Guy de Maupassant nació en 1850 en el Château de Miromesnil en la provincia francesa de Seine Inférieure y murió en París en 1893. Pertenecía a una vieja familia establecida en Normandía en el siglo XVIII, una región cuyos temas y personajes estuvieron presentes de manera constante en su literatura. Para el lúcido crítico literario Albert Thibaudet (1874-1936), justamente el año del nacimiento de Maupassant señala el inicio del Realismo en las letras, una fecha-hito que actuó como divisoria de dos modos de concebir y de practicar la literatura. Su formación literaria debe mucho a Gustave Flaubert (1821-1880) quien fue su consejero, imponiéndole la dificultad y la precisión del credo realista antes de que se vinculase definitivamente al grupo de los naturalistas. A fines de 1880 colaboró en "Les soirées de Médan" (Las veladas de Médan), la célebre recopilación colectiva de narraciones cortas sobre la guerra franco-prusiana de 1870 -que constituiría una suerte de manifiesto del naciente naturalismo-, en la que participaron además Emile Zola (1840-1902), Paul Alexis (1847-1901), Joris Karl Huysmans (1848-1907), Henri Céard (1851-1924) y Léon Hennique (1850-1935). Su aporte fue "Boule de suif" (Bola de sebo), un relato cuya protagonista era una prostituta que las circunstancias colocaron entre un grupo de burgueses acomodados, al principio benévolos por razones de interés y al final francamente hoscos y de talante despreciativo. Este obtuvo un éxito formidable y descubrió el innegable genio literario de Maupassant. A partir de entonces su producción fue enorme: en la década de 1880 a 1890 publicó dieciséis colecciones de cuentos y sus seis novelas, un decenio de febril creación que lo consumiría y reduciría al extremo. Los primeros síntomas de su decadencia son de 1886. Su actividad decreció y, cuando apareció "Le Horla" (El Horla), se transparentaron las alucinaciones y los espectros que gradualmente iban posesionándose de su mente. Tras una breve recuperación, el 1 de enero de 1892 tuvo una tentativa de suicidio que presagió el desenlace final. Internado en un establecimiento psiquiátrico, murió al cabo de dieciocho meses de una inconsciencia sólo alterada por frecuentes accesos de violencia. Sus obras, su vida, su enfermedad y su muerte, fueron motivo de infinitas divagaciones. Ningún escritor de su época dio tanto que decir, ninguno de los novelistas de su tiempo sorprendió tanto con el interés que despertaba su obra, ni alcanzó ninguno, entre los más célebres, una fama tan perdurable. El cuento y la novela corta fueron sus instrumentos ideales de expresión: en ellos vertió todo su pesimismo, su visión relativista del mundo, a la que acompañó siempre con un peculiar sentido del humor. Con Maupassant, el cuento del siglo XIX alcanzó uno de sus niveles más altos, a través de una precisión estructural cuidadosamente elaborada dentro de la práctica literaria del Naturalismo, un estilo al que, paradojalmente, llevó hasta sus límites, lo declaró agotado y definitivamente exhausto. Fue, en resumen, un naturalista que pretendió, con mayor o menor acierto, quedar al margen de la corriente que lo arrastraba. De "Monsieur Parent" (El señor Parent), su colección de cuentos de 1885, es el cuento "Fou" (Un loco), que se transcribe a continuación:
UN LOCO
Murió siendo un alto magistrado en el Tribunal Supremo. Había sido toda su vida un juez irreprochable. Le citaban como un modelo y le trataban con veneración, inclinándose ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto, y mirada penetrante. Había empleado toda su existencia en perseguir a los criminales y proteger a los más débiles. Los estafadores y los asesinos nunca tuvieron enemigo más terrible, porque parecía leer en el fondo de las almas los pensamientos más recónditos, y descubrir con una sola mirada las más ocultas y misteriosas intenciones. Murió a los ochenta y dos años, llorado y bendecido. Una muchedumbre lo acompañó hasta el cementerio. Fue escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, y sobre su tumba cayeron elogios y lágrimas. Sin embargo, poco después de su entierro, su notario halló en el escritorio donde había guardado el difunto las pruebas de los más terribles delitos, un papel encabezado con estas palabras: "¿Por qué?". Y decía lo siguiente:
20 de junio de 1851. Acabo de dictar sentencia. He condenado a muerte a Blondel. Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?
