11 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXIX) Jorge Ruffinelli

Jorge Ruffinelli (1943) es un académico, crítico lioterario, docente universitario y escritor uruguayo, naturalizado mexicano en 1972 y naturalizado estadounidense en 1988. Nacido en Montevideo, estudió Literatura en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República y comenzó a escribir reseñas de libros, artículos y entrevistas con escritores en el semanario “Marcha”. En 1973, el escritor y profesor universitario argentino Noé Jitrik
(1928-2022)​​​ lo encontró en una librería de Montevideo y lo invitó a ser Profesor Adjunto de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Así, Ruffinelli empezó a dividir su vida entre dos ciudades, Buenos Aires y Montevideo, hasta que, en 1974, viajó a México tras haber ganado por concurso un puesto como Investigador en el Centro de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la Universidad Veracruzana.
A todo esto en Uruguay, el gobierno dictatorial instalado en 1973 había librado una orden de detención contra él por haber sido jurado en un concurso de cuentos que las Fuerzas Armadas habían considerado ofensivo, lo que le impidió regresar a su país natal hasta fines de 1984 cuando la dictadura cívico-militar que había sido impulsada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense, dio paso a un nuevo gobierno civil y democrático. En 1986 comenzó su carrera como profesor en la Universidad de Stanford, Estados Unidos, de la que también fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos y de su revista “Nuevo Texto Crítico”. Ha publicado numerosos ensayos sobre literatura y crítica literaria, entre ellos “Palabras en orden”, “Comprensión de la lectura”, “El lugar de Rulfo”, “John Reed en México. Villa y la Revolución Mexicana”, “Poesía y descolonización. La poesía de Nicolás Guillén” y “Las infamias de la inteligencia burguesa y otros ensayos”.
En 1980, invitado por Ruffinelli como representante de la Universidad Veracruzana, Cortázar viajó a Xalapa, México, en donde dio una conferencia acompañado por, entre otros escritores, Carlos Fuentes (1928-2012), Jaime Sabines (1926-1999) y Salvador Elizondo (1932-2006). Cuando el autor de “Todos los fuegos el fuego” falleció, Ruffinelli lo despidió con un artículo titulado “Julio Cortázar: adiós a un gran escritor”, el cual fue publicado en “Cuadernos de Marcha” nº 26 de marzo/abril de 1984 y, tres años más tarde, formó parte del libro “Julio Cortázar. Al término del polvo y el sudor” editado por la editorial “Biblioteca de Marcha” en Uruguay. Dicho artículo es el que sigue a continuación.
 
En abril de 1980 conocí a Julio Cortázar en Nueva York, en ocasión del simposio que le dedicara el Barnard College. Habíamos intercambiado cartas durante casi diez años, desde mis tiempos de “Marcha”, dado que Julio Cortázar colaboraba con frecuencia en el semanario. Vienen a mi memoria precisamente sus polémicas, desde la más dolorosa, mantenida con José María Arguedas, hasta la más política, con Oscar Collazos, donde se ocupaba de su espacio de relación entre política y literatura. Sobre aquella larga colaboración con “Marcha” conversamos en Nueva York, pero en 1980 la década que habíamos dejado atrás parecía muy lejana, casi ajena, y las lides intelectuales e incluso la literatura que se hizo famosa bajo el rótulo del “boom”, habían pasado a ser un capítulo más en la historia de nuestra cultura. En 1980 la causa latinoamericana tenía su foco en la denuncia de los regímenes militaristas del Cono Sur y en la esperanza por la insurgencia en Centroamérica. Cortázar acababa de visitar Nicaragua, y sus preocupaciones políticas y literarias se relacionaban con aquel país y su revolución sandinista antes que con ningún otro.
