¿Cómo es
la relación trabajo-ocio? ¿Es compatible? ¿Es necesaria? ¿Es oportuna? ¿Es
viable? ¿Es el trabajo alienante? ¿Puede el ocio ser enajenante? ¿Existen
puntos de equilibrio entre uno y otro? ¿Trabajo y ocio son términos opuestos o
complementarios? ¿El trabajo es una invasión de nuestra privacidad? ¿Desgasta el
ocio más rápidamente que el trabajo? ¿Es el trabajo un placer o una esclavitud?
¿El ocio es el padre de todos los vicios o la consumación de todas las virtudes?
¿El trabajo es el mejor remedio contra todos los males? ¿Es el ocio la principal
causa de la melancolía? ¿El trabajo es la condición esencial de la felicidad de
los seres humanos? ¿El ocio los desnaturaliza e insubordina? Preguntas,
preguntas y más preguntas… A lo largo de la historia de la humanidad se ha
tratado de encontrarles una respuesta tanto desde la filosofía, la antropología
y la sociología como desde la medicina, la economía y la religión. Los
resultados son dispares.
El
filósofo y médico inglés John Locke (1632-1704), por ejemplo, sostenía en su obra
“An essay concerning human understanding” (Ensayo sobre el entendimiento
humano) que “Dios ofreció el mundo a los seres humanos y cada hombre era libre
de apropiarse de aquello que fuera capaz de transformar con sus manos”, a la
vez que se refería a los “derechos inalienables” como esenciales para la propia
existencia de los ciudadanos. Por su parte Max Weber (1864-1920), afirmaba en “Psychophysik
industrieller arbeit” (Psicofísica del trabajo industrial) que se necesitaba “gente
que trabaje, que esté dispuesta a trabajar el máximo de horas posibles” para que
la economía triunfe. Para el sociólogo, economista y filósofo alemán, trabajar
mucho era la salvación. “El ejercicio de una determinada profesión concreta
constituye como un mandamiento que Dios dirige a cada uno, obligándole a
permanecer en la situación y estado en que lo ha colocado Dios en su divina
providencia, una vez para siempre, y contener dentro de estos límites todas sus
aspiraciones y esfuerzos en este mundo”, agregaba en “Die protestantische ethik
und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del
capitalismo). Y Herbert Marcuse (1898-1979), filósofo y sociólogo germano-estadounidense,
aseguraba en “One dimensional man” (El hombre unidimensional) que el trabajo es
“la actividad existencial del hombre”, su “actividad libre y consciente”; no
era solo un medio para mantener su vida sino para desarrollar su naturaleza
universal, y sintetizaba los principios y aspiraciones del sistema capitalista
resumiéndolos bajo el lema “Vivir para trabajar. Trabajar para consumir”.
Todos
estos pensadores glorificaron el trabajo como único fin en la vida del hombre,
pero no hicieron ningún tipo de referencias al ocio. Claro, desde una
perspectiva pragmática y utilitarista en la que el trabajo configura el centro
de la existencia, pareciera que el ocio, entendido como ausencia de
productividad o eficiencia, equivale a inercia o liviandad. Fue el filósofo
alemán Josef Pieper (1904-1997) quien denunció y expuso las consecuencias de
asociar el término “ocio” con el de “pereza” o “desidia” en su ensayo “Musse
und kult” (El ocio y la vida intelectual). El ocio, arguyó el pensador alemán,
tal como fue concebido en la antigüedad, es el “espacio en el que el hombre se
encuentra consigo mismo, cuando asiente a su auténtico ser. La esencia de la
pereza, en cambio, es la no coincidencia del hombre consigo mismo”. Desde este punto
de vista, el ocio no parece ser una actividad antojadiza o arbitraria ya que
adquiere un significado muy especial para el ser social. Bertrand Russell
(1872-1970), por su parte, en “In praise of idleness” (Elogio de la ociosidad)
planteaba una distinción entre ociosidad negativa y ociosidad positiva. La primera
era la de los poseedores de los medios de producción que vivían del trabajo de
los demás. “La noción de que las actividades deseables son aquellas que
producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba”, diría con
respecto a ésta. La segunda, era la del trabajador que, una vez cumplida sus
obligaciones laborales, podía dedicarse a cultivar sus aficiones, satisfacer la
curiosidad y atender a su familia. “Ser capaz de llenar el ocio de una manera
inteligente es el último resultado de la civilización”, diría con respecto a
esta otra. Para el filósofo y matemático británico la ociosidad positiva era
fundamental para la civilización humana. Sin ella, el hombre no hubiese podido progresar
ni material ni espiritualmente.
