18 de abril de 2012

Michel Foucault. De la sexualidad, el poder, el psicoanálisis y el biberón (1)

La revista francesa "Ornicar?" fue una de las publicaciones más importantes del Campo Freudiano. Fundada en enero de 1975 por Jacques Alain Miller (1944), se editaron veintiocho números hasta junio de 1989 bajo la dirección del autor de "L'ethique de la psychanalyse" (La ética del psicoanálisis). En su nº 10, publicado en julio de 1977, apareció una larga entrevista al filósofo, sociólogo, historiador y psicólogo francés Michel Foucault (1926-1984) llevada a cabo por Alain Grosrichard, Gérard Wajeman, Catherine Millot, Guy Le Gaufey, Jocelyne Livi, Dominique Colas y el propio Miller. Foucault acababa de publicar "La volonté de savoir" (La voluntad de saber), el primero de los seis volúmenes proyectados de su "Histoire de la sexualité" (Historia de la sexualidad), donde criticaba la hipótesis "represiva" defendida por los psicoanalistas de orientación freudiana y proponía una visión de la sexualidad como algo "promovido" desde las instancias del poder. En su libro, Foucault acuñó el término "biopoder" para referirse a la práctica de los estados modernos de "explotar numerosas y diversas técnicas para subyugar los cuerpos y controlar la población", y afirmaba que la proclamada libertad sexual era tan sólo un dispositivo del poder para distraer la atención de lo que debería ser la verdadera lucha de un individuo: el control sobre su propio cuerpo, sus deseos y sus pasiones.


Quisiéramos referirnos a la "Historia de la sexualidad", cuyo primer volumen tenemos, y que debe, según anuncia, tener seis.

Si. Hasta el momento venía empaquetando las cosas, sin ahorrar ni una cita, ni una referencia, lanzando adoquines bastante pesados que quedaban en la mayoría de los casos sin respuesta. De ahí la idea de este libro-programa, especie de queso gruyere, con agujeros, que fueran habitables No he querido decir: "Esto es lo que pienso", ya que todavía no estoy muy seguro de lo avanzado. Pero he querido ver si eso podía ser dicho, y hasta dónde podía ser dicho, lo cual, desde luego, puede resultar muy decepcionante. Lo que hay de incierto en lo que he escrito es ciertamente incierto. Sin triquiñuelas ni retórica. Y tampoco estoy seguro de lo que escribiré en los volúmenes siguientes.

Partamos del título general de ese programa: "Historia de la sexualidad". ¿De qué tipo es ese nuevo objeto histórico que llama "la sexualidad"? Puesto que manifiestamente no se trata ni de la sexualidad de la que hablan o han hablado los botánicos o los biólogos y que es un tema del historiador de las ciencias, ni la sexualidad en el sentido en que podría entenderla la tradicional historia de las ideas o de las costumbres, que usted hoy contesta de nuevo, a través de sus dudas sobre la "hipótesis represiva", ni tampoco, en fin, de las prácticas sexuales que los historiadores estudian hoy con métodos y medios técnicos de análisis nuevos. Habla de un "dispositivo de sexualidad". ¿Cuál es para usted el sentido y la función metodológica de este término: dispositivo?

Lo que trato de situar bajo ese nombre es, en primer lugar, un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos. En segundo lugar, lo que querría situar en el dispositivo es precisamente la naturaleza del vínculo que puede existir entre estos elementos heterogéneos. Así pues, ese discurso puede aparecer bien como programa de una institución, bien por el contrario como un elemento que permite justificar y ocultar una práctica, darle acceso a un campo nuevo de racionalidad. Resumiendo, entre esos elementos, discursivos o no, existe como un juego de los cambios de posición, de las modificaciones de funciones que pueden, éstas también, ser muy diferentes. En tercer lugar, por dispositivo entiendo una especie -digamos- de formación que, en un momento histórico dado, tuvo como función mayor la de responder a una urgencia. El dispositivo tiene pues una posición estratégica dominante. Esta pudo ser, por ejemplo, la reabsorción de una masa de población flotante que, a una sociedad con una economía de tipo esencialmente mercantilista, le resultaba embarazosa: hubo ahí un imperativo estratégico, jugando como matriz de un dispositivo, que se fue convirtiendo poco a poco en el mecanismo de control-sujeción de la locura, de la enfermedad mental, de la neurosis.

