Cuando Nancy
Fraser ingresó al Bryn Mawr College en Pennsylvania, se encontró por primera
vez con el marxismo, produciéndose un quiebre en su interpretación de la
historia de los Estados Unidos. A partir de allí comenzó a combinar concepciones
de tradiciones diversas del pensamiento: del marxismo, de la corriente alemana
de la teoría crítica desde György Lukács (1885-1971) a Jürgen Habermas (1929), conceptos
del pragmatismo estadounidense de Richard Rorty (1931-2007), elementos del
posestructuralismo francés, especialmente de Michel Foucault (1926-1984) y de
la deconstrucción de Pierre Bourdieu (1930-2002). Estas investigaciones le
revelaron las profundas conexiones existentes en el sistema social y, “si esas
conexiones no se comprenden, se termina mejorando un poco una cosa y empeorando
otra”, afirma en la actualidad. “Entonces creía, y todavía creo, que ninguna
tradición de pensamiento ofrece ella sola toda la comprensión ni todas las
respuestas, y que esas tradiciones deben ser de algún modo combinadas, aunque
existan entre ellas tensiones reales que deben ser resueltas”. Fraser es autora,
entre otros, de los ensayos “Unruly practices. Power,
discourse and gender in contemporary social theory” (Prácticas rebeldes. Poder, discurso y género
en la teoría social contemporánea), “Justice interruptus. Critical reflections
on the postsocialist condition” (Justitia interrupta. Reflexiones críticas
desde la posición postsocialista) y “Fortunes of feminism. From state managed
capitalism to neoliberal crisis” (Fortunas del feminismo. Del capitalismo
gestionado por el Estado a la crisis neoliberal). También ha sido coautora de “Redistribution
or recognition?” (¿Redistribución o reconocimiento?), “Capitalism. A
conversation in critical theory” (Capitalismo. Una conversación desde la teoría
crítica) y “Feminism for the 99%. A manifesto” (Manifiesto de un feminismo para
el 99%), por citar sólo algunos. A continuación, la segunda parte de una
recopilación editada de las entrevistas aparecidas en “Left Voice” (Estados
Unidos) y en “Contexto”, “Sin Permiso”, “El Diario” y “El Salto” (España) entre
marzo de 2017 y mayo de 2019.
¿Cómo podemos abordar esta crisis de la
reproducción social? Algunos autores consideran que lo que hay que hacer es
volver al Estado del Bienestar, crear trabajos públicos y de calidad en
sectores como el de los cuidados. Pero, ¿es una estrategia realista?
El Estado
del Bienestar fue una especie de mezcla. A algunas personas, a una cantidad
significativa de gente, les iba mejor de lo que les va hoy en día, eso está
claro. Sin embargo, ese Estado del Bienestar estaba construido sobre la base de
muchas exclusiones. Dependía de la idea del salario familiar, que significa que
cada familia tiene que tener un varón proveedor y una mujer encargada de la
casa, apuntalando la dependencia de las mujeres hacia los hombres. Excluía,
desde luego en Estados Unidos, a las minorías raciales, cuyo trabajo en la
agricultura o en los hogares no estaba cubierto por la seguridad social. Su
concepto de familia era heteronormativo, no estaba a favor de las familias o
relaciones LGBTQ. Y finalmente, gran parte se pagaba a través del valor que el
llamado Primer Mundo extraía del Tercer Mundo, por lo que también tenía una
dimensión neoimperialista. No es un ideal que podamos adoptar hoy en día,
aunque sí nos interesan las ayudas sociales y la socialización de la
reproducción social que trataba de ofrecer. Otro problema es que no podemos
pensar solo en términos de marco nacional. Estados ricos, Noruega por ejemplo,
que tiene mucho petróleo, pueden hacer un buen trabajo en su territorio
nacional apoyando la reproducción social a través de políticas sociales, pero
muchos Estados no están en esa situación. La mayor parte de la población
mundial vive en países donde no hay un Estado que funcione, son Estados fallidos.
