La prosa rumana tiene una sólida tradición, que se inicia con sus cuentistas. El primer prosista rumano fue Ion Neculce (1672-1745), un cronista moldavo del siglo XVIII. Neculce era un viejo boyardo que registró los acontecimientos históricos de su tiempo, narrándolos minuciosamente en su obra fundamental "Letopisetul tărâi Moldovei" (Crónicas de la tierra de Moldavia), pero también, participando en los sucesos que recogía, a veces, con suspiros y lágrimas derramadas a lo largo de su relato: "¡Oh, mi desgraciado país! ¡Oh, Moldavia, qué singulares amos has tenido, y qué triste suerte te ha deparado ese reparto!".
La prosa rumana alcanzó su punto más culminante en la segunda mitad del siglo XIX, con Ion Creangá (1837-1889), un autor especializado en cuentos infantiles y Ion Luca Caragiale (1852-1912), dramaturgo y escritor de cuentos cortos. Ambos se nutrieron no sólo de las fuentes clásicas, sino también de la erudición no menos rica del folklore.
El relato, el cuento y el ensayo ocuparon un lugar preponderante en la prosa rumana, mientras que la novela alcanzó su desarrollo mucho más tarde, después de la Primera Guerra Mundial. Un notable conocedor del fenómeno literario rumano, el crítico Mihail Ralea (1896-1964), explicó este proceso literario por la ausencia de una preparación folklórica y por una evolución social que se había detenido como consecuencia de las relaciones semifeudales que se mantuvieron hasta el siglo XX. Ralea dice que "la novela se desarrolla partiendo de la epoyeya y las canciones de gesta que dieron lugar a la novela de caballería. La literatura rumana no conoce la epopeya, sino sólo la balada, es decir, una poesía épica de menor envergadura, más pobre en acontecimientos y personajes, y también menos complicada. Cuando la gran epopeya modernizada se transforma en novela, la balada y la poesía épica de menor dimensión se transforma en el cuento".
Ralea añadió también que, mientras "la novela narra la vida y los estados anímicos de los individuos más típicos, las individualidades públicas forman parte de la historia y la mitología. Por lo mismo, la novela no puede hacer su aparición sino en una sociedad altamente diferenciada en la que cada hombre constituye, a su manera, una individualidad".
Cuando se dieron las condiciones sociales necesarias, el retraso se recuperó rápidamente. En muy pocos años la novelística rumana recorrió todas las etapas del género con tal rapidez que otro eminente crítico e historiador literario, George Calinescu (1899-1965), se mostró inquieto por su prematuro desarrollo. En efecto, antes de haber producido un número suficiente de obras de creación, la prosa rumana se dejó tentar por el análisis. Antes de abarcar todos los niveles de la sociedad, se intelectualizó y se interesó más por la vida psicológica que por la vida social. Por eso Calinescu se preguntaba en "Estetica basmului" (La estética de los cuentos populares) de 1938: "¿cómo es posible que los novelistas rumanos sin haber sido balzacianos, ni dostoievskianos, ni flaubertianos, han pasado a ser proustianos?".
Tal vez era una excesiva severidad la de esta crítica, pero lo cierto es que en el momento en que la prosa rumana tendió a ampliar su registro, se hizo visible en ella la perturbadora influencia de las corrientes modernistas, aunque el realismo continuó predominando, ya que es una tradición en la prosa rumana.
El gusto por la narración subjetiva, que obedece a un ceremonial determinado, y presupone un auditorio agrupado alrededor del "cuentista", es una fórmula que se mantiene aún en nuestros días. Y de estos cuentistas es Mihail Sadoveanu a quien se debe uno de los mayores exponentes de la prosa rumana del siglo XX: "Hanul Ancutei" (La posada de Ancutza).
Mihail Sadoveanu nació en Pascani, en la región moldava de Rumania, el 5 de noviembre de 1880. Es autor de más de cien obras entre narraciones realistas y novelas históricas sobre la vida y las leyendas del pueblo rumano. Sus títulos más representativos son la ya mencionada "La posada de Ancutza" (1928), "Baltagul" (El hacha, 1930), "Viata lui Stefan cel Mare" (La vida de Esteban el Grande, 1934) y "Fratii Jderi" (Los hermanos Ideri, 1942).
El volumen titulado "La posada de Ancutza" es un verdadero Decameron moldavo. Más que el lugar en que se detenían los viajeros, en esta posada lo que se detiene es el tiempo. "En aquel mundo en que los pobres eran tratados sin ninguna piedad y sometidos a los más crueles castigos -dice en 1981 el crítico literario Ovid S. Crohmalniceanu (1921-2000) en 'Cronici literare'
(Crónicas literarias)-, las horas pasadas en la Posada de Ancutza llenaban las almas de melancolía a raíz de los relatos que allí se escuchaban. Allí reinaba una especie de exaltada alegría, a menudo interrumpida por un velo de tristeza. En la sucesión de esos relatos, placenteros o sombríos, pintorescos o graves, Sadoveanu nos hace accesible ese fondo de poesía que es la expresión más auténtica del carácter nacional, alegría apacible enternecida por los recuerdos, pero ensombrecida por el dolor de un pueblo oprimido, con todo el peso de lo que significaba esa opresión todavía en los comienzos del siglo XX".
Es preciso agregar que bajo la acción de diversas corrientes, unas tradicionalistas y otras modernistas, la prosa rumana se agrupaba en los años veinte en dos compartimientos distintos, el del mundo campesino y el del ambiente ciudadano. Uno y otro lograban dar una imagen de la realidad que los inspiraba, conservando los rasgos del medio respectivo, pero fue evidente que el proletariado ocupó un lugar muy secundario en la literatura predominante en esa época, cuya tendencia más evidente fue la de disolver el universo del trabajador y del obrero en una realidad amorfa confinada siempre a los barrios periféricos. De allí el valor extraordinario de la obra de Sadoveanu, al poner en relieve la realidad de las gentes oprimidas miserablemente en la Rumania de entreguerras.
Mihail Sadoveanu falleció en Bucarest el 19 de octubre de 1961.