Entre
finales de la década de ‘70 y comienzos de los años ‘80 coincidieron varios
fenómenos económicos y sociales que afectaron las maneras de organizar el
trabajo y condujeron, en muchos aspectos, a una nueva “lógica organizacional”,
tal como la define el sociólogo y economista español Manuel Castells (1942) en
“La transformación del trabajo”. Entre esos fenómenos se destacan, entre otros,
el agotamiento de la producción en masa, la aplicación de políticas económicas
neoliberales, la crisis de rentabilidad y de las grandes corporaciones y la
invasión de las tecnologías informáticas. Por estas razones, la organización
del trabajo en las empresas sufrió, tanto en su dimensión técnica como en la
social, una mutación estructural en relación al modelo de organización y de
administración anterior. Hasta entonces las empresas se configuraban como
estructuras administrativas rigurosamente centralizadas, más o menos
autoritarias y verticales, con una relativa claridad tanto en el reparto de las
tareas (dimensión técnica) como en la distribución de las relaciones de poder
(dimensión social). Castells recuerda que esa transformación trajo aparejada la
desintegración de la gran empresa estructurada según los principios de la
integración vertical y de una división (social y técnica) particular del
trabajo. La organización vertical fue sustituida por la “firma horizontal”, es
decir, “una red dinámica y estratégicamente concebida de unidades
autoprogramadas y autodirigidas, fundadas sobre la descentralización, la
participación y la coordinación”.
De todas
maneras, a pesar de esos cambios estructurales, la alienación, el estrés, los
salarios bajos, la explotación laboral y la pobreza siguen estando presentes en
la sociedad actual a través de las nuevas tecnologías. Con el paso de los años
y las innovaciones tecnológicas, lejos de conseguir mejorar las condiciones de
vida de la mayor parte de las personas, se ha cambiado de método pero no de
condiciones. La vida de los seres humanos está siendo dominada por poderes
impersonales que no pueden controlar, desde burocracias políticas hasta fuerzas
económicas. Ya no se habla sólo de alienación como lo hacían los sociólogos
tras las transformaciones en materia laboral introducidas tras la Revolución
Industrial. La enojosa situación de los obreros a mediados del siglo XIX sigue
siendo válida para la mayor parte del trabajo que se hace en las oficinas y en
el sector de los servicios a inicios del siglo XXI. En su libro “The overworked
american” (El americano agotado), la socióloga estadounidense Juliet Schor (1955)
afirma que “el 30% de las personas adultas de Estados Unidos dice que
experimenta altos niveles de estrés casi cada día, y un porcentaje aún más alto
dice que experimentan un estrés elevado al menos una o dos veces a la semana. La
población de Estados Unidos se está matando, literalmente, a base de trabajar
en exceso, lo que se ve claramente en el papel adyuvante del trabajo en
desarrollar patologías cardíacas, hipertensión, problemas gástricos, depresión,
agotamiento y otras patologías muy diversas”. Si esto pasa en la mayor de las
potencias económicas del mundo, es casi inimaginable lo que pasa en los países
subdesarrollados o en los eufemísticamente llamados países en “vías de
desarrollo” o “emergentes”.
Hace
doscientos años el economista inglés David Ricardo (1772-1823) advertía en su
libro “On the principles of political economy and taxation” (Principios de
economía política y tributación): “Estoy convencido de que la sustitución del
trabajo humano por las máquinas es con frecuencia perjudicial para los
intereses de la clase trabajadora. Tengo motivos para creer que el fondo del
que los propietarios terratenientes y los capitalistas obtienen sus
rendimientos puede aumentar, mientras que el otro fondo, del que depende
fundamentalmente la clase trabajadora, puede disminuir; así que por
consiguiente, afirmo que la misma causa que puede aumentar la renta neta del
país puede, al mismo tiempo, dejar población sobrante y empeorar las
condiciones de vida de los trabajadores”. Hoy, los avances tecnológicos florecientes
en una serie de campos, incluyendo la robótica, la inteligencia artificial, la
nanotecnología, la computación cuántica y la biotecnología, productos todos
ellos de la denominada Cuarta Revolución Industrial, afectarán aún más la
situación de los trabajadores.
