desencadenamiento de “una figura ajena a todos sus elementos parciales, por completo diferente en su esencia y significación”. La diferencia principal que advierte Cortázar en este texto entre figura e imagen poética -a pesar de la estrecha semejanza entre ambas- es que en el caso de la figura el sujeto que la percibe “padece un extrañamiento instantáneo” cuando esta se hace visible, su aparición es una “entrevisión (que) se da pasiva y fatalmente”, mientras el poeta, al intuir las nuevas articulaciones, se propone traducir al lenguaje de las palabras la vivencia que se verifica en un plano extraverbal.
Su labor de cuentista, preferida por él a otras expresiones literarias como la escritura poética -que, sin embargo, practicó siempre secretamente, sin darle apenas divulgación- parte en buena medida de su experiencia en la captación de figuras que, traducidas en términos narrativos, le permiten explorar esos mundos apenas entrevistos. Muchos de sus relatos, al igual que sus poemas, son un intento de llevar a la escritura las visiones reveladas por sus sueños. El cuento, como expresión de la “poiesis” -más allá de las clasificaciones genéricas que empobrecen el acercamiento a lo literario-, fue uno de sus modos principales de lograr una apertura -suya y del lector- que lo pusiera en contacto con zonas de la realidad y de su propio ser que permanecían aún en el ámbito de lo oculto. El cuentista es, entonces, como el poeta, ese “mago metafísico, evocador de esencias, ansioso de posesión creciente de la realidad en el plano del ser”.
Poética de los actos, de los sucesos en los que participa el hombre, el cuento, “hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario”, enriquece la existencia del ser humano expandiendo su capacidad de descubrir e integrarse con más plenitud a la vida misma, ese misterio mayor del cual forma parte. Lo narrativo, entonces, como traducción del acontecer -el verbo no como palabra sino como acción- permite captar el flujo de las sucesivas objetivaciones del hombre a través de sus actos como figura de una existencia humana.
El tema del doble, que tanta importancia tuvo en la obra cortazariana, puede ser considerado como un acercamiento primario e inicial a la formación de las figuras. Este implica la apertura de una identidad cerrada, que tiende a la duplicación para inaugurar vasos comunicantes, más allá de la diferencia entre ambas entidades involucradas. Más ese vínculo que se tiende está aún circunscrito a la dualidad: túnel -digamos también, con “Rayuela”, puente- que une dos individualidades cerradas, las cuales, trascendiendo su diversidad, hallan una zona común de identificación. La noción de figura amplía el espectro de esta apertura dual para proponer una conexión más amplia, situada en una perspectiva que permite el contacto de diversas identidades, creando una estructura múltiple, invisible en primera instancia.
Como parte de esta estructura mayor que lo contiene, lo individual tiende a la difuminación de sus contornos en tanto se verifica el intercambio -un toma y daca muy sutil- no sólo en relación con un homólogo, sino con una variedad mayor de semejantes. Es decir, la noción de figuras no sólo remite al problema de la identidad individual, sino también de los dibujos formados por esos encuentros aparentemente casuales entre diversas entidades. El problema ya no es el hombre en su estrecha individualidad -cercado y limitado por su ego- , sino la unidad de esas múltiples identidades personales, capaces de conectarse entre sí, expandiéndose hacia espacios encontrados y compartidos entre seres humanos que, al modo de los astros, recorren las distancias para aproximarse o alejarse de otros duplos o semejantes.
Ya en “Los premios”, la primera novela de Cortázar, el personaje de Persio comienza a alcanzar esta visión, diríamos que cósmica, casi omnisciente y distanciada de lo que sucede a bordo del “Malcolm”, para desde una perspectiva más amplia, situada apenas en otra dimensión, apreciar las relaciones en ese pequeño universo del barco en alta mar -isla flotando en la inmensidad de las aguas- que se refleja en las constelaciones australes. Guitarra sostenida por el guitarrero de Picasso en un cuadro de 1918 que perteneció a Apollinaire, el barco va trazando también un mapa estelar, horóscopo de la inmensidad de la noche que dibuja en el firmamento los avatares de un desplazamiento incesante: líneas, trayectorias, arquitectura invisible de un firmamento surcado por los movimientos -proximidades y lejanías, ausencias- de las estrellas.
La escritura sobre las largas meditaciones de Persio -prosa del observatorio que vislumbra en la extensión de las sombras los juegos de figuras- se torna diáfana desde esta perspectiva: Persio piensa y observa en torno, y a cada presencia aplica el logos o del logos extrae el hilo, del meollo la fina pista sutil con vistas al espectáculo que deberá -así él quisiera- abrirle el portillo hacia la síntesis. Desiste sin esfuerzo Persio de las figuras adyacentes a la secuencia central. A Persio le va gustando aislar en la platina la breve constelación de los que quedan, de los que han de viajar de veras. No sabe más que ellos de las leyes del juego, pero siente que están naciendo, ahí mismo, de cada uno de los jugadores, como en un tablero infinito entre adversarios mudos.
Imágenes en movimiento, metáforas narrativas, acción: como juego de participación intensa y alegre en ese reto constante que es la vida, pudiera considerarse su peculiar sentimiento frente a lo real, su atisbo de fisuras en la realidad, su cada vez más frecuente capacidad para estar a la vez en dos dimensiones, como tantos personajes de sus cuentos: muy cerca de la transformación en axolotl, en guerrero enemigo de los aztecas durante la guerra florida, en mendiga en un puente de Budapest. Esas experiencias, denominadas por él estados de pasaje, están vinculadas directamente con momentos de distracción -como los que puede propiciar la práctica del budismo Zen- en los que la conciencia pierde el control que le agradaría ejercer de modo absoluto sobre el sujeto. Escritor nocturno, recibió en las sombras de sus entrevisiones, fijadas en el lado oscuro de la luna, las señales de un acontecimiento trascendental de su historia personal, que entonces no supo cómo interpretar. De regreso al mundo de lo diurno, antes de poder descifrar el enigma de sus visiones oníricas -manuscritas, no mecanografiadas como era su costumbre escribir-, Cortázar no supo que estaba soñando su muerte como una gran novela.
Resulta también sobrecogedor que casi al azar, dos o tres meses antes de morir, titule como año sabático precisamente el de su desaparición física, e intuya un libro que definitivamente no escribió en un lenguaje que podríamos leer como literatura, habituados como estamos al implacable deslinde entre realidad y ficción. Al parecer esa, su última y más importante novela, rebasó las convenciones de lo literario, contra las que tanto luchó en vida, para escribirse en un ámbito que coincidía con su propia condición humana. Me gustaría pensar que ese último texto es el que aún escribe en otra dimensión, aquella en la que el sol sale por el Oeste. A la vez, siento que coincide con la escritura manuscrita por los actos de su vida -el que en plena narratividad, como corresponde a uno de los más grandes creadores del siglo XX- en un libro abierto, infinito, delineado con esa tinta fantástica y secreta que brota del corazón. Más visible mientras más transparente su entorno, más indeleble mientras más alejado de la fluencia de lo temporal, también ese es el libro escrito por sus lectores cómplices, esa gran constelación que gira en torno a sus textos.