El trabajo
asalariado ha servido fundamentalmente para una degradación moral del propio
sujeto al quedar a expensas de la clase empresarial que le contrata y le impone
sus condiciones. La monetización de la relación laboral camina en ese sentido
ya que establece una dependencia estructural del trabajador con la clase que
detenta la propiedad de los medios de producción, a la que se ve obligado a
vender su trabajo. La existencia del sujeto queda limitada al ámbito puramente
material en tanto y en cuanto la necesidad de garantizarse un sustento depende
de terceros a cuya merced se encuentra, lo que se convierte en su principal
estímulo. Resulta bastante ilustrativa a este respecto la siguiente observación
que el filósofo, político y revolucionario francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865)
hacía en “Du principe fédératif” (Del principio federativo): “¿Se sabe bien lo
que es ser un trabajador asalariado? Es trabajar bajo las órdenes de otro,
atento a sus prejuicios incluso más que a sus órdenes. Es no pensar por uno
mismo. No tener más estímulos que ganar el pan cotidiano y el temor a perder su
trabajo. El asalariado es un hombre a quien el patrón que le ha contratado le
dice: ‘lo que tienes que hacer no es asunto tuyo, no tienes que inspeccionarlo,
toda observación queda prohibida. Ningún beneficio tienes que esperar una vez
satisfecho vuestro salario’”.
En los
tiempos que corren ya no se habla de la civilización del ocio sino de la
cultura del esfuerzo. En un mundo que se está volviendo un lugar cada vez más
desigual, con la globalización de las relaciones comerciales y la pugna por
lograr la conquista del mercado mundial, las exigencias en pos del incremento
de la productividad del trabajo humano ha alcanzado dimensiones ilimitadas. De
la idílica interpretación del trabajo como la capacidad humana de transformar
la naturaleza se ha pasado a otra mucho más cruel e implacable: la de generar
riqueza para los dueños de los medios de producción a cambio de un salario que
le permita al trabajador, en la mayoría de los casos, apenas subsistir. En un
largo proceso a través de la historia de la humanidad -signado por la desigual
relación amo/esclavo, señor/siervo, patrón/obrero, jefe/empleado según la
época- se fueron destruyendo las formas comunitarias dentro de las cuales los
hombres reproducían sus condiciones de existencia, desarrollaban su vida
gregaria, percibían su relación con la naturaleza y con sus semejantes y
construían su identidad.
Hoy, la
codicia, la avidez, el egoísmo, la competitividad han producido un dramático
desgarramiento en el modo de vida de los hombres. Predomina un modelo laboral
caracterizado por la transitoriedad y la alta rotación, en donde la condición
laboral del trabajador aparece individualizada y despolitizada: son proveedores
de bienes y servicios con obligaciones y no trabajadores con derechos. El
desempleo como realidad o como amenaza permanente, las condiciones flexibles
del trabajo, el debilitamiento de la creencia en soluciones colectivas, la
resignación social, la organización de estrategias individuales e
individualistas, son rasgos distintivos de la historia reciente de los
trabajadores. La evolución general del capitalismo muestra que dichos rasgos
son condiciones clásicas del trabajo cuando se encuentra sujeto a mercados
autorregulados. Las últimas reformas laborales implantadas o a punto de
implantarse en muchos países (sobre todo en los denominados “emergentes”) no
hacen más que favorecer medidas empresariales encaminadas a maximizar los
beneficios, incluso a costa de la salud física y mental de los trabajadores y
trabajadoras, sin tener en cuenta que sin ellos el capital no se reproduce a sí
mismo.
Obviamente
los seres humanos necesitan de su trabajo para vivir, pero su papel es
esencialmente un papel pasivo cuando lo hacen en una fábrica o empresa a cambio
de un salario. Se los instala en un determinado lugar y tienen que hacer una
determinada tarea, pero no participan en la organización ni en la dirección del
trabajo. El trabajo es un medio para ganar un dinero que le permita sobrevivir
y, a veces, darse algunos gustos, y no una actividad humana con sentido en sí
misma. El trabajo asalariado impide que el sujeto se posea a sí mismo en la
medida en que genera un entorno social y relacional que moldea su existencia y
su forma de ser en el mundo. Existe, entonces, una contradicción entre el
sujeto y el medio que le circunda, entre sus anhelos y lo que es en la
práctica. Es la completa desposesión del individuo que ya ni siquiera tiene
identidad propia al no haber en él nada de auténtico. Cuando los productos de
las actividades y capacidades de los seres humanos se convierten en algo
independiente y ajeno a ellos mismos, algo que los domina hasta el punto de alterar
y deformar en sus conciencias sus auténticas relaciones de vida, cuando el
trabajador no es dueño de la riqueza que produce sino un extraño de su propia
producción, es cuando aparece el concepto de alienación.