25 de junio. Un ser vive, anda, corre... ¿Un ser? ¿Qué es un ser? Es una cosa animada que contiene el principio del movimiento y una voluntad que dirige este principio. Pero esa cosa acaba convirtiéndose en nada. Sus pies carecen de raíces que los sujeten al suelo. Constituye un grano de vida que se mueve separado de la tierra; un grano de vida procedente de un lugar que desconozco, que puede ser destruido por deseo de cualquiera. Entonces ya no es nada. Nada. Desaparece, se acaba.
26 de junio. ¿Por qué llamamos crimen al asesinato? ¿Por qué, si es la ley suprema de la Naturaleza? Todos los seres tienen esta misión: matar para vivir y vivir para matar. Nuestra propia condición está sujeta a este hecho. Las bestias matan continuamente durante todos los instantes de cada uno de los días de su vida. El hombre mata para alimentarse; pero, como también necesita matar por puro placer, ha inventado la caza. El niño mata a los insectos, a los pajaritos... a todos los animalillos que caen en sus manos. Todo ello no basta para calmar la irresistible necesidad que todos sentimos. Matar animales no es suficiente para nosotros; necesitamos también matar personas. Antiguamente las civilizaciones hacían sacrificios humanos. Hoy nuestra sociedad evita el asesinato y lo llama crimen. Se condena y se castiga al asesino; pero como no podemos vivir sin satisfacer ese instinto natural, imperioso, de cuando en cuando lo satisfacemos con guerras, en las cuales un pueblo entero procura destruir a otro. Corre un río de sangre que no sólo embriaga y satisface a los ejércitos combatientes: hasta el ciudadano humilde, la mujer y los niños que leen el relato de las batallas y la lista de las victimas que hubo, sienten la borrachera de la sangre. Podría suponerse que se desprecia a los predestinados a realizar esas carnicerías de hombres. No. Se los colma de honores. Se los viste con paños de color llamativos y con galones dorados; llevan plumas en la cabeza y adornos en el pecho; se les conceden cruces, recompensas y títulos de todo género. Son orgullosos, respetados, adorados por las mujeres, aclamados por la muchedumbre, sólo porque tienen la misión de verter sangre humana, y arrastran por las aceras los instrumentos de muerte que los transeúntes vestidos de negro les envidian. Porque matar es la grandiosa ley que imprime la Naturaleza en el corazón de todos los seres. No hay nada tan hermoso ni tan bueno como el asesinato.
30 de junio. Matar es la gran ley. La Naturaleza ama la juventud eterna y nos empuja a acabar con la vida sin que apenas nos demos cuenta. En cada una de sus manifestaciones parece apremiarnos gritando: "¡Rápido! ¡Rápido!". A medida que destruye se va renovando.
2 de julio. ¿Qué es el ser? Todo y nada. A través del pensamiento es el reflejo de todo. A través de la memoria y de la ciencia es un resumen del mundo, porque guarda en sí la historia de éste. Como espejo de las cosas y reflejo de los hechos, cada ser humano se convierte en un universo dentro del Universo. Pero, al viajar y contemplar la diversidad de las etnias, el hombre se convierte en nada. ¡Ya no es nada! Desde la cumbre de una montaña no es posible distinguirlo. Cuando el barco se aleja de la orilla, plagada por la muchedumbre, sólo se divisa la costa. El ser es tan pequeño, tan insignificante, que desaparece. Crucen Europa en un tren rápido. Al mirar por la ventanilla verán hombres, hombres, siempre hombres; hombres innumerables y desconocidos que hormiguean por las calles, que hormiguean por los campos, mujeres despreciables cuyo único cometido se limita a parir y dar la comida al macho y estúpidos campesinos que sólo saben destripar terrones. Viajen a China o a la India. Allí también verán agitarse a miles de millones de seres, que nacen, viven y mueren sin dejar otra huella que la de un insecto aplastado sobre el polvo de un camino. Vayan a las tierras de los negros, alojados en cabañas de barro, y a las de los árabes, cobijados bajo una lona parda que ondea al viento. Comprenderán que el ser aislado, el individuo, no es nada. Nada. A estos pueblos, que son sabios, no les inquieta la muerte. Para ellos el hombre no significa nada. Matan a sus enemigos sin piedad; es la guerra. Hace tiempo nosotros hacíamos lo mismo de provincia en provincia, de mansión en mansión. Atraviesen el mundo y comprueben cómo hormiguean los humanos, innumerables y desconocidos. ¿Desconocidos? ¡Esta es la clave del problema! Matar constituye un crimen porque los seres están numerados. Cuando nacen se les da un nombre, se les registra, se les bautiza. ¡De eso se trata! La Ley los posee. El ser que no está inscrito no cuenta. Mátenlo en el desierto o en el páramo; mátenlo en la montaña o en la llanura. ¿Qué importa? La Naturaleza ama la muerte. ¡Ella no castiga! Lo que, sin duda, es sagrado es el Registro Civil. El es quien defiende al individuo. El ser se convierte en sagrado cuando es inscrito en el Registro. Respeten al Dios legal. ¡Pónganse de rodillas ante el Registro Civil! Al Estado le está permitido matar porque tiene derecho a modificar el Registro Civil. Cuando sacrifica a doscientos mil hombres en una guerra, los borra del Registro; sus escribanos, sencillamente, los suprimen. Acaban con ellos. Pero nosotros debemos respetar la vida; no podemos cambiar los libros de los ayuntamientos. ¡Yo te saludo, Registro Civil, divinidad gloriosa que reinas en los templos de los municipios! Eres más poderoso que la Naturaleza.
