Antonin Artaud (1896-1948) fue uno de esos personajes de la poesía y el arte al que habitualmente se califica de "escritor maldito". Ya desde pequeño había presentado cierta inquietante modalidad en su comportamiento que motivó su reclusión en sanatorios mentales en varias ocasiones. En 1920 se radicó en París y publicó sus primeros versos bajo el título "Tric-trac du ciel" (Tric-trac del cielo) en 1924, al que siguió "L'ombilic des limbes" (El ombligo de los limbos) al año siguiente. Tras trabar amistad con André Breton (1896-1966), dirigió el "Bureau de recherches surréalistes" (Oficina de Investigaciones Surrealistas) que respondía al afán experimental de los primeros momentos del surrealismo y que publicaba la revista "La Révolution Surréaliste" (La Revolución Surrealista"). Artaud alternó este trabajo con la escritura de ensayos y guiones de películas. Poco después elaboró una teoría sobre el teatro -a la que denominó "Teatro de la crueldad"- utilizando un nuevo lenguaje teatral inspirado en ciertas formas del teatro japonés. Para llevarla a escena, fundó el Theatre Alfred Jarry junto a los escritores Roger Vitrac (1899-1952) y Robert Aron (1898-1975), pero la experiencia resultó un fracaso: el público le dio la espalda. Por entonces ya había sido expulsado del movimiento surrealista por discrepancias políticas y había trabajado como actor en alrededor de veinte películas. En 1936, su interés por la cultura solar lo llevó a convivir con los indios Tarahumaras en México, país al que viajó "casi sin dinero y decidido a todos los riesgos para cambiar de vida" según decía en una carta enviada el 6 de enero de ese año a su amigo, el escritor Jean Paulhan (1884-1968). Sus vivencias fueron volcadas en "D'un voyage au pays des Tarahumaras" (Viaje al país de los Tarahumaras). En mayo de 1937 viajó a Bruselas con el objeto de dar una conferencia. Una vez allí, se apareció ante el público declarando que renunciaba al tema previsto y diciendo: "Como he perdido mis notas voy a hablar de los efectos de la masturbación entre los padres jesuitas". Otro escándalo. Tres meses más tarde viajó a Kilronan, una ciudad de Inishmore en las islas Aran al oeste de Irlanda. Esta vez, su búsqueda se orientaba hacia sus raíces druídicas. A fines de septiembre, su amigo Paulhan recibió una carta del cónsul de Francia en Irlanda: "La policía irlandesa expresó el deseo de hacer regresar a Francia a nuestro compatriota, quien carecía de recursos y manifestaba una gran exaltación. El señor Artaud se embarcó en Cobh el 28 de septiembre, en el "Washington", y debió de llegar a Le Havre al día siguiente". A bordo de ese barco, Artaud protagonizó una pelea con integrantes de la tripulación y terminó con un chaleco de fuerza. Hasta febrero de 1939 permaneció internado en el Asilo de Sainte Anne. Diagnosticado de esquizofrenia aguda y con un severo cuadro de desnutrición, fue atendido por el prestigioso psiquiatra Gastón Ferdiére (1907-1990), quien lo animó a escribir y dibujar. Luego fue trasladado al hospital Ville Evrard hasta enero de 1943, cuando fue transferido al hospital psiquiátrico de Rodez. Allí escribió algunos textos que serían publicados póstumamente. En mayo de 1946 fue dado de alta: "Desde hace mucho tiempo he dejado de ver otras cosas fuera del papel sobre el que escribo, de las personas, de los árboles, de las casas entre las cuales vivo, y del cielo azul que está por encima". Pronto se interesó por los escritos esotéricos y las religiones orientales, buscando en ellas una nueva concepción de la vida. En enero de 1947 alcanzó a hacer una representación en la sala del Vieux Colombier, pero nuevamente tuvo que ser internado, esta vez en la clínica de Ivry-sur-Seine. El 4 de marzo de 1948, el jardinero, al llevarle como todas las mañanas su desayuno, lo encontró muerto sentado al pie de la cama. En esos últimos años de su vida, Artaud escribió sus textos fundamentales. En ellos hubo una palabra que usó con frecuencia: eficacia. Esta se relacionaba estrechamente con su necesidad de "metafísica en actividad", y usada por Artaud quería decir que el arte -o la cultura en general- debía ser eficaz en la misma manera en que es eficaz el aparato respiratorio: "No me parece que lo más urgente sea defender una cultura cuya existencia nunca ha liberado a un hombre de la preocupación de vivir mejor y de tener hambre, sino extraer de aquello que se llama cultura ideas cuya fuerza viviente es idéntica a la del hambre". El 23 de septiembre de 1959, el crítico de arte Jean Laurent le realizó una entrevista a André Breton, uno de los allegados artísticos más importantes de Artaud en sus comienzos. En el diálogo, que fue publicado por la revista "La Tour de Feu" nº 136 de diciembre de 1977, el autor del "Manifeste du surréalisme" (Manifiesto surrealista) habló sobre el episodio irlandés y de la obra en general del por muchos considerado como uno de los poetas más incendiarios de toda la historia de la literatura.