La lista
de ocupaciones que, según los investigadores, podrían dejar de existir aumenta
diariamente. Se estima que entre un tercio y la mitad de todos los empleos son
susceptibles de ser automatizados en los próximos veinticinco años. En América
Latina, donde los trabajos suelen ser más intensivos en mano de obra y, por lo
tanto, más automatizables en principio, esta cifra sería incluso más alta. En
un mundo en el que las nuevas tecnologías pudiesen hacer todo el trabajo cabría
preguntarse de qué se ocuparán los seres humanos. Dejando de lado ciertas
profesiones, en un mundo así la inmensa mayoría de los bienes y servicios se
producirían sin necesidad de asalariados, convirtiendo la economía, como decía
el sociólogo y filósofo polaco-británico
Zygmunt Bauman (1925-2017) en “Wasted lives. Modernity and its outcasts” (Vidas
desperdiciadas. La modernidad y sus parias), en una gran máquina de fabricar
“desperdicios humanos” que no tienen ningún papel útil que desempeñar y ninguna
oportunidad de ganarse la vida.
La
sociedad actual se caracteriza por un sector industrial en disminución y el
predominio del sector de servicios, y la era postindustrial se ha caracterizado
por una disminución espectacular en la demanda de trabajo no cualificado. En el
mercado laboral moderno, los contextos de empleo son cada vez más
diferenciados, y con una competición creciente por los puestos. El rendimiento
académico individual se ha convertido en un requisito previo para la
supervivencia económica. Así como el dominio de la tierra y el agua hicieron
efectiva la revolución agrícola y con ella al mundo antiguo, el dominio de la
energía cinética hizo posible la forma social industrial que predominó hasta
fines del siglo XX. Hoy, los seres humanos son cada día más prescindibles
frente a una tecnología en la que la ingeniería electrónica, los sistemas
computacionales y la robótica se constituyen en el puntal de una revolución
científica y tecnológica en la que el trabajo y la productividad adquieren un
nuevo significado y sentido.
Los
adalides del sistema económico dominante siempre han dicho que el trabajo es la
fuente creadora de la riqueza, por lo que era importante trabajar y ganarse el
sustento ya que la ociosidad era la madre de todos los vicios. Pero el final
del siglo XX y lo que va del siglo XXI, con una contundencia nunca antes vista,
hizo del trabajo una mercancía en devaluación constante. La nueva realidad es
que el trabajo cada vez valdrá menos. No hay en el presente una respuesta desde
la teoría económica para resolver el problema del desempleo, la distribución de
la riqueza, la pobreza y las múltiples desigualdades económicas. Desde el
propio ámbito ultra liberal, representado en este caso por el economista
estadounidense Jeremy Rifkin (1945), se reconoce sin tapujos que la revolución
tecnológica traerá aparejada una gran reducción del trabajo. “Antes de que nuestra
forma de trabajar se vea afectada por esas profundas reformas, hace falta
reconocer que nos espera un futuro en el que el papel tradicional de los
puestos de trabajo en el sector privado, en cuanto sostén de nuestra vida
económica y social, será superado definitivamente”, asegura en “The end of
work” (El fin del trabajo), y hasta considera que “la desaparición del trabajo puede
ser una buena ocasión para todos, ya que, por ejemplo, puede suponer la
reducción de la jornada de trabajo y el surgimiento de nuevas oportunidades”.
Como
quiera que sea, una realidad impera: la riqueza está cada día más concentrada
en menos manos. El 1% de la población mundial supera en riqueza al 99%
restante, y eso no va a cambiar de forma alguna bajo el actual modelo
económico. Esta realidad sin dudas generará (ya lo viene haciendo) una forma de
alienación diferente a la que históricamente ha predominado. Por esa razón es
que ha emergido un nuevo discurso en el terreno laboral que enfatiza que los trabajadores
hagan de sus pasiones su trabajo, o en caso de que esto no sea posible,
convertir su trabajo en su pasión. A través de este procedimiento se desarrolla
toda una manipulación psicológica encaminada a que el trabajador obtenga
satisfacción y entretenimiento de su trabajo, de manera que las fronteras entre
lo lúdico y lo laboral son hábilmente difuminadas. Es una estrategia dirigida a
convertir el trabajo en una herramienta de realización personal que en vez de
generar toda clase de daños psíquicos e insatisfacciones genera, por el
contrario, una gran satisfacción psicológica hasta el punto de convertirse en
fuente de felicidad. Lo que no se dice es que, en cada vez más sectores
laborales, los niveles de explotación son mayores dada la precariedad, los
magros sueldos y la incertidumbre sobre la conservación del empleo. En este
sentido, la alienación consiste en aceptar la explotación económica, o sea,
trabajar más horas por menos salario o incluso sin recibir ninguna remuneración
a cambio, renunciar a las vacaciones, aumentar la disponibilidad más allá de la
jornada laboral, estar dispuesto a aceptar salarios cada vez más bajos, menor
duración de los contratos, etc. Esto no hace más que aumentar la precariedad,
la inestabilidad, y convierte al trabajo en un completo tormento para un mayor
número de trabajadores.
