12 de agosto de 2019

Sobre el trabajo, el ocio y la alienación (III). Tiempos modernos


Allá por el Medioevo, Tomás de Aquino (1225-1274) sostenía que la alienación era la posesión del cuerpo del hombre por el demonio y la libertad era anterior a su alienación por el demonio poseedor. Para el teólogo católico el demonio estaba ligado sólo a la carne, por lo que el fuego liberaba al espíritu de su cuerpo poseído. Según el filósofo escolástico, se trataba de un fenómeno que anulaba el libre albedrío de los individuos. Para la filosofía, el concepto nace con el filósofo suizo-francés Jean Jacques Rousseau (1712-1778). “El hombre ha nacido libre y, sin embargo, vive en todas partes encadenado. El mismo que se considera amo, no deja por eso de ser menos esclavo que los demás”, una frase lapidaria y dramáticamente sugestiva con que comienza “Du contrat social” (El contrato social). Un hombre vende sus bienes, su trabajo e incluso su libertad a otro hombre a cambio de su propia subsistencia. Pero el nuevo dueño de los bienes, el trabajo y la libertad, lejos de proporcionar la subsistencia de sus súbditos, saca provecho de ellos. Ante tal situación, Rousseau proponía la desposesión total de todos los derechos de los ciudadanos a favor de la comunidad, de manera de alcanzar una condición de igualdad entre todos sus miembros, quienes conformarían el contrato social.
En tiempos de la Ilustración, Philippe Pinel (1745-1826), médico francés pionero en el tratamiento de las enfermedades mentales, trató el tema de la alienación en su “Traité médico-philosophique sur l'aliénation mentale” (Tratado médico-filosófico sobre la alienación mental), en donde le atribuía a su origen un papel importante a los sucesos externos y las emociones violentas. Dos siglos más tarde se ha hecho evidente que existe una compleja relación que entrelaza la salud mental y el trabajo. La evidencia científica demuestra que la explotación, la discriminación, las inequidades de las condiciones de trabajo y las condiciones de empleo pueden tener consecuencias desastrosas en la salud y el bienestar de los trabajadores. El diagnóstico y la visibilidad del padecimiento mental, incluyendo la depresión, los trastornos de ansiedad, el estrés agudo y los desórdenes por estrés postraumáticos, se vinculan con las condiciones de trabajo y, en resumen, con la alienación que éstas producen.


Esto nos remite a los albores del siglo XX, cuando el ingeniero industrial y economista estadounidense Frederick Taylor (1856-1915) elaboró un sistema de organización del trabajo, ampliamente expuesto en “Principles of scientific management” (Los principios de la administración científica), obra en la cual propuso organizar las tareas de tal manera que se redujeran al mínimo los tiempos muertos por desplazamientos del trabajador o por cambios de actividad o de herramientas; y establecer un salario a destajo (por pieza producida) en función del tiempo de producción estimado, salario que debía actuar como incentivo para la intensificación del ritmo de trabajo. El sistema, conocido como “taylorismo”, marcó un antes y un después en materia de la organización del trabajo. Bajo una concepción mecanicista de las tareas realizadas por los trabajadores, se les consideraba como un elemento más del proceso productivo, con capacidad para diferentes movimientos mecánicos y repetitivos, pero sin necesidad de pensar respecto a sus ocupaciones. Taylor defendía la prosperidad de empresarios y, supuestamente, la de los trabajadores. Su método, efectivamente, provocó notables incrementos en la productividad de las empresas y en las ganancias de sus propietarios, pero nunca se dijo nada acerca de la alienación que esa “administración científica” produjo en los trabajadores.
Poco después Henry Ford (1863-1947), fundador de la fábrica de automóviles Ford Motor Company en Detroit, Estados Unidos, aplicó este sistema para la fabricación del famoso Ford T agregándole algunos cambios. En esta organización del trabajo, cada obrero tenía asignada una función muy específica que desarrollaba de manera monótona y en tiempos rigurosamente pautados. Incorporó cronómetros para pautar los ritmos de trabajo y la línea de montaje o cinta sin fin, por lo que los trabajadores debían moverse rápidamente siguiendo su ritmo. De esta forma se producía mucho más en menor tiempo y se expandía el mercado. Este trabajo embrutecedor agotaba a los obreros, muchos de los cuales optaban por dejarlo. Ante una tasa de rotación del personal sumamente elevada Ford aumentó los salarios a 5 dólares diarios, un monto por encima de lo que se pagaba por entonces, cosa que pudo hacer sin disminuir los beneficios dado el enorme aumento de la productividad y el pronunciado descenso del costo de producción que resultó de la introducción del trabajo en cadena. Los trabajadores, que no se sentían para nada interesados por un trabajo repetitivo que no dejaba lugar a iniciativa alguna de su parte, recuperaron (o creyeron hacerlo) fuera del trabajo su condición humana como consumidores, gracias a los salarios relativamente altos que percibían.


