5 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXIII) Tomás Eloy Martínez

Notable escritor y periodista, Tomás Eloy Martínez (1934-2010)
recordó alguna vez que se inició en la literatura una tarde de infancia en Tucumán, su tierra natal, en los alrededores de la carpa de un circo pobre. Licenciado en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán asumió la escritura como un desafío, consciente de que toda escritura es la historia de una impotencia y al mismo tiempo la historia de una conquista. Trabajó como crítico de cine para el diario “La Nación” entre 1957 y 1961, y fue jefe de redacción del semanario “Primera Plana” hasta 1969. Entre ese año y 1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París. Posteriormente fue director del semanario “Panorama” y dirigió el suplemento cultural del diario “La Opinión” hasta 1975, año en que tuvo que partir al exilio en Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A, la organización terrorista parapolicial creada en 1973 durante el gobierno de Juan D. Perón (1895-1974).
En Venezuela fundó y dirigió “El Diario de Caracas” y unos años después hizo lo propio con el diario “Siglo 21” en Guadalajara, México. Cuando regresó al país creó el suplemento cultural “Primer Plano” del diario “Página/12”. Su vasta obra literaria incluye, entre otras, las novelas “La mano del amo”, “La novela de Perón”, “Santa Evita”, “El vuelo de la reina” y “El cantor de tango”; los volúmenes de cuentos “Lugar común la muerte” y “Tinieblas para mirar”; y las crónicas “La pasión según Trelew” y “Réquiem por un país perdido”. En el nº 12 de “El Perseguidor. Revista de Letras” de diciembre de 2004, publicó “Allá lejos y hace tiempo”, un texto en el cual rememoró a Cortázar.
 
Empecé a leer a Cortázar poco antes de cumplir veinticinco años. Fue una tarde de lluvia en Buenos Aires. Yo escribía críticas de cine en el diario “La Nación”, y alguien, creo que Enrique Pezzoni, me invitó a oír una lectura de José Donoso en la casa de ya no recuerdo quién. Los asistentes éramos doce, tal vez catorce. Me distinguía de todos ellos porque era el único que no llevaba consigo un libro de tapas verdes como si se tratara de una contraseña. Recuerdo a Donoso de pie leyendo su relato “Un hombrecito”, con aquel libro en reposo sobre su silla. Recuerdo que hacia la mitad de la lectura volví la cabeza porque uno de los oyentes, en la fila de atrás, abría con un cortapapeles los pliegos entonces doblados del libro misterioso. Me recuerdo a mí mismo adivinando el título de un ejemplar que estaba del revés, oculto a medias por una mano. Era la primera edición de “Las armas secretas”, de un autor del que yo sólo tenía vagas referencias, Julio Cortázar. Había visto su fotografía publicada por la revista “Sur” en la edición aniversario de 1951. Parecía allí un profesor de provincias, adusto, serísimo. La impresión era reforzada por unos anteojos de marco negro y por el peinado a la gomina. Conocía de él reseñas críticas muy inteligentes, sobre Victoria Ocampo, sobre Graham Greene y sobre “Los olvidados” de Luis Buñuel, además de un osado y escandaloso elogio al “Adán Buenosayres” de Leopoldo Marechal, justo cuando toda la intelectualidad bien pensante lo estigmatizaba por peronista.
Las librerías de aquellas épocas estaban abiertas a todas horas en Buenos Aires. Cuando salí de la lectura de Donoso compré un ejemplar de “Las armas secretas”. “Se parece a Borges”, me dijo el vendedor. En el viaje en tren hacia Adrogué, donde yo vivía entonces, advertí que el vendedor no había entendido nada. Leí en vilo, sin aliento casi, “Cartas de mamá” y “Los buenos servicios”, y cuando ya estaba a tres estaciones de mi casa, en Banfield, sin saber que Cortázar había pasado la infancia y la adolescencia allí mismo, a unas pocas cuadras, eché una ojeada a los otros cuentos del libro. Me arrastró el pasmo, la epifanía del descubrimiento, ya ni sé cuántas veces mis emociones salieron de quicio. Evoqué la experiencia de avanzar hacia lo desconocido que me había producido Faulkner a través de “Luz de agosto” o César Vallejo en “Trilce” o Kafka en “La metamorfosis”, pero con Cortázar la intensidad de los sentimientos era más honda porque hablaba como si yo mismo hablara: había capturado y destilado la lengua de al menos dos generaciones de argentinos.
