25 de marzo de 2008

Giorgio Scerbanenco: el arte de lo pueril

Giorgio Scerbanenco, cuyo verdadero nombre era Vladimir Giorgio Serbanenko, nació en Kiev (Ucrania) el 28 de julio de 1911 y, al cabo de poco tiempo, emigró a Italia con su madre. Forzado a interrumpir los estudios por motivos financieros, se dedicó a los oficios más dispares (fresador, almacenero, mozo) antes de empezar a colaborar en periódicos femeninos, primero como corrector de pruebas y después como escritor de narraciones cortas, campo en el cual se convirtió en poco tiempo en un especialista.
Hacia 1940 comenzó a escribir novelas policiales dentro del estilo "hard boiled" (novela negra), en el que se fue destacando a medida que iban publicándose las historias. Creó al afortunado personaje Duca Lamberti, que apareció en varias de esas novelas: "La sabbia non ricorda" (La arena no recuerda, 1963), "Venere privata" (Venus privada, 1966), "Traditori di tutti" (Traidores a todos, 1967), "I milanesi ammazzano al sabato" (Los milaneses matan en sábado, 1969) y "Ladro contro assassino" (Ladrón contra asesino, 1971), por citar sólo algunas.
El editor y crítico literario italiano Oreste del Buono (1923-2003), publicó tras la muerte del escritor en Milán, el 27 de octubre de 1969, una extensa antología con los numerosos trabajos que Scerbanenco dejó inéditos al morir. En el breve prólogo de la edi­ción italiana dice: "He elegido estos relatos que hablan de delitos grandes y pequeños, logrados y fallidos, humanos e inhumanos, naturales y divinos. Aventuras policíacas que no se resignan a ser policíacas, aventuras sentimentales que no querían serlo, aventuras trágicas y grotescas, pero aventuras todas, unidas una a otra en un cuerpo singular".
Algunas de ellas se resuelven en una sola página. Otras tienen el aliento de una novela corta. Pero todas poseen ese sello inconfundible que hizo famoso a su autor:

EL VIEJO HA TRIUNFADO
Salió de la oficina muy tarde porque el administrador delegado lo entretuvo durante casi una hora. Práctica­mente le había hecho entrega de la oficina, pero aún había tenido tiempo de ir a ver al médico, y había pasado con él otra media hora, con ese médico que trataba de engañarlo.
- Hoy día es una operación sin importancia.
Y él, que había tenido y tenía muchos amigos médicos, no era tan tonto como para no saber que era la última operación sin esperanza, y dijo:
- Sí, sí.
Como si lo creyese. Y lo único que sabía y creía ver­daderamente, mientras el doctor le mostraba la radio­grafía, comentándola con inútil sencillez que no podía serenarlo, era que dentro de un año, todo lo más, su mujer y sus dos hijos irían a verlo al cementerio, y allí estarían de pie ante su tumba.
Luego, habiéndose despedido del médico, mientras conducía el coche hacia su casa, trató de apartar de sí todos esos pensamientos y lo consiguió. Se detuvo ante un bar, donde tomó un aperitivo. Ahora ya no podía hacerle daño nada y compró una botella de champaña porque había que celebrar el otro acontecimiento. Subió a su casa y llamó al timbre. Todos acudieron a abrirle, porque aguardaban la noticia que hacía tiempo se estaba gestando. Su mujer, todavía joven y rubia, y sus dos hijos tan altos, el "teddy boy" y la "teddy girl", como los llamaba, lo miraron ansiosos.
- ¡El viejo ha triunfado! -dijo él, dándole la botella a su mujer, y el viejo era él. -Desde esta noche llámen­me director general...
Porque precisamente aquella noche, en la culminación de su carrera, el administrador delegado le había dicho que lo nombraba director general de la empresa.
Entonces lo besaron todos, y nadie le preguntó si había ido a ver al médico, porque no se acordaron de preguntárselo.

LAS MUJERES NO SABEN ESPERAR
Ella entró en la habitación y lo vio preparando la maleta grande.
- ¿Por qué te lo llevas todo? Sólo vas a estar fuera diez días.
Lo vio poner en la maleta hasta el marquito con la fo­tografía de él al lado del camión.
- Porque me voy -repuso él.
- Pero ¿estás loco? -exclamó ella, fingiendo reír. -¿Por qué?
Él terminó de llenar la maleta, la cerró y la llevó al recibidor. Del bolsillo del abrigo sacó veinte mil liras y las dejó sobre una silla.
- Esto es para pagar la cuenta de los gastos pendientes.
Se fue a la cocina, buscó en la heladera una botella de cerveza, hizo saltar el tapón con el grueso y férreo pulgar y se la bebió despacio, sin vaso.
- Tú no me dejas así, ¿sabes? -gritó ella.
- No me hagas escenas -replicó él. -Es inútil. No es culpa tuya, ni te digo nada. Estoy en casa dos o tres veces al mes, porque ando siempre por ahí con el ca­mión y te queda demasiado tiempo. Resistes un año, o un año y medio, y luego encuentras a otro cuando yo estoy de viaje. No eres la primera... Es el tercer piso que pongo con una chica. Al principio se lamentan de que siempre las dejo solas. Siempre que llego se sienten felices y me echan los brazos al cuello. Luego pasan unos
meses, un año o poco más, y advierto que ya empiezan a sentirse tranquilas, no chillan porque esté siempre lejos, no se echan a llorar cuando me voy, ni hacen demasiados aspavientos cuando vuelvo... Esto son seña­les de que han encontrado a otro. Me voy y llega él. Llego yo y él se va. Y no digas que no, porque he en­contrado en casa un paquete de cigarrillos con filtro y yo no los fumo con filtro. Adiós, que te vaya bien. Tú no tienes la culpa, será cosa de mi oficio. Saludos...
Y se fue, sin ira, resignado. Las mujeres no saben esperar.

ACEPTO
En la mesa del abogado había encendida una lámpara con la pantalla verde. El abogado, grueso, ya mayor, comprobó el montón de letras, y luego le dio la primera.
- Hay veinte letras de medio millón cada una. De este modo hemos evitado el antipático procedimiento de hacer a su mujer cada mes la entrega por alimentos. Una vez firmadas las letras usted quedará libre de toda obligación económica con respecto a su mujer, y tam­poco su mujer tendrá ya nada que ver con usted...

Y el abogado cloqueó, porque era su modo de reír.
- Naturalmente, se le paga.
También él sonrió y comenzó a firmar una tras otra las letras, la primera, la segunda, la tercera. Claro que le pagaría.
- Para un hombre de su posición -dijo el abogado- es mucho mejor este tipo de liquidación por alimentos.
Sí, naturalmente, mucho mejor. Seguía firmando, cuarta y quinta letras, iluminado por la luz anticuada y apacible de la lámpara de la pantalla verde. Al lle­gar a la sexta letra, recordó aquella tarde en la playa con Elisa, cuando todavía no eran novios, aquella sen­sación de amor ardiente que había experimentado por ella, y las palabras de ella tan llenas de pasión: "Toda la vida juntos los dos, ¿verdad, Paolo?". Sí, realmente había sido un gran amor. Luego el matrimonio y des­pués el final con las letras.
Paolo Valsi, firmó; Paolo Valsi, siguió firmando; Pao­lo Valsi, aceptó, y así acabó todo.