Usted piensa, según su expresión, que Antonin Artaud había "pasado del otro lado". ¿Podría precisar lo que entiende por ello?
Ante todo, establezcamos como axioma que la poesía, a partir de un cierto nivel, se burla absolutamente de la salud mental del poeta: su más alto privilegio consiste en extender su imperio mucho más allá de los límites determinados por la razón humana. Para la poesía, los únicos escollos serían la banalidad y el consentimiento universal. Desde Rimbaud y Lautreamont sabemos que los más bellos cantos son a menudo los más extraviados. "Aurélie" (Aurelia) de Nerval, los "Dichtung und wahnsinn" (Poemas de la locura) de Hölderlin, las telas de la época de Arlés de Van Gogh, son aquellas que estimamos como lo más alto de sus obras. Muy lejos de aprisionarlos en sus compartimientos, es como si el "delirio" las hubiese desatado, como si por un puente aéreo ellos hubiesen entrado en comunicación fulgurante con nosotros. Del mismo modo, sería sacrificar a un prejuicio de otra edad, querer defender a Artaud de todo extravío del espíritu que, habiéndole sido imputado por error, le habría sustraído la libertad y lo hubiese expuesto a las peores crueldades, bajo pretexto de curarlo. En el nivel más inmediato, entre el hombre y la sociedad en que vive, hay tácitamente un contrato que le prohíbe ciertos comportamientos exteriores bajo pena de ver cerrarse sobre sí las puertas del asilo (o de la prisión). Es innegable que el comportamiento de Artaud en el barco que lo traía de Irlanda en 1937 fue uno de ésos. Lo que yo llamo pasar del "otro lado" es perder de vista, bajo un impulso irresistible, esas prohibiciones y las sanciones a las que uno se expone por trasgredirlas.
Cuando volvió a ver a Artaud después de Rodez, ¿en qué estado se encontraba? ¿Estaba curado?
Después de Rodez, ciertamente quedaban huellas en su noble rostro de las pruebas sufridas y nada era más conmovedor que el estrago de sus rasgos. Al hablar con él, uno lo veía obedecer a los mismos requerimientos que en su juventud, aportar a ellos el mismo brío; se veía que, a pesar de todo, sabía aún impregnarse de alegría (escucho todavía su risa inalterada); nada en él había ensombrecido los dones del espíritu y del corazón. De ahí a decir que estaba "curado" en el sentido pleno del término, es un paso que no puedo franquear; digamos que el delirio, que lo invadía desde algunos años antes, estaba en 1946 netamente limitado. No había ocasión de traicionarse si algunos puntos de fricción eran evitados. Uno no lo lograba siempre. Artaud estaba persuadido, por ejemplo, de que en su desembarco en Le Havre, durante su retorno desde Irlanda, una verdadera revuelta había estallado para impedir ciertas revelaciones que él debía hacer, y que yo había sido muerto al acudir a socorrerlo. Que él pudiera con frecuencia hacer alusión a ello en sus cartas o en sus conversaciones conmigo, muestra bastante que el mundo, para él, ya no admitía las coordenadas habituales. Yo me cuidaba de contradecirle y pasaba rápido a otra cosa. Sin embargo, llegó el día -era una mañana, conversábamos solos en la terraza de Les Deux Magots- en que él me intimó, en nombre de todo aquello que podía unirnos, a desconcertar a los que discutían la autenticidad de semejante hecho. Me fue forzoso responderle, en términos apropiados -de manera de contradecirlo lo menos posible-, que sobre ese punto, mis recuerdos no corroboraban los suyos. Me miró con desesperación, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Algunos segundos interminables… Su deducción fue que las potencias ocultas de las cuales él se había atraído la cólera, habían logrado engañar mi memoria. No se habló más del asunto, pero cuando nos volvimos a ver más tarde, sin duda yo había decaído a sus ojos.
Pero está la obra de Artaud. ¿Cómo ha podido llevarla a cabo? ¿Es la obra de un loco o la de un hombre lúcido? ¿Puede de algún modo definir el carácter y el alcance de esa obra?
La enfermedad de Artaud no fue de aquellas que entrañan, en un sentido psiquiátrico, un déficit intelectual. Es un error demasiado expandido creer que en semejante caso la ideación está comprometida a fondo y que todos los territorios que dependen de ella están alterados. Nada es tan simple. En cuanto a Artaud, hay grandes extravíos de juicio acerca de los fines últimos, extremas violencias espumando en un total desenfreno verbal, manifestando una tensión interna de la especie más punzante ante la cual nada impedirá que nosotros seamos estremecidos durante mucho tiempo. En el estado actual de nuestros conocimientos, demasiado ambicioso sería querer explicar por qué efecto de conjuración "en espejo", Artaud, poco antes de morir, ha podido realizar la obra hiper lúcida, la obra maestra indiscutible que es su "Van Gogh le suicidé de la société" (Van Gogh el suicidado de la sociedad). El grito de Artaud -como aquel de Edvard Munch- parte "de las cavernas del ser". Para siempre la juventud reconocerá como suya esa bandera calcinada.