“Desde hace un tiempo me cuesta encender el fuego. Los fósforos no son como los de antes”, empezaba “Los buenos servicios”. Y la primera frase de “El perseguidor”, ¿se acuerdan?: “Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido enseguida al hotel”. Y luego, el inolvidable acorde inicial de “Las babas del diablo”: “Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos”. ¿Qué es esto?, me pregunté. Años más tarde el propio Julio me diría que la palabra rostro le había parecido afectada al escribirla, y sin embargo la había dejado allí, desafiante, con la misma desenvoltura con que se había reído de las tradiciones narrativas al empezar su novela “Los premios” con otra frase prohibida: “La marquesa salió a las cinco”. Aquella noche en el tren hacia Adrogué fue como si mi vida diera un vuelco, como si atravesara un umbral.
En la semana que siguió leí “El perseguidor” seis o siete veces, y luego los otros cuentos de “Las armas secretas”, sin llegar nunca a saciarme, hasta que supe que la misma editorial había publicado ocho años antes otra colección de relatos, “Bestiario”, y que en México había un volumen de Cortázar llamado “Final del juego”, y me arrojé a una búsqueda denodada, de librería de viejo en librería de viejo, con el afán de un devoto. Así me incorporé a un club de pocos centenares de argentinos para quienes la obra de Cortázar era un objeto de culto tanto más inclaudicable por la distancia que nos separaba del autor. Leíamos con pasión a Borges, pero podíamos conversar con él cuantas veces quisiéramos si lo acompañábamos un rato en sus caminatas por la calle Florida, o con Bioy Casares y Victoria Ocampo si nos dábamos una vuelta por la redacción de la revista “Sur”, en la calle Viamonte, pero Cortázar vivía lejos, en París, y cuando pasaba por Buenos Aires nadie lo veía.
En 1963, cuando salió “Rayuela”, yo ya me había pasado de “La Nación” al semanario “Primera Plana”, donde la crítica de libros, en aquella primera etapa, caía en las primeras manos que se tendían. A “Rayuela” le tocó un secretario de redacción que en sus buenos tiempos había sido un poeta disconforme, aficionado a la obra de Apollinaire, de Artaud y de René Char, pero que estaba yéndose por la pendiente de las convenciones. Destrozó la novela con la misma saña con que antes había aniquilado “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa y “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. A mí la novela me había parecido una proeza sin antecedentes, y me había divertido como loco obedeciendo el “Tablero de dirección” que daba el autor y haciéndome tan amigo de César Bruto, de quien Cortázar había tomado el epígrafe de su libro, que terminamos haciendo juntos un programa de radio en el que hablábamos de cualquier cosa pero sobre todo de “Rayuela”. Mis relaciones con el agresor de Cortázar se enfriaron, y supongo que él también acusó el golpe porque años después, cuando el mismo crítico le asestó un segundo mandoble -esta vez por el lado político-, llamándolo “pequeñoburgués con veleidades marxistas”, Julio le replicó honrándolo con un lugarcito en la contratapa de “Último round”.