Etimológicamente
la palabra alienación deriva del latín “ălĭēnātĭo”, “ōnis”: alejamiento,
privación; procedente a su vez del adjetivo “ălĭēnus”: propio de otro, extraño
a uno y ajeno. En la esfera económica la alienación se expresa en el dominio de
la propiedad privada (los productos del trabajo no pertenecen a quien los
produce), en la conversión del trabajo en una actividad forzada impuesta al
hombre externamente, en la contraposición de intereses entre las diferentes
clases sociales. Pero la alienación no consiste únicamente en suplantar la vida
del sujeto por aquella que el sistema de opresión en el que vive le impone,
sino también en la remodelación, recreación y reproducción de identidades
construidas desde el exterior. El sujeto no se autoconstruye con una identidad
propia y un proyecto de vida auténtico sino que, por el contrario, vive siendo
alguien distinto a quien realmente es o desearía ser, al mismo tiempo que queda
sometido a un proyecto vital que no se corresponde con sus aspiraciones más
profundas.
Esa
despersonalización y deshumanización que conllevan la alienación pasan a ser
completas cuando la identidad y las metas impuestas son asumidas como propias,
o cuando al saber que no son propias se utilizan válvulas de escape -el
consumismo histérico, la frivolidad de las redes sociales, la obscenidad de las
farándulas mediáticas, el ilusionismo reformista- con las que evadir la
responsabilidad de enfrentarse a esa realidad. La frustración genera estas
válvulas de escape que pueden ser sencillamente mundos imaginarios construidos
por las corruptas y desaprensivas clases dominantes. La consecuencia directa de
este proceso es la destrucción del mundo interior del sujeto y del propio
sujeto en tanto tal. Ya lo alertaba el poeta y ensayista alemán Hans Magnus
Enzensberger (1929) allá por 1962: “La explotación material debe esconderse
tras la explotación no material y obtener por nuevos medios el consenso de los
individuos. La acumulación del poder político sirve como pantalla de la
acumulación de las riquezas. Ya no sólo se apodera de la capacidad de trabajo,
sino de la capacidad de juzgar y de pronunciarse. No se suprime la explotación,
sino la conciencia de la misma”, decía en “Einzelheiten” (Detalles).
Corren los
primeros años del siglo XIX. Por entonces el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831)
publica sus primeros artículos en la “Kritische Journal der Philosophie”
(Revista crítica de filosofía), una gaceta fundada por él y Friedrich Schelling
(1775-1854), uno de los máximos exponentes del Idealismo. En 1807 publica la
que sería considerada como una de sus obras más importantes: “Phänomenologie
des geistes” (Fenomenología del espíritu). Allí aparece, en el capítulo
titulado “Selbständigkeit und unselbständigkeit des selbstbewußtseins:
herrschaft und knechtschaft” (Autonomía y dependencia de la autoconciencia:
dominio y servidumbre) su teoría del amo y el esclavo. En ella presenta el
concepto de trabajo como nexo entre el sujeto y el objeto, una mecánica
mediante la cual el uno le da forma al otro a través de determinaciones
valorativas en el momento inicial para ser precisada y perfilada con
posterioridad. Quince años más tarde retomaría el concepto en “Grundlinien der
philosophie des Rechts” (Elementos de la filosofía del Derecho), obra en la que
afirma que la realidad humana se condensa en la historia universal, un evento
marcado por la relación desigual entre los seres humanos, esto es, por la
contradicción entre unos y otros -señorío y servidumbre, dominadores y
dominados, tiranos y tiranizados-, lo que daba lugar a una desigualdad en la
autoconciencia de los mismos. “El pueblo es aquella parte del Estado que no
sabe lo que quiere”, diría.
Desde otra
óptica, tres décadas más tarde Ludwig Feuerbach (1804-1872) plantearía el
problema de la alineación en su obra “Das wesen des christenthums” (La esencia
del cristianismo). En ella el filósofo y antropólogo alemán afirmaba que el
hombre perdía el contacto con la realidad mediante su idea de un Dios
omnipotente y omnicomprensivo. Los seres humanos no son el producto de los
dioses sino, por el contrario, los dioses son el producto de los seres humanos.
