ONDINA
Abelardo Castillo
Argentina (1935)
La Sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro en el agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar del su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con respeto, como corresponde hacerlo con los escritores de cierta edad. Me pide consejos, libros, cuenta historias de balandras y prepara licuados de zanahoria y jugo de tomate. La otra está un poco más cerca del animal. Grita cuando hace el amor. Come pequeños pulpos, anémonas de mar y pececitos crudos. No le importa en absoluto la literatura. Las dos, en el fondo, sospechan que en ellas hay algo raro. No sé si debo decirles cómo son las cosas.
AJEDREZ
José María Méndez
España (1916-2006)
Le apasionaba jugar al ajedrez y siempre llevaba consigo un pequeño tablero de bolsillo con sus respectivas piezas. En cuanto subió al tren trabó conversación con el compañero de viaje que ocupaba el asiento situado frente al suyo y lo instó a jugar una partida. El invitado se negó:
- Conozco muy poco, casi nada, del juego ciencia -le respondió cortésmente.
Entonces él insistió con tanta porfía que logró convencer al renuente viajero. Se inició la partida. Como su forzado contrincante jugara en forma inusitada, estrafalaria, perdió la serenidad, cayó en error, y al cuarto movimiento dejó un caballo e merced de las piezas enemigas. Su adversario, tal vez distraído, iba a pasar por alto la jugada que le favorecía, pero él, caballerosamente, le llamó la atención:
- Cómase usted el caballo -le dijo señalándole a la pieza indefensa.
- ¿El caballo? ¿Esa pieza es un caballo? ¿Quiere que yo me lo coma?
- Si. Es imperativo que se lo coma. No quiero ventaja. Cómaselo. Por favor, cómaselo.
- Si usted lo pide tan fervientemente... -dijo con voz sumisa.
Y tomó la pieza que se le señalaba y la engulló de un bocado. Al segundo se levantó presuroso, aprovechó el paso lento del tren que se acercaba a una estación, saltó a tierra y se alejó en ligero trote, relinchando, por una vereda que de seguro conducía a un potrero cercano.
YO NUNCA ME ENOJO CON LAS MESERAS
Harry Golden
Estados Unidos (1902-1981)
Tengo por norma no quejarme jamás en un restaurante, porque sé perfectamente que hay más de cuatro billones de soles en la Vía Láctea, que es una de los tantos billones de galaxias. Muchos de esos soles son miles de veces mayores que el nuestro y son ejes de sistemas planetarios completos, que incluyen millones de satélites que se mueven a velocidad de millones de kilómetros por hora, siguiendo enormes órbitas elípticas. Nuestro propio sol y sus planetas, incluídas la Tierra, están en el borde de esta rueda, en un diminuto rincón del universo. Sin embargo, ¿por qué tantos millones de soles en constante movimiento no acaban chocando unos contra otros? La respuesta es que el espacio es tan inconmensurable que si redujéramos los soles y los planetas proporcionalmente a las distancias entre ellos, cada sol, siendo del tamaño de una mota de polvo, estaría a dos, tres o cuatro mil kilómetros de su vecino más próximo. Y ahora imagínese usted, estoy hablando de la Vía Láctea -nuestro pequeño rincón- que es nuestra galaxia. ¿Y cuántas galaxias hay? Billones de galaxias esparcidas a través de un millón de años-luz. Con la ayuda de nuestros precisos telescopios se pueden ver hasta cien millones de galaxias parecidas a la nuestra, y no son todas. Los científicos han llegado con sus telescopios hasta donde las galaxias parecen juntarse, y todavía quedan billones y billones por descubrir. Cuando pienso en todo esto, creo que es tonto enojarse con la mesera porque trajo consomé en lugar de crema.
LA VENIA
Carlos Drummond de Andrade
Brasil (1902-1987)
Una dama de sociedad se enamoró con tanto frenesí de un tal senor Dodd, predicador puritano, que le rogó a su marido que les permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedida la venia, el parto fue normal.
