1 de marzo de 2009

Entremeses literarios (XLIV)

LA EJECUCION
Hermann Hesse
Alemania (1877-1962)

En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
- ¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
- Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
- Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
- ¿Cómo lo adivinaste, maestro?
El sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
- No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute...



PERSECUTA
Mario Benedetti
Uruguay (1920)

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor. Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender. Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.


LOS CALCETINES, LA VECINA
Choan C. Gálvez
España (1976)

Cuando la vecina llamó al timbre para devolverme un calcetín caído del tendedero, no di importancia al asunto. Dejé el calcetín en cualquier parte, regresé al sofá, continué viendo los Teletubbies. Al día siguiente, la vecina regresó, trayendo esta vez un calzoncillo. No me pareció nada del otro mundo. Abandoné la prenda en una silla, lié otro canuto. Esa misma tarde, la vecina me devolvió una camiseta. A la noche trajo un pantalón. A primera hora de la mañana, unos zapatos. Ahora sí, sospeché que algo extraño ocurría: los zapatos eran marrones. No me dio tiempo a pensar mucho en ello, pues a los pocos minutos la vecina volvió, esta vez con un jersey de lana bastante feo, un mono de mecánico, un tricornio, una estola de adviento y una capa de tuno. Extrañome. Acepté las prendas, di las gracias, cerré la puerta. Poco a poco fui recopilando todo aquello que a la buena señora se le ocurría introducir en mi casa. El espacio habitable de mi hogar fue reduciéndose, por todas partes se veían prendas amontonadas. Llegó el momento en que no me atreví a encender la cocinilla por miedo a prender fuego a la vivienda. Ahora, mientras escribo esto, oigo llamar a la puerta. Será la vecina. Quisiera abrir y decirle: "Por favor, no traiga más ropa". La situación comienza a ser desesperada, llevo más de un mes buscando mi cepillo de dientes. Quisiera abrir, sí, pero no veo manera de abrirme camino hasta la puerta.


JUEGO DE MANOS
Albana Morosi
Argentina (1970)

Blancas, suaves, hacedoras, sus manos eran lo único que añoraba. Caía la noche cuando supo que debía recuperarlas. Sintió que con ellas devolvería la paz y el orden a su vida. Súbdito de una obsesión febril, transpuso de un salto las herrumbradas rejas del cementerio. Olisqueó los perfumes ácidos de cuerpos deshojados como crisantemos. Oyó los golpes sordos en las lápidas de los muertos antes de tiempo. Inmerso en un mar de tierra ultrajó el féretro como un botín. Contempló a las durmientes cruzadas, y con un relámpago seco de hacha cercenó la siesta de sus muñecas. Como si fueran dos medallas de la desgracia prendió las manos de ella a las solapas de su saco, rehízo la sepultura y se marchó a su casa. La interrupción de su descanso las había vuelto completamente irritables y malditas. Quiso quitarles el frío con agua tibia y las condenadas pestilen­tes le hundieron la cabeza en el lavabo para ahogarlo. Las manos de él lucharon bajo el agua contra las homicidas. Cuando volvió a respirar ya nada era igual. Un entendimiento más allá de las palabras unía frenéticamente a los diez pares de dedos. Lo esclavizaron. Sus propias manos como perras falderas seguían instrucciones precisas de aquellas maestras del terror. Mientras una se dejaba hacer la manicura, la otra lo amenazaba con una cuchilla de cocina. Lo ataron de pies y obligaron a tocar la pieza para piano a cuatro manos que a ella tanto le gustaba. La tocaron doscientas noventa y nueve veces, hasta que los dedos de él estallaron en sangre y aborreció para siempre a Brahms. Las manos de ella, impecables, asistieron a las otras: una curita en cada herida y un puñetazo en la boca del estómago de él, por cada nota equivocada. Terminó inconsciente de dolor, tendido sobre mosaicos en da­mero con el designio de una ficha trunca. Lo arrancaron del sueño las más espantosas cosquillas. Las macabras habían preparado una partida de ajedrez; al que perdía le arrancaban las orejas. Obviamente, habían arreglado las jugadas con las otras dos y él no encontró coraje para patear el tablero. Sin orejas, sangrando, en un grito y con una cinta de embalar en la boca, las muy malditas lo obligaron a jugar al póquer por miembros. No tuvo alternativa: habían sentado el hacha a la mesa. Temblaba todo, se le caían los mocos del miedo, y la mano dere­cha de ella con un revuelo de zamba le extendió un pañuelo. Concluyó el juego y las cuatro manos huyeron juntas. Demás está decir que las cartas que le habían tocado a él fueron malas.