Las religiones son una invención de los seres humanos, el resultado de aplicar
atributos trascendentes al mundo conocido, al mundo material y sensible, al
mundo terrenal. Una vez creado ese mundo trascendente de la religión, se
produce una extraña inversión por la que se intercambian los papeles del
creador y de la criatura, lo que da lugar a la alineación religiosa. Poco
después Karl Marx (1818-1883), en la sexta de sus “Thesen über Feuerbach” (Tesis
sobre Feuerbach) rompería con la idea del autor de “Gedanken über tod und
unsterblichkeit” (Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad) al sostener
que “Feuerbach resuelve la esencia de la religión en la esencia del hombre.
Pero la esencia del hombre no es una abstracción inherente a cada individuo. En
realidad es el conjunto de las relaciones sociales”. Para Marx, la enajenación
humana no se encontraba solamente en el plano de la conciencia sino en el plano
real. Ahora el hombre se enajenaba en el trabajo, y para resolver esa
enajenación se necesitaban acciones prácticas, una filosofía de la praxis.
El
concepto de alienación también lo trató en su obra “Zur judenfrage” (La
cuestión judía), donde proponía el concepto de emancipación como antídoto a esa
enajenación. “Sólo cuando el ser humano real, individual logre superar el
ciudadano abstracto y regresarlo a sí mismo; sólo cuando, como ser humano
individual que es, con su vida empírica, su trabajo individual y sus relaciones
individuales, haya logrado convertirse en un ser genérico; sólo cuando el ser
humano haya reconocido sus propias fuerzas como fuerzas sociales y las haya
organizado como tales, y luego no siga separando de sí la fuerza social en
forma del poder político, sólo entonces se habrá realizado la emancipación
humana”. Luego, en “Ökonomisch-philosophischen manuskripte” (Manuscritos
económico-filosóficos), relacionó la alienación con la existencia de la
propiedad privada y de la división antagónica del trabajo. Para el filósofo,
economista y sociólogo alemán, el capitalismo deshumaniza al hombre, lo
convierte en un autómata que vive para el trabajo, lo aliena.
Siete
décadas antes, el economista y filósofo escocés Adam Smith (1723-1790) esgrimía
una versión más terrenal de este argumento para explicar por qué había sido
natural e inevitable el surgimiento de la sociedad capitalista en la Gran
Bretaña del siglo XVIII. Trazaba los orígenes de la economía de mercado en la
“propensión en la naturaleza humana a comerciar, regatear e intercambiar”, y
afirmaba que el trabajo era la verdadera fuente de riqueza. Para el autor, la
división internacional del trabajo, el libre intercambio y la concurrencia
favorecían la producción, y la cantidad de trabajo necesario para producir una
mercadería determinaba el valor de esta actividad humana. Sin embargo, en uno
de los capítulos de “The wealth of nations” (La riqueza de las naciones),
reconocía que la división del trabajo tenía un inconveniente desde el punto de
vista humanitario: “Aquel hombre que ha de pasar la vida realizando unas
cuantas operaciones simples, cuyos efectos pueden ser además siempre los mismos
o casi los mismos, no tiene ninguna oportunidad de ejercitar su entendimiento o
de ejercitar su inventiva para hallar soluciones a unas dificultades que nunca
se le plantean. En consecuencia, pierde el hábito de ese ejercicio y, en
general, se vuelve todo lo estúpido e ignorante que puede llegar a ser una
criatura humana. La torpeza de su mente le vuelve no sólo incapaz de disfrutar
o de participar en una conversación racional sino de concebir cualquier
sentimiento generoso, noble o tierno y, en consecuencia, de formular un juicio
justo, incluso respecto a muchos de los deberes normales de la vida privada”.
Veinticinco
años después que Smith publicara su obra cumbre con la que sentó las bases del
capitalismo moderno, el sociólogo e historiador francés Pierre Édouard Lémontey
(1762-1826) hacía lo propio con su ensayo “Influence morale de la division du
travail” (Influencia moral de la división del trabajo). En el texto se preguntaba
si la manera particular de organizar el trabajo en su época podría paralizar el
pensamiento y la imaginación. Muy al contrario de Adam Smith, Lémontey no
encontraba en este tipo de división del trabajo ninguna posibilidad de generar
la riqueza de las naciones. Todo lo contrario: el obrero-máquina “hará parte,
naturalmente, del pueblo menos dinámico de la Tierra”. Con esta manera de
organizar el trabajo podría formarse “una raza de hombres cobarde, degradada,
impotente e incapaz de emprender la defensa de la patria”.