En julio de 1964 tomé a mi cargo la crítica de libros de “Primera Plana” y dos meses más tarde me di el gusto de llevar a la portada la vera efigie adolescente de Julio, que acababa de cumplir cincuenta años y parecía de dieciocho. Cuando le propuse ir a entrevistarlo, no le gustó la idea. Me mandó una carta con pretextos que yo mismo aprendería a usar después, pero como insistí en que quería verlo en París le preguntó a Paco Porrúa, su editor, si yo no era de ésos que clavaban puñaladas en la espalda. “Podes bajar la guardia”, le contestó Paco. Así llegué a mi primera conversación con él en la cafetería de la UNESCO, a la que siguieron otras en su casa de la Place du General Beuret, donde aún vive Aurora Bernárdez, y varias más en el café Deux Magots, que Julio, como patafísico de buen linaje, prefería al Flore de los existencialistas.
Ya he contado otras veces lo que me sucedió cuando lo vi por primera vez, con aquellos enormes ojos claros y separados, la altura imponente y la sonrisa fresca como la de un niño. Creo que Julio advirtió mi sobresalto y lo toleró, condescendiente. En un ejemplar de la revista “Arts”, que había aparecido por aquellos días, descubrí que otros compartían mi extrañeza. Al pie de un retrato nuevo de Cortázar, aparecía la siguiente leyenda: “Vean con atención esta foto. Fue tomada hace una semana. El muchachito de cara lampiña que ven ahí acaba de cumplir cincuenta años. Es inevitable pensar en Dorian Gray”.
Lo que no he contado es el inmediato contagio de comodidad que producía, la velocidad de su inteligencia, la vastedad de su memoria. Recuerdo cómo, después de los primeros tramos de la entrevista, cuando yo sentí que las formalidades se habían evaporado -los almidones de la conversación, como él decía-, me hizo doblar de risa hablándome de las cartas que le llegaban desde Buenos Aires con preguntas sobre el folklore salteño o sobre las técnicas de los radioteatros, porque lo confundían con un historiador llamado Augusto Raúl Cortázar o con Ariel Cortazzo, autor prolífico que escribía libretos para Luis Sandrini y Pepe Arias.
Aquella vez me dio también detalles de la colección de “piantados” con los que se enredaba en cartas sin fin, que lamentablemente se han perdido. Fueron un mediodía y una tarde inolvidables, y si nada de eso quedó luego en la entrevista fue porque yo, traicionándolo, escribí mi texto desde la vereda de los cuerdos. En aquel momento sentí que lo defraudaba, y ahora, leyendo el epistolario que editó Aurora, me entero de que él creía haber causado en mí la misma frustración. Le escribió a Paco que sus respuestas de “zombie” quizá me habían decepcionado, cuando todo fue al revés. Yo me sentía un “zombie” interrogando a un fuego despierto.
En el Deux Magots, al día siguiente, la conversación se nos deslizó inevitablemente hacia el Buenos Aires que él no visitaba desde un par de años antes, por lo menos. Le conté que habíamos compartido en la calle Anchorena un balcón frágil y a punto de caerse junto a Carlos Fuentes, José Bianco, Enrique Pezzoni y Augusto Roa Bastos, admirando al mismo tiempo la espalda bellísima de una viuda que entraba y salía de cuadro, mientras hablábamos con entusiasmo de sus “Historias de cronopios y de famas”, que todos acabábamos de leer, y me respondió con una sonrisa melancólica: “al ‘Manual de instrucciones’ de los cronopios habrá que agregarle, entonces, un capítulo que enseñe a caerse del balcón pero con la viuda adentro”.
Su curiosidad por las mudanzas del lenguaje era insaciable. Como no sabía en qué momento exacto de los años ‘50 se había detenido el habla de sus personajes, estaba afanoso por ponerla al día. Le llamó la atención que las “fragatas”, los billetes de mil pesos, hubieran pasado a llamarse “lucas”, y cuando le dije que la frase final de “Rayuela” -“Espera que termine el pitillo”- ya no sonaba como él la había escrito porque al pitillo le decíamos “faso”, me contestó resignado que Oliveira, el autor de la frase, era como era y no veía razón para cambiarlo.
