Nacido en Buenos Aires, Marcelino Cereijido (1933) se graduó de Médico en la UBA con la mejor tesis doctoral de su promoción, se posdoctoró en Fisiología Celular y Molecular en Harvard y es miembro de varias academias científicas como la Academia de Medicina de México, la American Society for Cell Biology, la American Society of Physiology y la American Biophysical Society. Emigrado a Nueva York en 1976 y luego a México, donde reside, recibió una larga lista de distinciones, entre las que se cuenta el Premio Nacional de Ciencias de ese país, donde actualmente es investigador emérito. Cereijido -lector ferviente de Borges y discípulo del Premio Nobel Bernardo Houssay- es autor de doce libros científicos y de ensayo, entre ellos, "La nuca de Houssay", "La madre de todos los desastres", "La muerte y sus ventajas", "La ciencia como calamidad" y "La obediencia debida". Ni sociólogo ni historiador ni analista político, Cereijido es un cuestionador profesional, un francotirador que en vez de disparar balas arroja ideas que sacuden e incitan a la reflexión como sus afirmaciones ya clásicas: "Aunque haya una buena cantidad de científicos, en la Argentina no hay ciencia" o "Este país progresa cuando el oscurantismo se descuida". "No es fácil explicar -dice- que con tanta gente capaz, la Argentina siga aferrada al analfabetismo científico del Tercer Mundo. ¿Cómo pudo un país que tuvo índices de alfabetización más altos que los de Europa, que tuvo una universidad ejemplar y que alumbró una edad de oro científica, deslizarse hasta las fronteras de la africanización?". Sobre estos temas se refiere en la primera parte de la siguiente entrevista (la que le hiciera Nora Bär para la edición del 10 de febrero de 2007 del diario "La Nación"). Ahora, impulsado por la fuerza de la indignación, Cereijido cruza los puentes que unen y a la vez separan ciencia y sociedad para explorar toda clase de fenómenos. Ya lo hizo en su momento con las ventajas de la muerte y ahora lo hace con la maldad y sus orígenes. O como dice en su último ensayo, las razones biológicas y culturales que hacen que todos seamos unos hijos de puta. Y justamente sobre su último libro, "Hacia una teoría general sobre los hijos de puta" habla con Federico Kukso en la segunda parte de la entrevista (publicada en el nº 444 de la revista "Ñ" que apareció el 31 de marzo de 2012).
¿A qué atribuye que se hable tan poco de ciencia y tecnología en los medios de comunicación masiva?
Los países que no tienen ciencia y tecnología sufren un doble problema. El primero es no tener ciencia y tecnología en un mundo en el que ya no queda nada de cierta envergadura por hacer que no dependa de ellas. Pero el segundo es que cuando a un pueblo le faltan alimentos, medicamentos, agua o energía, sus habitantes son los primeros en detectar el déficit con toda exactitud. Pero cuando lo que les falta es conocimiento científico y tecnológico, no están preparados para entenderlo ni aun cuando se les explica. Es terrible. Es como el sida, que ataca justo las células que deberían defendernos. El analfabetismo científico es invisible para el tercermundista.
¿Cómo podría revertirse eso?
Con una divulgación que no tendiera a convencer a los oyentes o a los lectores de que el científico es un tarado que se sienta en su laboratorio y se entretiene con la difracción de la luz en rayitos de colores (lo que es muy importante), o mirando cómo caza un pulpo a dos mil metros de profundidad. Esa divulgación se hace muy bien, sobre todo en la Argentina, con libros excelentes, de muy buen nivel. Pero muchos no ven qué impacto puede tener para el señor que no llega a fin de mes porque no tiene trabajo. Yo tomé el espacio en la radio para hacer ese otro tipo de divulgación.
Sin embargo, los libros sobre temas científicos son un verdadero boom editorial...
