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Durante este período de su vida, se dedicó a dar clases, dictar conferencias y editar sus libros, entre los que se destacan: "Razón de amor" (1936), "Largo lamento" (1939), "El contemplado" (1946), "Todo más claro" (1949) y
"Confianza" (editado póstumamente en 1955).
En 1934 afirmó: "Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad. Luego, la belleza. Después, el ingenio". Murió el 4 de diciembre de 1951 en Boston.
LAGRIMA
Lágrima,
no te quiero, eres de agua.
Como el río al mar,
la fuente a la sed,
la charca a la nube,
tarde o temprano te marchas.
Alegría,
alegría cálida y áurea,
no te quiero, eres de sol.
Y hasta el calendario cuenta
que por las tardes te llevas
a otro -¿a qué otro?- lo que
me dabas por la mañana.
Libro,
no te quiero. De papel
cárcel frustrada, ya sabes
que se te irá el prisionero.
Agua que nunca huye,
soles que no se ponen,
libros que no traicionan:
quietud, tiniebla inmóvil,
tú, silencio.
Y lo de fuera, sí,
sé generoso, afuera.
Mas lo de dentro
-dulce secreto eterno-
adentro.
MUERTES
Primero te olvidé en tu voz.
Si ahora hablases aquí,
a mi lado,
preguntaría yo: ¿Quién es?
Luego, se me olvidó de ti tu paso.
Si una sombra se esquiva
entre el viento, de carne,
ya no sé si eres tú.
Te deshojaste toda lentamente,
delante de un invierno: la sonrisa,
la mirada, el color del traje,
el número de los zapatos.
Te deshojaste aún más:
se te cayó tu carne, tu cuerpo.
Y me quedó tu nombre, siete letras, de ti.
Y tú viviendo,
desesperadamente agonizante,
en ellas, con alma y cuerpo.
Tu esqueleto, sus trazos,
tu voz, tu risa, siete letras, ellas.
Y decirlas tu solo cuerpo ya.
Se me olvidó tu nombre.
Las siete letras andan desatadas;
no se conocen.
Pasan anuncios en tranvías; letras
se encienden en colores a la noche,
van en sobres diciendo
otros nombres.
Por allí andarás tú,
disuelta ya, deshecha e imposible.
Andarás tú, tu nombre, que eras tú,
ascendida
hasta unos cielos tontos,
en una gloria abstracta de alfabeto.
CUANTAS VECES HE ESTADO
Cuántas veces he estado
-espía del silencio-
esperando unas letras,
una voz. (Ya sabidas.
Yo las sabía, sí,
pero tú, sin saberlas,
tenías que decírmelas).
Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo,
porque me hacían falta.
Cazaba en alfabetos
dormidos en el agua,
en diccionarios vírgenes,
desnudos y sin dueño,
esas letras intactas que,
juntándolas luego,
no me decías tú.
Un día, al fin, hablaste,
pero tan desde el ama,
tan desde lejos,
que tu voz fue una pura
sombra de voz, y yo
nunca, nunca la oí.
Porque todo yo estaba
torpemente entregado
a decirme a mí mismo
lo que yo deseaba,
lo que tú me dijiste
y no me dejé oír.