11 de agosto de 2019

Sobre el trabajo, el ocio y la alienación (II). La mano invisible


El trabajo asalariado ha servido fundamentalmente para una degradación moral del propio sujeto al quedar a expensas de la clase empresarial que le contrata y le impone sus condiciones. La monetización de la relación laboral camina en ese sentido ya que establece una dependencia estructural del trabajador con la clase que detenta la propiedad de los medios de producción, a la que se ve obligado a vender su trabajo. La existencia del sujeto queda limitada al ámbito puramente material en tanto y en cuanto la necesidad de garantizarse un sustento depende de terceros a cuya merced se encuentra, lo que se convierte en su principal estímulo. Resulta bastante ilustrativa a este respecto la siguiente observación que el filósofo, político y revolucionario francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865) hacía en “Du principe fédératif” (Del principio federativo): “¿Se sabe bien lo que es ser un trabajador asalariado? Es trabajar bajo las órdenes de otro, atento a sus prejuicios incluso más que a sus órdenes. Es no pensar por uno mismo. No tener más estímulos que ganar el pan cotidiano y el temor a perder su trabajo. El asalariado es un hombre a quien el patrón que le ha contratado le dice: ‘lo que tienes que hacer no es asunto tuyo, no tienes que inspeccionarlo, toda observación queda prohibida. Ningún beneficio tienes que esperar una vez satisfecho vuestro salario’”.
En los tiempos que corren ya no se habla de la civilización del ocio sino de la cultura del esfuerzo. En un mundo que se está volviendo un lugar cada vez más desigual, con la globalización de las relaciones comerciales y la pugna por lograr la conquista del mercado mundial, las exigencias en pos del incremento de la productividad del trabajo humano ha alcanzado dimensiones ilimitadas. De la idílica interpretación del trabajo como la capacidad humana de transformar la naturaleza se ha pasado a otra mucho más cruel e implacable: la de generar riqueza para los dueños de los medios de producción a cambio de un salario que le permita al trabajador, en la mayoría de los casos, apenas subsistir. En un largo proceso a través de la historia de la humanidad -signado por la desigual relación amo/esclavo, señor/siervo, patrón/obrero, jefe/empleado según la época- se fueron destruyendo las formas comunitarias dentro de las cuales los hombres reproducían sus condiciones de existencia, desarrollaban su vida gregaria, percibían su relación con la naturaleza y con sus semejantes y construían su identidad.


Hoy, la codicia, la avidez, el egoísmo, la competitividad han producido un dramático desgarramiento en el modo de vida de los hombres. Predomina un modelo laboral caracterizado por la transitoriedad y la alta rotación, en donde la condición laboral del trabajador aparece individualizada y despolitizada: son proveedores de bienes y servicios con obligaciones y no trabajadores con derechos. El desempleo como realidad o como amenaza permanente, las condiciones flexibles del trabajo, el debilitamiento de la creencia en soluciones colectivas, la resignación social, la organización de estrategias individuales e individualistas, son rasgos distintivos de la historia reciente de los trabajadores. La evolución general del capitalismo muestra que dichos rasgos son condiciones clásicas del trabajo cuando se encuentra sujeto a mercados autorregulados. Las últimas reformas laborales implantadas o a punto de implantarse en muchos países (sobre todo en los denominados “emergentes”) no hacen más que favorecer medidas empresariales encaminadas a maximizar los beneficios, incluso a costa de la salud física y mental de los trabajadores y trabajadoras, sin tener en cuenta que sin ellos el capital no se reproduce a sí mismo.
Obviamente los seres humanos necesitan de su trabajo para vivir, pero su papel es esencialmente un papel pasivo cuando lo hacen en una fábrica o empresa a cambio de un salario. Se los instala en un determinado lugar y tienen que hacer una determinada tarea, pero no participan en la organización ni en la dirección del trabajo. El trabajo es un medio para ganar un dinero que le permita sobrevivir y, a veces, darse algunos gustos, y no una actividad humana con sentido en sí misma. El trabajo asalariado impide que el sujeto se posea a sí mismo en la medida en que genera un entorno social y relacional que moldea su existencia y su forma de ser en el mundo. Existe, entonces, una contradicción entre el sujeto y el medio que le circunda, entre sus anhelos y lo que es en la práctica. Es la completa desposesión del individuo que ya ni siquiera tiene identidad propia al no haber en él nada de auténtico. Cuando los productos de las actividades y capacidades de los seres humanos se convierten en algo independiente y ajeno a ellos mismos, algo que los domina hasta el punto de alterar y deformar en sus conciencias sus auténticas relaciones de vida, cuando el trabajador no es dueño de la riqueza que produce sino un extraño de su propia producción, es cuando aparece el concepto de alienación.