Tenemos que pensar de manera transnacional cómo asegurar los derechos sociales
para todo el mundo. La cuestión de la inmigración está muy relacionada con
esto, ¿por qué hay gente tratando de emigrar a Europa o de cruzar la frontera
sur de Estados Unidos? Porque sufren situaciones invivibles, ya sea por la
violencia, por empobrecimiento extremo o por desastres climáticos. Sólo si
pensamos de manera global, más amplia, podremos imaginar medidas que logren el
objetivo de reconocer, validar y apoyar la reproducción social.
Me gustaría volver a prestar atención ahora a
algunas cuestiones teóricas. En su artículo titulado “Marx’s hidden abode” (La
morada oculta de Marx), ha discutido extensamente cómo el valor se produce no
sólo por el trabajo productivo, sino también por el trabajo que no se
contabiliza. Este último podría ser algo que, incluso, respalda y sostiene el
primero. En un momento sugiere que una parte de la expansión del capitalismo es
el “potencial emancipatorio del capitalismo”. Este “potencial emancipatorio” es
una cuestión harto debatida en el pensamiento marxista y se ha argumentado que,
a menudo, el trabajo no libre no deja de ser forzado por medio de la dialéctica
de la “doble libertad” del capitalismo. En este contexto ¿cómo se puede entender
el potencial emancipatorio del capitalismo en relación con este trabajo esclavo
contemporáneo?
La
expresión “doble libertad” es irónica. El lado positivo tiene que ver con tener
libertad de movimiento y con tener el derecho de iniciar “voluntariamente” un
contrato laboral. Pero, como bien sabe, esto tiene una contrapartida. Al
devenir libre para vender la propia fuerza de trabajo, uno también es liberado
-es decir, privado- del acceso a los medios de subsistencia y de producción.
Marx hizo hincapié en que los proletarios han sido “liberados” del acceso a la
tierra, a las herramientas, a las materias primas y demás activos que
necesitarían para organizar su propio trabajo y satisfacer sus necesidades. En
consecuencia, no tienen más remedio que firmar un contrato laboral con un
capitalista. El lado positivo de la libertad está seriamente comprometido, si
no es simplemente ilusorio. La libertad en el capitalismo es, en efecto, una
espada de doble filo. Si uno es un esclavo o un siervo, la capacidad para convertirse
en un trabajador asalariado es sin duda un paso adelante, como el mismo Marx
subrayó. Pero eso no significa que uno sea libre en un sentido pleno y firme.
Por el contrario, el proletariado se convierte en sujeto de una forma diferente
de dominación, una dominación más impersonal y abstracta. Por ello, no
exageraría el potencial emancipatorio del capitalismo, pero tampoco lo
ignoraría. La clave es, sin embargo, otra cuestión: el capitalismo no es un
sistema uniforme. No trata a todos de la misma manera al mismo tiempo. Incluso
cuando “emancipa” a algunos de la dependencia y del trabajo forzado y los
convierte en proletarios doblemente libres, deja a otros -a muchos más, de
hecho- en contextos y formas de dominación tradicionales. O, más bien, reformula
estos contextos y formas de dominación tradicionales formas nuevas y, a menudo,
altamente opresivas. De hecho, he argumentado recientemente que la explotación
de los “trabajadores libres” está íntimamente vinculada, y de hecho depende de
ella, con la expropiación de “otros” dependientes. Por expropiación entiendo la
incautación de los bienes de las personas subyugadas (su trabajo, tierra,
animales, herramientas, niños y cuerpos) y la canalización de esos activos
confiscados en los circuitos de acumulación de capital. En este sentido, la
expropiación difiere marcadamente de la explotación. La explotación está
mediada por un contrato salarial: el trabajador explotado intercambia
“libremente” su fuerza de trabajo por salarios que se supone que cubren la media
de los costos socialmente necesarios para su reproducción. La expropiación, por
el contrario, prescinde de la excusa del consentimiento y secuestra brutalmente
propiedades y personas sin recompensa, sea mediante fuerza militar o a través
de la deuda. Mi percepción es parecida a las de Rosa Luxemburgo y David Harvey:
la explotación por sí sola no puede sostener la acumulación capitalista a lo