Quizá nada de lo que estoy contando importa ahora, pero en aquellos tiempos cada una de sus palabras me parecía signo de algo más remoto y escondido, la lección de un maestro zen. Sus obsesiones infantiles, como los libros en forma de almanaques de la emulsión Scott, o su talento para entreverar las frases, eran para mí la trompeta que desmoronaba todos los muros de Jericó de aquel Buenos Aires en efervescencia: costumbres, habla, formas de ver la realidad o de ver, mejor, lo que estaba al otro lado de la realidad.
Hay ciertos autores, muy pocos, cuya obra es una duplicación de sus vidas. Cortázar pertenecía a esa estirpe rarísima. Antes que nadie, sintió la claridad de la subversión que se venía y salió a su encuentro. Las primeras andanzas de los “hippies”, las escrituras de Jack Kerouac y de los surrealistas tardíos, el cine de Buñuel y de Fellini, la música de Charlie Parker y de Astor Piazzolla, instalaron en su obra una libertad -que tantos imitadores confundieron con facilidad- de la que toda mi generación es tributaria. Habíamos aprendido de Borges el lujo de la escritura inteligente y del vaivén entre la ficción y la realidad. Pero también recibimos de Borges el mandato -que en él podía derivar en malabarismos narrativos asombrosos pero que en los demás resultaba patético, irrisorio- de que los argentinos éramos pudorosos y reticentes, cuando la vida de todos los días proclamaba a gritos lo contrario.
Por Cortázar supimos que se debía desobedecer ese mandato y trastrocar todos los órdenes del lenguaje. “Rayuela” cambió de algún modo la vida de los argentinos, aún la de aquéllos que ni siquiera habían leído la novela u oído hablar del autor. A través de los jóvenes, que lo leían con una devoción superior a la que habían sentido sus abuelos leyendo a Verne o a Dumas, su mirada se irradió sobre el país entero, y más allá. En un polvoriento rincón de Cachi, en el centro de los Valles Calchaquíes, mil trescientos kilómetros al noroeste de Buenos Aires, conocí a un trenzador de lazos que pasó un verano entero, en 1966, pidiéndome que le repitiera las historias de los cronopios, los famas y las esperanzas.
Cortázar volvió a Buenos Aires en diciembre de 1983, dos meses antes de morir, con la esperanza de que la Argentina se lavara de sus ominosas cenizas dictatoriales y de que al fin se hiciera justicia. Quienes lo vieron en aquellos días jubilosos, han contado que, si bien ya estaba herido de muerte y lo sabía, desplegaba uno de esos optimismos que duran toda la eternidad. Los jóvenes lo reconocían cuando caminaba por la calle Corrientes, las Madres de Plaza de Mayo velaron sus recuerdos junto a él un par de jueves, en sus rondas de súplica por los desaparecidos, y el público del Teatro Abierto lo aplaudió de pie durante diez minutos que lo hicieron llorar. Pero, aunque jefes de gobierno como el español Felipe González, el francés Mitterrand y el colombiano Belisario Betancur estaban orgullosos de ser sus amigos, nunca logró la audiencia de media hora que había pedido con el presidente argentino Raúl Alfonsín. Regresó a París sin poder verlo. Resignado a ese otro portazo del poder, la noche antes de su partida le envió un mensaje a través de un amigo: “Mándale un abrazo -dijo-. Ojalá que todo le salga bien”.
Tal como suponía Sartre, todos los intelectuales viven dudando entre ser fieles a lo que ellos quieren hacer con su época o a lo que su época quiere hacer con ellos. En Cortázar se daban los dos prodigios: el de un oído finísimo al que no se le escapaba el menor diapasón de la historia, y el de un talento tan vivo como para cambiar la vida de los demás con lo que escribía. En la Argentina al menos, y quiero creer que también en otras partes, él fue su época, con la misma fuerza con que Carlos Gardel fue los años ‘20. Los lectores pasan y Cortázar sigue escribiendo mejor cada día. Hace unos meses hubiera cumplido noventa años, pero todavía es un adolescente que, como los dioses, está destinado a no morir.