(XXXVII) Horacio González
El sociólogo, filósofo, historiador, docente, investigador, narrador y ensayista argentino Horacio González (1944-2021) está considerado como uno de los referentes intelectuales más importantes de la Argentina gracias a sus análisis literarios y políticos que contribuyeron a lecturas críticas y comprometidas de la realidad. Nacido en el Hospital Pirovano del barrio de Coghlan de la ciudad de Buenos Aires, estudió en el colegio comercial de Villa Devoto por indicación de su abuelo, un italiano que trabajaba en la estación San Martín como ferroviario. Allí comenzó su interés por la política e integró el centro de estudiantes. Luego obtuvo la licenciatura en Sociología en la Universidad de Buenos Aires, en la que se destacaban las clases de personalidades como José Luis Romero (1909-1977) y Tulio Halperín Donghi (1926-2014), y más tarde se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de São Paulo, Brasil. Militó en el movimiento estudiantil llegando a ser presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Tras trabajar como bibliotecario en la Facultad de Psicología, desde 1968 ejerció la docencia universitaria y fue profesor titular de Sociología en la citada Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Rosario, en la Facultad Libre de Rosario y en la Universidad Nacional de La Plata, institución esta última que en el año 2013 lo distinguió con el título honorífico de Doctor Honoris Causa. En esa época fue uno de los profesores que dictaron las Cátedras Nacionales en el ámbito de la carrera de Sociología, dando clases sobre Teoría Estética, Pensamiento Social Latinoamericano y Pensamiento Político Argentino, las que conformaron un movimiento de resistencia a la dictadura cívico militar conocida como “Revolución Argentina” que había derrocado al presidente constitucional Arturo Illia (1900-1983) mediante un golpe de Estado el 28 de junio de 1966. Desde 1991 fue director y editor de “El ojo mocho. Revista de crítica cultural” y, en 2004, fundó “Guka. Revista de arte y literatura”, publicaciones en las que se difundieron con espíritu crítico reflexiones políticas, históricas, éticas, estéticas y filosóficas. Entre los años 2005 y 2015 fue director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, y en 2019 fue director de la editorial del Fondo de Cultura Económica para Argentina.
Publicó novelas, aguafuertes y numerosos ensayos de gran valor sociológico, filosófico e histórico tales como “La ética picaresca”, “Retórica y locura”, “El filósofo cesante”, “Las multitudes argentinas”, “Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX”, “Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios”, “Paul Groussac. La lengua emigrada”, “Las hojas de la memoria. Un siglo y medio de periodismo obrero y social en Argentina”, “Lengua del ultraje. De la generación del ‘37 a David Viñas”, “Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina”, “Arlt. Política y locura”, “Los asaltantes del cielo. Política y emancipación”, “El peronismo fuera de las fuentes”, “Historia de la Biblioteca Nacional”, “El acorazado Potemkin en los mares argentinos”, “Historia conjetural del periodismo. Leyendo el diario de ayer”, “Las redacciones cautivas”, “Ecos alemanes en la historia argentina”, “Tomar las armas”, “Traducciones malditas. La experiencia de la imagen en Marx, Merlau Ponty y Foucault”, “Diario de la peste”, “Manuel Ugarte. Modernismo y latinoamericanismo”, “Saberes de pasillo. Universidad y conocimiento libre”, “La Argentina manuscrita. Cautivas, malones e intelectuales” y “El arte de viajar en taxi. Aguafuertes pasajeras”.
También fue compilador de ensayos de distintos sociólogos y filósofos reunidos en “Historia crítica de la sociología argentina. Los raros, los clásicos, los científicos, los discrepantes” y “Beligerancia de los idiomas. Un siglo y medio de discusión sobre la lengua latinoamericana”; y en coautoría con otros historiadores, economistas y docentes universitarios publicó “Decorados”, “La nación subrepticia. Lo monstruoso y lo maldito en la política y la cultura argentina”, “Imperialismo, guerra y resistencia al comienzo del nuevo siglo”, “La memoria en el atril”, “Entredichos. Osvaldo Bayer: 30 años de polémicas”, “La batalla por la renta”, “Dilemas políticos 2001-2011” e “Historia y pasión. La voluntad de pensarlo todo”. Tras su fallecimiento, se bautizaron con su nombre el Museo del Libro y de la Lengua, un anexo de la Biblioteca Nacional de la República Argentina ubicado en Buenos Aires, y la Biblioteca de la Universidad Nacional de General Sarmiento, un municipio situado en el noroeste del Gran Buenos Aires.
Horacio González publicó numerosos artículos en diarios como “Página/12” y revistas como “Topía”, “La Tecla Ñ”, “Envido”, “Zama”, “Crisis” y “Bordes”. En “El Perseguidor. Revista de Letras” nº 12 (primavera/verano 2004/2005), un número dedicado por completo a homenajear a Cortázar, hizo su aporte con “Escuchar a Cortázar”, texto que sigue a continuación y que, según aclaró su propio autor, ya había sido publicado unos meses antes en la revista “Debate”.