largo del tiempo. Esta última depende, por el contrario, de continuos aportes
de expropiación. Así que los dos “exp” (explotación y expropiación) están
entrelazados. Y es el proceso combinado de explotación y expropiación el que
genera esa plusvalía. Esta idea está brillantemente ilustrada por una frase de
Jason Moore. Él dice que “detrás de Manchester se encuentra Mississippi”. Esto
significa que la industria textil altamente rentable de Manchester que escribió
Engels no habría sido rentable sin el algodón barato suministrado a través del
trabajo esclavo de las Américas. Añadiría incluso una tercera “M” por Mumbai, para
señalar el importante papel que jugó en el ascenso de Manchester la destrucción
calculada de la fabricación textil india por parte de los británicos. Este es
un caso en el que la expropiación es una condición para la posibilidad de una
explotación rentable. El capitalismo lleva a cabo un doble juego con las
personas, destinando a unos a la “mera” explotación mientras que condena a
otros a la brutal expropiación, una distinción que ha ido asociada
históricamente con el imperio y la raza. Por lo tanto, rechazo la afirmación, a
menudo atribuida a Marx, de que el valor se produce sólo por el trabajo
asalariado. Hay muchas otras aportaciones no remuneradas al proceso, incluido
el trabajo social y reproductivo de las mujeres, sin el cual no sería posible
el trabajo asalariado.
Para comprenderlo mejor ¿podría explicar esta
dinámica del potencial emancipatorio del capitalismo teniendo a las economías
de la “periferia” en mente? ¿Cree que se puede seguir pensando en ellas como
una periferia en el contexto del neoliberalismo que parece proveer de una
libertad plena al capital al tiempo que restringe el trabajo al territorio
nacional?
El
lenguaje de “núcleo y periferia” tiene menos sentido ahora que en períodos
anteriores, pero aún estamos batallando por encontrar una alternativa
satisfactoria. Los defensores de la perspectiva del sistema-mundo [también
conocida como economía-mundo] dicen que los países semiperiféricos están
diseñando estrategias para ascender en la escala de valor agregado de la
producción de productos básicos. Pero incluso esta visión no es completamente
adecuada para una situación en la que la industria se está reubicando a gran
escala desde los núcleos históricos hasta los llamados BRICS (Brasil, Rusia,
India, China y Sudáfrica). Dado el peso de las economías de estos últimos, se
hace difícil llamarlos “semiperiféricos” y mucho menos “periféricos”. Lo que
complica todavía más la situación es que, a pesar de su peso económico, los
países BRICS no están (¿todavía?) en una posición que los afirme como poderes
globales en el escenario mundial. Más bien, un poder económico en decadencia -Estados
Unidos- aún (de momento) juega el rol de hegemonía mundial, a pesar de la caída
en picada de su credibilidad moral y de su cambio de estatus al ser una nación deudora.
A dónde va todo esto sigue sin estar claro y en gran parte depende de China.
Pero al margen de cómo se desarrollen las cosas, tendremos que desarrollar
nuevos vocabularios y marcos conceptuales para captar una nueva situación
histórica. No obstante, una cosa sí que está clara: ha habido un cambio
tremendo en la relación entre la explotación y la expropiación en el
capitalismo financiarizado. Esto se debe en gran parte a la relocalización de
la fabricación fuera del núcleo histórico y a la universalización de la
expropiación vía deuda. Esto último es obvio en el caso del desposeimiento de
tierras y de los programas de ajuste estructural que imponen condiciones de
préstamo a los estados del sur global. Los gobiernos de todas las partes de
América Latina, África y Grecia han tenido que reducir el gasto social y abrir
sus mercados al capital extranjero, vampirizando a su gente para el beneficio
del capital. En estos casos, la deuda es un vehículo de expropiación en la
(antigua) periferia y semiperiferia, incluso cuando estas regiones también se
están convirtiendo en territorios principales de explotación. Al mismo tiempo,
la expropiación va en aumento en el “núcleo” histórico. Como el trabajo
precario sustituye a la mano de obra industrial sindicalizada, el capital paga
a sus trabajadores menos del costo socialmente necesario para su reproducción.