Así pues, un dispositivo se define por una estructura de elementos heterogéneos. ¿También por un cierto tipo de génesis?

Sí. Y yo vería dos momentos esenciales en esta génesis. Un primer momento que es en el que prevalece un objetivo estratégico. A continuación, el dispositivo se constituye propiamente como tal y sigue siendo dispositivo en la medida en que es el lugar de un doble proceso: proceso de sobredeterminación funcional, por una parte, puesto que cada efecto, positivo o negativo, querido o no, llega a entrar en resonancia o en contradicción con los otros y requiere una revisión, un reajuste de los elementos heterogéneos que surgen aquí y allá. Y, por otra parte, es un proceso de perpetuo relleno estratégico. Tomemos el ejemplo del encarcelamiento, ese dispositivo que hizo que en un momento dado las medidas de detención parecieran el instrumento más eficaz, más razonable, que se pudiera aplicar al fenómeno de criminalidad. ¿Qué produjo esto? Un efecto que no estaba de ningún modo previsto de antemano, que no tenía nada que ver con una argucia estratégica de algún sujeto meta o transhistórico que se hubiera dado cuenta de ello o la hubiera querido. Ese efecto fue la constitución de un medio delincuente, muy diferente a ese semillero ilegalista de prácticas y de individuos que encontrábamos en la sociedad del siglo XVIII. ¿Qué es lo que ha ocurrido? La prisión ha servido de filtro, concentración, profesionalización, cierre de un medio delincuente. A partir de 1830, aproximadamente, asistimos a una reutilización inmediata de este efecto involuntario y negativo en una nueva estrategia que ha rellenado en cierto modo el espacio vacío, o transformado lo negativo en positivo: el medio delictivo se ha visto reutilizado con fines políticos y económicos diversos (como la obtención de un beneficio del placer con la organización de la prostitución). A esto llamo el relleno estratégico del dispositivo.

En "Las palabras y las cosas", en "La arqueología del saber", hablaba de ciencia, de saber, de formaciones discursivas. Hoy, habla más bien de "dispositivos", de "disciplinas". ¿Sustituyen estos conceptos a los precedentes o vienen a redoblarlos en otro registro? ¿Hay que ver en esto un cambio en la idea que tiene del uso que hay que hacer de sus libros? ¿Elige sus objetos, la manera de abordarlos, los conceptos para comprenderlos, en función de nuevos objetivos que hoy serían las luchas que hay que hacer avanzar, un mundo que transformar, más bien que interpretar?

Respecto al dispositivo, me encuentro ante un problema del que todavía no he conseguido salir. He dicho que el dispositivo era de naturaleza esencialmente estratégica, lo que supone que se trata de una cierta manipulación de relaciones de fuerza, bien para desarrollarlas en una dirección concreta, bien para bloquearlas, o para estabilizarlas, utilizarlas, etcétera. El dispositivo se halla pues siempre inscrito en un juego de poder, pero también siempre ligado a uno de los bordes del saber, que nacen de él pero, asimismo, lo condicionan. El dispositivo es esto: unas estrategias de relaciones de fuerzas soportando unos tipos de saber, y soportadas por ellos. En "Las palabras y las cosas", al querer hacer una historia de la episteme, me quedaba en un impase. Ahora, lo que querría hacer es tratar de mostrar que lo que llamo dispositivo es un caso mucho más general de la episteme. O mejor, que la episteme es un dispositivo específicamente discursivo, en lo que se diferencia del dispositivo, que puede ser discursivo o no discursivo, al ser sus elementos mucho más heterogéneos. Si se quiere, definiría la episteme, dando un rodeo, como el dispositivo estratégico que permite escoger entre todos los enunciados posibles, los que van a ser aceptables en el interior, no digo de una teoría científica, sino de un campo de cientifícidad, y de los que se podrá decir: éste es verdadero o falso. El dispositivo permite separar, no lo verdadero de lo falso, sino lo incalificable científicamente de lo calificable.