Asimismo,
las actitudes antes descritas abocan irremediablemente a una dinámica
completamente destructiva que se manifiesta en las razones justificadoras
utilizadas. En lo que a esto respecta no puede olvidarse que en la sociedad
capitalista el mercado laboral es altamente competitivo, lo que hace que
explotarse a uno mismo sea considerado en muchas ocasiones la única manera de
mejorar la empleabilidad. El resultado de esta dinámica es bastante paradójico
debido a que los trabajadores, cuanto más intentan superar su alienación a
través de fantasías de empleabilidad, más alienados están ya que lo único que
finalmente consiguen es precarizar el trabajo, aumentar la explotación,
perjudicar a los demás trabajadores y reforzar los valores capitalistas de
producción de beneficios además del poder de los empresarios.
Sociedad
postindustrial, así se ha denominado sociológicamente a las sociedades
actuales, ámbitos en los que el trabajador típico ya no es el obrero dado que
su trabajo paulatinamente se va sustituyendo por las nuevas tecnologías en
constante progreso, algo que requiere un nuevo personal de técnicos y más
empleados en las oficinas, el comercio, los transportes, los servicios. En
ellas, las técnicas modernas de comunicación se dirigen simultáneamente a masas
considerables de oyentes, a quienes bombardean incesantemente con imágenes,
discursos huecos y trivialidades, y en quienes suscitan, mediante la publicidad
o la propaganda, aspiraciones y necesidades siempre renovadas. Esto no hace más
que convertirlas en agentes pasivos, consumidoras comerciales del ocio. De
hecho hoy la sociedad de consumo consiste, en buena parte, en el consumo del
ocio. Un ocio predominantemente pasivo, claro, en cuanto que unos lo disfrutan
y son otros los que lo piensan y lo organizan; un ocio que forma parte de una
importante industria cuyo objetivo es el rendimiento económico.
Ya no se
habla del ocio como una experiencia integral de la persona y un derecho humano
fundamental, como una experiencia compleja centrada en actuaciones queridas,
libres, satisfactorias, con un fin en sí mismas y personales, con implicaciones
individuales y sociales. Hoy por hoy, el ocio parece haberse convertido en una
falacia que se diluye como una instancia más del proceso de reproducción
ampliada del capital, en la barahúnda del intercambio y el consumo. El estar
libre del trabajo no significa estar libre del capital, pues la reproducción
ampliada del mismo ha ocupado todos los espacios de la cotidianidad más allá de
los de las fábricas y las empresas. El tiempo libre provechoso, fructífero,
saludable, es cada vez más una lejana utopía ante la avalancha apabullante del
hedonismo de la cultura de masas. Ya lo decía en el siglo XVIII el filósofo
francés Denis Diderot (1713-1784), una figura decisiva de la Ilustración, en
“Principes philosophiques sur la matière et le mouvement” (Principios
filosóficos sobre la materia y el movimiento): “El tiempo libre es la parte más
importante de nuestra vida”.
Por algo a
fines del siglo XIX el médico y teórico político franco-español Paul Lafargue (1842-1911)
decía que “en la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda
degeneración intelectual, de toda deformación orgánica”. En “Le droit à la
paresse” (El derecho a la pereza) manifestaba con suma ironía que “Jehová, el
dios barbado y huraño, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza
ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad”. Ya en
1738 el filósofo, economista e historiador escocés David Hume (1711-1776)
alertaba en su “A treatise of human nature” (Tratado de la naturaleza humana)
que “el trabajo y la pobreza, tan aborrecidos por todo el mundo, son el destino
seguro de la gran mayoría”. Hoy, con una población mundial de aproximadamente
6.000 millones de personas de las cuales 1.400 millones sufren pobreza extrema
y casi 900 millones sufren hambre, no tienen acceso al agua potable y a otros
servicios básicos como la salud y la educación, en medio del dolor, de la
miseria y de la corrupción, esas palabras parecen tener más vigencia que nunca.