Por entonces el famosísimo actor y cineasta británico Charles Chaplin (1889-1977) estrenaba su inolvidable “Modern times” (Tiempos modernos), filme en el que satirizó la “racionalización industrial” del taylorismo-fordismo. Allí mostraba en tono humorístico la mecanización industrial, la robotización del hombre, su esclavización por la máquina. Cuando se estrenó, el 5 de febrero de 1936 en el Rivoli Theatre de Nueva York, todavía se sentían los efectos la Gran Depresión de 1929, es decir, la caída de la Bolsa en Wall Street, cuyos efectos se extendieron rápidamente a Europa y a otras regiones del mundo occidental. Tiempo antes del estreno, Chaplin había dicho en una entrevista que “las personas que trabajaban en las cadenas de montaje de Detroit, a los pocos años, se convertían en despojos humanos”. La crítica social implícita en la película más sus críticas al capitalismo en “Monsieur Verdoux” (El señor Verdoux) y a la intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial con la utilización de armas de destrucción masiva, le valieron que el Comité de Actividades Antiamericanas lo acusara en 1947 de “destruir la fibra moral de América”. Cinco años más tarde, el Fiscal General de Estados Unidos denunciaba al actor por “pertenecer al Partido Comunista” y por “delitos contra la moralidad”, por lo cual pasaría el resto de su vida exiliado en Suiza.
A la sazón, el psicoanalista y filósofo humanista alemán Erich Fromm (1900-1980) mostraba su preocupación sobre el trabajo enajenado. Para este autor “los primeros siglos de la era moderna encuentran el significado del trabajo dividido en dos: el de ‘deber’ entre la clase media, y el de ‘trabajo forzado’ entre quienes no tenían propiedad ninguna”. Según sostenía Fromm en su “Die furcht vor der freiheit” (El miedo a la libertad), esta relación que mantenía el trabajador frente a su trabajo era el resultado de toda la organización social de la que formaba parte. También, al constituir una pieza del equipo contratado por el capital, su función estaba determinada por ese lugar en el conjunto. Por su parte, los filósofos alemanes Max Horkheimer (1895-1973) y Theodor Adorno (1903 -1969), dos de los máximos representantes de la Escuela de Fráncfort, publicaron “Dialektik der Aufklärung” (Dialéctica de la Ilustración), donde dieron cuenta de las consecuencias de todo ese mundo desenfrenado. “El progreso exige la autoalienación de los individuos, que deben adecuarse en cuerpo y alma a las exigencias del aparato técnico”, decían en las primeras páginas.