Etimológicamente la palabra alienación deriva del latín “ălĭēnātĭo”, “ōnis”: alejamiento, privación; procedente a su vez del adjetivo “ălĭēnus”: propio de otro, extraño a uno y ajeno. En la esfera económica la alienación se expresa en el dominio de la propiedad privada (los productos del trabajo no pertenecen a quien los produce), en la conversión del trabajo en una actividad forzada impuesta al hombre externamente, en la contraposición de intereses entre las diferentes clases sociales. Pero la alienación no consiste únicamente en suplantar la vida del sujeto por aquella que el sistema de opresión en el que vive le impone, sino también en la remodelación, recreación y reproducción de identidades construidas desde el exterior. El sujeto no se autoconstruye con una identidad propia y un proyecto de vida auténtico sino que, por el contrario, vive siendo alguien distinto a quien realmente es o desearía ser, al mismo tiempo que queda sometido a un proyecto vital que no se corresponde con sus aspiraciones más profundas.
Esa despersonalización y deshumanización que conllevan la alienación pasan a ser completas cuando la identidad y las metas impuestas son asumidas como propias, o cuando al saber que no son propias se utilizan válvulas de escape -el consumismo histérico, la frivolidad de las redes sociales, la obscenidad de las farándulas mediáticas, el ilusionismo reformista- con las que evadir la responsabilidad de enfrentarse a esa realidad. La frustración genera estas válvulas de escape que pueden ser sencillamente mundos imaginarios construidos por las corruptas y desaprensivas clases dominantes. La consecuencia directa de este proceso es la destrucción del mundo interior del sujeto y del propio sujeto en tanto tal. Ya lo alertaba el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger (1929) allá por 1962: “La explotación material debe esconderse tras la explotación no material y obtener por nuevos medios el consenso de los individuos. La acumulación del poder político sirve como pantalla de la acumulación de las riquezas. Ya no sólo se apodera de la capacidad de trabajo, sino de la capacidad de juzgar y de pronunciarse. No se suprime la explotación, sino la conciencia de la misma”, decía en “Einzelheiten” (Detalles).


Corren los primeros años del siglo XIX. Por entonces el filósofo alemán Georg W.F. Hegel (1770-1831) publica sus primeros artículos en la “Kritische Journal der Philosophie” (Revista crítica de filosofía), una gaceta fundada por él y Friedrich Schelling (1775-1854), uno de los máximos exponentes del Idealismo. En 1807 publica la que sería considerada como una de sus obras más importantes: “Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu). Allí aparece, en el capítulo titulado “Selbständigkeit und unselbständigkeit des selbstbewußtseins: herrschaft und knechtschaft” (Autonomía y dependencia de la autoconciencia: dominio y servidumbre) su teoría del amo y el esclavo. En ella presenta el concepto de trabajo como nexo entre el sujeto y el objeto, una mecánica mediante la cual el uno le da forma al otro a través de determinaciones valorativas en el momento inicial para ser precisada y perfilada con posterioridad. Quince años más tarde retomaría el concepto en “Grundlinien der philosophie des Rechts” (Elementos de la filosofía del Derecho), obra en la que afirma que la realidad humana se condensa en la historia universal, un evento marcado por la relación desigual entre los seres humanos, esto es, por la contradicción entre unos y otros -señorío y servidumbre, dominadores y dominados, tiranos y tiranizados-, lo que daba lugar a una desigualdad en la autoconciencia de los mismos. “El pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere”, diría.
Desde otra óptica, tres décadas más tarde Ludwig Feuerbach (1804-1872) plantearía el problema de la alineación en su obra “Das wesen des christenthums” (La esencia del cristianismo). En ella el filósofo y antropólogo alemán afirmaba que el hombre perdía el contacto con la realidad mediante su idea de un Dios omnipotente y omnicomprensivo. Los seres humanos no son el producto de los dioses sino, por el contrario, los dioses son el producto de los seres humanos. Las religiones son una invención de los seres humanos, el resultado de aplicar atributos trascendentes al mundo conocido, al mundo material y sensible, al mundo terrenal. Una vez creado ese mundo trascendente de la religión, se produce una extraña inversión por la que se intercambian los papeles del creador y de la criatura, lo que da lugar a la alineación religiosa. Poco después Karl Marx (1818-1883), en la sexta de sus “Thesen über Feuerbach” (Tesis sobre Feuerbach) rompería con la idea del autor de “Gedanken über tod und unsterblichkeit” (Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad) al sostener que “Feuerbach resuelve la esencia de la religión en la esencia del hombre. Pero la esencia del hombre no es una abstracción inherente a cada individuo. En realidad es el conjunto de las relaciones sociales”. Para Marx, la enajenación humana no se encontraba solamente en el plano de la conciencia sino en el plano real. Ahora el hombre se enajenaba en el trabajo, y para resolver esa enajenación se necesitaban acciones prácticas, una filosofía de la praxis.