LA CERTEZA
Roque Dalton
El Salvador (1935-1975)

Después de cuatro horas de tortura, el Apache y los otros dos cuilios le echaron un balde de agua al reo para despertarlo y le dijeron:
- Manda decir el Coronel que te va a dar una chance de salvar la vida. Si adivinas quién de nosotros tiene un ojo de vidrio, te dejaremos de torturar.
Después de pasear su mirada sobre los rostros de sus verdugos, el reo señaló a uno de ellos:
- El suyo. Su ojo derecho es de vidrio.
Y los cuilios asombrados dijeron:

- ¡Te salvaste! Pero ¿cómo has podido adivinarlo? Todos tus cheros fallaron, porque el ojo es americano, es decir, perfecto.
- Muy sencillo -dijo el reo, sintiendo que le venía otra vez el desmayo- fue el único ojo que no me miró con odio.


BALCON A LA CALLE
Juan José Hernández

Argentina (1932-2007)

- Decime, ¿no es aquélla la menor de las Aparicio?
- No, mamá: es la del medio. La menor se casó y vive en Buenos Aires.
- La casaron, querrás decir.
- Pero mamá…
- Es la verdad. La casaron de apuro. Y encima por la iglesia y vestida de blanco. Qué papelón. ¿Así que la del medio?
- Creo que se llama Delia.
- Claro, como su madre, que de joven era una preciosura. Nada que ver con esa especie de lauchita… Allá va la profesora de piano. Francamente, hay que tener coraje. ¿Qué lleva en la capelina? ¿Margaritas? Si la memoria no me falla, ha de andar por los cincuenta largos.
- No los aparenta.
- Por favor, a la legua se le nota el pelo teñido. Como te de decía, la madre, ¡qué mujer preciosa!. Una sirena. Mi primo Luisito le arrastraba el ala, pero al hablar con ella se desilusionó. Era tartamuda. ¡Qué ganas de comer un helado! Decile a la Rosa que baje a comprarme uno en la granja.
- Hoy es su día franco, mamá.
- Me había olvidado. Ahora ésas tienen unos humos… En mi época sólo salían para la novena. ¿Te he dicho que pienso echarla antes de fin de mes?
- Hacés mal. No te será fácil conseguir otra.
- No me importa. La Rosa es una derrochona. ¡Seis cucharadas de azúcar para endulzar un simple jarro de mate cocido! Mirá, mirá quien va por enfrente. ¿No te parece raro?
- No veo qué hay de raro. Es viernes, y Lolita tiene clase en la Alianza.
- Qué raro.
- ¿Por qué raro?
- No te hagás la tonta. El sinvergüenza del marido la engaña con su propia sobrina, y ella tan oronda y sonriente.
- Quizá la pobre no sabe nada, mamá.
- ¿Cómo que no sabe? ¿Y el anónimo?



ANTIGUAS AEROMOZAS
Moacyr Scliar
Brasil (1937)

