15 de octubre de 2010

Entremeses literarios (CXVII)

EL SALON DE BAILE SIN BAÑOS O EL RAPTO DE LOS ORINANTES
Alejandro Dolina
Argentina (1944)

Un pintoresco croquis del Atlas señala en la calle Yatay un enorme salon de baile. A pesar de su lujosa apariencia, el local no tenía baños. Sucedía entonces que los bailarines se veían obligados a abandonar la milonga para pedir permiso en casas vecinas o costearse hasta algún café más hospitalario. Sin embargo los más audaces solían aventurarse en un yuyal cercano que ofrecía una sombría privacidad. Los Cronistas Soñadores sostienen que nadie regresaba jamás de aquel sitio. Citan el testimonio de más de cuarenta damas abandonadas que en vano esperaron a sus compañeros, a veces en el interior del salón, a veces en la misma vereda del potrero. Los espíritus fantásticos pretenden que los brujos raptaban a los bailarines y los llevaban a sus gabinetes como esclavos o como carnada para atraer a los demonios. Por esa razón, o quizás por la escasa belleza de las damas asistentes, los jóvenes dejaron de concurrir al salón. Los propietarios hicieron construir baños pero ya era demasiado tarde.


GOURMET
Daniel Avila
Colombia (1983)

El mesero le trajo de vuelta a Lio Matti el pollo al oporto, adornado con zanahorias finamente picadas y con hongos de pino que había preparado. El exigente chef jamás había vivido el desplante de un cliente. Tomó el plato con una mano, echó su cabeza para atrás, emitió un crujido seco con el pecho y depositó con su boca el toque de sal que, según su cliente, le hacía falta a la receta.


PRECOCIDAD Y GENIO
René Avilés Fabila
México (1940)

Mozart revolucionó la música antes de los treinta años, Schubert necesitó otros tantos para dejar una huella indeleble, Radiguet a los veinte había escrito "El diablo en el cuerpo", Rimbaud a los diecinueve, y con una obra perfecta detrás ("Las iluminaciones", "Una temporada en el infierno"...), renuncia para siempre a la literatura, Napoleón Bonaparte era Primer Cónsul a los treinta, Bolívar entró en Caracas para ser proclamado Libertador a esa misma edad, a los treintaiséis Modigliani se suicidó, a los treintaidós Ernesto Che Guevara hablaba por la Revolución Cubana y Alejandro Magno falleció a los treintaitrés luego de haber conquistado el mundo de su época. En cambio, don Luis de Longoria y Silva requirió de más de setenta años (quince de estudios y treintaicinco de burocracia) para realizar su obra: al morir dejó siete hijos (tres vendedores y cuatro amas de casa), once nietos, un departamento y una casita de campo. En vida nunca reparó en que su única aportación a la humanidad fue la de aumentar su número.


SALA DE ESPERA
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

Costa y Wright roban una casa. Costa asesina a Wright y se queda con la valija llena de joyas y dinero. Va a la estación para escaparse en el primer tren. En la sala de espera una señora se le sienta a la izquierda y le da conversación. Fastidiado, Costa finge con un bostezo que tiene sueño y que se dispone a dormir, pero oye que la señora, como si no se hubiera dado cuenta, sigue conversando. Abre entonces los ojos y ve, sentado, a la derecha, el fantasma de Wright. La señora atraviesa a Costa de lado a lado con su mirada y dirige su charla al fantasma, quien contesta con gestos de simpatía. Cuando llega el tren Costa quiere levantarse, pero no puede. Está paralizado, mudo; y observa atónito cómo el fantasma agarra tranquilamente la valija y se aleja con la señora hacia el andén, ahora hablando y riéndose. Suben y el tren parte. Costa los sigue con la vista. Viene un peón y se pone a limpiar la sala de espera, que ha quedado completamente desierta. Pasa la aspiradora por el asiento donde está Costa, invisible.


NO PODEMOS
Andrea Mucciolo
Italia (1978)

- Animo, no te pasará nada -repitió la mujer, tratando de convencer al hombre.
- No sé -contestó el hombre, con más dudas que antes.
- Me han asegurado que no nos pasará nada malo. Yo ya estoy mejor.
- ¿Quién te ha tranquilizado? -requirió el hombre.
- Un amigo -contestó la mujer.
- No podemos, ya lo sabes. Deja todo -declaró el hombre, tratando de dar a su tenor de voz una seguridad que no tenía.
- ¿Por qué tienes miedo? ¿No te fías de mí?
- No es eso... No podemos y nada más. No insistas -afirmó el hombre.
-Te digo que es para nuestro bien, tenemos que hacerlo.
- No podemos, está prohibido, y tú lo sabes -precisó nuevamente el hombre.
- Basta. Si me quieres de verdad tienes que hacerlo, sino búscate otra pareja. ¡Y te aseguro mi querido que será muy difícil que tú puedas encontrarla! -proclamó enérgicamente la mujer.
El hombre no contestó y se quedó parado, reflexivo, pensando en las palabras de su mujer. No, nunca habría podido renunciar a esa mujer, aunque todavía nunca la hubiera visto.
- Está bien, lo haré -aseguró el hombre con mucha inquietud.
- Muy bien cariño -dijo la mujer sonriendo.
El hombre, con sus manos temblorosas, lentamente tomó la manzana de las manos de la mujer y la mordió. Y desde ese momento empezó el derrumbe de la humanidad.


REFLEXION SOBRE LA CARESTIA DE LA ESCRITURA
Joao Ventura
Portugal (1960)

Necesitaba de unas palabras para acabar el cuento. Fui al mercado. ¡El gobierno debería meter mano en esto! ¡Todo carísimo! Sustantivos, adjetivos… ¡un robo! ¿Y los verbos? Pasados, presentes, en fin, pero ¡los futuros!
- Sabe, los futuros están muy inciertos -se justificó, profesional, el vendedor-. ¿Se lo envuelvo?
- No, gracias, es para escribir ya.