El concepto de alienación también lo trató en su obra “Zur judenfrage” (La cuestión judía), donde proponía el concepto de emancipación como antídoto a esa enajenación. “Sólo cuando el ser humano real, individual logre superar el ciudadano abstracto y regresarlo a sí mismo; sólo cuando, como ser humano individual que es, con su vida empírica, su trabajo individual y sus relaciones individuales, haya logrado convertirse en un ser genérico; sólo cuando el ser humano haya reconocido sus propias fuerzas como fuerzas sociales y las haya organizado como tales, y luego no siga separando de sí la fuerza social en forma del poder político, sólo entonces se habrá realizado la emancipación humana”. Luego, en “Ökonomisch-philosophischen manuskripte” (Manuscritos económico-filosóficos), relacionó la alienación con la existencia de la propiedad privada y de la división antagónica del trabajo. Para el filósofo, economista y sociólogo alemán, el capitalismo deshumaniza al hombre, lo convierte en un autómata que vive para el trabajo, lo aliena.
Siete décadas antes, el economista y filósofo escocés Adam Smith (1723-1790) esgrimía una versión más terrenal de este argumento para explicar por qué había sido natural e inevitable el surgimiento de la sociedad capitalista en la Gran Bretaña del siglo XVIII. Trazaba los orígenes de la economía de mercado en la “propensión en la naturaleza humana a comerciar, regatear e intercambiar”, y afirmaba que el trabajo era la verdadera fuente de riqueza. Para el autor, la división internacional del trabajo, el libre intercambio y la concurrencia favorecían la producción, y la cantidad de trabajo necesario para producir una mercadería determinaba el valor de esta actividad humana. Sin embargo, en uno de los capítulos de “The wealth of nations” (La riqueza de las naciones), reconocía que la división del trabajo tenía un inconveniente desde el punto de vista humanitario: “Aquel hombre que ha de pasar la vida realizando unas cuantas operaciones simples, cuyos efectos pueden ser además siempre los mismos o casi los mismos, no tiene ninguna oportunidad de ejercitar su entendimiento o de ejercitar su inventiva para hallar soluciones a unas dificultades que nunca se le plantean. En consecuencia, pierde el hábito de ese ejercicio y, en general, se vuelve todo lo estúpido e ignorante que puede llegar a ser una criatura humana. La torpeza de su mente le vuelve no sólo incapaz de disfrutar o de participar en una conversación racional sino de concebir cualquier sentimiento generoso, noble o tierno y, en consecuencia, de formular un juicio justo, incluso respecto a muchos de los deberes normales de la vida privada”.
Veinticinco años después que Smith publicara su obra cumbre con la que sentó las bases del capitalismo moderno, el sociólogo e historiador francés Pierre Édouard Lémontey (1762-1826) hacía lo propio con su ensayo “Influence morale de la division du travail” (Influencia moral de la división del trabajo). En el texto se preguntaba si la manera particular de organizar el trabajo en su época podría paralizar el pensamiento y la imaginación. Muy al contrario de Adam Smith, Lémontey no encontraba en este tipo de división del trabajo ninguna posibilidad de generar la riqueza de las naciones. Todo lo contrario: el obrero-máquina “hará parte, naturalmente, del pueblo menos dinámico de la Tierra”. Con esta manera de organizar el trabajo podría formarse “una raza de hombres cobarde, degradada, impotente e incapaz de emprender la defensa de la patria”.