Pero lo grave, sobre todo en el caso de la Argentina, es que el analfabetismo científico ha invadido una enorme proporción de la intelectualidad. Cada vez que voy a Buenos Aires, hago una pasada por las librerías. Algo que las distingue es que las mesas están tachonadas de libros que explican qué pasó en el país. Analizan el siglo XX nombrando a cada coronel, analizando cada golpe de Estado, registrando la paridad del dólar mes tras mes, o cada contrato que se firmó. Pero no advierten que en un siglo que ha visto aparecer los aviones, la televisión, los teléfonos, desarmar el átomo y descifrar el genoma humano se estaba destruyendo sistemáticamente el aparato educativo. O sea que a mí no me molesta tanto si yo me encuentro con un obrero argentino que me dice: "Mire, no, no me hable de los anillos de Saturno, porque mi problema es que a mi hija se les están pudriendo los dientes en la boca y a mi papá su jubilación no le alcanza para comprar los medicamentos que lo salvarían". Me molesta cuando hablo con intelectuales que siempre vuelven sobre las mismas cosas. Insisto en que el drama es que en la Argentina somos analfabetos en ciencia, porque en otros países de América Latina no observo esas librerías con tantos analistas. ¡Pucha, hasta me han regalado análisis sobre las amantes de Rosas y otras cosas insólitas!
En su opinión, ¿qué papel debería cumplir el Estado en este sentido?
Bueno, lo bravo del analfabetismo científico es cuando alcanza a los funcionarios, cuando aparece un señor como el ministro Cavallo, por ejemplo, que dice: "Yo prefiero que los investigadores se vayan a lavar platos". Lo toman incluso como una grosería, como si dijeran: "Señora, está gorda"; como una falta de cortesía, y no lo toman como el drama de tener un señor dirigiendo los asuntos públicos con esa mentalidad. Que ese señor sea también un analfabeto científico: eso es lo realmente doloroso. Suele hablarse de apoyar a la ciencia. A mí eso me parece una estupidez. Ahora, dirá: "¿Cómo, cómo? Momento, ¿no hay que apoyar a la ciencia?". Sí, claro, pero es como si me dijera que se operó de la vesícula porque quiere apoyar a su médico. No, si se operó de la vesícula es porque lo necesitaba. Cuando la Argentina compra pan y tornillos no es para apoyar a panaderos y ferreteros...
¿Se le ocurren estrategias concretas?
Creo que la campaña que debería hacerse en la Argentina tendría que ser difundir la ciencia entre el empresariado, para que aprendiera a usarla. En México, donde soy miembro del Consejo Consultivo de Ciencia de la Presidencia, he desayunado, he comido y he cenado discutiendo sobre estos temas. Se quejan de que nadie apoya a la ciencia, y yo les digo: "A cada Secretaría de Estado pídanle una lista de las diez cosas en las que esperarían apoyo de las universidades y centros de investigación". Yo me haría muy mala opinión de un secretario de Estado que en un momento en que aparecen redes de computación, Google, satélites de comunicaciones y demás no puede hacer una lista con las diez cosas importantes para un país en las cuales tendrían una función importantísima la ciencia y la tecnología.
En la Argentina, la inversión pública en ciencia es baja, pero la privada es más baja aún. ¿Qué se podría hacer para estimularla?
Hay cosas muy sencillas, como decirles a las empresas transnacionales que nos venden cosas: "tienen un mercado acá que es mucho más grande que el del país donde asientan su casa matriz. ¿Por qué la investigación la hacen allá? ¿Se puede estudiar alguna forma de que en la Argentina dediquen a la investigación científica una parte proporcional de su mercado?". Es algo simple. A las cámaras empresariales habría que decirles: "Ustedes gastan mucho en patentes. ¿No podría haber un impuesto para hacer un reemplazo de eso?". Suponte que te contestan que pagan patentes para usar técnicas danesas de producción de empanadas salteñas. Yo sospecharía mucho de que fuera cierto que en la Argentina no hay tecnología para hacer empanadas. Pero les diría: "Bueno, paguen cierta cantidad de dinero para que acá desarrollemos tecnología para hacer empanadas". Estoy dando un ejemplo ridículo, el tipo de ejemplo que daba por la radio, pero claro...
Usted vive desde hace años en México. ¿Por qué se ocupa de la Argentina?
A mí me han nombrado investigador emérito por mi trayectoria, producción de artículos, referencias bibliográficas, formación de doctores. De manera tal que, mientras que el Alzheimer no llegue a impedírmelo, sigo en el laboratorio más entusiasmado que nunca. Trabajo todos los días y todo el día en investigación científica. Lo que hago en divulgación y en política científica puedo hacerlo gracias a que ya mis hijos no viven conmigo, y cuando regreso a las seis de la tarde puedo dedicarme a tratar de entender, sobre todo, a la Argentina. Porque si voy a Zambia y veo que no tienen ciencia y tecnología, pienso: "Bueno...". Pero, ¡en la Argentina hay tanta gente capaz! Cuando me encuentro con algún "cerebro" en Heidelberg o en Londres, me pregunto cómo puede ser que ese señor haya sido formado en la Argentina -es decir que hay maestros- con becas argentinas -quiere decir que hubo apoyo-, pero lo están aprovechando los daneses o los suecos. Desgraciadamente, en nuestros países toman la ciencia como un decorado y no como algo sumamente vital. Y si un pueblo no tiene en una punta sabios que investiguen sobre teoremas estrambóticos y conductas celulares básicas, acaba teniendo en la otra deudas monstruosas, obreros sin trabajo, miseria e hijos de exiliados.