Lo que usted introduce como dispositivo es algo más heterogéneo que lo que llamaba episteme. Mezclaba u ordenaba en sus epistemes enunciados de tipo muy diferente, enunciados de filósofos, de científicos, enunciados de autores oscuros y de prácticos que teorizaban. De ahí el efecto de sorpresa que obtuvo, pero a fin de cuentas, se trataba siempre de enunciados. Con los dispositivos, quiere ir más allá del discurso. Pero estos nuevos conjuntos, que reúnen muchos elementos articulados siguen siendo no obstante conjuntos significantes. Pero, para volver a lo "no discursivo", aparte de los enunciados, ¿qué otra cosa hay, en un dispositivo, además de las "instituciones"?

Lo que generalmente se llama institución es todo comportamiento más o menos forzado, aprendido. Todo lo que en una sociedad funciona como sistema de coacción, sin ser enunciado; en resumen, todo lo social no-discursivo, eso es la institución.

Estudia en su libro la constitución y la historia de un dispositivo: el dispositivo de la sexualidad. Esquematizando mucho, podemos decir que se articula, por un lado, en lo que llama el "poder", del cual es el medio o la expresión. Y, por otro lado, produce, podríamos decir, un objeto imaginario, históricamente datable, el sexo. A partir de ahí dos grandes series de preguntas: sobre el poder, sobre el sexo, en su relación con el dispositivo de sexualidad. Para el poder, plantea dudas sobre las concepciones que tradicionalmente se han hecho de él. Y lo que propone no es tanto una nueva teoría del poder, cuanto una analítica del poder. ¿Cómo este término de "analítica" le permite iluminar lo que aquí llama el "poder", en tanto está ligado al dispositivo de sexualidad?

El poder es algo que no existe, esto es lo que quiero decir. La idea de que hay en un sitio determinado, o emanando de un punto determinado, algo que sea un poder, me parece que reposa sobre un análisis trucado, y que, en todo caso, no da cuenta de un número considerable de fenómenos. El poder es, en realidad, unas relaciones, un conjunto más o menos coordinado de relaciones. Así pues, el problema no consiste en constituir una teoría del poder que tendría como función rehacer lo que un Boulainvilliers por un lado, un Rousseau por otro, quisieron hacer. Los dos parten de un estado originario en el que todos los hombres son iguales, y luego, ¿qué ocurre? Invasión histórica para uno, acontecimiento mítico-jurídico para el otro; siempre, a partir de un momento, las personas no tuvieron ya derechos y apareció el poder. Si tratamos de edificar una teoría del poder, nos veremos siempre obligados a considerarlo como surgiendo de un punto y en un momento dado, del que deberá hacer la génesis y luego la deducción. Pero si el poder es en realidad un conjunto abierto, más o menos coordinado (y sin duda tirando a mal coordinado) de relaciones, en ese caso, el único problema consiste en procurarse una red de análisis, que permita una analítica de las relaciones de poder.

En su libro se propone estudiar evocando lo que ocurre tras el Concilio de Trento, "a través de qué canales, deslizándose a través de qué discursos, el poder alcanza a las conductas más tenues y más individuales, qué caminos le permiten alcanzar las formas raras o apenas perceptibles del deseo". El lenguaje que aquí emplea hace pensar sin embargo en un poder que partiría de un único centro, y que, poco a poco, según un proceso de difusión de contagio, de cancerización, alcanzaría lo más ínfimo y más periférico. Pero, por otra parte, habla de la multiplicación de las "disciplinas", presenta el poder como algo que parte de "pequeños lugares", que se organiza a propósito de "pequeñas cosas", para finalmente concentrarse. ¿Cómo conciliar estas dos representaciones del poder: una que lo describe como si ejerciera de arriba abajo, del centro a la circunferencia, de lo importante a lo ínfimo, y la otra, que parece ser lo inverso?