Para asistir al simposio del Barnard, Cortázar había tenido que vencer resistencias  íntimas, ante todo la que le imponía una verecunda modestia en torno a su propia obra. Nunca se apareció a las sesiones del simposio referidas a sus libros, y esto pese a que muchos amigos -Ana María Barrenechea, Ángel Rama, Fernando Alegría, Jean Franco y tantos otros- estaban allí. Una sola excepción hizo y fue cuando la sesión no se dedicó a su literatura sino al “Contexto social de la Argentina de Cortázar”. Entonces con la imponencia de su figura alta, de ojos infantiles y tristes y barba cerrada y negra, se apareció, y como un asistente más escuchó las espléndidas exposiciones de Juan Corradi (“La Argentina ausente”), de James Petras (“El terror y la hidra: la represión y la resurgencia de la clase obrera argentina”) y de Ángel Rama (“Argentina: crisis de una cultura sistemática”).
Creo que aquella asistencia de Cortázar a la única mesa del simposio dedicada a la sociedad y la política de Argentina, tenía un significado especial aparte el interés por escuchar los trabajos que se presentarían. Lo pensé entonces y lo sigo   pensando. Porque el Julio Cortázar de 1980 había dejado definitivamente atrás al escritor que en 1951, en el auge peronista, había abandonado su país por Francia, como alguna vez él mismo lo dijo, molesto por el populismo, por los “cabecitas negras”, por las manifestaciones obreras que le impedían atender con tranquilidad “el último concierto de Alban Berg que estábamos escuchando”. En su propia obra literaria (con “Libro de Manuel”) y en la dedicación de su tiempo y de su esfuerzo a la lucha política, el cambio era notable.
Como muchos escritores latinoamericanos, Cortázar asumió la condición particular del intelectual en una época de grandes trastornos políticos como es la nuestra. Trizó su torre de marfil formada por un cultivo exquisito de las artes, y la trocó por una palabra más combativa aunque defendiendo siempre la cualidad intrínseca de la literatura, contra ciertas imposiciones dogmáticas que ven en las obras sólo un medio, un instrumento servil, un arma. Una de aquellas tardes neoyorquinas, recuerdo, Cortázar quería escuchar jazz. Las aficiones arraigadas se mantenían en él honestamente y estoy convencido de que también recorrió librerías, visitó museos y caminó largamente por las calles de aquella ciudad casi mítica, sin que la satisfacción de los gustos personales o la simple alegría de vivir se contrapusieran a su dolorosa conciencia de hombre latinoamericano de cara a un continente hostigado por la política exterior del país en el que estaba.
Hice reflexiones similares algunos meses más tarde, en septiembre de 1980, cuando Cortázar llegó a Xalapa para realizar la única intervención pública de aquel viaje a México: la conferencia -que resultó magnífica- escuetamente titulada “Realidad y literatura”. El lugar era otro y el estilo había de ser diferente. Si en Nueva York se admiraba inmensamente a Cortázar, su palabra sólo podía resonar en un estrecho medio académico. A su vez, Xalapa era una zona y un epítome de América Latina, y la recepción debía ser, por fuerza mucho más popular. Casi mil personas abarrotaron el nuevo Auditorio de Humanidades y jóvenes y adultos tuvieron que sentarse en los pasillos mientras, con su voz lenta, pausada, arrastrando la famosa erre francesa que lo ha caracterizado, Cortázar leyó su conferencia estremecedora a propósito del exilio y de la situación de los escritores latinoamericanos, sorprendido (así lo creo hasta hoy) por la multitud, la presencia de las cámaras de televisión y los micrófonos de radio, y luego, al terminar, por el alud de gente que quería seguir escuchándolo, o tocarlo, o pedirle su autógrafo en cuadernos, hojas sueltas, cualquier cosa a mano, incluyendo (nunca lo olvidaré) la etiqueta de una botella de tequila.
El entusiasmo que provocaban los libros de Cortázar se correspondía perfectamente con su persona. Al menos, con una virtud intelectual y moral que siempre lo distinguió: la integridad. Cortázar podía equivocarse o pecar de ingenuo a veces en asuntos políticos, pero nadie dudaría nunca de la honestidad de sus palabras. Vale la pena recordar aquella conferencia porque en ella, Cortázar desarrolló su posición como escritor y su concepto sobre la función del intelectual en América Latina. Si bien las referencias a su obra fueron escasas, de algún modo ilustró su itinerario personal, sus propios avatares. Como buen narrador, Cortázar inició su recuento histórico de nuestros cambios culturales ganándose a su auditorio mediante los recursos de un relato tradicional: “Hubo un tiempo entre nosotros, a la vez lejano y cercano como todo en nuestra breve cronología latinoamericana, un tiempo más feliz o más inocente en el que los poetas y los narradores subían a las tribunas para hablar exclusivamente de literatura; nadie esperaba otra cosa de ellos, empezando por ellos mismos, y sólo unos pocos escritores fueron aquí y allá la excepción de la regla”.
