3 de marzo de 2009

John Berger: "La voz que funciona en una novela es la que interfiere en la historia lo menos posible"

El londinense John Berger (1926) fue pintor hasta los treinta años. En los años '70, su popular programa "Ways of seeing" (Modos de ver) que emitía la BBC, ayudó a toda una generación a apreciar el arte. En 1972 ganó el célebre Booker Prize con su novela "G." y más tarde escribió la trilogía narrativa "Into their labours" (De sus fatigas) compuesta por las novelas "Pig earth" (Puerca tierra), "Once in Europa" (Una vez en Europa) y "Lilac and Flag" (Lila y Flag), en las que describió la vida de los campesinos en los Alpes de Francia donde él vive desde hace más de treinta años. Luego publicó "To the wedding" (Hacia la boda) y "King" y varias piezas de teatro, poesía y ensayos. Berger, un críti­co feroz de la globalización y su doble industria de ambiciosos y desamparados, fue entrevistado por la periodista Flavia Costa en su casa de Antony, a pocos minutos de París, para el nº 63 de la revista "Ñ" del 11 de diciembre de 2004.En su reciente ensayo "Steps towards a small theory of the visible" (Pasos hacia una pequeña teoría sobre lo visible) sostiene que la pin­tura es, fundamentalmente, un acto de colaboración entre el pin­tor y su modelo, sea éste una co­sa, una persona, un paisaje o una idea, y que para que ese acto se produzca, hace falta que el pintor sea, más que un autor, un recep­tor.

Es cierto: la noción romántica de artista crea­dor eclipsó el papel de la recepti­vidad, de la apertura en el artista. Creo, como creían los chinos, que lo que parece una creación no es sino el arte de dar forma a lo que se ha recibido. Shitao, el gran paisajista chino del siglo XVII, decía que pintar es el resul­tado de la receptividad de la tinta: la tinta se abre al pincel, el pincel se abre a la mano, la mano se abre al corazón.

En ese texto sugiere también que hay una especie de voluntad de los objetos, ideas o paisajes, de ser mirados. ¿Esto ocurre igual en la pintura que en la es­critura? Usted ya no pinta, pero sigue dibujando, ¿cuándo se da cuenta de que algo, por así de­cir, pide ser escrito o dibujado?

Hay una diferencia central en­tre dibujar y escribir. Uno empie­za a dibujar porque está frente al objeto y dice: "quiero dibujar, allí voy". Algunas veces, mientras uno dibuja, aquello que está dibujando empieza a presentarse ante uno de la manera en que él mismo quiere aparecer. Pero es­to no es algo que sucede desde el comienzo, se da durante el proce­so. A veces ocurre rápidamente, a veces toma más tiempo. Y a ve­ces no sucede nunca, y entonces son esos dibujos muertos, quizá muy elegantes pero sin vida, que uno suele ver en los museos.

¿Y cómo ocurre al escribir?

Tomemos la novela "King". Un día vi de pronto que había un es­pacio, un silencio, que necesitaba ser llenado. Ese silencio tenía que ver con la vida de los despo­seídos. Y supe que ese silencio no me permitiría quedarme quie­to, que tenía que hacer algo al respecto. Entonces viajé mucho, fui a diferentes ciudades, subur­bios, barrios bajos, hablé con mucha gente de la calle. No co­mo un sociólogo, sino como un observador, durante casi un año. Ahí estuve escuchando, obser­vando, tomando notas. No era una investigación, sino que quizá se trataba de hacer espacio dentro de mi mente, o de mi al­ma, para que las cosas pudieran entrar en ella. No quería caer en la compasión barata. De pronto un día tuve la visión de estos dos personajes: Vico y Vica, que em­pezaron a demandar reconoci­miento. Y el tema entonces fue encontrar la voz que esa historia necesitaba. La voz que funciona en una novela es la que interfiere en la historia lo menos posible. Pues busqué esa voz durante me­ses. Mientras, escribía. Pero era todo muy malo: usaba a estas personas como instrumentos pa­ra mi argumento político. Hasta que un día, de la forma más trivial, estando en París, vi a estas personas durmiendo en la calle, tirados junto con sus perros y me dije: "¡Por supuesto! Esta historia debe ser contada por un perro. La voz debe ser la voz de un perro". Ahí realmente empecé a escribir.