De un modo general, pienso que hace falta ver cómo las grandes estrategias de poder se incrustan, encuentran sus condiciones de ejercicio en las micro-relaciones de poder. Pero también hay siempre movimientos de retorno, que hacen que las estrategias que coordinan las relaciones de poder produzcan efectos nuevos y avancen en dominios que, hasta el presente, no estaban implicados. Así, hasta mediados del siglo XVI, la Iglesia no controló la sexualidad sino de una manera bastante remota: la obligación de confesión anual, con la declaración de los diferentes pecados, garantizaba que no se tuvieran muchas historias verdes que contar al cura. A partir del Concilio de Trento, hacia mediados del siglo XVI, vemos aparecer, junto con las antiguas técnicas de la confesión, una serie de procedimientos nuevos que han sido puestos a punto dentro de la institución eclesiástica con fines de depuración y formación del personal eclesiástico a través de seminarios o conventos, se han elaborado técnicas minuciosas de verter en palabras la vida cotidiana, de examen de sí mismo, de confesión, de dirección de conciencia, de relaciones dirigidos-dirigentes. Esto es lo que se ha intentado inyectar en la sociedad, en un movimiento, es verdad, de arriba abajo.

Si se admite que el poder, a escala de toda la sociedad, no procede de arriba abajo, sino que se analiza como un conjunto de relaciones, ¿no funcionan los micro-poderes, sobre los que se funda, siempre de arriba abajo?

En la medida en que las relaciones de poder son una relación de fuerza desigualitaria y relativamente estabilizada, resulta evidente que esto implica un de arriba abajo, una diferencia de potencial.

Se tiene siempre necesidad de otro más pequeño.

De acuerdo, pero lo que quiero decir es que para que haya movimiento de arriba abajo, es preciso también que haya una capilaridad de arriba abajo. Consideremos algo muy simple: las relaciones de poder de tipo feudal. Entre los siervos, sujetos a la tierra, y el señor que obtenía de ellos una renta, existía una relación local relativamente autónoma, casi un cara a cara. Para que esta relación existiera, era preciso que hubiera detrás una cierta piramidalización del sistema feudal. Pero es cierto que el poder de los reyes de Francia y los aparatos del Estado que fueron constituyendo poco a poco a partir del siglo XI, tuvieron como condición de posibilidad el anclaje en los comportamientos, los cuerpos, las relaciones de poder locales, en los que no habría que ver simplemente una proyección del poder central.

Volvamos a la cuestión del poder en su relación con el dispositivo. Cuando habla de los "dispositivos de conjunto", define algo parecido a una estrategia sin sujeto. ¿Cómo es concebible?

Tomemos un ejemplo. A partir de los años 1825-1830, vemos aparecer localmente, y de un modo que es en efecto locuaz, unas estrategias bien definidas para fijar a los obreros de las primeras industrias pesadas en el lugar mismo en que trabajan. Se trataba de evitar la movilidad del empleo. En Mulhouse, o en el norte de Francia, se elaboran de este modo unas técnicas variadas: se hace presión para que la gente se case, se procuran alojamientos, se construyen ciudades obreras, se practica ese astuto sistema de endeudamiento del que habla Marx, y que consiste en hacer pagar el alquiler por adelantado en tanto que el salario se cobra al final del mes. Existen también sistemas de cajas de ahorro, de endeudamiento en el consumo con unos tenderos o vendedores de vino que no son sino agentes del patrón, etcétera. Poco a poco se forma en torno a todo un discurso, que es el de la filantropía, el discurso de la moralización de la clase obrera. Más tarde las experiencias se generalizan, gracias al relevo de instituciones, de sociedades que proponen, muy conscientemente, unos programas de moralización de la clase obrera. A esto se va añadiendo el problema del trabajo de las mujeres, de la escolarización de los niños, que es una medida central, decretada por el Parlamento, y esta o aquella forma de iniciativa puramente local adoptada a propósito, por ejemplo, del alojamiento de obreros; nos encontramos así con toda suerte de mecanismos de apoyo (sindicatos de patronos, cámaras de comercio), que inventan, modifican, reajustan, según las circunstancias del momento y del lugar: a pesar de que se obtiene una estrategia global, coherente, racional, no se puede decir ya quien la concibió.

Pero en tal caso, ¿qué papel juega la clase social?