Probablemente un riguroso examen de la cultura occidental contradiría, a Cortázar; tal vez desde Virgilio la sociedad y su expresión política ingresaron como temas explícitos o como contextos implícitos en la literatura, y tal vez, de una manera cíclica, ha habido en diferentes épocas hegemonía bien del purismo, bien del compromiso del arte y la literatura. De todos modos es igualmente cierto el hecho de que en la primera mitad del siglo XX, después de un modernismo afrancesado, después de las vanguardias preocupadas por la innovación, la literatura en nuestro continente se vio sacudida y requerida, igual que sus autores, por el despertar de una conciencia latinoamericana que implicaba una cada vez más lúcida visión de las circunstancias políticas en que vivimos.
Por eso, en su recuento, Cortázar señala: “Hacia los años ‘50 la sacudida sísmica en el ‘establishment’ de lo intelectual, motivada por la postguerra, se hizo claramente perceptible en el cuerpo de la narrativa latinoamericana; los cambios fueron incluso espectaculares, en la medida en que entrañaban una resuelta toma de posición en el terreno geopolítico, más que un avance formal o estilístico; como el viejo marinero de Coleridge, muchos escritores latinoamericanos despertaron 'más sabios y más tristes' en esos años, porque ese despertar representaba una confrontación directa y deliberada con la realidad extraliteraria de nuestros países”. Sin embargo, en los años ‘50, Cortázar aún no escribía “Rayuela”, una novela extraordinaria, un hito incanjeable de nuestra cultura rioplatense de dos aguas -Europa y el Nuevo Continente- que marca un cambio generacional en la literatura y un “salto hacia dentro” en el propio Cortázar, pero que en casi ningún pasaje (sólo una pequeña alusión directa a la situación argentina) rozaba lo político. Los cambios en el propio Cortázar fueron posteriores, como el de muchos otros intelectuales que sintieron en sus vidas y en sus obras el vendaval de la entonces nueva, pujante, revolución cubana.
Cortázar señala, en su texto “Realidad y literatura”, la tajante diferencia entre aquel intelectual literario de la primera mitad de nuestro siglo, y el de hoy en día. Después de aludir al “salto hacia adentro” que dieron grandes poetas como Vallejo y Neruda, el primero si se midiera el paso que va de “Los heraldos negros” a “Trilce”, el segundo si se contemplara del mismo modo lo que lleva de “Residencia en la tierra” al “Canto general”, Cortázar se refiere a la narrativa: ésta, “que ya anunciaba esa nueva latitud de la creación a través de la obra de Mariano Azuela, Ciro Alegría y Jorge Icaza entre otros, se perfila cada vez más como un método estético de exploración de la realidad latinoamericana, una búsqueda a la vez intuitiva y constructiva de nuestras raíces propias y de nuestra identidad profunda”. ¿Consecuencias? Que “a partir de ese momento ningún novelista o cuentista que no sea un mandarín de las letras, subirá a una tribuna para circunscribir su exposición a lo estrictamente literario, como todavía hoy puede hacerlo en buena medida un escritor francés o norteamericano”. Y ésta, que es la condición del escritor de nuestro continente, de acuerdo con Cortázar, se inserta todavía en circunstancias más dramáticas: las del exilio, entendiendo a éste no sólo en un sentido lato, el de tantos hombres y mujeres que han debido dejar por fuerza sus países natales, sino también en el sentido de la ajenidad (por la ocupación, la explotación, la enajenación) de nuestras naciones latinoamericanas.