Acaso faltaba oír algo más de lo mucho que había dejado escuchar. Es que decir una voz, convengamos, es una forma de emplear una coquetería cuando se trata de mencionar una manera de escribir, una trama singular que respalda un texto y que opone cierta resistencia a la interpretación. Hay un ingrediente en la voz, una cuerda impalpable, que sería inaudible por métodos conocidos, que sostiene una identidad en estado vaporoso. En estas condiciones, al secreto que pugna por revelarse en un texto lo llamamos una voz. ¿Ocurre eso con Cortázar? ¿Tiene esa voz renovada para presentarla a sus nuevos lectores, incluyendo a los que volvieron a visitar su obra?
Sería fácil afirmar que no es posible extraer de él algo más. Sin embargo, un nuevo esfuerzo de audición -o, quizá más modestamente, volver al punto olvidado en que hace años habíamos dejado su lectura- nos permite verlo precisamente como un escritor que a su vez escuchó los planos múltiples en que se establecía el lenguaje, la conversación y la inflexión dialogada de los argentinos. Escuchó tanto que todo lo que sobró de sus reflexiones en torno a esa escucha aún son cabos sueltos en sus escritos.
Si pudiéramos intentar un catálogo (palabra absurda pero que sin embargo mantendremos) de todos los tonos en que aparece y se oculta su voz, diríamos que hay en primer lugar un nivel de murmullo. Luego hay un nivel de clamor. Luego un nivel de languidez. Y por fin una voz severa, preocupada. En todos estos casos -como veremos con algunas ejemplificaciones que pueden no resultar fastidiosas si aprovechamos para releerlo-, la voz aparece como palabra figurada de su propio modo de articular un fraseo con una paleta de tonos morales, de acentos existenciales que podemos intuir en lo que va quedando escrito. En su momento, pudimos no haber entendido esta coalición de planos contradictorios, juegos de idioma y tragedias morales. Ahora molestan menos, dan mucho más que pensar, parecen el síntoma de un gran proyecto de escritura incompleto, estropeado, asombroso.
En el plano del susurro, Cortázar nos deja notar los diferentes mapas cotidianos, familiares, del habla. Deberíamos decir también que alude a aspectos sociales del conversar, a gentes concretas que se nos acercan, y que en la voz de Cortázar vamos recordando como hombres con una marca social, con una existencia identificable en la cultura según la lengua que hablan. Así, en “Los premios”, el doctor Restelli, en su diálogo con López, habla de manera afectada, doctoral, ambos amenazados por el caos de la Avenida de Mayo observada desde el bar “London”, un caos que invita a lo que Cortázar siempre buscó: ese momento, un ahora en que todo se sostuviese por encanto, resumiendo en un único punto todas las tensiones de la vida y la lengua. Punto de tensión total en el pensamiento que Osvaldo Lamborghini llamó “fiord”, y que era lo mismo que se llamaba magia en su versión cortazariana.
En cierto momento, López le dice de su hermana al doctor Restelli: “Le aseguro que es de las que dicen ¿lo qué? y piensan que vomitar es una mala palabra”. A lo que responde Restelli: “En realidad, el término es un poco fuerte. Yo prefiero arrojar”. A lo que López objeta: “Ella, en cambio, es proclive a devolver o lanzar”. La conversación entre ambos hace desfilar las varias maneras de decir vomitar: arrojar, devolver o lanzar. Subyace aquí una meditación sobre la existencia según el modo de decir nada menos que vómito, palabra juguetona, de nuestra niñez, y también insultante, que se desgarra en nuestra lengua con su oscura carga vital.
En el susurro, Cortázar provoca el juego idiomático, la contingencia brutal del habla que define a una persona como una máscara cualquiera en el mundo.
Es el susurro con que realiza el estudio del idioma segmentado que revela el ser. Cuando Horacio Oliveira pregunta en “Rayuela”: “¿Che, Gregorovius va a venir a la discada?”, sentimos la fuerza soberana de ese “che” machacado muchas veces, como piedra remota o mitología casual. O cuando en “El examen” -temprana novela cortazariana (1950) que prefigura a “Los premios”, que a la vez prefigura a “Rayuela”- un personaje dice: “Che, el vómito es una cosa que no puedo soportar”. ¿No vemos aquí, apenas insinuado, como hablándonos a la oreja, el hecho de que decir “che” es una forma última de llamar a la literatura nacional por la vía de un lenguaje susurrado, confusamente vomitado?
El clamor, en cambio, funciona como extensión incontenible del recuerdo y del pensamiento frente a la imposibilidad de medirlo temporalmente. En el siempre mencionado viaje en metro de Johnny Cárter, en “El perseguidor”, sus recuerdos (según Johnny mismo dice) pueden mensurarse por una extensión que no cabría en los breves minutos que ha durado el viaje entre dos estaciones subterráneas. “Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? (...) Sólo en el metro me puedo dar cuenta, porque viajar en el metro es como estar metido en un reloj”. Nada cabe en el tiempo, y una unidad mínima de tiempo, a la vez, puede contenerlo todo. Este pensamiento de Cortázar se nos impone. Grita en nuestros oídos. Casi es una teoría de la existencia revelada y clamando en las imposibilidades del tiempo.
