18 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XV. La unificación de la obra de un grupo

 La utilización de armas económicas ya no sólo era para obligar al gobierno argentino a abandonar la neutralidad, sino también una forma de lograr una ruptura del vínculo comercial anglo-argentino, algo muy conveniente a los intereses norteamericanos. Así lo expone el politólogo argentino Carlos Escudé (1940) en su ensayo “El boicot norteamericano a la Argentina en la década del 40”: “El boicot económico a la Argentina comenzó en febrero de 1942 y continuaría, con distinta intensidad, hasta 1949. Durante los años de la guerra, el énfasis estuvo puesto en privar a dicho país de suministros vitales que sólo Estados Unidos podía proveer. Así, se rechazaron licencias para la exportación a la Argentina de máquinas de acero, repuestos y material rodante para ferrocarriles, productos químicos y equipos para petróleo, hierro y acero, carbón, aceite de quemar, ceniza y soda cáustica, hojalata, etc. Esto se llevó a cabo en un nivel mayor que el justificado por las necesidades de la guerra y con la clara intención de aumentar la vulnerabilidad de la Argentina. Incluso se complementó con la continua interferencia en el comercio de la Argentina con los países de la región, tratando de prevenir la exportación de caucho boliviano y brasileño, estaño y quinina bolivianos, carbón brasileño, cobre chileno, etc., a la Argentina”.
El gobierno de Roosevelt, además, dejó a la Argentina al margen de la asistencia financiera y económica norteamericana a sus aliados en la región. Ello a pesar de que la embajada estadounidense en Buenos Aires en esos momentos era la de mayor significación en América Latina y la que más personal diplomático tenía en comparación al resto de los países de la región, lo que de algún modo evidenciaba la importancia que tenía el país para el imperialismo norteamericano. Este hecho alteró el equilibrio de fuerzas existente en Sudamérica antes de la Segunda Guerra Mundial, que era favorable a la Argentina. Por el contrario, a raíz de su actitud de colaboración con las fuerzas aliadas, el gobierno brasileño de Getúlio Vargas (1882-1954) recibió más de los dos tercios del total de la ayuda de guerra destinada a América Latina, transformándose en la primera potencia militar del sur de América.
Según detalló el historiador estadounidense Harold Peterson (1922-1978) en “Argentina and the United States. 1810-1960” (La Argentina y los Estados Unidos. 1810-1960”, Estados Unidos justificó la venta de armas a Brasil porque priorizó “a aquellos países que por razón de la ruptura de relaciones estuvieran en peligro sobre aquellos que no estuvieran expuestos y que las siguen manteniendo” y que lo había hecho “sin propósito de discriminación”. Este desequilibrio militar regional generó una seria preocupación en los militares argentinos, tanto aliadófilos como germanófilos. Asimismo, para muchos de ellos, estaba claro que existía una manifiesta declinación de los partidos políticos tradicionales, lo que, paulatinamente, les hizo considerar que podían utilizar su propio poder para ocupar el vacío existente. Ante esos acontecimientos políticos, en los cuarteles, una generación de oficiales con mando de tropa -una mayoría de ellos germanófilos y una minoría pro-aliados, incluso pro-radicales- iba gestando, mes tras mes, una nueva logia político-militar que inicialmente se llamó Grupo de Organización y Unificación para pasar luego a denominarse Grupo Obra de Unificación, aunque sería más conocida después como Grupo de Oficiales Unidos: el GOU.