CENTROAMERICA
Sonia Catela
Argentina (1941)
Que se sentara, que qué tal, que qué honor encontrarse por fin puesto que, por lo visto, sus itinerarios jamás coincidían, pese a tratarse de una isla tan reducida; lo convidó con un habano, le palmeó el hombro, sirvió tragos y mientras el general esperaba con recelo la causa de que se lo convocara, el otro anunció: "me comunicaron que ustedes han decidido dar por terminada su presencia en la zona y su colaboración con nosotros", eso dice en mi propia cara el hijo de puta, que decidimos irnos, con tanta caradurez que por un momento llego a dudar y preguntarme "¿pero quién putas dio la orden de partir?" y dado que yo mismo doy las órdenes, es que él, Mackinley nos echa, y sonríe y digo "todavía no está resuelto, señor, apenas nos hallamos evaluándolo", como si nos pudieran descartar como a un tacho de basura, y Mackinley sigue con que nuestra colaboración es invalorable, pero que de ninguna manera van a retenernos un minuto más allá de nuestras decisiones y puesto que ya hemos decidido irnos, según le informamos..., nos echa, porque quién mierda se lo va a comunicar si yo estoy a cargo de eso, y Mackinley se tragó el whisky de un saque, y apretó un botón y se puso a hablar en su puto inglés vaya a saber con quién, y me tenía ahí de valet, esperando, y cuando se le ocurrió terminar, miró mi vaso, y chapurreó en español un "veo que todavía no se tomó su whisky", y me planté: "creo que vamos a quedarnos un mes más, Mackinley", y él que eso no sería muy apropiado, como ya les habíamos notificado que nos retirábamos él había diseñado otra estrategia con otra gente, con chilenos, y nosotros no habíamos notificado una mierda porque yo soy el que notifica, y apunté "pero Mackinley, podemos entrenar a los chilenos" y él me agradecía y sostenía que eso no era posible, que en realidad ya estaban preparando los aviones para transportarnos de vuelta, que no querían interferir en nuestros propios planes, ¿qué planes?, puteaba yo para mis adentros, y ahí sacó que había temas pendientes, como la devolución de las "x" toneladas de pertrechos, que él no acreditaba ninguno de los rumores sobre que gran parte de ese material había sido vendido en el mercado negro: con esa novedad se despachó Mackinley; "los argentinos no nos rebajamos a esas raterías", lo rebatí yo, pensando cómo putas saldría del berenjenal que se abría ahí, de improviso, ¿qué me estaba pidiendo? me estaba pidiendo hasta la última baliza, inventario en mano, acá está lo que debe rendirme, Varela, dijo, y me tiró una lista, y que si faltaba una pieza, entonces él por obligación, debía iniciar un sumario y habría un juicio, pero nada de eso ocurriría, vaticinó y miró mi vaso vacío pero no me sirvió más whisky, porque eran puros rumores ya que los argentinos no se guardan vueltos ni entran de noche a los depósitos a arrear pertrechos que no les pertenecen para hacerlos plata en el mercado negro, dijo, porque si eso fuera así, él no denunciaría porque a un aliado no se lo denuncia, pero nos pondría en el primer avión de regreso a la Argentina. Pero se iba a demostrar que todo estaba en orden y yo pensaba cómo explicarle que el 90% de esa lista de pertrechos se había evaporado y se lo digo, y Macklinley se sonríe y me palmea, lástima que hayan decidido abandonarnos, general, dice, pero la colaboración de ustedes contra las fuerzas irregulares aquí en Centroamérica ha sido realmente invalorable, y por eso, sigue (y saca una caja del Pentágono u otra mierdosa de sus reparticiones), esta condecoración, señala, y la deja sobre el escritorio y la empuja con el lápiz como si alejara una mosca muerta, recuerde preparar a su gente que a primera hora sale el avión para Buenos Aires, dice, y yo espero que me coloque la condecoración pero él no me la pone, concluye: "hasta siempre amigo", en español y disca y empieza a hablar en su puto inglés dando por finalizada la conversación y alzo la mugrosa caja, la abro, me prendo la cruz al mérito y salgo, pecho en alto, taconeando, izado al tope el honor.
MATILDE
Giuseppe Marotta
Italia (1902-1963)
Una madre, Matilde, supo que su hijo robaba en las iglesias: todo, los exvotos, las joyas de las estatuas, hasta los sagrarios. Ella lo habia educado en el temor de Dios... Pero, entre el niño y el hombre, evidentemente, había una fractura. Pobrecilla, qué hacer? Matilde comenzó a decir que los templos ostentan riquezas inauditas, mientras Jesús nació en un pesebre, etcétera. Matilde cambió de religión.
LA TUMBA INDIA
José de la Colina
España (1934)
Había una vez un maharajá en Eschnapur que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejanas tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron, y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor, y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas, de los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas, y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró matarlos porque ellos lo habían traicionado dos veces, en su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado... Y entonces el constructor dijo:
- Señor, siento que la mujer que amáis haya muerto.
Pero el maharajá preguntó:
- ¿Quien dice que ha muerto? ¿Quien dice que la amo?
Y el constructor se turbó y dijo:
- Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor.
Y entonces contestó el maharajá:
- No, te equivocas; la tumba la construye ahora mi odio. Pero cuando pasen muchos años, tantos años que esta historia será olvidada y mi nombre y el de ella, la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre mandó construir en memoria de un gran amor.
