Pero antes de aquel viaje, un primaveral día de 1957 mientras caminaba por París, García Márquez se topó con uno de sus dos grandes maestros
norteamericanos: Ernest Hemingway (el otro fue William Faulkner), encuentro que resultó la excusa perfecta para el texto
que años después, en 1981, escribió bajo el título "Mi Hemingway
personal". Allí García Márquez disecciona con devoción y lucidez la maestría artesanal
del autor de "A farewell to arms" (Adiós a las armas) y "The old man and the sea" (El viejo y el mar), aquel "hombre azorado por la
incertidumbre y la brevedad de la vida, que logró descifrar como pocos en la historia humana los misterios
prácticos del oficio más solitario del mundo".
Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Por una fracción de segundo -como me ha ocurrido siempre- me
encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una
entrevista de prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración
sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente
grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí
hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que
no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante
sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una
acera a la otra: "Maeeeestro". Ernest Hemingway comprendió que no podía haber
otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en
alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: "Adiooooós, amigo".
Fue la única vez que lo vi.
Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos en el retrato célebre que le hizo Cartier-Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre.
No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar, desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque éste no parecía tener un sistema orgánico para escribir sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio.
No sólo por sus libros sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para "Paris Review", enseñó para siempre -contra el concepto romántico de la creación- que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo-, sólo la muerte puede ponerle fin". Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar el día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.
Un solo disparo de Francis Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió "como un gato doblando una esquina". Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que sólo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria -como el iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.
Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos en el retrato célebre que le hizo Cartier-Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre.
No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar, desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque éste no parecía tener un sistema orgánico para escribir sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio.
No sólo por sus libros sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para "Paris Review", enseñó para siempre -contra el concepto romántico de la creación- que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. "Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo-, sólo la muerte puede ponerle fin". Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día sólo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar el día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.
Un solo disparo de Francis Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió "como un gato doblando una esquina". Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que sólo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria -como el iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.
Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que
Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas sino por sus cuentos
más estrictos. Hablando de "Por quién doblan las campanas", él mismo dijo que no
tenía un plan preconcebido para componer el libro sino que lo inventaba cada
día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio,
sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como aquellos tres
que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada
obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos -según él mismo le contó a George Plimpton- fueron "Los asesinos", "Diez
indios" y "Hoy es viernes", y los tres son magistrales.
Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se
condensan sus virtudes es uno de los más cortos: "Gato bajo la lluvia". Sin
embargo, aunque parezca una burla de su destino, me parece que su obra más
hermosa y humana es la menos lograda: "Al otro lado del río y entre los árboles".
Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por
los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y
tantos errores de mecánica literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos
tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres
de diálogos de la historia de las letras. Cuando el libro se publicó, en 1950,
la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde
más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no
pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su mejor novela sino
también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño
incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica
de los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus libros dejó
tanto de sí mismo, ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta ternura el
sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La
muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural, era la
prefiguración cifrada de su propio suicidio.
Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un
escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su
realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la
plaza de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir, porque le parecía
simpático, caliente, limpio y amable, y siempre he esperado encontrar otra vez
a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados, que era muy bella
y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. "Eres mía y
París es mío", escribió para ella, con ese inexorable poder de apropiación que
tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue
perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 112 de la calle del
Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería
que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por
si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenia, con sólo mirarlas una
vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más
intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores, de
artistas y pistoleros que sólo existieron por un instante, mientras fueron
suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales
se apropió con sólo mencionarlos. En Cojímar, un pueblecito cerca de La Habana
donde vivía el pescador solitario de "El viejo y el mar", hay un templete
conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con barniz de oro.
En Finca Vigía, su refugio cubano, donde vivió hasta muy poco antes de morir,
la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus
trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las
incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su
muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la sola
magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro -que
es un empecinado lector de literatura- y vi en el asiento un pequeño libro
empastado en cuero rojo. "Es el maestro Hemingway", me dijo. En realidad,
Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina -veinte años después de
muerto-, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la
acera opuesta del bulevar de Saint Michel.