3 de julio. Matar debe ser un extraño y maravilloso placer: tener delante de uno a un ser vivo capaz de pensar; hacerle un agujerito, sólo uno; ver como mana por él la sangre roja que transporta la vida, y ya no tener delante más que un montón de carne inerte y fría, vacía de pensamientos.
5 de agosto. Me he pasado la vida juzgando y condenando, matando con mis palabras y con la guillotina a quienes habían asesinado con un cuchillo. ¡Yo! Si yo hiciera lo mismo que todos los hombres a quienes he castigado, ¿quién lo descubriría?
10 de agosto. Nadie lo sabría jamás. ¿Acaso sospecharían de mí, de mí si elijo a un ser al que no tengo el menor interés en hacer desaparecer?
15 de agosto. La tentación ha penetrado en mí reptando como un gusano y se pasea por todo mi cuerpo. Se pasea por mi cabeza, que no piensa más que en matar; se pasea por mis ojos, que necesitan contemplar la sangre y ver morir; se pasea por mis oídos, que no dejan de escuchar algo terrible y desgarrador: el último grito de un ser; se pasea por mis piernas, que anhelan dirigirse al lugar donde ocurrirá; se pasea por mis manos, que tiemblan por la necesidad de matar. ¡Cuán extraordinario tiene que ser, tan propio de un hombre libre, dueño de su corazón, que está por encima de los demás y busca sensaciones refinadas!
22 de agosto. Ya no podía esperar más. He matado un animalito para ensayar, sólo para empezar. Jean, mi criado, tenía un jilguero encerrado en una jaula que estaba colgada en la ventana de la cocina. Le he mandado a hacer un recado y he aprovechado su ausencia para coger al pájaro. Lo he aprisionado con mi mano; sentía latir su corazón. Estaba caliente. Después he subido a mi cuarto. De vez en cuando apretaba con más fuerza al pequeño pájaro; su corazón latía más deprisa. Era tan atroz como delicioso. He estado a punto de ahogarlo, pero no habría visto su sangre. He tomado unas tijeras de uñas y, con suavidad, le he cortado el cuello de tres tijeretazos. Abría el pico desesperadamente, tratando de respirar. Intentaba escapar, pero yo lo sujetaba con fuerza. ¡Vaya si lo sujetaba! ¡Habría sido capaz de sujetar a un perro furioso! Por fin he visto correr la sangre. ¡Qué hermosa es la sangre roja, brillante, viva! La hubiera bebido con gusto. He mojado en ella la punta de mi lengua. Tiene un sabor agradable. ¡Pero el pobre jilguero tenía tan poca! No he tenido tiempo de disfrutar del espectáculo tanto como me hubiera gustado. Tiene que ser soberbio ver desangrarse a un toro. Para terminar, he hecho lo mismo que los asesinos de verdad: he lavado las tijeras, me he enjuagado las manos y he tirado toda el agua. Después he llevado el cadáver al jardín para ocultarlo. Lo he enterrado debajo de una mata de fresas. Nunca lo encontrarán. Todos los días comeré un fruto de esa planta. ¡Uno puede disfrutar realmente de la vida si sabe cómo hacerlo! Mi criado ha lamentado la pérdida del pájaro. Cree que se ha escapado. ¿Cómo va a sospechar de mí?
25 de agosto. ¡Necesito matar a una persona! ¡Tengo que hacerlo!