Ya anteriormente hubo varios autores que habían desarrollado conceptos que luego serían asociados con la alienación. El sociólogo y filósofo francés Émile Durkheim (1858-1917) por ejemplo, en sus obras “De la division du travail social” (La división del trabajo social) de 1893 y “Le suicide” (El suicidio) de 1897, utilizó el término “anomia” para indicar un conjunto de fenómenos que se manifestaban en la sociedad, en los que las normas que garantizaban la cohesión social entraban en crisis a raíz del alto desarrollo de la división del trabajo. Las tendencias sociales que tuvieron lugar luego de los inmensos cambios en el proceso productivo también constituyeron el fundamento de las reflexiones de sociólogos y filósofos alemanes. En el año 1900 Georg Simmel (1858-1918), en “Philosophie des geldes” (La filosofía del dinero), dedicó mucha atención al predominio de las instituciones sociales sobre los individuos y la creciente despersonalización de las relaciones humanas; mientras que Martin Heidegger (1889-1976) en “Sein und zeit” (Ser y tiempo) de 1927, habló de “caída en el mundo” como una forma de perderse en la inautenticidad y el conformismo. Para él, ese estado de ánimo designaba “el absorberse en la convivencia regida por la habladuría, la curiosidad y la ambigüedad”; un territorio, por consiguiente, completamente diferente al de la fábrica y de la condición obrera fabril. Además, esa condición de la “caída” no la consideraba como “mala y deplorable que, en una etapa más desarrollada de la cultura humana, pudiera quizás ser eliminada”, sino más bien como “un modo existencial de estar en el mundo”. Ciertamente estos autores consideraban a estos fenómenos como hechos inevitables, como un aspecto universal de la existencia humana, y sus reflexiones reflejaban el deseo de mejorar el orden social y político existente pero no el de reemplazarlo por otro diferente.
Ya en los años ’60 del pasado siglo surgieron otros pensadores que enfocaron sus análisis en la alienación, ya no sólo la producida por el trabajo sino también aquella que se experimentaba en los momentos de ocio. Por caso, el filósofo francés Guy Debord (1931-1994) hablaba en su “La société du spectacle” (La sociedad del espectáculo) del “deslizamiento generalizado del tener hacia el parecer”. Tales reflexiones lo impulsaron a cuestionar en el centro de su análisis al mundo del espectáculo: “En la sociedad, el espectáculo corresponde a una fabricación concreta de la alienación”, el fenómeno mediante el cual “el principio del fetichismo de la mercancía se cumple de un modo absoluto”. Retomando algunas tesis de los filósofos de la Escuela de Fráncfort según las cuales en la sociedad contemporánea hasta el entretenimiento estaba siendo subsumido por el orden social existente, aseveró que la alienación se afirmaba hasta el punto de convertirse incluso en una experiencia que entusiasmaba a los hombres quienes, dispuestos por este nuevo opio del pueblo al consumo y a “reconocerse en las imágenes dominantes”, se alejaban de sus propios deseos y existencia real: “El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social. La producción económica moderna extiende su dictadura extensiva e intensamente hasta el punto de que el consumo alienado se convierte para las masas, en un deber añadido a la producción alienada”.


Otro tanto hizo Jean Baudrillard (1929-2007), quien también utilizó el concepto de alienación para interpretar críticamente las mutaciones sociales producidas por el capitalismo maduro. En “La société de consommation” (La sociedad de consumo), identificó en el consumo al factor primario de la sociedad moderna, en la cual la publicidad y las encuestas de opinión creaban necesidades ficticias y consensos masivos. Para el filósofo y sociólogo francés, se vivía “la era de la alienación radical”: “La lógica de la mercancía se ha generalizado y hoy gobierna, no sólo al proceso del trabajo y los productos materiales, sino también la cultura en su conjunto, la sexualidad, las relaciones humanas, hasta las fantasías y las pulsiones individuales. Todo se vuelve espectáculo, es decir, todo se presenta, se evoca, se orquesta en imágenes, en signos, en modelos consumibles”. Según su opinión, el eje del capitalismo había pasado de la producción al consumo. Tras la crisis del ‘29 se había hecho evidente que era fundamental no sólo producir mercancías sino también fabricar las necesidades, la demanda. “La simulación colectiva de las necesidades hace que la producción masiva sea sólo el intento inútil de recuperar lo real. La sociedad de consumo es, en definitiva, un mito, un modo del ‘pensamiento mágico’. Creemos en adquirir libremente objetos que necesitamos y, en el fondo, no hacemos sino perpetuar un código totalitario productor de diferencias sociales”.
Pero, mientras el sociólogo norteamericano Irving L. Horowitz (1929-2012) sostenía en su ensayo "The strange career of alienation” (La extraña trayectoria de la alienación) que ésta “implica una intensa desconexión o desarraigo de un individuo de las cosas, de la gente y de las ideas del mundo que le rodea”, otros sociólogos como el alemán Jürgen Habermas (1929) y el británico Anthony Giddens (1938) discutían el problema de la alienación de manera contradictoria. Para el primero, la noción de alienación no parecía ser importante en su obra “Erkenntnis und interesse” (Conocimiento e interés), aunque más tarde, en uno de los capítulos de “Der philosophische diskurs der moderne” (El discurso filosófico de la modernidad), la alienación resultaba ser una patología de los individuos frente a una socialización deficiente, ya que resultaban “dañadas las capacidades interactivas y los estilos personales de vida, la capacidad de las personas para responder autónomamente de sus acciones”. Para el segundo, según lo que expuso en “Capitalism and modern social theory” (El capitalismo y la teoría social moderna), si bien relativiza la exacerbación que el capitalismo habría supuesto de este problema ya que “los procesos de despojamiento son parte integrante de la maduración de las instituciones modernas”, reconoció que la alienación o el “hundimiento del yo” eran producto de los profundos cambios de las sociedades modernas y que su estudio era importante para evaluar el “orden social” de un “mundo desbocado”.