Y sin embargo todavía necesita que estos trabajadores cumplan una doble función
como consumidores. ¿Entonces qué hay que hacer? La solución es inflar la deuda del
consumidor que permite a la gente comprar cosas baratas producidas en otros
lugares. Aquí, también, la expropiación se alimenta de aquellos que también son
explotados en los llamados “trabajos basura”. Así que esta es una nueva
constelación que revuelve la vieja división explotación/expropiación. En este
sentido, me preguntaba por las implicaciones de esto para la emancipación. Esta
es, en mi opinión, la pregunta clave para la izquierda en nuestro tiempo. ¿Qué
sigue políticamente al hecho de que el capitalismo ya no asigne la explotación
a un grupo social o región y la expropiación a otro grupo o región? Cuando ese
era el caso, los ciudadanos-trabajadores “libremente” explotados del núcleo
podían disociar fácilmente sus objetivos y luchas de aquellos sujetos
subyugados, racializados y expropiados de la periferia. Y eso debilitó las
fuerzas de la emancipación, al tiempo que permitía un divide y vencerás. En la
actualidad, sin embargo, casi todo el mundo está siendo explotado y expropiado
simultáneamente. Por lo tanto, parece que la base material para esas viejas
divisiones internas de la clase trabajadora está desapareciendo. En teoría,
esto debería abrir perspectivas para alianzas nuevas y ampliadas. Si los que
sufren de ello pueden entender que la expropiación y la explotación son dos
elementos analíticamente distintos, pero prácticamente aunados en un solo
sistema capitalista, podrían concluir que comparten un mismo enemigo y que
deberían unir sus fuerzas. Pero este efecto no es automático ni garantizado. Por
ahora, al menos, los cambios asociados con el capitalismo financiarizado están
engendrando paranoia y ansiedad, que a su vez conducen a formas exacerbadas de
chovinismo, incluso en los populismos de derecha que discutimos al principio. La
izquierda, como dije, debe rechazar taxativamente los terroríficos juegos
tácticos del liberalismo con la palabra “populismo”. Sin miedo a esta palabra y
dispuestos a conquistar a aquellos atraídos por sus variantes derechistas,
debemos armar nuestra propia crítica estructuralista de izquierda del
neoliberalismo progresista y nuestra propia visión transformadora de una
alternativa emancipadora. Rompiendo definitivamente tanto con la economía
neoliberal como con las diversas políticas de reconocimiento que últimamente la
han apoyado, debemos desechar no sólo el etnonacionalismo excluyente, sino
también el individualismo liberal-meritocrático. Sólo aunando una sólida
política de distribución igualitaria con una política de reconocimiento
sensible a las clases y sustantivamente inclusiva podemos construir un bloque
contrahegemónico que nos lleve de la crisis actual hacia un mundo mejor.
En su libro “Fortunas del feminismo”, decía que
las luchas por el reconocimiento así como por la redistribución, “no tienen un
carácter inherentemente anticapitalista”, sino que debían “estar ligadas a
luchas anticapitalistas”. ¿Cuáles son las consecuencias políticas de esta
división y cómo seguir hacia delante?