¿Le pasó alguna vez decirse: "Tengo que hacer algo con este tema; no sé si pintar o escribir"?

Bueno, hay escritores que si­guen un programa muy severo de varias horas de trabajo por día. Yo trato de hacer eso, pero no lo logro. Siempre suceden cosas de todos los días que no puedo ignorar. Puede ser simplemente ir a comprar papas, o cuidar a un amigo. Las demandas ordinarias de la vida cotidiana. Yo tengo que hacer eso primero. Recién des­pués puedo sentarme a escribir. Cuando escribí todo lo que pue­do por ese día, pueden ser cuatro o cinco horas, me detengo. Y sólo ahí, algunos días, puedo comen­zar a dibujar. Para mí, dibujar es algo que hago después de escri­bir. Por eso no me pregunto: "¿De­bo escribir o dibujar?". Porque no tienen la misma prioridad.

En el artículo "A man with tousled hair" (Un hombre des­greñado), dice que la compa­sión, el olvido de sí, no tiene que ver con el orden natural de las cosas, porque desafía la necesi­dad. Quizá para usted escribir es más "natural" que dibujar.

Sí, algunas veces pienso que en un mundo más justo, sólo dibu­jaría o pintaría. Hoy eso es imposible para mí, aunque puede cambiar. Pero quizás la clave es ésta: hasta los treinta años yo era pin­tor. En ese momento decidí dejar de pintar. ¿Por qué? No porque no me gustara pintar, ni porque pensara que no tenía talento. Pe­ro estábamos a fines de los '50 y lo que estaba pasando en el mun­do era tan urgente -la Guerra Fría, la amenaza de una tercera guerra mundial- que sentí que debía hacer algo más directo para intervenir. Así empecé a escribir para los diarios. Con el correr del tiempo, escribir se transformó en algo más para mí, no sólo una urgencia política, pero no volví a pintar y mantuve el dibujo como actividad muy secundaria. Quizás en los últimos años di­bujé más que antes, pero eso fue porque mi hijo, que ahora tiene treinta años, es un gran pintor. En­tonces dibujo porque es una for­ma de estar en su compañía.

Políticamente hablando, las cosas no han mejorado mucho.

¿Hoy? Claro que no. Es un mo­mento tan urgente como enton­ces, sobre todo después de las últimas elecciones en los Estados Unidos. Yo intuía que Bush iba a ganar. Entonces traté de escribir algo. No sobre las elecciones, si­no sobre los efectos reales de cierta política en los seres huma­nos. Sobre los horrores de esta época, la fragmentación, la falta de futuro. Sobre esos seres que están presentes pero ausentes, porque nadie repara en ellos y son tratados como desechos del sistema. Y hoy, cuando miro para atrás, observo que siempre me sentí atraído por personajes, no necesariamente marginales, pero que están excluidos de los ámbi­tos que frecuentan los poderosos, tanto políticos como académicos. Y ojo: no lo hago por caridad, lo hago por mí. Disfruto con ellos.

Comentaba que tiene listo un nuevo libro, ¿de qué trata?

Se llama "Here is where we meet" (Aquí nos vemos) y todavía no se publicó, a pesar de que lo terminé hace dieciocho meses. Pero el editor es lento. Es un libro sobre encuentros en di­ferentes lugares: Lisboa, Madrid, Cracovia, Londres, la frontera ucraniana... En cada lugar me en­cuentro con alguien que fue importante para mí y que ya ha muerto. En Lisboa, por ejemplo, me encuentro con mi madre, aunque ella nunca estuvo en Lis­boa. Esos personajes no son fan­tasmas: están ahí y conversamos. O más bien, ellos me hablan a mí y yo les contesto. ¿Conoce mi libro "Pages of the wound" (Páginas de la herida)? Ahí hay un texto llamado "Twelve theses on the economy of the dead" (Doce tesis sobre la economía de los muer­tos). Este libro es quizá una ficción inspirada en esas tesis. No lo había pensado así antes, pero de pronto ahora veo que es así.

En esas tesis habla de nuestra relación con los muertos, así co­mo en "The shape of a pocket" (El tamaño de una bolsa) dice que los pintores nos ayudan a reconocer la ausencia del objeto pintado. ¿Por qué cree que es tan central la relación con las ausencias?