Ahí nos encontramos en el centro del problema, y sin duda de las oscuridades de mi propio discurso. Una clase dominante no es una abstracción, sino un dato previo. Que una clase se convierta en clase dominante, que asegure su dominio y que conserve este dominio, todo eso es desde luego el efecto de un cierto número de tácticas eficaces premeditadas, funcionando en el interior de las grandes estrategias que aseguran tal dominio. Pero entre la estrategia que fija, reconduce, multiplica, acentúa las relaciones de fuerza, y la clase que aparece como dominante, existe una relación de producción recíproca. Se puede decir pues que la estrategia de moralización de la clase obrera es la de la burguesía. Incluso se puede decir que lo que permite a la clase burguesa ser la clase burguesa y ejercer su dominación es la estrategia. Pero creo que no se puede decir que la clase burguesa, en el nivel de su ideología o de su proyecto económico, como si se tratara de una especie de sujeto a la vez real y ficticio, fue la que inventó e impuso por la fuerza esta estrategia a la clase obrera. La moralización de la clase obrera, una vez más, ni Guizot en sus legislaciones, ni Dupin en sus libros son quienes la impusieron. Tampoco fueron los sindicatos de patronos. Y, sin embargo, se ha hecho porque respondía al objetivo urgente de dominar una mano de obra flotante y vagabunda.

¿Pero en qué consiste la separación entre los diferentes sujetos implicados por esta estrategia? ¿No es acaso necesario distinguir por ejemplo los que la producen de los que la sufren? Aun cuando sus inciativas acaben frecuentemente convergiendo, ¿se hallan todos confundidos, o se singularizan? ¿Y en qué términos?

No diría eso exactamente, pero voy a tomar otro ejemplo: el de la constitución de un dispositivo médico-legal, en el que se utilizó la psiquiatría en el terreno penal, por un lado, pero en el que por otro se ven multiplicados los controles, las intervenciones de tipo penal sobre conductas o comportamientos de sujetos anormales. Esto condujo a ese enorme edificio, al mismo tiempo teórico y legislativo, edificado en torno a la cuestión de la degeneración y de los degenerados. ¿Qué es lo que ocurrió con esto? Todo tipo de sujetos intervienen: el personal administrativo, por ejemplo, por razones de orden público, pero en primer lugar los médicos y los magistrados. ¿Es posible hablar de interés? En el caso de los médicos, ¿por qué quisieron intervenir tan directamente en el terreno penal? Cuando apenas habían terminado de separar la psiquiatría, y no sin dificultad, de esa especie de magma que era la práctica de internamiento, cuando apenas habían conseguido separar la teoría de la práctica de la alienación mental y definir su especificidad, lo que dicen es esto: "hay crímenes que nos conciernen". ¿Dónde está su interés de médicos? Decir que hubo una especie de dinámica imperialista en la psiquiatría, que quiso anexionarse el crimen, someterlo a su racionalidad, eso no conduce a nada. Estaría tentado a decir que de hecho, había en ello una necesidad (a la que no resultaría forzado llamar interés) ligada a la existencia misma de una psiquiatría convertida en autónoma, pero que tenía desde entonces que fundar su intervención haciéndose reconocer como parte de la higiene pública. Y no podía fundarla solamente en el hecho de que tenía una enfermedad (alienación mental) que reabsorber. Era también preciso que tuviera un peligro que combatir, como el de una epidemia, de una falta de higiene, etcétera. Ahora bien, cómo demostrar que la locura es un peligro más que mostrando casos extremos en los que una locura podía bruscamente explotar en un crimen monstruoso. De este modo se construyó la monomanía homicida. La locura es un peligro temible precisamente porque no es previsible por ninguna de las personas de buen sentido que pretenden poder conocer la locura. Sólo un médico puede percibirla, y así tenemos la locura convertida en el objeto exclusivo del médico, cuyo derecho de intervención se ve al mismo tiempo fundado. En el caso de los magistrados, se puede decir que fue una necesidad distinta la que hizo que, a pesar de sus reticencias, aceptaran la intervención de los médicos. Al lado del edificio del Código, la máquina punitiva que se les había entregado -la prisión-, no podía funcionar eficazmente más que con la condición de intervenir sobre la individualidad del individuo, sobre el criminal y no sobre el crimen, para transformarlo y enmendarlo. Pero, desde el momento en que existían crímenes de los que no se entendía ni la razón ni los motivos, ya no se podía castigar. Castigar a alguien a quien no se conoce se hace imposible en una penalidad que ya no es la del suplicio sino la del encierro. Así, los magistrados, para poder conciliar un código (que seguía siendo el de la punición, la expiación) con una práctica punitiva que había pasado a ser la de la enmienda y la prisión, se vieron obligados a hacer intervenir al psiquiatra.