12 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XL) Gabriel García Márquez
 
El 12 de febrero de 1984, hace exactamente cuarenta años, fallecía en París el escritor Julio Cortázar a causa de una leucemia. Ya desde años antes de su fallecimiento no fueron pocos las personalidades vinculadas al mundo literario que vertieron sus opiniones sobre Cortázar, ya sea en entrevistas, en artículos de prensa, en conferencias, en ensayos, etc. También lo hicieron en los aniversarios tanto de su nacimiento como de su muerte, o de la publicación de “Rayuela” la más trascendental de sus obras.
El poeta, narrador y ensayista argentino Rodolfo Modern (1922-2016), miembro de la Academia Argentina de Letras, de la Real Academia Española y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, autor entre otros ensayos de “El expresionismo literario” e “Hispanoamérica en la literatura alemana”, en uno de sus numerosos artículos publicados en diversos medios de prensa aseguró que “un solo libro puede, en ocasiones, consagrar a su autor, aunque la circunstancia no sea común”. ¿Puede decirse que eso es lo que ocurrió con Julio Cortázar (1914-1984) y su novela “Rayuela”? Es cierto que con esta obra experimental rompió las convenciones narrativas tradicionales con su estructura no lineal e impulsó la prosa literaria en castellano hacia horizontes hasta entonces inexplorados, algo que, para muchos críticos literarios, significó su lanzamiento hacia la fama.
Pero Cortázar ya había escrito libros de cuentos como “Bestiario”, “Final del juego” y “Las armas secretas”, y la novela “Los premios”, obras todas ellas que entraron en la historia de la literatura desde sus respectivas publicaciones. Por ello, desde hacía unos cuantos años era considerado por gran parte de la crítica literaria como uno de los autores más originales de su tiempo, cuya obra había ejercido una profunda influencia en las sucesivas generaciones de escritores tanto de Argentina como del resto del mundo. Una de estas grandes figuras de la literatura fue el escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), autor de recordadas novelas como “Cien años de soledad”, “El coronel no tiene quien le escriba” y “El otoño del patriarca”, y de las colecciones de relatos “Doce cuentos peregrinos” y “Los funerales de la Mamá Grande”. El colombiano, quien fue uno de los principales paradigmas del “boom latinoamericano”, considerado como uno de los principales autores del realismo mágico y premiado con el Premio Nobel de Literatura en 1982, se refirió muchas veces a Cortázar.
Lo hizo, por ejemplo, en septiembre de 1967 cuando dio una charla sobre literatura latinoamericana en la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, Perú, junto a Mario Vargas Llosa (1936). En esa oportunidad citó a Cortázar como ejemplo de escritor latinoamericano y lo contrapuso a Jorge Luis Borges (1899-1986), a quien consideró como simplemente argentino: “Yo creo que es una literatura de evasión. Con Borges a mí me sucede una cosa: es uno de los autores que más leo y que más he leído y tal vez es que el menos me gusta. A Borges lo leo por su extraordinaria capacidad de artificio verbal; es un hombre que enseña a escribir, es decir, que enseña a afinar el instrumento para decir las cosas. Desde ese punto de vista sí es una calificación. Yo creo que Borges trabaja sobre realidades mentales, es pura evasión; en cambio Cortázar no lo es”.
A fines de 1968, junto con Cortázar y Carlos Fuentes (1928-2012), fue invitado por la Unión de Escritores Checoslovacos para dar una charla en Praga sobre el “boom latinoamericano”. Por entonces el país todavía vivía días tormentosos debido a la invasión de tropas de la Unión Soviética en oposición a la llamada “Primavera de Praga”, un proceso de reformas políticas que perduró durante poco más de la primera mitad de ese año. Pese a ello, los tres escritores aceptaron la invitación y fueron recibidos como las grandes estrellas literarias del momento. Hasta entonces se habían traducido al checo “El perseguidor y otros relatos”, “Rayuela” e “Historias de cronopios y de famas” de Cortázar, “La región más transparente” y “La muerte de Artemio Cruz” de Fuentes, y se estaba gestionando la traducción de “Cien años de soledad” de García Márquez. Al término de la conferencia, los tres narradores latinoamericanos fueron entrevistados por el escritor checo Petr Pujman (1929-1989), una conversación que sería publicada en el sexto número de la revista “Listy” el 13 de febrero de 1969.
