10 de febrero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXXVIII) María Esther Vázquez

Nacida en Buenos Aires en el seno de una familia de inmigrantes gallegos (su padre era oriundo de Cambados y su madre de Vilanova de Arousa), María Esther Vázquez (1937-2017)
fue una escritora argentina asidua colaboradora de Victoria Ocampo (1890-1979) y Jorge Luis Borges (1899-1986) en la revista “Sur”. Siendo aún una niña se sintió fascinada por las obras de Ramón María del Valle Inclán (1866-1936) y Álvaro Cunqueiro Mora (1911-1981) que le daba su madre para que leyera, en los que -según sus propias palabras- “encontró la esencia de la galleguidad”. En esa época conoció a muchos inmigrantes gallegos, “personas muy humildes, que siempre hacían muy buena letra, que trabajaban muchísimo, que eran personas de noble corazón”, recordaría años después. A los dieciséis años ingresó en la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires y, en 1957, empezó a trabajar en el Departamento de Extensión Cultural de la Biblioteca Nacional donde conoció a Borges, con quien entabló “una amistad que me abrió las puertas al mundo. Por él amplié mis conocimientos de muchos escritores que yo no conocía o conocía muy poco, sobre todo de literatura inglesa”, contaría en una entrevista.
En compañía del autor de “Historia universal de la infamia” viajó a varios congresos literarios en Europa, entre ellos el Congreso de la Libertad de la Cultura en Berlín Occidental en el que Borges fue uno de los oradores. En Santiago de Compostela lo llevó de visita a la casa de Ramón Piñeiro (1915-1990), una de las figuras históricas del galleguismo durante el siglo XX, fundador de la revista “Grial” y de la editorial Galaxia, en la cual publicó sus traducciones al gallego de obras como “Altkeltische dichtungen” (Poesía celta antigua) del lingüista checo-alemán Julius Pokorny (1887-1970) y “Vom wesen der wahrheit” (De la esencia de la verdad) del filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976). María Esther Vázquez lo había conocido cuando estuvo exiliado en Buenos Aires durante el apogeo del franquismo.
Gracias a su amistad con Borges, la maestra del cuento (tal como la calificaría la crítica literaria) conoció a Victoria Ocampo y se relacionó con muchos otros escritores, entre ellos Manuel Peyrou (1902-1974), Eduardo Mallea (1903-1982), Silvina Ocampo (1903-1993), Manuel Mujica Laínez (1910-1984) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Junto a Borges coescribió los ensayos “Introducción a la literatura inglesa” y “Literaturas germánicas medievales”. Fue ella quien le hizo profundizar a Borges el conocimiento de la obra de D.H. Lawrence (1885-1930), más allá de los prejuicios que éste tenía sobre el autor de “Lady Chatterley's lover” (El amante de Lady Chatterley). En su faceta de periodista cultural, fue columnista del diario “La Nación” durante cuatro décadas en las que publicó más de mil quinientos artículos, y colaboró con diversas publicaciones argentinas y extranjeras, entre ellas “El Cuento. Revista de Imaginación”, “Revista de Literaturas Modernas” y “Todo es Historia”.
Publicó los libros de cuentos “Los nombres de la muerte”, “Desde la niebla”, “La memoria de los días”, “Crónicas del olvido” e “Invenciones sentimentales”; los poemarios “Estrategias de la pena” y “Noviembre y el ángel”; y los ensayos “El mundo de Manuel Mujica Láinez”, “Borges. Esplendor y derrota”, “Borges, sus días y su tiempo”, “Victoria Ocampo. El mundo como destino” y “La memoria de los días. Mis amigos los escritores”. Fue galardona con el premio “Comillas” de Historia, Biografía y Memorias de la Editorial Tusquets de Barcelona, el “Premio al Libro del Año” de la Fundación El Libro de Buenos Aires, el premio “Rosalía de Castro” del Centro PEN Club de Galicia, y la Fundación Konex de Argentina la distinguió con el “Diploma al Mérito” en Letras y en Periodismo.
