Allá por
el Medioevo, Tomás de Aquino (1225-1274) sostenía que la alienación era la
posesión del cuerpo del hombre por el demonio y la libertad era anterior a su
alienación por el demonio poseedor. Para el teólogo católico el demonio estaba
ligado sólo a la carne, por lo que el fuego liberaba al espíritu de su cuerpo
poseído. Según el filósofo escolástico, se trataba de un fenómeno que anulaba
el libre albedrío de los individuos. Para la filosofía, el concepto nace con el
filósofo suizo-francés Jean Jacques Rousseau (1712-1778). “El hombre ha nacido
libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. El mismo que se
considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás”, una frase
lapidaria y dramáticamente sugestiva con que comienza “Du contrat social” (El
contrato social). Un hombre vende sus bienes, su trabajo e incluso su libertad
a otro hombre a cambio de su propia subsistencia. Pero el nuevo dueño de los
bienes, el trabajo y la libertad, lejos de proporcionar la subsistencia de sus
súbditos, saca provecho de ellos. Ante tal situación, Rousseau proponía la
desposesión total de todos los derechos de los ciudadanos a favor de la
comunidad, de manera de alcanzar una condición de igualdad entre todos sus
miembros, quienes conformarían el contrato social.
En tiempos
de la Ilustración, Philippe Pinel (1745-1826), médico francés pionero en el
tratamiento de las enfermedades mentales, trató el tema de la alienación en su
“Traité médico-philosophique sur l'aliénation mentale” (Tratado
médico-filosófico sobre la alienación mental), en donde le atribuía a su origen
un papel importante a los sucesos externos y las emociones violentas. Dos
siglos más tarde se ha hecho evidente que existe una compleja relación que
entrelaza la salud mental y el trabajo. La evidencia científica demuestra que la
explotación, la discriminación, las inequidades de las condiciones de trabajo y
las condiciones de empleo pueden tener consecuencias desastrosas en la salud y
el bienestar de los trabajadores. El diagnóstico y la visibilidad del
padecimiento mental, incluyendo la depresión, los trastornos de ansiedad, el
estrés agudo y los desórdenes por estrés postraumáticos, se vinculan con las
condiciones de trabajo y, en resumen, con la alienación que éstas producen.
Esto nos
remite a los albores del siglo XX, cuando el ingeniero industrial y economista
estadounidense Frederick Taylor (1856-1915) elaboró un sistema de organización
del trabajo, ampliamente expuesto en “Principles of scientific management” (Los
principios de la administración científica), obra en la cual propuso organizar
las tareas de tal manera que se redujeran al mínimo los tiempos muertos por
desplazamientos del trabajador o por cambios de actividad o de herramientas; y
establecer un salario a destajo (por pieza producida) en función del tiempo de
producción estimado, salario que debía actuar como incentivo para la
intensificación del ritmo de trabajo. El sistema, conocido como “taylorismo”, marcó
un antes y un después en materia de la organización del trabajo. Bajo una concepción
mecanicista de las tareas realizadas por los trabajadores, se les consideraba
como un elemento más del proceso productivo, con capacidad para diferentes
movimientos mecánicos y repetitivos, pero sin necesidad de pensar respecto a
sus ocupaciones. Taylor defendía la prosperidad de empresarios y,
supuestamente, la de los trabajadores. Su método, efectivamente, provocó
notables incrementos en la productividad de las empresas y en las ganancias de
sus propietarios, pero nunca se dijo nada acerca de la alienación que esa “administración
científica” produjo en los trabajadores.
Poco
después Henry Ford (1863-1947), fundador de la fábrica de automóviles Ford
Motor Company en Detroit, Estados Unidos, aplicó este sistema para la
fabricación del famoso Ford T agregándole algunos cambios. En esta organización
del trabajo, cada obrero tenía asignada una función muy específica que
desarrollaba de manera monótona y en tiempos rigurosamente pautados. Incorporó
cronómetros para pautar los ritmos de trabajo y la línea de montaje o cinta sin
fin, por lo que los trabajadores debían moverse rápidamente siguiendo su ritmo.
De esta forma se producía mucho más en menor tiempo y se expandía el mercado. Este
trabajo embrutecedor agotaba a los obreros, muchos de los cuales optaban por
dejarlo. Ante una tasa de rotación del personal sumamente elevada Ford aumentó
los salarios a 5 dólares diarios, un monto por encima de lo que se pagaba por
entonces, cosa que pudo hacer sin disminuir los beneficios dado el enorme
aumento de la productividad y el pronunciado descenso del costo de producción
que resultó de la introducción del trabajo en cadena. Los trabajadores, que no
se sentían para nada interesados por un trabajo repetitivo que no dejaba lugar
a iniciativa alguna de su parte, recuperaron (o creyeron hacerlo) fuera del
trabajo su condición humana como consumidores, gracias a los salarios
relativamente altos que percibían.