30 de agosto. Ya lo he hecho. ¡Qué poca cosa! Había ido a pasear por el bosque de Vernes. Caminaba sin pensar en nada cuando, de repente, ha aparecido en el camino un chiquillo que iba comiéndose una tostada con mantequilla. Se ha detenido para verme pasar y me ha saludado: "¡Hola, señor Magistrado!". En mi cabeza ha aparecido una idea muy clara: "¿Y si lo mato?". Me acerqué a él y le he preguntado: "¿Quién está contigo?". El me contestó: "Nadie, señor Magistrado". "¿Viniste solo al bosque?". "Solo, señor Magistrado". El deseo de matarlo me alteró como una embriaguez. Me acerqué más aún a mí víctima, tembloroso de que huya. Lo agarré por la garganta y he apretado, he apretado con todas mis fuerzas. Me ha mirado aterrorizado con unos ojos espantosos. ¡Qué ojos! Eran muy redondos, profundos... ¡terribles! Jamás había experimentado una sensación tan brutal... pero tan breve. Quiso librarse de mis manos con sus manos débiles; nada consiguió y su cuerpo se retorcía como una pluma en el fuego. Al fin, quedó inmóvil. Mi corazón latía con tanta fuerza como el del pájaro. He arrojado su cuerpo a la cuneta y lo he cubierto con hierbas. Al volver a casa he cenado bien. ¡Qué poca cosa! Me sentía alegre, ligero, rejuvenecido. Después he pasado la velada en casa del Prefecto. Todos los que allí se encontraban han juzgado mi conversación muy ingeniosa. ¡Pero no he visto la sangre! Aún no estoy tranquilo.
30 de agosto. Han descubierto el cadáver y buscan al asesino.
1 de septiembre. Han detenido a dos vagabundos; pero no tienen pruebas.
2 de septiembre. Los padres de mi victima me han visitado. ¡Cómo lloraban!
6 de octubre. Nada se ha podido comprobar. El crimen se atribuye a cualquier vagabundo. Si yo hubiese visto correr sangre, me sentiría mejor, más tranquilo.
10 de octubre. Circula por mis venas el ansia de matar. Esto es comparable a las ansias de amor que nos torturan cuando tenemos veinte años.
22 de octubre. Otro. He matado a otro. Caminaba por la orilla del río después de almorzar. Bajo un sauce dormía un pescador. En una huerta inmediata, muy a la mano, había un azadón. Lo tomé, lo he levantado como si se tratase de una maza y con el filo, de un sólo golpe, le he partido la cabeza al pescador. ¡Oh! ¡Este sí que sangraba! Era una sangre muy roja que, mezclada con sus sesos, se deslizaba muy suavemente hacia el agua. Me he marchado sin que nadie me viera y con toda tranquilidad. Ya estoy seguro de ser un verdadero asesino.
25 de octubre. La muerte del pescador da que hablar. Acusan a un sobrino suyo que pescaba con él.
26 de octubre. El juez de instrucción asegura que el sobrino es culpable. Todo el mundo lo cree.
27 de octubre. El sobrino de mi víctima se defiende mal. Dice que fue a la ciudad a comprar pan y queso. Jura que asesinaron a su tío en su ausencia. ¿Quién le creerá?
28 de octubre. El sobrino se turba de tal modo que ha estado a punto de confesarse culpable. ¡Oh, la Justicia!
15 de noviembre. Tienen pruebas abrumadoras contra el joven, que es el único heredero de su tío. Yo presidiré el tribunal.
25 de enero. ¡A muerte! ¡A muerte! ¡Le he condenado a muerte! ¡Ah! El fiscal habló como un ángel. Otra víctima. Asistiré a su ejecución.
10 de marzo. Se acabó. Lo han guillotinado esta mañana. Ya está muerto; bien muerto. Así me gusta. ¡Qué agradable impresión produce ver cómo cortan la cabeza a un hombre! La sangre ha brotado como una marea. ¡Oh! ¡Si hubiera podido bañar mi cuerpo en aquella sangre hirviente! ¡Qué gozo recibirla sobre mi cabeza, en la cara, y quedar enrojecido, cubierto de sangre! ¡Si esto se descubriera!... Tendré paciencia para contenerme algún tiempo; hay que ser cauto y no dejarse sorprender.
El manuscrito tenía muchas páginas más, pero ninguna de ellas relataba un nuevo asesinato. Los médicos psiquiatras, a los que se confió el estudio de estas confesiones, afirman que hay en el mundo muchos locos ignorados, tan hábiles y temibles como el monstruoso magistrado.