En su carrera usted reflexionó sobre el analfabetismo científico, las vanidades y rivalidades en la ciencia y los cognicidios, es decir, la destrucción sistemática por parte de la Iglesia y charlatanes de nuestra capacidad de interpretar la realidad en que vivimos. ¿Por qué ahora estudia la hijoputez?
Porque es abundante, polimorfa y polisémica. Y pese a su universalidad, la hijoputez jamás se cuenta entre los grandes flagelos de la humanidad. Se gastan millones de dólares en investigar todo tipo de enfermedades y casi nada en explicar las raíces de la mayor causa de sufrimiento humano. Al lado de la hijoputez, el cáncer, la lepra, el mal de Alzheimer y las enfermedades cardíacas son juegos de niños. Me desespera que se den por sentado que se trata de un fenómeno consciente y racional modulado por la ética. Apabulla constatar que el Homo Sapiens recurre a la maldad con naturalidad y frecuencia. Ser un hijo de puta, en pequeña o gran medida, es parte de la naturaleza humana. Cualquier persona se puede volver un hijo de puta por las circunstancias, por eso lo importante es estudiarlas. Aunque nos esforzamos por ocultarlo, somos una especie violenta. Me interesó explorar si la hijaputez es inherente a la vida de la misma forma en que lo es la muerte; si hay algo en nuestros genes que nos obliga a ser perversos, así como los genes determinan que seamos narigones, blancos, negros o que sintamos hambre o sed. Por ejemplo, el genocidio es un fenómeno puramente cultural, humano. No existe un solo organismo no humano que practique el exterminio sistemático de sus congéneres.
Pero no todos los seres humanos somos genocidas.
Por suerte. Pero mire: los organismos, animales y vegetales, somos tramposos por naturaleza. La flor carnívora se disfraza para atraer un insecto y devorarlo. El Homo Sapiens resulta ser un consumado artista del engaño y la mentira. Nos peinamos, vestimos y adoptamos maneras de comportarnos y hablar que nos hacen ver más sanos, inteligentes y capaces de lo que en realidad somos. Las chicas se maquillan. El político se fotografía cargando en sus brazos a algún bebé para que el retrato sugiera que es humano, sensible, protector. La maldad no sólo está en los grandes villanos de la historia como Hitler, Stalin, Videla o el rey Leopoldo II de Bélgica, sino también en la vida cotidiana. La hijoputez está en lo mínimo, en el hombre que abofetea a su esposa porque se le quemó la comida o en la señora que le pega a sus hijos. El machismo es en sí una de las formas más terribles y comunes de hijoputez.
¿Pero por qué eligió hablar de la hijoputez y no de la perversidad?
Porque no son lo mismo. El uso de la expresión "hijo de puta" me resulta indispensable. Desde hace muchos años tengo la costumbre de preguntar a mis colegas extranjeros cuál es el insulto más infamante e hiriente en su idioma. Invariablemente resultaba ser "hijo de puta", como lo ha sido desde tiempos inmemoriales. Cuando un rasgo cultural es universal, sospechamos que tiene un substrato biológico. Todos los seres humanos dormimos, lloramos, reímos, comportamientos que tienen sus respectivas bases biológicas. Todos los pueblos curiosamente lo eligen como insulto. Los hijos de prostitutas siempre fueron considerados sujetos antisociales.
¿Hubo alguna circunstancia que lo incitara a explorar la hijoputez?