LA HERENCIA
Rodrigo Rey Rosa
Guatemala (1958)

En aquella ciudad vivían dos mujeres bastante pobres, madre e hija, que tenían fama de hechiceras. Mientras la madre era de aspecto ordinario y fea, la belleza de la hija, cuando tenía sólo catorce años, había sido motivo suficiente para que un joven de origen humilde se suicidara. La historia aquí relatada ocurrió cuando la hija tenía ya veinte años. Su madre había muerto y le había dejado, además de la casita, un mapa trazado con gran artificio. En él figuraban una serie de diseños que de alguna manera simbolizaban los caprichos de varias personas, y enseñaban cómo ciertas parejas se habían formado según la vieja lo había dispuesto. Una mañana, una mujer fue a buscar a la joven para decirle que temía que su marido le fuese infiel. Cuando la mujer le hubo contado toda su historia, acordaron otra cita en la que la joven le daría un remedio para aliviar sus sospechas. Pero la mujer no volvió; y una semanas más tarde, cuando la noticia de su muerte llegó a oídos de la joven, ésta alcanzó a entrever lo que había sucedido. No tardó mucho en averiguar lo rico que era el recién enviudado y, habiéndose resuelto castigarle, consiguió un retrato suyo y un retrato de su hijo. Los estudió con cuidado. El joven le atraía y decidió que, una vez el padre hubiese desaparecido, ella y el hijo podrían ser felices. Entonces comenzó a vigilar los movimientos de su futura víctima que podían ser observados sin que él lo advirtiese. Por fin, una tarde se puso a esperar a que su automóvil apareciera, un punto plateado sobre el horizonte. Cuando el hombre la miró que agitaba los brazos a la orilla del camino, detuvo el auto. Ella se arqueó hacia adelante; él bajó la ventanilla y luego abrió la puerta. Como se lo había imaginado, no le fue difícil intimar con él. Al llegar a la cuidad, se bajó del auto, no muy lejos de su casa, y se despidieron hasta el día siguiente. Desde el momento en que lo había visto, había sentido repugnancia por él, así que le fue fácil seguir adelante con su plan. No muchos días después, fueron solos los dos a una casa que él tenía en la montaña, pocos kilómetros al norte de la ciudad, en donde ella pensaba estrangularlo con la cinta que llevaba ceñida a la cabeza. Se revolvían en uno de los sofás del piso superior, y él tenía los ojos voluptuosamente cerrados cuando ella se desató la cinta y le rodeó el cuello. Con la mirada ausente, tiró. Y los esfuerzos que el hombre hizo para librarse resultaron vanos. Una vez muerto, lo vistió y lo dejó ahí. Salió corriendo del salón y de puntillas cruzó el corredor que conducía al dormitorio. Con violencia deliberada desencajó el viril relicario de oro que colgaba de la pared sobre la cama, tomó la imagen y la escondió en su bolso. Al anochecer la enterró en el jardín detrás de su casa. Dejó que pasaran dos meses. Al cabo de ese tiempo, comenzó a frecuentar el café en una esquina por donde el hijo de su víctima solía pasar todos los sábados. Un buen día, cuando lo vio que se acercaba distraídamente por la acera, salió a su encuentro y le dio un empujón con el hombro haciendo que ambos perdieran el balance. El joven se disculpó aturdidamente y una sola mirada bastó para que los designios de la mujer tomaran un giro favorable. La boda fue celebrada en el invierno. Pero mientras él era dichoso, ella se fue convirtiendo en la presa de su propia conciencia. Comenzó a sufrir pesadillas. Una noche se despertó con las manos al cuello. A pesar de los esfuerzos de su esposo por que conservara la cordura, las subsiguientes sesiones de hipnotismo y los varios afanes de los médicos, al cabo de dos años la mujer había enloquecido. Nunca se halló la razón de su demencia; pero cuando ella, no sin cierta alegría, presintió que iba morir, tomó a su esposo del brazo y se pasó la otra mano por la garganta. El asintió con la cabeza, indicándole serenamente que ya había comprendido.


SALUDOS
Erath Juárez
México (1970)

- ¿Eres tú, abuelo? -dijo la niña a la oscuridad.
- No, pero puedo saludarlo de tu parte -dijo la muerte bajo la cama.


LA MUJER
Ana María Shua
Argentina (1951)

Un hombre sueña que ama a una mujer. La mujer huye. El hombre envía en su persecución los perros de su deseo. La mujer cruza un puente sobre un río, atraviesa un muro, se eleva sobre una montaña. Los perros atraviesan el río a nado, saltan el muro y al pie de la montaña se detienen jadeando. El hombre sabe, en su sueño, que jamás en su sueño podrá alcanzarla. Cuando despierta, la mujer está a su lado y el hombre descubre, decepcionado, que ya es suya.


LOS CHARCOS 
Marcos Rodríguez Leija
México (1973)

Llovió. No fue una lluvia común. Cayó del cielo una ciudad mágica, una ciudad escrita en agua, una ciudad acuarela idéntica a la que habitábamos hace mucho tiempo. Las gotas de las nubes fueron diminutos círculos de un espejo fragmentado que nos reflejó una cara limpia, nueva, transformada. Los charcos de las calles proyectaron un lugar parecido al nuestro pero no era el nuestro, aquel repleto de ruido, violencia, manchado de hollín, poblado de gente vacía y sola. Por eso lo dejamos desolado y nos lanzamos a los charcos antes de que se secaran, para habitar de nuevo la vieja ciudad que un día deformamos hasta volverla inhabitable.