Por entonces, los medios de prensa se ocupaban todos los días en describir el desarrollo del poderío germano en Europa, los avances y retrocesos de los ejércitos aliados, las deportaciones y razias contra las poblaciones civiles llevadas adelante por los alemanes en los países que ocupaban, los pormenores de la batalla de Stalingrado, los campos de concentración en donde se aniquilaban a judíos, polacos, homosexuales y soldados prisioneros eran temas recurrentes en los diarios y revistas de la época. A la par, Ricardo Rojas (1882-1957) publicaba “Archipiélago (Tierra del Fuego)”, ensayo en el cual contó su experiencia como preso político en el penal de Ushuaia en 1934. En su obra no sólo se quejó de las lamentables condiciones de vida de los penados sino que también denunció el genocidio de los selk'nam, deploró las misiones evangelizadoras anglicanas y salesianas y criticó la entrega ilimitada de tierras a un puñado de terratenientes. Por su parte Oliverio Girondo (1891-1967) presentaba Persuasión de los días”, un poemario en el cual, desde una angustiada primera persona, mostraba las incertidumbres de un mundo degradado por la miseria social y la miseria del espíritu. Leonardo Castellani (1899-1981), en tanto, publicaba “Las nueve muertes del Padre Metri”, una colección de relatos policiales que por años fue considerado como el mejor libro de ese género escrito en nuestro país. Y los irreemplazables Borges y Bioy Casares, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, publicaban “Seis problemas para don Isidro Parodi”, un volumen de cuentos presentados a modo de novela de episodios ya que todos ellos eran protagonizados por el mismo personaje. Ese año, el 26 de julio, fallecía el escritor Roberto Arlt (1900-1942), autor de novelas como “Los siete locos”, “Los lanzallamas” y “El amor brujo”, obras todas ellas que establecieron lineamientos distintivos e influyentes en el campo cultural y literario de la época. También sería recordado por sus “Aguafuertes porteñas”, una serie de “notas” -así las llamaba él- publicadas en revistas y diarios como “El Mundo”, en las que visibilizó los cambios que iba sufriendo la ciudad de Buenos Aires y su sociedad.
La extrema dependencia de la economía argentina respecto del mercado internacional se manifestó fuertemente en aquellos años. Fue muy significativa la reducción del número de países europeos con los cuales se pudo mantener algún tipo de intercambio comercial. Las importaciones de equipos y otros bienes ya no dependían del saldo de la balanza comercial sino de la imposibilidad de exportación desde los países en guerra, quienes concentraban sus esfuerzos en la producción bélica. Así, mientras el conflicto bélico creaba condiciones favorables para el desarrollo de la industria nacional, la imposibilidad de importar los insumos necesarios para lograr una producción capaz de abastecer al mercado interno e, inclusive, exportar a países con un grado de desarrollo industrial aún menor al argentino, se hacía prácticamente imposible. En síntesis, la guerra produjo un efecto asimétrico: la caída de las exportaciones implicó una disminución de los recursos monetarios para adquirir nuevos productos, mientras que la caída de las importaciones implicó una menor disponibilidad de bienes y servicios necesarios para la economía nacional.


El año 1943 marcaría un hito en la historia nacional, tanto a nivel socio económico como político institucional. En cuanto al primer punto, los historiadores económicos argentinos Pablo Gerchunoff (1944) y Lucas Llach (1973) señalan en su obra “El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas”: “Los años cuarenta plantearon a las élites argentinas el desafío de redefinir la estrategia de desarrollo de manera de superar la vulnerabilidad de la economía exportadora, acelerar la industrialización y dar respuesta a las demandas planteadas por la incorporación de la clase trabajadora al sistema político-económico.
Hasta ese momento, las élites políticas no habían considerado necesario hacerlo; es más, las medidas proteccionistas implementadas habían sido un tanto improvisadas y guiadas no tanto por el diseño de la política económica sino por otros factores como, por ejemplo, la necesidad de corto plazo de aumentar la recaudación fiscal por la vía de impuestos a las importaciones o las presiones de algún sector económico en particular. Es decir, no había habido una política deliberada, coherente y sostenida de fomento a la industria”.
En cuanto al segundo punto, se produjo una bisagra a partir del 11 de enero con la muerte -producida por un derrame cerebral- de quien se perfilaba como el principal candidato conservador para las próximas elecciones: el general Justo. Esto provocó la pérdida de poder de un sector de las Fuerzas Armadas mientras que en otro se expandía el ambiente conspirativo inclinado a derrocar al gobierno de Castillo y suplantarlo por un régimen militar. El descrédito social de la “partidocracia” fomentaba una salida que, según sus voceros -el sector nacionalista y la iglesia católica-, garantizaría la moral republicana, el ejercicio de las buenas costumbres y el combate a la corrupción en el Estado. En este aspecto fue fundamental el rol jugado por el GOU, el cual había comenzado a reclutar adeptos a fines de 1942 y recién se terminó de conformar como organización en el mes de marzo de 1943. Con un discurso ampuloso que giraba en torno a la defensa pública de la jerarquía del Ejército y la lucha contra el comunismo, a la cabeza de la logia había cuatro coroneles: Eduardo Ávalos (1892-1971), Enrique P. González (1896-1969), Emilio Ramírez (1906-1974) y Juan Domingo Perón. Dos de ellos se habían perfeccionado profesionalmente en el exterior, Perón en las Tropas de Montaña de Italia y González en la Escuela del Estado Mayor de Alemania. Sus bases y estatutos fueron copiados de una logia japonesa similar llamada Orden del Dragón Verde, según el propio Perón lo confesó a sus compañeros.