SENSATEZ
Eduardo Pavlovsky
Argentina (1933)
Mirando al frente. Tal vez de perfil. Ahora me miro la mano. Giro la cabeza hacia la derecha, ahora hacia la izquierda, puedo mirar otra vez al frente. Pausa. No. Tengo que hacer algo, golpeo el nudillo sobre la rodilla izquierda. Me levanto. Me siento. Me rasco la nariz. Trato de que cada gesto tenga sentido, quiero decir que adquiero una dimensión de espontaneidad. No quiero huecos. Miro hacia delante, hacia atrás bruscamente. Me satisface mirar un punto fijo. Me sostiene. Lustrada de zapatos en el pantalón. Necesito más actos. Un buen masaje en el cuello, rotación de cabeza. Todo como si fuera normal. El tiempo se detuvo. Un bostezo, otro bostezo, una pequeña sonrisa, una peinadita, rascada de frente, golpecito de talón en el piso. Silbada. Soplido. Voy al baño. No tengo ganas. Vuelvo. Me siento bien. Hay que aprender a sentirse bien. Miro al techo. ¡Cuánto falta por Dios! Me lustro otra vez el zapato derecho. Hago que pienso algo concreto que me preocupa. Hago gestos de descubrir algo. Pongo cara de pícaro. Imagino que recuerdo una aventura amorosa. Imagino los lugares. Me distraigo un rato. Vuelvo al vacío. ¡No! ¿Cuánto falta? Pienso en mi madre. Intento retener la imagen de la cara de mi madre. Me acuerdo. Me pica la nariz. Dejo que me pique... para hacer tiempo cuando me rasco. Me rasco un poco. Me froto. Una pausa después de tanto esfuerzo. ¡Qué hago Dios mío! Un poco de esperanza. Dura poco. Ahora desesperanza. Simulo que olvido una cosa y ahora la recuerdo. Abro la boca. La cierro. Toso. Toso dos veces. Toso tres veces. Ahora hago que me ahogo. Hago que me recupero. ¿Cómo sigo? ¿Cuánto falta? Cambio la silla de lugar. El tiempo no pasa. Me siento en el suelo. Es bueno sentarse en el suelo, muy bueno. Camino. Me detengo. Camino. Muevo las caderas. Soy hombre. Soy mujer. Soy niño. Soy animal. ¡Qué pretencioso! Un poco de representación, un poco de humor, de buen humor, de humor fino, de humor inglés. Pausa. Pausa. Pausa. Empecemos otra vez. Qué pasa si me dejo estar. Se detienen las imágenes. Las caras como imágenes sin dimensiones. Todo plano. Tal vez un pequeño discurso o mejor un método, algún procedimiento que pudiera distraerme... pausa, cuánto falta por Dios. Se hace largo... todo esto es muy largo... pensar yo no puedo... se me gastó el pensar de sostén... necesito actos, acciones... La vida nos arroja al vacío y nosotros decimos en el aire "voy por este camino, elijo este otro, me bamboleo por aquí o por allí". Bien quisiera yo explicar los hechos, las circunstancias desencadenantes, explicar las causas. Decir: "este acto lo puedo explicar de este modo". Sólo puedo decir que soy absolutamente responsable de todo, de absolutamente nada me arrepiento, porque mis actos son lo único donde puedo encontrar algún sentido, alguna línea a seguir... soy responsable de cada una de mis intensidades... eso es cierto... absolutamente cierto. Esa es mi certeza.
TELEFONO MAGICO
Jean Cocteau
Francia (1889-1963)
Mi amigo Pobers, catedrático de parapsicología de Utrech, fue enviado a las Antillas con la misión de estudiar el papel de la telepatía, muy frecuente entre los hombres sencillos. Cuando una mujer quiere comunicarse con el marido o el hijo que han ido a la ciudad, se dirige a un árbol y el marido o el hijo le traen lo que les ha pedido. Un día asistió Pobers a este fenómeno y le preguntó a la campesina por qué se servía de un árbol; su respuesta fue sorprendente y capaz de resolver todo el problema moderno de nuestros instintos atrofiados por las máquinas, a las cuales se confía el hombre. He aquí, pues, la pregunta "¿Por qué se dirige usted a un árbol?". Y he aquí la respuesta: "Porque soy pobre. Si fuese rica, tendría teléfono".
AVISO
Salvador Elizondo
México (1932-2006)
La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una cantera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico. Habia desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil. Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica. Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa. Y yo, ¡oh dioses!, que he bajado a las cavernas de Hades y que he cruzado el Campo de Asfódelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros. Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina. ¡Oh dioses!, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria. Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargaso. Su carne huele a pescado.