Por
entonces el famosísimo actor y cineasta británico Charles Chaplin (1889-1977)
estrenaba su inolvidable “Modern times” (Tiempos modernos), filme en el que satirizó
la “racionalización industrial” del taylorismo-fordismo. Allí mostraba en tono
humorístico la mecanización industrial, la robotización del hombre, su esclavización por la
máquina. Cuando
se estrenó, el 5 de febrero de 1936 en el Rivoli Theatre de Nueva York, todavía
se sentían los efectos la Gran Depresión de 1929, es decir, la caída de la
Bolsa en Wall Street, cuyos efectos se extendieron rápidamente a Europa y a
otras regiones del mundo occidental. Tiempo antes del estreno, Chaplin había
dicho en una entrevista que “las personas que trabajaban en las cadenas de
montaje de Detroit, a los pocos años, se convertían en despojos humanos”. La
crítica social implícita en la película más sus críticas al capitalismo en “Monsieur
Verdoux” (El señor Verdoux) y a la intervención de Estados Unidos en la Segunda
Guerra Mundial con la utilización de armas de destrucción masiva, le valieron que
el Comité de Actividades Antiamericanas lo acusara en 1947 de “destruir la
fibra moral de América”. Cinco años más tarde, el Fiscal General de Estados
Unidos denunciaba al actor por “pertenecer al Partido Comunista” y por “delitos
contra la moralidad”, por lo cual pasaría el resto de su vida exiliado en
Suiza.
A la sazón,
el psicoanalista y filósofo humanista alemán Erich Fromm (1900-1980) mostraba
su preocupación sobre el trabajo enajenado. Para este autor “los primeros
siglos de la era moderna encuentran el significado del trabajo dividido en dos:
el de ‘deber’ entre la clase media, y el de ‘trabajo forzado’ entre quienes no
tenían propiedad ninguna”. Según sostenía Fromm en su “Die furcht vor der
freiheit” (El miedo a la libertad), esta relación que mantenía el trabajador
frente a su trabajo era el resultado de toda la organización social de la que
formaba parte. También, al constituir una pieza del equipo contratado por el
capital, su función estaba determinada por ese lugar en el conjunto. Por su
parte, los filósofos alemanes Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903
-1969), dos de los máximos representantes de la Escuela de Fráncfort,
publicaron “Dialektik der Aufklärung” (Dialéctica de la Ilustración), donde
dieron cuenta de las consecuencias de todo ese mundo desenfrenado. “El progreso
exige la autoalienación de los individuos, que deben adecuarse en cuerpo y alma
a las exigencias del aparato técnico”, decían en las primeras páginas.
Ya anteriormente
hubo varios autores que habían desarrollado conceptos que luego serían
asociados con la alienación. El sociólogo y filósofo francés Émile Durkheim (1858-1917)
por ejemplo, en sus obras “De la division du travail social” (La división del
trabajo social) de 1893 y “Le suicide” (El suicidio) de 1897, utilizó el
término “anomia” para indicar un conjunto de fenómenos que se manifestaban en
la sociedad, en los que las normas que garantizaban la cohesión social entraban
en crisis a raíz del alto desarrollo de la división del trabajo. Las tendencias
sociales que tuvieron lugar luego de los inmensos cambios en el proceso
productivo también constituyeron el fundamento de las reflexiones de sociólogos
y filósofos alemanes. En el año 1900 Georg Simmel (1858-1918), en “Philosophie
des geldes” (La filosofía del dinero), dedicó mucha atención al predominio de
las instituciones sociales sobre los individuos y la creciente
despersonalización de las relaciones humanas; mientras que Martin Heidegger (1889-1976)
en “Sein und zeit” (Ser y tiempo) de 1927, habló de “caída en el mundo” como
una forma de perderse en la inautenticidad y el conformismo. Para él, ese
estado de ánimo designaba “el absorberse en la convivencia regida por la habladuría,
la curiosidad y la ambigüedad”; un territorio, por consiguiente, completamente
diferente al de la fábrica y de la condición obrera fabril. Además, esa
condición de la “caída” no la consideraba como “mala y deplorable que, en una
etapa más desarrollada de la cultura humana, pudiera quizás ser eliminada”,
sino más bien como “un modo existencial de estar en el mundo”. Ciertamente
estos autores consideraban a estos fenómenos como hechos inevitables, como un
aspecto universal de la existencia humana, y sus reflexiones reflejaban el
deseo de mejorar el orden social y político existente pero no el de
reemplazarlo por otro diferente.