En 2014, al cumplirse el centenario del nacimiento de Cortázar, en la edición especial “Homenaje a Cortázar” de la revista “La Maga”, publicó “Cortázar: el azar, un barco, un vagón de subterráneo”, en el que narró aspectos de la vida de Edith Aron (1923-2020), la escritora alemana considerada la musa del personaje la “Maga” de la novela “Rayuela”.​ Además ese año dio una charla en la Fundación Victoria Ocampo, de la cual era presidenta, titulada “Cortázar, el escritor y el hombre”. Y también en 2014 publicó en la “Revista de la Bolsa de Comercio de Rosario” un artículo titulado “Cortázar, cien años después, el cual sigue a  continuación.
 
Conocí a Julio Cortázar en París en 1964, él tenía cincuenta años y yo la mitad. Sin embargo, al verlo caminar hacia nosotros me pareció más joven que yo; alto y flaco, conservaba todavía el cutis sedoso y medio lampiño de un adolescente. Venía con Aurora Bernárdez -hermana menor del poeta Francisco Luis Bernárdez-, que fue su primera esposa. Ella y el pintor Luis Tomasello lo cuidaron y atendieron durante la cruel enfermedad que lo llevó a la muerte. Curioso destino el de Cortázar: nació en Bruselas en 1914 y cuatro años después regresó con su familia a la Argentina, vivió aquí treinta y tres años y los otros treinta y tres que le concedió la vida, en París, donde murió a la una de la tarde el frío domingo del 12 de febrero de 1984.
Estudió en el Instituto Superior del Profesorado en Buenos Aires y dictó clases en colegios secundarios del interior. A los veinticuatro años, en 1938, publicó su primer libro, “Presencia”, un volumen de sonetos firmados con el seudónimo de Julio Denis. Pero es Borges, que desde 1946 dirigía “Los Anales de Buenos Aires”, una revista literaria, y publicaba en ella a los escritores ilustres de la época, quien descubrió a dos desconocidos con verdadero talento, el uruguayo Felisberto Hernández y Julio Cortázar de quien editó “Casa tomada”. Acerca de los honorarios de estos jóvenes escritores, Borges tuvo un serio enfrentamiento con la señora Sara Durán de Ortiz Basualdo, presidenta de la institución, quien quería pagar a los “nuevos” un veinte por ciento de la retribución fijada a los consagrados. Borges no aceptó, se enojó y fue inflexible: “a todos hay que pagarles lo mismo”, exigió y ganó.
Mientras tanto, Cortázar daba clases en escuelas y universidades del país, donde empezó a tener dificultades y desavenencias con el peronismo, a tal punto que en 1951 renunció a sus cátedras en la Universidad de Cuyo y se fue a París. Antes de su partida había aparecido “Bestiario”, libro de cuentos en el cual, a la manera de los bestiarios medievales, hay una convivencia ambigua de hombre y bestia y reúne las diversas situaciones de lo humano-monstruoso y sus consecuencias, más allá del enfrentamiento de dos realidades: la no identificada coexistente con la verificable. En París, según contó alguna vez Aurora Bernárdez, trabajó en distintos lugares para ganarse la vida antes de ocupar un lugar importante como traductor para la UNESCO, viajando constantemente dentro y fuera de Europa. Su primer empleo -que le consiguió una amiga- fue hacer paquetes para regalo en “Le printemps”, una de las grandes tiendas de París, y parece que los hacía maravillosamente bien.
En “Final de juego” (1956) sus cuentos continúan la línea de enfrentamiento de realidades; en el texto “La noche boca arriba” el mundo del siglo XX se confunde con otro primitivo, bárbaro, desconocido, de varias centurias atrás. Ahí, después de un accidente sufrido con su motocicleta, un hombre es trasladado a un hospital donde asiste en su cama, boca arriba, a su recuperación. Pero de noche su sueño se puebla con otra realidad aterradora; en la cual es llevado, atado, boca arriba, a un suplicio mortal. “Las armas secretas” (1958) contiene uno de los cuentos más significativos de Cortázar: “El perseguidor”. Johnny Carter, el protagonista, encubre al real Charlie Parker, quien al tocar su saxo deja la realidad cotidiana para internarse en el mundo de la creación. A partir de “El perseguidor”, el escritor se inclina más hacia el contexto humano de sus personajes.