El perfil nacionalista y militarista del GOU quedó plasmado en los documentos publicados en su Boletín de Propaganda, de circulación estrictamente restringida. En uno de ellos se afirmaba: “Es cada vez más alarmante la situación de corrupción social a que está llegando el país; se trata de un pavoroso problema que es urgente estudiar a fondo para encontrarle la solución que nos ha de volver a la tranquilidad de espíritu necesaria para comprender que la República Argentina es un país soberano, de orden, de legalidad y justicia. El Ejército, que aún no está contaminado con aquella enfermedad, ha encontrado la vacuna inmunizadora que nos ha de salvar de la calamidad. El veneno aliancista de una conjunción pseudo democrática, vulgar reunión de elementos comunizantes con los políticos incondicionales al servicio de judaísmos, tiene su antídoto: la Institución Armada, que si bien no debe actuar en la política interna, tiene la obligación de observar una actitud vigilante para, llegado el caso, cortar de raíz el mal”.


El “veneno aliancista” al que hacía referencia el documento era la decisión del presidente Castillo de aliarse con políticos conservadores para nombrar a su sucesor en las elecciones de septiembre. Las opciones que manejaba eran, por un lado, el ministro de Relaciones Exteriores y Culto Guillermo Rothe (1879-1959), por otro el gobernador de la provincia de Buenos Aires Rodolfo Moreno (1879-1953) y, finalmente, el presidente provisional del Senado, el ya mencionado Robustiano Patrón Costas. Este último era el más impopular dada su condición de “señor feudal” de Salta, un terrateniente oligarca que era un símbolo inequívoco de la explotación de los obreros rurales. Dueño de una de las más grandes industrias azucareras argentinas, en su ingenio San Martín del Tabacal tenía policía y moneda propia y millares de indígenas de las etnias kolla, wichí, toba y otras eran sometidas a condiciones de trabajo infrahumanas. Además apoyaba a los norteamericanos y a los ingleses en la guerra, con lo cual no hacía más que proteger sus propios intereses dadas sus estrechas vinculaciones comerciales con empresas de esos orígenes. Finalmente Castillo se inclinó por Patrón Costas mientras que el radicalismo se volcaba hacia los socialistas y una fracción de los comunistas para organizar un “Frente Popular” con la intención de oponerse al seguro triunfo del candidato oficialista mediante el nefasto sistema del “fraude patriótico”.
Ambas opciones fueron vistas con enorme desconfianza y preocupación por el Ejército, sobre todo la de Patrón Costas, quien era considerado un peligro para la preeminencia de las fuerzas armadas. Un documento del GOU sobre la situación política de ese momento, cuya redacción se le atribuye a Perón, describía metodológicamente la situación y los cursos de acción que la logia debía llevar adelante. Dividía la coyuntura interna en tres aspectos: la situación política, la situación social y la situación interna. En el primero de ellos diferenciaba a los conservadores, los radicales antipersonalistas y los socialistas de los nacionalistas, a quienes destacaba como “las fuerzas más puras y con mayor espiritualidad dentro del panorama político argentino”. En la segunda cuestión describía un panorama desolador acerca de la relación capital-trabajo y proponía la intervención estatal a modo de árbitro en el conflicto de intereses. Por último, para solucionar la situación interna, declaraba que se imponía “una solución político-interna de extraordinaria revolución sobre los valores morales, intelectuales y materiales. Se impone una solución social que ponga a tono la extraordinaria riqueza de los menos con la no menos extraordinaria pobreza de los más. Pero el que encare la solución de estos problemas no ha de errar, ni fracasar, porque ello representaría el caos y el cataclismo de la nación y de la nacionalidad”.