Ya en los
años ’60 del pasado siglo surgieron otros pensadores que enfocaron sus análisis
en la alienación, ya no sólo la producida por el trabajo sino también aquella
que se experimentaba en los momentos de ocio. Por caso, el filósofo francés Guy
Debord (1931-1994) hablaba en su “La société du spectacle” (La sociedad del
espectáculo) del “deslizamiento generalizado del tener hacia el parecer”. Tales
reflexiones lo impulsaron a cuestionar en el centro de su análisis al mundo del
espectáculo: “En la sociedad, el espectáculo corresponde a una fabricación
concreta de la alienación”, el fenómeno mediante el cual “el principio del fetichismo
de la mercancía se cumple de un modo absoluto”. Retomando algunas tesis de los
filósofos de la Escuela de Fráncfort según las cuales en la sociedad
contemporánea hasta el entretenimiento estaba siendo subsumido por el orden
social existente, aseveró que la alienación se afirmaba hasta el punto de
convertirse incluso en una experiencia que entusiasmaba a los hombres quienes,
dispuestos por este nuevo opio del pueblo al consumo y a “reconocerse en las
imágenes dominantes”, se alejaban de sus propios deseos y existencia real: “El
espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación
total de la vida social. La producción económica moderna extiende su dictadura
extensiva e intensamente hasta el punto de que el consumo alienado se convierte
para las masas, en un deber añadido a la producción alienada”.
Otro tanto
hizo Jean Baudrillard (1929-2007), quien también utilizó el concepto de
alienación para interpretar críticamente las mutaciones sociales producidas por
el capitalismo maduro. En “La société de consommation” (La sociedad de
consumo), identificó en el consumo al factor primario de la sociedad moderna,
en la cual la publicidad y las encuestas de opinión creaban necesidades
ficticias y consensos masivos. Para el filósofo y sociólogo francés, se vivía
“la era de la alienación radical”: “La lógica de la mercancía se ha
generalizado y hoy gobierna, no sólo al proceso del trabajo y los productos
materiales, sino también la cultura en su conjunto, la sexualidad, las
relaciones humanas, hasta las fantasías y las pulsiones individuales. Todo se
vuelve espectáculo, es decir, todo se presenta, se evoca, se orquesta en
imágenes, en signos, en modelos consumibles”. Según su opinión, el eje del
capitalismo había pasado de la producción al consumo. Tras la crisis del ‘29 se
había hecho evidente que era fundamental no sólo producir mercancías sino
también fabricar las necesidades, la demanda. “La simulación colectiva de las
necesidades hace que la producción masiva sea sólo el intento inútil de
recuperar lo real. La sociedad de consumo es, en definitiva, un mito, un modo
del ‘pensamiento mágico’. Creemos en adquirir libremente objetos que
necesitamos y, en el fondo, no hacemos sino perpetuar un código totalitario
productor de diferencias sociales”.
Pero,
mientras el sociólogo norteamericano Irving L. Horowitz (1929-2012) sostenía en
su ensayo "The strange career of alienation” (La extraña trayectoria de la
alienación) que ésta “implica una intensa desconexión o desarraigo de un
individuo de las cosas, de la gente y de las ideas del mundo que le rodea”,
otros sociólogos como el alemán Jürgen Habermas (1929) y el británico Anthony
Giddens (1938) discutían el problema de la alienación de manera contradictoria.
Para el primero, la noción de alienación no parecía ser importante en su obra “Erkenntnis
und interesse” (Conocimiento e interés), aunque más tarde, en uno de los
capítulos de “Der philosophische diskurs der moderne” (El discurso filosófico
de la modernidad), la alienación resultaba ser una patología de los individuos
frente a una socialización deficiente, ya que resultaban “dañadas las
capacidades interactivas y los estilos personales de vida, la capacidad de las
personas para responder autónomamente de sus acciones”. Para el segundo, según
lo que expuso en “Capitalism and modern social theory” (El capitalismo y la
teoría social moderna), si bien relativiza la exacerbación que el capitalismo
habría supuesto de este problema ya que “los procesos de despojamiento son
parte integrante de la maduración de las instituciones modernas”, reconoció que
la alienación o el “hundimiento del yo” eran producto de los profundos cambios
de las sociedades modernas y que su estudio era importante para evaluar el “orden
social” de un “mundo desbocado”.