Dos años después apareció su primera novela, “Los premios”, una sátira de tipos porteños; y en 1962 “Historias de cronopios y de famas”, una suerte de antología de situaciones humorísticas: instrucciones para subir una escalera, para dar cuerda a un reloj… una sección de ocupaciones raras o “la conducta de los espejos en la isla de Pascua”. La definición de los cronopios, famas y esperanzas: seres que a partir de la realidad nos muestran su sutil diferencia en estas historias que barren con los prejuicios y los prestigios.
En 1963 se publicó “Rayuela”, la novela que le daría fama internacional y considerada como una de las más importantes dentro de la literatura hispanoamericana por la novedad de su planteo y la originalidad del plan narrativo. La estructura del libro conlleva una teoría del arte novelesco. Comienza por atacar todos los usos y costumbres literarias -la novela lineal que se narra en forma corrida- y abre una forma fragmentaria que obliga a recomponer su propio camino. Cortázar pide un lector activo, un lector cómplice que lo acompañe a elaborar una novela laberinto. El escritor propone dos lecturas: una, la tradicional, que siga el orden en que el libro está impreso y que entonces consta de una parte que transcurre en París, otra en Buenos Aires y una tercera de “capítulos prescindibles” en donde se acumulan citas y notas de varios autores y situaciones que podrían figurar en las dos primeras partes.
Si, en cambio, se opta por una segunda lectura siguiendo el “tablero de dirección”, no existen dos partes ni capítulos prescindibles, lo que da una mayor tensión a la lectura y crea la ineludible participación del lector como una suerte de complicidad, de humor y diversión. El libro plantea, desde su estructura y desde su lenguaje, el desarrollo gráfico de un proceso a seguir, como el juego infantil de la rayuela. El capítulo 62 de “Rayuela” da título a la tercera novela de Cortázar, “62/Modelo para armar”, que también espera la complicidad, la colaboración del lector. Es imposible en el breve espacio de un comentario casi periodístico, repasar en detalle la producción de Cortázar. Se puede sí enumerar sus libros más recordados: “Todos los fuegos el fuego”, “Octaedro”, “Un tal Lucas”, “Divertimento”, “Queremos tanto a Glenda”, “Deshoras”, “El examen”, “Salvo el crepúsculo”…
Mucho se ha hablado acerca de si Cortázar es mejor novelista que cuentista. Creo que en el género cuento se puede hablar de un antes y un después de Cortázar, como se habla de un antes y un después de Borges, con referencia, en este último, al manejo del lenguaje. Y si hablamos de las novelas de Cortázar hay como un redescubrimiento del género, como si reinventara otra manera de narrar. Cortázar es uno de esos pocos escritores que escribía naturalmente, como se respira, sin nada forzado, sin una trabajosa elaboración; y esta disposición unida a una gran originalidad y a una deslumbrante fantasía hacen de su literatura un arte único e inédito. En la docena y media de libros que publicó no hay ninguno prescindible, con mayor o menor encanto todos encuentran el tono seductor que atrapa y enriquece.
Nunca abandonó la poesía; de su libro “Salvo el crepúsculo”, que fue el último, quiero rescatar un poema escrito en Nairobi en 1976, titulado “Policromías” y dedicado indudablemente a Carol Dunlop: “Es increíble pensar que hace doce años/ cumplí cincuenta, nada menos./ ¿Cómo podía ser tan viejo hace doce años?/ Ya pronto serán trece desde el día/ en que cumplí cincuenta. No parece posible./  El cielo es más y más azul, y vos más y más linda./ ¿No son acaso pruebas/ de que algo anda estropeado en los relojes?/ El tabaco y el whisky se pasean por mi cuarto,/ les gusta estar conmigo./ Sin embargo es increíble pensar que hace doce años/ cumplí dos veces veinticinco./ Cuando tu mano viaja por mi pelo/ sé que buscás las canas, vagamente asombrada./ Hay diez o doce, tendrás un premio si las encontrás./ Voy a empezar a leer todos los clásicos/ que me perdí de viejo. Hay que apurarse,/esto no te lo dan de arriba, falta poco/ para cumplir trece años desde que cumplí los cincuenta./ A los catorce pienso que voy a tener miedo,/ catorce es una cifra/ que no me gusta nada/ para decirte la verdad”.