Creo que la ausencia contribuye enormemente a la creación de un sentido. De hecho, es muy difícil hacer que la vida tenga un senti­do para nosotros si no percibi­mos las ausencias, si no les da­mos un lugar en nuestras vidas. Hasta la deshumanización pro­ducida por el capitalismo, los vivos estaban atentos a la experien­cia de los muertos, pues ése era su futuro. Dependían de ellos pa­ra colmar el sentido de vivir. Sólo una forma cruel de egotismo mo­derno logró romper ese equili­brio, con efectos terribles para los vivos, que ahora pensamos en los muertos como los eliminados. Pero si eliminamos la ausencia, no hay más devenir. Y sin deve­nir, no hay deseo.

En todos sus escritos, el cuer­po, la sensualidad, ocupan un lugar importante. No se trata sólo del sentido de la vista, que está en varios de sus títulos, si­no algo más físico, corporal.

La experiencia de escribir es corporal en el sentido básico de que casi siempre escribo lentamente, entre otras cosas porque corrijo mucho, soy muy minucio­so. Puedo llegar a tener seis, sie­te u ocho versiones de un mismo texto. Es posible que eso se rela­cione con la pintura, ya que tam­bién la pintura es un proceso de corrección, un proceso de des­composición de las cosas, de in­vocar la presencia. Una palabra que me parece muy precisa en mi caso es "tacto". En primer lu­gar, porque si no existiera ese tacto, la escritura interferiría con aquello sobre lo cual se escribe. El tacto no es una cuestión de amabilidad ni de buenos moda­les, sino una cuestión de no per­turbar la experiencia que se in­tenta alcanzar. Luego hay otro as­pecto del tocar que se relaciona con el lenguaje. La elección de una palabra es como encontrar el lugar preciso del cuerpo que se quiere tocar con la lengua mater­na. Para eso, hay que tener una idea de la totalidad del cuerpo, aunque no se trata exactamente de una idea, sino de un sentido, de una sensación. Voy a usar la palabra "penetrante". ¿Es pene­trante, agudo o punzante? Cada una de esas palabras es bien es­pecífica, y si al fin me decido por alguna, es sólo después de haber casi tocado todas esas opciones en mi propio cuerpo. El tacto del que hablo también se aplica a es­tas decisiones.

Usted critica la idea de la be­lleza regimentada que aparece en los medios de comunicación, en las publicidades. Opone esos rostros que están perorando, que provocan nuestra envidia y nuestro anhelo, a la belleza que confirma que la vida es y ha sido siempre un don. Se pregunta, in­cluso, cómo no caer en la trampa de la belleza. ¿Es posible no caer en la trampa de la belleza?

Le cuento una anécdota: hace un tiempo estaba en Florencia. Era en enero y hacía muchísimo frío. En un momento, casi sola­mente para entrar en calor, entré a un museo. De pronto me di cuenta de algo: cuando vemos al­go o a alguien bello, la primera idea que nos surge es que es un placer mirar a esa persona o ese objeto. Y sin embargo no es así: el placer reside en ser mirado por esa persona. Si lo pensamos bien, cuando decimos: "ah, qué bello", en esa expresión está la esperanza o el deseo de ser mira­do por ese objeto. Por eso la be­lleza compulsiva es tan desagradable. Hay un elemento del de­seo del que no suele hablarse. Hay una relación entre el deseo y la herida: el deseo supone dar y también recibir. Supone un aleja­miento -temporario, por supues­to- del dolor natural de vivir y ser lastimado. Esa es la trama secreta del deseo: alejarnos por un tiem­po del dolor. Si esto es así, y creo que en algún punto lo es -entre paréntesis, creo que es algo que resulta más fácil de entender pa­ra alguien que proviene de su cultura que para un anglosajón-, entonces la belleza perfecta es al mismo tiempo algo que no se puede amar ni desear, porque en su perfección intacta, sin heridas, no existe la posibilidad de dar ni de recibir. Es como dice Andrea Dworkin: "No tengo paciencia con los invulnerables, con aquellos que no han sido to­cados por un temporal, esos que nunca se han derrumbado. Gran­des puntadas, desgarros mal co­sidos, nada muy lindo. Entonces algo sale y reluce. Pero a los lus­trosos, a esos no los soporto".