Yo daría
un paso atrás, históricamente, para contextualizar esos términos,
“redistribución” y “reconocimiento”, que han sido términos clave para la forma
en que he intentado comprender estos desarrollos durante varias décadas. Para
mí, el término “redistribución” ya era una especie de concesión y de alguna
manera una alternativa al socialismo o quizás un “socialismo light”. Es el
socialismo que no se atreve a nombrarse a sí mismo. En otras palabras, cuando
los movimientos obreros y otros movimientos radicales, los movimientos
socialistas, estaban luchando contra las reglas básicas de la sociedad
capitalista, las relaciones de propiedad, la apropiación de la plusvalía, etc.,
no hablaban en realidad de redistribución, sino de transformación estructural.
Creo que el término “redistribución” fue desarrollado dentro de la
socialdemocracia y supone en realidad que el problema es la distribución
injusta de bienes divisibles. No se trata de cambiar las reglas de base, por
decirlo de alguna manera. Yo diría que después de la Segunda Guerra Mundial,
este paradigma redistributivo se volvió dominante en Estados Unidos, pero
también en países socialdemócratas ricos, y en muchos Estados desarrollistas
que no eran tan ricos, los Estados independientes que también intentaban “desarrollarse”.
Y ciertamente corrientes importantes del movimiento obrero y de la izquierda,
la izquierda socialdemócrata, retomaron este concepto de la redistribución. Hay varios problemas con esto,
evidentemente, pero un problema adicional es que este fue un período, de la
posguerra, en el cual ese modelo redistributivo empezó a aparecer como
demasiado restrictivo. Entonces, creo que lo que sucedió como respuesta fue que
se desarrolló un segundo paradigma junto con el paradigma dominante
redistributivo, que yo y muchas otras personas han denominado “reconocimiento”,
en el cual el problema no es sólo que uno quiere ser tratado de manera
igualitaria, sino que quiere que se reconozca, apruebe y valide su
especificidad. Pero, una vez más, la historia nos presenta muchas sorpresas.
Porque el momento en el cual se desarrollaba el paradigma del reconocimiento
también fue el momento en el que el modelo capitalista fordista en decadencia
se encontraba con dificultades y cuando la redistribución socialdemócrata perdía
su base económica. Entonces había dos sectores que parecían estar en conflicto.
Tenemos que entender que hoy el “desarrollo” es la transición de una forma de
capitalismo -la forma socialdemócrata administrada por el Estado- hacia otra,
la forma financiarizada y globalizadora. Esa transición es la que está creando
las alianzas extrañas y los antagonismos muy poco productivos entre sectores de
la población que tal vez se habrían aliado en otras circunstancias.
En su trabajo, describe la historia del feminismo
como un drama en tres actos. ¿Cuáles son y en qué medida vienen marcados por el
cese de las luchas por la redistribución en favor del reconocimiento?
Cuando el
feminismo de segunda ola irrumpió en los ‘60 y ‘70 formaba parte, claramente,
de la Nueva Izquierda y de la oleada de levantamientos juveniles, del antiimperialismo.
Era el tiempo de la Guerra de Vietnam, del movimiento por los derechos civiles,
del poder negro. El feminismo de segunda ola desarrolló un cariz radicalmente
anticapitalista, antiimperialista y antirracista. Hasta que empezó a gravitar
en una dirección liberal y se convirtió en lo que yo llamaría un movimiento
meritocrático en lugar de uno igualitario. La idea es que se intentan
desmantelar las formas de discriminación que impiden el ascenso de las “mujeres
talentosas” a la cima de la jerarquía corporativa. Según este modelo, la
igualdad de género significa, en esencia, que las mujeres de la clase directiva
sean iguales a los hombres de la clase directiva. No significa realmente desarrollar
una sociedad igualitaria para todos.
Sin embargo, su relato no termina ahí. ¿Qué abre
la puerta a la posibilidad de un tercer acto?
Cuando
estalla la crisis financiera en 2007/2008, se empieza a cuestionar la idea del
capitalismo neoliberal, globalizador y financiarizado. Comenzamos a ver una
revuelta contra el neoliberalismo, que empieza a inquietarse. Esto constituye
para
mí el
tercer acto del drama, una oportunidad para un nuevo tipo de feminismo.