Reencontré a Cortázar en Buenos Aires en 1973, cuando vino a presentar el “Libro de Manuel”. Físicamente había cambiado, había aumentado de peso y lucía una tupida barba; ya no era el adolescente de diez años atrás sino un adulto de casi sesenta años que aparentaba cuarenta. Según la gente que lo trató mucho, siempre tuvo aspecto de joven y era muy afectuoso con los amigos, con la gente que quería. Tenía un conocimiento muy grande de música. Tocaba el saxo y el piano y por supuesto leía partituras. Le gustaban el jazz, la música clásica de todas las épocas -del barroco a Stravinsky-; le encantaban la lírica, la música instrumental, el tango… Por otra parte, tenía un gran sentido del humor y vivía la pasión del viaje y viajó mucho gracias a su trabajo en la UNESCO. Le apasionaba el boxeo, algo que Luis Tomasello, su gran amigo a lo largo de más de treinta años, no entendía ni compartía. Luis recordaba algunas extravagancias de Cortázar: por ejemplo, tenía una gran caja de herramientas de todo tipo. Parece que iba a las ferreterías y compraba destornilladores, taladros, perforadoras, pinzas, tenazas, serruchos… y luego se olvidaba que los tenía y los volvía a comprar. Así, un día revisando esa caja, buscando algo que necesitaba, Luis llegó a contar cuarenta destornilladores y veinte taladros.
Cortázar se compró una casa en Provenza y junto con su amigo se enamoraron de una hermosísima puerta Renacimiento que quedaba a pocos pasos. Tal fue el enamoramiento que Luis, a instancias de Cortázar, terminó comprando la puerta; pero la casa que estaba detrás de la maravillosa puerta era una verdadera ruina romana, que le llevó varios años ponerla en estado habitable. También por Tomasello nos enteramos que tenía cuatro máquinas de escribir, dos grandes y dos chicas. Con una de las portátiles viajaba siempre y solía escribir en cualquier sitio y a cualquier hora. Tenía pasión por los objetos artísticos, su casa en París estaba llena de cuadros de los amigos y era un lugar muy alegre y colorido. “Le gustaba mucho el asado. Le había enseñado los cortes argentinos a un carnicero francés -contaba Tomasello- pero siempre había alguien que lo hacía, él no, y yo que tengo buena mano y también me gusta, me desempeñaba como asador oficial varias veces por semana, sobre todo cuando se casó con Carol Dunlop, su tercera mujer, con quien fue muy feliz; se querían mucho. Ella era tan encantadora, tan frágil. Parecían dos estudiantes enamorados, iban siempre tomados de la mano”.
Cuando Carol murió, Cortázar quedó devastado, para él no tenía sentido seguir viviendo. Estaba solo y enfermo, tan enfermo que se fue quince meses después. Al parecer tenía leucemia y, cuando se agravó, Aurora Bernárdez se instaló en la casa y tomó las riendas de todo, porque él ya no podía hacer nada. Cortázar junto con Tomasello diseñaron la tumba en el cementerio de Montparnasse, donde fue enterrada primero Carol y después el propio Cortázar que, como quería estar junto a ella, se había reservado un espacio. Hace algunos años visitamos el cementerio de Montparnasse sólo para rendirle nuestro homenaje a Cortázar y, además de la lluvia, nos encontramos con gente muy famosa, algunos pocos conocidos nuestros como Carlos Fuentes, Roger Caillois y Raymond Aron. Pero allí están también Cioran, César Vallejo, Tristan Tzara, Claude Mauriac…
La tumba de Carol Dunlop y Julio Cortázar -realización de Julio Silva- la conforma un gran rectángulo de mármol blanco con unas esculturas del mismo material en forma de disco que se van superponiendo elevándose en forma de diagonal; cronopios, las llamó Tomasello. Una gran cantidad de piedras blancas sobre la lápida recuerdan las figuras de la rayuela, que para siempre inmortalizó en su novela. A medida que va pasando el tiempo, la figura de Cortázar, a diferencia de otras, parece agrandarse. Y aunque el siglo XX fue entre nosotros muy rico en excelentes escritores que dejaron su huella en forma indeleble y marcaron un rumbo, su caso es, en definitiva, un punto cumbre por su originalidad y por el don de creación, que le fue dado fácil y naturalmente como un regalo amable del destino, como un regalo de Dios.