En ella, mientras Cortázar y Fuentes hablaron principalmente sobre la identidad de la literatura latinoamericana y sus vínculos con la literatura europea, García Márquez se centró en la literatura de su país natal. “Colombia -dijo-, a diferencia de otros países latinoamericanos, ha estado y está expuesta a una mayor influencia de la literatura y la cultura españolas. En Colombia se intentó continuar con la literatura española sin tener en cuenta los rasgos específicos nacionales. Sólo ahora eso está cambiando. No decimos adiós a la literatura española, pero nos inspira mucho más nuestro país. Por supuesto, también están las influencias europeas de las que habló Cortázar. Pero la literatura española fue lo primero. Entonces no me siento español, pero no puedo olvidar que nuestros abuelos eran españoles. Colombia es un país completamente colonizado por los españoles. No había otra cultura originaria antes”.
Más adelante García Márquez, en un Coloquio de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, leyó un artículo de su autoría llamado “Resucitan sus devotos a Cortázar”, el cual escribió tras la muerte de su amigo argentino y que sería publicado en el periódico mexicano “Mural” el 15 de febrero de 1984. Pocos días después, apareció en el periódico español “El País” su artículo “El argentino que se hizo querer de todos”. Años antes, en diciembre de 1967, había publicado en “Enfoque Internacional” -el sitio web de la radio francesa RFI (Radio Francia Internacional)- una nota titulada “El deber revolucionario de un escritor es escribir bien”. Luego, en abril de 1971 publicó una columna en el periódico mexicano “Excelsior” llamada “Primero soy hombre político”, y en septiembre de ese mismo año dio una conferencia en la Universidad Nacional de Ingeniería en la ciudad de Lima, Perú, titulada “La novela en América Latina”, intervenciones todas ellas en las que Cortázar fue la figura principal. Fragmentos de esos textos se reproducen editados a continuación.
 
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Esto fue desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído “Bestiario”, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta centavos, entre peloteros mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquel era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.
Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del Boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo.
Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados -“El otro cielo”-, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar lo describió así: “Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia”. Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante.
Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: “La noche de Mantequilla”. Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer.
Compartía un poco la idea bastante generalizada de que Cortázar no era un escritor latinoamericano; y esta idea un poco “guardada” que tenía la rectifiqué por completo cuando llegué a Buenos Aires. Conociendo Buenos Aires, esa inmensa ciudad europea entre la selva y el océano, después del Matto Grosso y antes del Polo Sur, se tiene la impresión de estar viviendo dentro de un libro de Cortázar, es decir, lo que parecía europeizante en Cortázar es lo europeo, la influencia europea que tiene Buenos Aires. Ahora, yo tuve la impresión en Buenos Aires de que los personajes de Cortázar se encuentran por la calle en todas partes. Hay que llevar adentro las cosas para que exploten convertidas en un libro. Por ejemplo, yo me di cuenta de lo profundamente argentino que es Cortázar cierto día en que el tránsito en Buenos Aires estaba totalmente congestionado. Para cruzar la calle un hombre subió a un taxi por un lado y salió inmediatamente por el otro. “Eso es de Cortázar”, me dije.
Por primera vez en Latinoamérica somos escritores profesionales. Cortázar fue el primero que nos dijo: “Vamos a ser escritores y todo lo que no sea escribir es secundario, aunque tengamos que morirnos de hambre”. Esta actitud termina por crear conciencia profesional. Yo podía haber resuelto mi situación de escritor, aceptando becas, subvenciones, en fin todas las formas que han inventado para ayudar al escritor, pero yo me he negado rotundamente, y sé que es una cosa en la cual estamos de acuerdo los que se llaman los nuevos escritores latinoamericanos. Con el ejemplo de Julio Cortázar, nosotros creemos que la dignidad del escritor no puede aceptar subvenciones para escribir, y que toda subvención de alguna manera compromete.
Cortázar fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de “La vuelta al día en ochenta mundos” un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.