8 de diciembre de 2012

García Márquez & Hemingway. Un hombre ha muerto de muerte natural

En 1958, al regresar de Europa, Ernest Hemingway asistió a la filmación de "El viejo y el mar" que el director John Sturges (1910-1992) estaba realizando en Cuba con la actuación estelar de Spencer Tracy (1900-1967), ese "actor gordo de Hollywood que pretende ser un pescador cubano". "Cuando esté terminada, me desentenderé de las películas para siempre", se quejó Hemingway poco después. Ese mismo año compró una enorme casa en Ketchum, Idaho, al norte de Estados Unidos. En julio del siguiente año, Hemingway de­cidió festejar sus sesenta años en España aprovechando el desafío entre Dominguín y Ordóñez, dos de los más popula­res toreros de la época. Además, la re­vista "Life" le ofreció mucho dinero por un artículo sobre esta nueva visita a la penín­sula ibérica.
Hemingway, inmensamente popular en España, fue recibido con impo­nente algarabía en Zaragoza y la gente hacía largas co­las para que el escritor autografiara sus entradas. Tras una fiesta de cumpleaños con bailarines de flamenco, guitarristas, fuegos artificiales y hasta un concurso de tiro al blan­co, Hemingway fue invitado a otra realizada en Madrid, donde protagonizó un escándalo cuando un amigo, al abrazarlo, rozó su ca­beza. El escritor, furioso primero y llorando después, pidió disculpas y expli­có que ponía mucho em­peño en peinarse hacia ade­lante para disimular su cal­va. El episodio fue tomado como una extravagancia más del escri­tor, sin embargo sus más íntimos sabían que era una señal inequívoca de cier­to deterioro mental que se profundizaba.
Su creciente paranoia tenía mucho que ver con la discreta vigilancia que el FBI le hacía tras su tácito apoyo a la revolución cubana. En agosto de 1960 Hemingway se encerró en su departa­mento de Nueva York, negándose a salir por­que, según sostenía, lo bus­caban para matarlo. Con mu­cho esfuerzo, su esposa lo convenció para radicarse en su casa de Ketchum. Allí sus manías se acentuaron. Convencido de que le estaban robando, conminó al vicepresidente del Banco de Nueva York -donde guardaba la mayor parte de su dinero- a que lo llamara casi a diario para informarle del balance de sus cuentas. A esa altura, algunos de sus me­jores amigos in­sistieron en la conveniencia de su internación. Tras resistirse, finalmente accedió a hacerlo en una clínica de Minnesota en no­viembre de 1960, donde, para evitar la pu­blicidad, se registró con el nombre de George Saviers. El diagnóstico fue desola­dor: Hemingway padecía de hipertensión, un altísimo nivel de colesterol, diabetes y trastornos metabólicos que afectaban el corazón, el hígado y otros órganos vitales. Fue sometido a una serie de tortuosas terapias, entre ellas la electroconvulsiva. Cuando en mayo de 1961 le die­ron el alta, Hemingway regresó a su casa de Ketchum e intentó seguir escribiendo, pero pasaba horas sin lograr escribir una sola oración. Una mañana su esposa lo sorprendió con una escopeta en las manos y alcanzó a arrebatársela con la ayuda de su médico que acababa de llegar. Lo persuadieron para ir hasta un hospital cercano, como esca­la previa al regreso a la clíni­ca donde había estado inter­nado. El escritor pidió unos minutos para llevar al­gunas cosas imprescindibles, pero se dirigió directamente al sótano. Esta vez costó mucho más sa­carle el arma que había apo­yado sobre su cabeza. Al día siguiente, mientras esperaban el avión, Heming­way cruzó deliberadamente la pista de aterrizaje y se en­caminó con pasos vacilantes hacia un avión que comenzaba a girar sus hélices, logrando ser detenido a pocos centímetros del mismo. Hemingway fue internado en el hospital St. Mary, en una sala con barrotes en las ventanas.
Algunas semanas más tarde, cuando volvió a su casa, Hemingway parecía feliz. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a pasar las horas sentado en un rin­cón, día tras día, sin hablar con nadie. El 1 de julio de 1961, después de una cena en un restaurante junto a un amigo, Hemingway su esposa volvieron a su casa. Una vez allí, ambos cantaron juntos, como en los buenos viejos tiempos, e hicieron planes para festejar su cumplea­ños número sesenta y dos, para el que faltaban unos pocos días. Luego se retiraron a descan­sar. Como era costumbre en los últimos años, él dormía en la parte trasera de la casa y ella adelante. "En las primeras horas del domingo 2 de julio de 1961, cuando comenzaba a clarear -cuenta David Landesman en su biografía del autor de "To have and have not" (Tener y no tener)-, el viejo Ernest abandonó sigilosamente su habitación, descendió las escaleras y fue al sótano, donde guardaba sus armas. Las repasó, no sin nostalgias. Acarició sus culatas y recorrió con sus dedos temblorosos los caños oscuros y fríos. Tomó la Boss, una esco­peta británica calibre 12 de dos cañones, que había sido su orgullo. Le colocó dos car­tuchos. Luego subió acompañado por el leve crujido de la escalera de madera que parecía reclamar algo. Detuvo su paso vacilante en el vestíbulo cercano a la puerta principal. Miró por la ventana: el verano estaba en su apogeo. Enton­ces, apoyó la boca del arma contra su frente, respiró hon­do y apretó los dos gatillos".
Ese mismo día, Gabriel García Márquez llegaba por primera vez a la ciudad de México. "La fecha no se me olvidará nunca -diría tiempo después-, aunque no estuviera en un sello de un pasaporte inservible, porque al día siguiente muy temprano un amigo me despertó por teléfono y me dijo que Hemingway había muerto. En efecto, se había desbaratado la cabeza con un tiro de fusil en el paladar, y esa barbaridad se quedó para siempre en mi memoria como el principio de una nueva época. Llegué a la ciudad de México un atardecer malva, con los últimos veinte dólares y sin nada en el porvenir. Sólo tenía aquí cuatro amigos. Uno de ellos era el escritor Juan García Ponce, a quien había conocido en Colombia como jurado de un concurso de pintura. Fue él quien me llamó por teléfono tan pronto supo de mi llegada, y me gritó con su verba florida: 'El cabrón de Hemingway se partió la madre de un escopetazo'. Ese fue el momento exacto -y no las seis de la tarde del día anterior- en que llegué de veras a la Ciudad de México". De inmediato, García Márquez escribió una nota sobre la muerte, la vida y la obra de Hemingway, titulada "Un hombre ha muerto de muerte natural".