Ante todo, establezcamos como axioma que la poesía, a partir de un cierto nivel, se burla absolutamente de la salud mental del poeta: su más alto privilegio consiste en extender su imperio mucho más allá de los límites determinados por la razón humana. Para la poesía, los únicos escollos serían la banalidad y el consentimiento universal. Desde Rimbaud y Lautreamont sabemos que los más bellos cantos son a menudo los más extraviados. "Aurélie" (Aurelia) de Nerval, los "Dichtung und wahnsinn" (Poemas de la locura) de Hölderlin, las telas de la época de Arlés de Van Gogh, son aquellas que estimamos como lo más alto de sus obras. Muy lejos de aprisionarlos en sus compartimientos, es como si el "delirio" las hubiese desatado, como si por un puente aéreo ellos hubiesen entrado en comunicación fulgurante con nosotros. Del mismo modo, sería sacrificar a un prejuicio de otra edad, querer defender a Artaud de todo extravío del espíritu que, habiéndole sido imputado por error, le habría sustraído la libertad y lo hubiese expuesto a las peores crueldades, bajo pretexto de curarlo. En el nivel más inmediato, entre el hombre y la sociedad en que vive, hay tácitamente un contrato que le prohíbe ciertos comportamientos exteriores bajo pena de ver cerrarse sobre sí las puertas del asilo (o de la prisión). Es innegable que el comportamiento de Artaud en el barco que lo traía de Irlanda en 1937 fue uno de ésos. Lo que yo llamo pasar del "otro lado" es perder de vista, bajo un impulso irresistible, esas prohibiciones y las sanciones a las que uno se expone por trasgredirlas.
Cuando volvió a ver a Artaud después de Rodez, ¿en qué estado se encontraba? ¿Estaba curado?
Después de Rodez, ciertamente quedaban huellas en su noble rostro de las pruebas sufridas y nada era más conmovedor que el estrago de sus rasgos. Al hablar con él, uno lo veía obedecer a los mismos requerimientos que en su juventud, aportar a ellos el mismo brío; se veía que, a pesar de todo, sabía aún impregnarse de alegría (escucho todavía su risa inalterada); nada en él había ensombrecido los dones del espíritu y del corazón. De ahí a decir que estaba "curado" en el sentido pleno del término, es un paso que no puedo franquear; digamos que el delirio, que lo invadía desde algunos años antes, estaba en 1946 netamente limitado. No había ocasión de traicionarse si algunos puntos de fricción eran evitados. Uno no lo lograba siempre. Artaud estaba persuadido, por ejemplo, de que en su desembarco en Le Havre, durante su retorno desde Irlanda, una verdadera revuelta había estallado para impedir ciertas revelaciones que él debía hacer, y que yo había sido muerto al acudir a socorrerlo. Que él pudiera con frecuencia hacer alusión a ello en sus cartas o en sus conversaciones conmigo, muestra bastante que el mundo, para él, ya no admitía las coordenadas habituales. Yo me cuidaba de contradecirle y pasaba rápido a otra cosa. Sin embargo, llegó el día -era una mañana, conversábamos solos en la terraza de Les Deux Magots- en que él me intimó, en nombre de todo aquello que podía unirnos, a desconcertar a los que discutían la autenticidad de semejante hecho. Me fue forzoso responderle, en términos apropiados -de manera de contradecirlo lo menos posible-, que sobre ese punto, mis recuerdos no corroboraban los suyos. Me miró con desesperación, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Algunos segundos interminables… Su deducción fue que las potencias ocultas de las cuales él se había atraído la cólera, habían logrado engañar mi memoria. No se habló más del asunto, pero cuando nos volvimos a ver más tarde, sin duda yo había decaído a sus ojos.
Pero está la obra de Artaud. ¿Cómo ha podido llevarla a cabo? ¿Es la obra de un loco o la de un hombre lúcido? ¿Puede de algún modo definir el carácter y el alcance de esa obra?
La enfermedad de Artaud no fue de aquellas que entrañan, en un sentido psiquiátrico, un déficit intelectual. Es un error demasiado expandido creer que en semejante caso la ideación está comprometida a fondo y que todos los territorios que dependen de ella están alterados. Nada es tan simple. En cuanto a Artaud, hay grandes extravíos de juicio acerca de los fines últimos, extremas violencias espumando en un total desenfreno verbal, manifestando una tensión interna de la especie más punzante ante la cual nada impedirá que nosotros seamos estremecidos durante mucho tiempo. En el estado actual de nuestros conocimientos, demasiado ambicioso sería querer explicar por qué efecto de conjuración "en espejo", Artaud, poco antes de morir, ha podido realizar la obra hiper lúcida, la obra maestra indiscutible que es su "Van Gogh le suicidé de la société" (Van Gogh el suicidado de la sociedad). El grito de Artaud -como aquel de Edvard Munch- parte "de las cavernas del ser". Para siempre la juventud reconocerá como suya esa bandera calcinada.