Varias. Por ejemplo, lo que llamo "intoxicación cognitiva", el daño sistemático de la capacidad de interpretar la realidad que vivimos. Todos los organismos, humanos y no humanos, sobreviven a condición de que interpreten la realidad eficazmente. La Iglesia se desespera por apoderarse del aparato educativo de los países del Tercer Mundo, y abusa de los niñitos obligándolos a ponerse de rodillas y a darse golpes de puño en el pecho hasta que admitan que son culpables de que una pareja mitológica (Adán y Eva) se hayan comido una manzana. La enseñanza religiosa encuentra adecuado obligar al niño a que admita que es oveja en un rebaño y que debe amar a una deidad torturadora, que condena a los pecadores a suplicios eternos. En pleno siglo XXI, el 90% de la humanidad todavía necesita para interpretar la realidad recurrir a milagros, revelaciones y dogmas. El analfabetismo científico inducido es generado por instituciones a las que el avance de la ciencia perjudica. Un buen antídoto contra esto es promover el laicismo. Una sociedad laica consiste en pasar de la dominancia de interpretaciones que recurren a variables místicas, milagros, dogmas y principios de autoridad a una interpretación "a la científica" del mundo.
Por lo que se deduce de su ensayo, usted comulga con la postura de Thomas Hobbes sobre la naturaleza humana. "El hombre es un lobo para el hombre", era el eslogan de este filósofo inglés.
Esa frase estaba bien para Hobbes en su tiempo. Pero hoy que los humanos estamos por extinguir a los lobos -y sabemos que ellos no desarrollan bombas atómicas para matar otros lobos, ni Fondos Monetarios Internacionales-, parece una frasecita nostálgica. Pero hay otro factor a tener en cuenta: de repente uno se entera de que un pueblo que generó un Bach, un Durero, un Schiller, un Planck, se pone a matar millones de personas en campos de concentración. Las personas en el fondo eran las mismas; lo que cambiaron fueron las circunstancias. La misma sorpresa se llevó Hannah Arendt cuando fue a presenciar el juicio de Eichmann: era un pobre diablo cualunque. Son conocidas las experiencias en que se pusieron a estudiantes en circunstancias análogas a las prisiones de Abu Ghraib o Guantánamo y se convirtieron en bestias torturadoras. No existe un gen de la maldad en el ser humano aunque hay circunstancias que propician la perversidad.
"La principal fuerza hostil de la naturaleza hallada por el ser humano, es otro ser humano", escribió el evolucionista Richard Alexander.
Es verdad. Tampoco hay que olvidar que somos hombres de la Edad de Piedra viviendo en ciudades modernas. Como especie, los seres humanos hemos vivido el 90% de nuestra existencia en la Edad de Piedra. Por suerte, la hijoputez no es el único producto de la evolución de las especies. La cooperación, por ejemplo, es evolutivamente más importante y supera los inconvenientes de la lucha por la existencia.
Volviendo al analfabetismo científico, ¿sigue sosteniendo la idea tan presente en sus anteriores ensayos de que en la Argentina no hay ciencia?
Sí. Además, la Argentina tampoco tiene una cultura compatible con la ciencia. Tenemos, por ejemplo, una cultura compatible con la odontología en el sentido de que cuando nos duele una muela acudimos a los dentistas. En cambio, ante una emergencia médica, ambiental, energética, bélica, de comunicación o de transporte, la sociedad no ve en el sector científico una posible solución.
En su obra "Sobre la agresión", el médico y zoólogo Konrad Lorenz plantea que las especies agresivas necesitan del amor porque sin su función compensadora saldría demasiado caro que sus individuos se anduvieran aniquilando. ¿Da lugar a la esperanza entre tanta hijoputez?
Tengo la esperanza de que las mujeres van en vía de superarnos a los varones. Estamos por entrar a lo que suelo llamar "la hora de la mujer". El músculo que le dio poderío al macho humano va a pasar a tener la misma no-importancia que la fuerza de los changadores del puerto frente a una grúa que toma del barco todo un contenedor de varias toneladas y lo ensambla como vagón de tren. Estoy convencido de que la mujer está muchísimo mejor dotada para ser científica que el varón. En ciencia, el peso del elemento consciente es relativamente menor y entra a jugar muy tardíamente. Un genio de la ciencia y un investigador mediocre no se distinguen porque el primero sabe operar instrumentos que el segundo no puede. Una mujer puede debatir conscientemente como un colega varón pero lo supera infinitamente en el manejo inconsciente y grupal. Maneja no sólo lo que un colega dice, sino lo que quiso o no quiso decir, pero debió haber dicho, puede trabajar con medias ideas y corazonadas. A veces los investigadores varones usamos las ideas para competir, como si fueran garrotes o lanzas. La mujer está muchísimo mejor dotada para integrarse en grupos. Ante tanta hijoputez, lo único que espero es que el amor nos salve.