Esta vez parece ser verdad: Ernest Hemingway ha muerto. La noticia ha conmovido, en lugares opuestos y apartados del mundo, a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus choferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado. Mientras tanto, en el pueblo de Ketchum, Idaho, la muerte del buen vecino ha sido apenas un doloroso incidente local. El cadáver permaneció seis días en cámara ardiente, no para que se le rindieran honores militares, sino en espera de alguien que estaba cazando leones en Africa. El cuerpo no permanecerá expuesto a las aves de rapiña, junto a los restos de un leopardo congelado en la cumbre de una montaña, sino que reposará tranquilamente en uno de esos cementerios demasiado higiénicos de los Estados Unidos, rodeado de cadáveres amigos. Estas circunstancias, que tanto se parecen a la vida real, obligan a creer esta vez que Hemingway ha muerto de veras, en la tercera tentativa.
Hace cinco años, cuando su avión sufrió un accidente en el Africa, la muerte no podía ser verdad. Las comisiones de rescate lo encontraron alegre y medio borracho, en un claro de la selva, a poca distancia del lugar donde merodeaba una familia de elefantes. La propia obra de Hemingway, cuyos héroes no tenían derecho a morir antes de padecer durante cierto tiempo la amargura de la victoria, había descalificado de antemano aquella clase de muerte, más bien del cine que de la vida. En cambio, ahora, el escritor de sesenta y dos años, que en la pasada primavera estuvo dos veces en el hospital tratándose una enfermedad de viejo, fue hallado muerto en su habitación con la cabeza destrozada por una bala de escopeta de matar tigres.
En favor de la hipótesis de suicidio hay un argumento técnico: su experiencia en el manejo de las armas descarta la posibilidad de un accidente. En contra, hay un solo argumento literario: Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan. En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y sus personajes eran heroicos solamente en función de su temeridad y su valor físico. Pero, de todos modos, el enigma de la muerte de Hemingway es puramente circunstancial, porque esta vez las cosas ocurrieron al derecho: el escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes.


En contraste con el dolor sincero de los boxeadores, se ha destacado en estos días la incertidumbre de los críticos literarios. La pregunta central es hasta qué punto Hemingway fue un grande escritor, y en qué grado merece un laurel que a él mismo le pareció una simple anécdota, una circunstancia episódica en la vida de un hombre. En realidad, Hemingway sólo fue un testigo ávido, más que de la naturaleza humana de la acción individual. Su héroe surgía en cualquier lugar del mundo, en cualquier situación y en cualquier nivel de la escala social en que fuera necesario luchar encarnizadamente no tanto para sobrevivir cuanto para alcanzar la victoria. Y luego, la victoria era apenas un estado superior del cansancio físico y de la incertidumbre moral.
Sin embargo, en el universo de Hemingway la victoria no estaba destinada al más fuerte, sino al más sabio, con una sabiduría aprendida de la experiencia. En ese sentido era un idealista. Pocas veces, en su extensa obra, surgió una circunstancia en que la fuerza bruta prevaleciera contra el conocimiento. El pez chico, si era más sabio, podía comerse al grande. El cazador no vencía al león porque estuviera armado de una escopeta, sino porque conocía minuciosamente los secretos de su oficio, y por lo menos en dos ocasiones el león conoció mejor los secretos del suyo. En "El viejo y el mar" -el relato que parece ser una síntesis de los defectos y virtudes del autor- un pescador solitario, agotado y perseguido por la mala suerte logró vencer al pez más grande del mundo en una contienda que era más de inteligencia que de fortaleza.
El tiempo demostrará también que Hemingway, como escritor menor, se comerá a muchos escritores grandes, por su conocimiento de los motivos de los hombres y los secretos de su oficio. Alguna vez, en una entrevista de prensa, hizo la mejor definición de su obra al compararla con el iceberg de la gigantesca mole de hielo que flota en la superficie: es apenas un octavo del volumen total y es inexpugnable gracias a los siete octavos que la sustentan bajo el agua. La trascendencia de Hemingway está sustentada precisamente en la oculta sabiduría que sostiene a flote una obra objetiva, de estructura directa y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.


Hemingway sólo contó lo visto por sus propios ojos, lo gozado y padecido por su experiencia, que era, al fin y al cabo, lo único en que podía creer. Su vida fue un continuo y arriesgado aprendizaje de su oficio, en el que fue honesto hasta el límite de la exageración: habría que preguntarse cuántas veces estuvo en peligro la propia vida del escritor, para que fuera válido un simple gesto de su personaje. En ese sentido, Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida. Su destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de quienes los quisieron.
Esa es, tal vez, la dimensión más exacta de Hemingway. Probablemente, éste no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un puesto en la gloria internacional.