Mientras
que hoy, bajo las presiones del sistema económico imperante en el que la lógica
del capital rige no sólo el tiempo de trabajo sino también el tiempo fuera de
él, suele interpretarse al ocio como un tiempo robado al trabajo, en la
antigüedad clásica, al contrario, el trabajo era el tiempo robado al ocio. En
la Atenas de hace unos 2.500 años el ocio era considerado una virtud. El
filósofo Platón de Egina (427-347 a.C.) decía en su “Politeia” (República) que
un hombre libre era el que poseía “skholè”, vocablo que implica ocio, tiempo
disponible. Muchísimo años después el sociólogo francés Pierre Bourdieu
(1930-2002) usaría el mismo término en sus “Méditations pascaliennes”
(Meditaciones pascalianas) para referirse al tiempo libre de presiones que
permite suspender los apremios de las necesidades económicas y sociales. Para
Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), el ocio era el objetivo que se pretende
alcanzar mediante el trabajo; en su “Ethica Nicomachea” (Ética a Nicómaco) manifestaba
que “del mismo modo que se hace la guerra para tener paz, la razón por la que
se trabaja es para obtener ocio”. Sin embargo, el ocio no es simplemente tiempo
libre o ausencia de actividad, sino que, por el contrario, se trata de una
actividad gozosa, poseedora de un placer intrínseco. Los griegos solían dedicar
su tiempo de ocio a las artes y a la contemplación, actividades que se
distinguen por ser deseables por sí mismas: se realizan por ellas mismas y por
el disfrute que las acompaña, y no por dinero, poder u honores. Por ello es que
el ocio griego trascendía la mera ausencia de trabajo: se trataba de un espacio
propicio para el conocimiento y la felicidad, en el que el hombre podía
alcanzar su plenitud como humano.
Si en
Grecia Aristóteles y Platón desarrollaron el concepto de ocio, en la Roma
antigua el filósofo y orador Lucius Annaeus Séneca (4 a.C.-65 d.C.) le dio un
contenido más práctico. En “De otio” (Sobre el ocio) aseguraba que para poder
discernir lo bueno y verdadero de lo malo y falso, el hombre necesitaba
separarse por un momento de los otros hombres y de todas sus actividades y, en
soledad y silencio, reflexionar sobre su vida y el curso que debía seguir.
“Sólo con el ocio seremos capaces de elegir un modelo digno al que encaminar la
vida; sólo en el ocio podremos avanzar en la vida según pautas uniformes y
coherentes”. Para Séneca había tres clases de vida: la primera era la entregada
al placer, la segunda a la contemplación y la tercera a la acción. “Ni el que
da su aprobación al placer existe sin la faceta contemplativa, ni el que se
vincula a la contemplación existe sin el placer, ni aquél cuya vida está destinada
a la acción sobrevive sin la faceta contemplativa. Una cosa no puede darse sin
la otra. Ni el uno se entrega a la contemplación sin actuar, ni el otro actúa
sin entregarse a la contemplación”.
Más
adelante, en la época del Imperio Romano, se consideró al ocio como un tiempo
de descanso y recreación indispensable para poder dedicarse al trabajo. Así fue
cómo surgió el sustantivo “negocio” del latín “negotium”. Esta palabra, a su
vez, está formada por la negación “nec” y el sustantivo “otium”, es decir, lo
que no es ocio. El término designaba al tiempo en el que se realizaban
determinadas tareas para obtener una recompensa a cambio. Esto en el caso de
los habitantes libres; en el caso de los esclavos, sólo debían hacerlo para
conservar sus vidas. Para ellos, el trabajo era sinónimo de servidumbre. Luego,
ya en la época medieval, con el predominio de las escuelas filosóficas del Escolasticismo
y el Tomismo -que intentaron combinar la filosofía aristotélica con la teología
cristiana-, el hecho de trabajar comenzó a tener otras connotaciones: se
justificaba el trabajo por la maldición bíblica (aquella de “ganarás el pan con
el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste
sacado”) y se produjeron marcados cambios culturales en la vida cotidiana de
las personas. Las costumbres romanas clásicas fueron transformándose
progresivamente y, bajo la influencia legada por la “Sancta regula” (Santa
regla) del monje cristiano Benito de Nursia (480-547), el trabajo fue
convirtiéndose en una obligación moral y el ocio pasó a ser condenado.
A
comienzos de la Edad Moderna, época caracterizada por un fuerte sistema
monárquico y el feudalismo como sistema político, económico y social, Tomás
Moro (1478-1535) publicaba “Libellus
vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo reipublicae statu,
deque nova insula Vtopiae” (Librillo verdaderamente dorado, no menos
beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la
nueva isla de Utopía). En esta obra, que pasó a la historia con el simple
nombre de “Utopía” y en la cual describía las condiciones de vida en una isla
imaginaria de ese nombre, el pensador humanista, teólogo
y político inglés aseguraba -en contra de quienes decían
que trabajando sólo seis horas diarias faltarían muchas cosas a la comunidad- que
ese corto tiempo no sólo era suficiente sino excesivo para la provisión y
abundancia de todas las cosas que se requieren, tanto para la necesidad como
para la comodidad de la vida. En la mítica isla, sus habitantes “dividen el día
y la noche en veinticuatro horas justas, dedicando y asignando sólo seis horas
al trabajo. Todo el tiempo libre de que disponen entre las horas de trabajo,
sueño y comida, cada hombre es autorizado a distribuirlo como mejor guste, dedicando
el tiempo bien y provechosamente en cualquier otro quehacer que les plazca y
que tiendan a la libertad y al cultivo de la inteligencia: las letras, la música,
la conversación y los juegos instructivos”. Evidentemente, con un verdadero
sentido práctico, el autor no despreciaba el ocio ni mistificaba el trabajo.