Veamos ahora la languidez de la voz de Cortázar. Una voz que parece desperezarse, gangosa, nasal. Nuevamente elegimos un ejemplo donde surge el vómito. Repasamos, pues, el comienzo de “Reunión” (1964): “Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco , consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordamos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones”. La languidez nos da la pesadez de la historia, con un resuello que intenta tomar la voz del Che y el sonido lingüístico “che” como cosa extensa y cosa pensante. Tomarlo en la historia y en el idioma, no como objeto exterior sino como voz interna, casi inaprehensible.
Signo oculto de un idioma convulso, todo el párrafo termina en una puntada un tanto risueña, como si otro estuviera hablando y el escritor lo hubiera escuchado casualmente, quizás una voz imposible. Y así encontramos una palabra ajena, divertida: escorpiones. Y más adelante, en el mismo cuento, el golpe maestro, casi el descubrimiento de ese juego del sí mismo que en la escritura se había desdoblado equívocamente: “Así que llegaste, che -dijo Luis-. Naturalmente, decía ‘che’ muy mal. Que tú crees, le contesté igualmente mal”. Había un necesario desliz anómalo en ese lenguaje con que Cortázar intentaba fundar un mundo desde él mismo pero con máscaras de la historia, en este caso alegorías de las sombras revolucionarias cubanas. Había también una risa interna, reconciliadora con la naturaleza. Y el vómito, las babas, el asco, todo confundido con la palabra ametralladora, materias viscosas o tenaces que convivían en un intento por ponerse en la piel de una revolución.
Y por fin, la voz preocupada, trágica, severa. Aquí invitamos al lector a releer un largo tramo de “Rayuela”: “A Oliveira le gustaba hacer el amor con la Maga porque nada podía ser más importante para ella y al mismo tiempo, de una manera difícilmente comprensible, estaba como por debajo de su placer, la alcanzaba en él un momento y por eso se adhería desesperadamente y lo prolongaba, era como un despertarse y conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco crepuscular que encantaba a Oliveira, temeroso de perfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarla profundamente, incitarla a nuevos juegos, y la otra, la reconciliada, crecía debajo de él y lo arrebataba; se daba entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por una montaña, arrancando el tiempo con las uñas, entre hipos y un ronquido quejumbroso que duraba interminablemente”.
Hay aquí un yo vacilante; apenas puede saberse que son dos personas. Cuando lo leíamos hace cuarenta años quizás no percibíamos que era ni más ni menos que el nombre de la Maga lo que estaba de más. Puede compararse esta inusitada y excepcional descripción de la tragedia amorosa con el ya mencionado comienzo de “Reunión”, donde hay una misma cadencia llena de empujones y espasmos en la frase, desde luego más sexuales en “Rayuela” y más épicos en “Reunión”, pero esa palabra interminablemente con que termina el párrafo en “Rayuela” y los escorpiones con que se cierra el primer envío de “Reunión” concluyen con remates casi de alivio en un caso, a pesar de mencionarse una alimaña, y de trastorno en otro, a pesar del inofensivo adverbio. Pero son finales casi balsámicos de frase, donde Cortázar parece caer ya sea del lado del juego vital o del impulso luctuoso, como en esa gran escena de amor infausto que sólo es tolerable porque la Maga le otorga un clima sensual. Pero también está el vómito ahí, y la Maga puede ser superflua.
En Cortázar hay un intento fallido de asociar un proyecto novelístico al debate filosófico de la época, adaptando a una lengua porteña irreal el tema de la náusea. ¿Cómo reconocer en la náusea la imposible unidad del ser, más allá de su lenguaje? Sin duda, Cortázar piensa en una filosofía del lenguaje que permita dejar en libertad una idea de novela y simultáneamente una crítica a la idea de sujeto autocentrado. Es en “Rayuela” donde este proyecto se hace notorio. Allí escribe, recordando sus tiempos de frecuentador de la calle Viamonte al 400 -la primitiva Facultad de Filosofía y Letras-, que “la supuesta unidad de la persona no pasaba de una unidad lingüística”, lo que si no era comprendido podía producir un “prematuro esclerosamiento del carácter”.
Así, ciertos conceptos se confundirían con las palabras que los mencionan, convirtiéndolas en “cosas”. Como si las palabras fueran “pelos o dientes”. Con lo cual se desarmaba el juego, pero con un desarme que también había que contar. Cortázar jugó el juego del lenguaje de varias maneras -habló con susurros, con clamores, con languidez y gravedad- y sus distintos tonos afloran ahora con más intensidad, testigos de las tragedias argentinas que perviven en la lengua, por debajo de los fantasmas que se pasean en “Los premios” o en “Rayuela”. Es por esta sospecha que debemos seguir leyéndolo.