Escritor al fin y al cabo, y por ende más consciente del uso del lenguaje, Cortázar reparó en una anécdota significativa inserta en la nueva valoración que debernos dar al exilio latino-americano. Enfatizando su voluntad de mostrar los “posibles valores” de una “literatura del exilio” contra lo que las dictaduras pretenderían (“el exilio de la literatura”, refiere Cortázar: “Esa actitud positiva, esa determinación de asumir afirmativamente lo que por atavismo y hasta por romanticismo se tiende a ver a ‘priori’ como pura negatividad, exige poner en tela de juicio muchos lugares comunes, exige el valor de autocriticarse en circunstancias en que lo más inmediato y comprensible es la autocompasión. Hace unos días se me acercó un señor que se presentó con estas palabras: ‘yo soy un exiliado argentino’. En mi fuero interno  lamenté la prioridad que daba a su condición de exiliado, porque me pareció como tantas otras veces un reconocimiento sin duda inconsciente de la derrota, de la expulsión de una patria que de alguna manera pasaba a segundo plano en su presentación. Esto que parece psicología callejera no lo es cuando asume formas más complejas, cuando, por ejemplo, se convierte en un obsesivo tema literario. También aquí la usual noción negativa del exilio tiende a volverse poema, canción, cuento o novela, que en definitiva no pasan de ser alimentos de la nostalgia propia y ajena. Recuerdo una frase de  Eduardo Gaicano sobre el  exilio: ‘La nostalgia es buena, pero la esperanza es mejor’”.
Debo volver a un adjetivo anterior: integridad. En esas páginas glosadas, así como en tantas otras sobre la realidad latinoamericana que Cortázar escribió con frecuencia durante estos últimos años, su discurrir era el de la sensatez guiada, conducida, por la inteligencia habilidosa del escritor acostumbrado a emplear con suma maestría las palabras. Un gran escritor como fue Cortázar, fue también un hombre preocupado por su entorno y dispuesto a entregar de sí todo lo posible en pro de una América herida, aherrojada. Aunque señalé antes que en “Rayuela” no hay aún una conciencia social como tan vivamente se manifestaría luego en textos como “Libro de Manuel”, “Reunión” o   “Apocalipsis de Solentiname” (por señalar los vinculados más directamente a circunstancias inmediatas a la escritura), creo que fue entonces, en ese gran salto, que Cortázar inició un largo viaje hacia la modernidad estremecida.
Por eso creo que de todos los escritores latinoamericanos contemporáneos, Cortázar ha sido objeto de mayor admiración por varias generaciones de lectores, en especial por los que fueron jóvenes en los años ‘60, en los ‘70 y en la década en que estamos. El peligro que Cortázar sorteó fue el de convertirse en el gurú de una generación, ya que “Rayuela”, su gran novela, rozaba sin adentrarse nunca sistemáticamente en el misticismo. Yo diría que bajó el misticismo a tierra y le dio un sentido de cotidianeidad. Transformó los anhelos metafísicos en motivos literarios comprensibles y compartibles, les dio cauce en “El perseguidor” o bien en el descubrimiento de los tiempos simultáneos de la narración, o en placeres tan sensoriales como el de escuchar jazz. El avatar personal se dio en “Rayuela”. Después quedaban las consecuencias, y éstas fueron coherentemente las de una apertura cada vez mayor hacia su prójimo, y la busca de una identidad que no podía cifrarse sólo en el largo viaje del hombre europeo hacia el Nuevo Mundo. A esa búsqueda de nuevas dimensiones, ya cumplida en su obra irrepetible, Cortázar dedicó sus últimos años con calidez, sencillamente, sin asumir jamás la pose de alguien que ha alcanzado la celebridad.
Esta última imagen se me hizo irrecusable cuando lo vi bajar del autobús, sonriente, aquella tarde lluviosa de 1980, en la terminal de camiones de Jalapa. De camisa, con una chamarra clara y la mochila al hombro, acompañado de su dulcísima Carol, que por desdicha se le adelantaría un año en la muerte, Cortázar no era el figurón que muchos hubieran esperado. Era un hombre sencillo, el antiguo maestro de escuela, el magnífico escritor, simplemente cansado de viajar durante cinco horas por las carreteras de México, deseoso de tomarse una copa entre amigos y charlar a pasto antes de irse a dormir.