Retrotrayéndonos
en el tiempo, puede observarse que en el período conocido como Prehistoria los
primeros seres humanos obtenían los medios necesarios para subsistir en base a
la recolección de raíces, frutos silvestres, semillas, etc., una tarea que
realizaban manualmente. Luego incorporaron palos, piedras y huesos como
herramientas y descubrieron el fuego, con lo que agregaron la caza y la pesca para
su alimentación. Cazaban animales salvajes y pescaban en los ríos y lagos, y
fue en esa etapa cuando se produce una importante división social del trabajo:
la asignación de funciones según la condición sexual y la edad. Vivían en
pequeños grupos llamados clanes y el producto de la recolección y la caza se
repartía comunitariamente. En su ensayo “Stone Age economics” (Economía de la
Edad de Piedra), el antropólogo estadounidense Marshall Sahlins (1930) describe
cómo varias culturas recolectoras-cazadoras acostumbraban a dedicar entre tres
y cinco horas diarias al trabajo, siendo el resto de su tiempo empleado en el
ocio, el descanso y las relaciones sociales.
Gracias al
descubrimiento de la agricultura, la domesticación de los animales y la
invención de la rueda surgió una mayor organización social favorecida por el
intercambio de los productos entre los distintos clanes. Esto se incrementó
notablemente cuando se descubrieron metales maleables con los que fabricar
tanto herramientas para el cultivo como armas, ornamentos y utensilios, lo que
hizo necesario el dominio de conocimientos más complejos y especializados. Así,
la división del trabajo se hizo más compleja. Con el uso de metales se
comenzaron a crear industrias tales como la alfarería y la fabricación de
instrumentos de metal, dando nacimiento al comercio. Las poblaciones densas
formaron asentamientos permanentes, aldeas y ciudades, y así fueron naciendo
jerarquías entre las distintas ocupaciones. Campesinos, artesanos, comerciantes,
administradores, clérigos y burócratas pasaron a conformar diferentes grupos
sociales. Aparecen los primeros propietarios de tierras, ganados y herramientas
y las ocupaciones especializadas. Se produjo así una importante división del
trabajo: el intelectual y el manual, es decir la división entre quienes planeaban
y quienes ejecutaban el trabajo. Fue entonces cuando los nobles, los
funcionarios, la iglesia y los grandes terratenientes pasaron a vivir a
expensas de la explotación de los campesinos, pastores y artesanos. Se
generaron así nuevas estructuras de los procesos productivos y se implementaron
nuevas formas de organización del trabajo.
Pero, ¿qué
es el trabajo? Dice la Real Academia Española sobre la palabra trabajar: “Del
latín vulgar ‘tripaliāre’ torturar, derivado del latín tardío ‘tripalium’
instrumento de tortura compuesto de tres maderos”. En efecto, en los tiempos
del Imperio Romano, el “tripalium” era un yugo con tres puntas que se colocaba
a los animales de labor -caballos, mulas, bueyes- para inmovilizarlos y poder
herrarlos. El “tripalium” -con estacas de mayor tamaño- también fue utilizado
para atar a los esclavos que no obedecían las órdenes y azotarlos antes de
prenderles fuego. De esa práctica surgió la palabra “tripaliare”, que
significaba sufrir el tormento de los tres palos. La castellanización se dio en
la Edad Media, cuando se empleó “trevallar” en el mismo sentido: del latín
“tripaliare” (padecer el tormento de los tres palos) se pasó al castellano
“trevallar” (tres vallas o tres estacas) y, más tarde, a “trabajar” como
sinónimo de padecimiento, una forma figurativa de llamar a las tareas que
demandan esfuerzo. De “tripalium” surgieron también las palabras “travail”
(francés), “travaglio” (italiano) y “trabalho” (portugués). Asimismo, en las
lenguas germánicas y eslavas el origen de la palabra “trabajo” tiene que ver
con el sufrimiento: “arbeit” en alemán, alude a esfuerzo y padecimiento; “work”
en inglés, proviene del gótico “wrikan”, que implica persecución; y en eslavo,
“rabota” significa tarea forzada. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del
siglo XVIII para que, luego de la Revolución Francesa y la Revolución
Industrial, el concepto de trabajo se aplicase para generalizar a todas las
actividades remuneradas.