Mientras en el oriente de Europa se producían las decisivas derrotas de las fuerzas alemanas en Stalingrado y Kursk, el gobierno de Estados Unidos -a modo de  sanción por mantener el neutralismo- impedía que la Argentina participara en la Conferencia Alimentaria de las Naciones Unidas celebrada en Hot Springs, Arkansas. Tiempo antes el presidente Roosevelt, en un discurso perogrullesco, había calificado a la agricultura y a la alimentación del mundo como una condición para la paz, al enunciar que esta última “consiste en estar libre de la necesidad”. Con el fin de lograr este objetivo, en el acta final de la conferencia se hizo referencia explícitamente a la alimentación como un derecho de la humanidad y recomendaba la aplicación de una política de abundancia y de desarrollo de la explotación de la agricultura y de la producción de recursos alimentarios. También alentaba la cooperación y el comercio internacional de alimentos con el objetivo de erradicar el hambre y solicitaba el compromiso de los Estados en el sentido de adoptar medidas para garantizar la seguridad alimentaria de sus poblaciones. Para realizar estos propósitos exaltaba la utilización de alguna forma de intervencionismo económico en la explotación, la gestión y el comercio de los recursos naturales con carácter alimentario, algo que la Argentina, aun no habiendo podido concurrir, también conoció a pesar de que el vicepresidente norteamericano Henry Wallace (1888-1965) la excluyó intencionalmente en su gira por Sudamérica para promocionar dichas medidas aduciendo las poco creíbles razones de falta de tiempo en su agenda.


En tanto, la situación de Castillo se tornaba cada vez más endeble. Cuando se conoció su selección de Patrón Costas para la candidatura presidencial, los miembros del GOU comenzaron a contactarse con distintos dirigentes políticos. Uno de sus cabecillas, el coronel González, se entrevistó con el diputado radical por la provincia de Buenos Aires Juan Isaac Cooke (1895-1957) y le comunicó el proyecto de una revolución para deponer a Castillo. Cooke, a su vez, le informó al antes mencionado dirigente socialista Américo Ghioldi sobre los preparativos para el movimiento. Hubo también contactos con el citado diputado radical antipersonalista Emilio Ravignani, que defendía la formación de una coalición electoral del radicalismo con los socialistas y los demócratas progresistas. Mientras otros radicales proponían a hurtadillas al ministro de Guerra -el general Ramírez.- como candidato del radicalismo, el diputado Ernesto Sammartino (1902-1979) conspiraba con el general Arturo Rawson (1885-1952) para derrocar a Castillo, y con él se movían varios generales y almirantes, entre los que figuraba Benito Sueyro (1887-1969), comandante de la Flota de Mar. También, aunque escasos, hubo contactos con civiles, entre ellos con el periodista José Luis Torres (1901-1965), colaborador de la revista “Cabildo” y del diario “El Pampero”, medios de prensa, ambos, del nacionalismo católico, y con el filósofo y profesor universitario ultra católico Jordán Bruno Genta (1909-1974), cuyas doctrinas políticas gozaban de gran reputación entre los militares que integraban la logia.
A mediados de mayo, a instancias de Perón se realizó una reunión entre los miembros del GOU. En ella se especificaron los ejes fundamentales de la logia: la preocupación por la pérdida de prestigio del Ejército, el repudio al fraude y la preocupación porque el desprestigio del gobierno le permitiera al comunismo incrementar su influencia. El propio Perón explicaría años más tarde en su obra “Tres revoluciones militares”: “Se buscaba salvar las instituciones con un paliativo o por convenios políticos, a los que comúnmente se llamaba acomodos. En nuestro caso, aquello pudo evitarse porque, en previsión de ese peligro, habíamos constituido un organismo serio, injustamente difamado: el famoso GOU”. De la lectura de las “Bases” de la logia se desprende la visión que tenían sus miembros sobre la situación argentina. En ese primer documento se explicaba que “la Obra de Unificación, como una colaboración al bien del servicio, persigue unir espiritual y materialmente a los jefes y oficiales del Ejército, por entender que en esta unión reside la verdadera cohesión de los cuadros y que de ella nace la unidad de acción, base de todo esfuerzo colectivo racional. Estamos abocados a una situación tan grave como no ha habido otra desde la organización de nuestro país. Estamos frente a un peligro de guerra con el frente interno en plena descomposición”. Fue esta manera de conceptuar la realidad la que motivó la necesidad de reunir consenso para derrocar a Castillo.