La Asociación de Antiguas Aeromozas celebra su convención anual a bordo de un viejo Hércules C-130 donado por una compañía aérea. Son cien, ciento veinte señoras, todas alegres, todas nostálgicas. La reunión en el viejo aeropuerto, hoy fuera de servicio por cuestiones de seguridad, es ya motivo de alegría y emoción. Se saludan, se abrazan, intercambian cumplidos: "¡Cómo está usted bonita!". "¡Qué bien conservada!". Se embarcan cantando el Himno de las Antiguas Aeromozas ("Entre las nubes de borde dorado / reposa un recuerdo, tan atesorado"). Cuando el avión despega, no pueden contener lágrimas nostálgicas. Pero en cuanto la aeronave queda nivelada a una altura conveniente, se disputan con entusiasmo los carritos: quieren servir. "¿Puedo ofrecerle un lunch, señora?". "¿Algo de beber, señora?". Se sigue con la declamación de poemas, la representación de sketches y, al fin, el momento culminante: evocando los tiempos heroicos de la aviación, todas se lanzarán en paracaídas. Algunos no abrirán. Pero ello está previsto. La vida en las alturas no sería posible sin un mínimo de titilantes incertidumbres.


LA OFERTA DEL PECADO
Patricia Suárez
Argentina (1969)

La Serpiente se enroscó alrededor del manzano y dijo a Eva:
- Si pruebas este fruto serán como dioses.
Eva se quedó perpleja. Dios era estúpido y siempre estaba papando moscas cuando uno le hablaba. No daban ganas de imitarlo. La Serpiente volvió a intentarlo:
- Conocerás el sabor del pecado. Es decir, al principio parece algo muy malo. Pero después, como no queda remedio, uno se acos­tumbra y lo encuentra sabroso. Se aficiona. Los besos, por ejemplo. Las caricias. El consuelo es la pasión para los seres solitarios que andan cabizbajos entre callejones hediondos...
- Sería una desobediencia -comentó Eva por decir algo.
- Ya sé. Pero es que El está tan enfermito..., aquí no tiene la atención que corresponde a su jerarquía. Le pasa por terco y por resistirse a pedir ayuda. Morirá de un momento a otro y ¿quién reinará después? El que venga después, va a subir el precio de la manzana en el mercado. Vale decir, te estoy ofreciendo una ganga. El pecado estará en alza en muy poco tiempo...

- Tendría que consultar con Adán..
- ¿Para qué...? Hoy lo consultas y mañana estarás demandándolo por malos tratos en el juzgado. Además, apenas la muerdas, él vendrá corriendo a pedirte un bocado. Es como un chico, ya lo sabemos.

Eva comió el fruto prohibido. Sin mucho convencimiento, pero peor es la indecisión. Después vino el mundo que vino y el enojo de Dios. Adán y Eva se volvieron legos en el conocimiento del bien y del mal, conocieron el placer de la carne, al principio exquisito y después un poco aburridor. Los dolores conformaron un catálogo más vasto que el de un vendedor de alfombras. Dios murió y ellos lo enterraron.
- Era un viejo indolente -susurraron.
Después, el reino de la Serpiente.


LIBROS INVULNERABLES
Gabriel García Márquez
Colombia (1928)

Un caballero llevaba en el bolsillo del pecho un libro de reciente aparición. Cuando alguien le hizo un disparo a quemarropa fue conducido al hospital, donde se constató que el agredido gozaba de perfecta integridad física. El proyectil no había alcanzado a atravesar el libro. Un crítico literario comentó:
- Claro, si es uno de esos libros invulnerables. Ni siquiera una bala alcanza a pasar del segundo capítulo.



DE PURA FE
Teresa Dovalpage
Cuba (1966)

La chica se llamaba Ellen y era ingenua, rubia y tejana. Todavía no había salido del aeropuerto de La Habana cuando ya estaba preguntando por cierto babalao a quien le habían recomendado como el mejor de todos. Un santero que curaba hasta el cáncer, vaya. Y como cáncer era lo que tenía su padre, desahuciado ya por las eminencias gringas, la chica había viajado en busca de remedio a la isla caribeña. No encontró al babalao que buscaba sino a otro que se presentó, muy profesionalmente, como Miguel Melao, hijo de Oggún. "Mijita, yo curo incluso el SIDA", le dijo. Con gran prosopopeya entregó a la tejana un preparado de agua del pozo, yerba mala y tierrita del patio de su casa. Los mil dólares que les soltó la gringa, agradecida, sirvieron a Melao y su familia para vivir un año. En cuanto al padre de Ellen, se tragó el menjurje de un sorbo y a las cuatro semanas estaba en remisión.