5 de julio de 2013

André Green: "Lacan era un personaje fuera de serie. La palabra 'brillante' no basta; 'ge­nial' es arriesgada" (1)

André Green (1927-2012), psiquiatra por formación y psicoanalista de hecho, conoció muy bien a Jacques Lacan (1901-1981), con quien mantuvo una estrecha relación, afectiva en un primer momento, a menudo conflictiva, a veces polémica. Ex Director del Instituto de Psicoanálisis de París, nunca fue miembro de una escuela lacaniana, a pesar de los pedidos del propio Lacan. Autor de muchas obras, entre ellas "Le discours vivant" (El discurso vivo), "La folie privée" (De locuras privadas), "Pourquoi les pulsions de destruction ou de mort?" (La pulsión de muerte) y "Le travail du négatif" (El trabajo de lo negativo), Green no acostumbraba tragarse las palabras; su notoria vitalidad, su empecinamiento en pensar, sus trabajos de investigación y su tono más bien profético, hicieron de él uno de los personajes clave del psicoanálisis francés de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en una comunidad francófona de El Cairo en el seno de una familia judía, en 1946 viajó a París para proseguir sus estudios de medicina, los que completó en 1953 con una especialización en psiquiatría. En el hospital de Sainte-Anne conoció a Lacan y, en 1960, éste lo llevó al Seminario, lo hizo parte de su grupo más cercano y lo invitó a participar activamente en el renovador "retorno a Freud". Las diferencias teóricas y clínicas con Lacan, el rechazo a su creciente dogmatismo, lo llevaron a alejarse en 1967, sin por ello desconocer el valor de sus aportes. A partir de entonces, toda su producción estuvo motorizada por el proyecto de un psicoanálisis contemporáneo: un psicoanálisis que, apuntalado en el fundamento freudiano, respondiese a los desafíos y posibilidades de su propio tiempo, en sintonía con las transformaciones y ampliaciones de la práctica más allá de las neurosis, y en diálogo con los desarrollos de las disciplinas científicas y artísticas. Lo que sigue es la primera parte de la entrevista realizada por Cathérine Clément para la revista "Magazín Literario" nº 5 de noviembre de 1997.



Si hablamos de Lacan, ¿por dónde empezaría?

Empezaré por subrayar los rasgos positivos de Lacan, porque siempre tuve tres maestros; Lacan, Winnicott y Bion. Es totalmente evi­dente que Lacan era un personaje fuera de serie, dotado con dones excepcionales. Lo excepcional era una inteligencia... ¿como de­cirlo? La palabra "brillante" no basta; "ge­nial" es arriesgada... Una inteligencia con una agudeza y una virtuosidad vertiginosas, con un sentido crítico afilado, una manera muy incisiva de captar el ángulo más favorable para su óptica. Era un personaje fuera de serie. Lacan, de origen médico, había logrado liberarse de todas las limitaciones de la formación médica, de la que suelo decir que es la más empobrecedora y la más eficazmente esterilizante pa­ra el intelecto. Tal vez sea muy útil para la práctica médica, pero para el in­telecto es mortal: me ubico en el punto de vista del médico y del psiquia­tra que yo también fui en mis orígenes. Sin embargo, Lacan tenía una curiosidad intelectual y una cultura tales, que entre sus contemporáneos psicoanalistas era de lejos el que tenía más armas para hacer una obra teórica descomunal; los sobrepasaba, y por mucho. Tenía un don de per­suasión y de fascinación del que ni siquiera yo escapé.Me acuerdo de un intenso encuentro en 1958, en el Congreso de Psicoterapia de Barcelo­na.Estaba solo, sin su cohorte alrededor, y muy accesible. Ya en aquel entonces se sorprendía de que yo hubiera hecho la elección equivocada: de­bía haber estado a su lado. Desde 1951, el tercio de los alumnos del Instituto de Psicoanálisis estaba en su diván (unos quince, es decir, más de cuarenta y cinco sesiones por semana. ¿Qué pasa con los análisis que llaman terapéuticos?). De su persona emanaba una especie de radiación que más adelante vimos actuar sobre multitudes en la Facultad de Dere­cho. Nadie puede cuestionarle ese carisma. Decir que ese don era un “bluff” sería enunciar una falacia. No digo que no fuera capaz de un bluff” ocasional, pero era más bien un aspecto de "jugador de póquer", siempre en una situación de duelo a muerte.

¿Es decir?

Lo vimos muy bien en Baltimore, cuando cuestionó públi­camente algunas referencias de Derrida. Ahora bien, Derrida no se mueve sin su documentación y Lacan no lo había previs­to; al día siguiente Derrida llegó con sus textos... Pero cuando pensaba que podía sacar partido de una situación forzada, La­can no escatimaba ningún medio, ni siquiera, y sobre todo, al­gunos golpes bajos. Es a menudo el revés de la excepción: ex­cepcional, Lacan ignoraba la Ley.

Extraño, Lacan que toda su vida paso por teórico de ella... ¿En qué sentido tenemos que entender esa palabra, la Ley?

Justamente. Teórico de la Ley, sólo conocía la que dictaba para los otros y que no se aplicaba al legislador. Con él estamos constantemente confrontados con esas alternativas. Decimos que el practicante no vale nada, pero que el teórico es genial: se necesitaron muchos años para comprender que teoría y prácti­ca lacanianas no son distintas. El hombre no vale nada, se dice también, pero el practicante era milagroso. Pero esto no es ver­dad, es el mismo: hombre, analista, teóri­co están hechos con el mismo molde.

Volvamos a ese asunto de la Ley, porque cuando los psicoanalistas usan ese término, lo hacen en un sentido más radical y más vasto que las acepciones jurídica, social y po­lítica. Sobre todo en el caso de Lacan.

Hay que entender la Ley en el sentido mosaico. En efecto, Lacan quiso restaurar la función paterna en un momento en el que el análisis se inclinaba hacia el lado de las madres (inclinación aún vigente...) y de las primeras rela­ciones entre madre e hijo; como si el padre sólo apareciera más tarde, de acuerdo con una óptica llamada "genética". Aberra­ción total, y Lacan tenía razón: para que hubiera un niño, fue necesario que el padre interviniera también y fue igualmente necesario que estuviera en la cabeza de la madre en compañía de otros más. Lacan buscó entonces dar una vuelta de tuerca para llevarnos al Padre, según la línea de Freud, pero de una manera muy diferente. Pero él mismo dicta su propia ley, se comporta como Padre ante la Ley.

¿Ante la Ley? Entonces, como padre de la horda primitiva, ¿cuándo emergían la tribu, lo social, lo colectivo y la familia?

En los hechos (no en la teoría), es el Padre el que no está sometido a la Ley. En Moisés y el monoteísmo, Freud se plantea la siguiente pregunta: ¿quién decide la preeminencia del Padre? No puede ser él, porque su preeminencia es el resultado de la operación. Freud, con su honestidad de costumbre, termina concluyendo que no sabe (de hecho, él mismo había dado la respuesta: es el Padre, muerto por los hermanos, la Sombra del Padre la que asegura esa primacía). Lacan tendrá una respuesta para todo, para "tapar los agujeros del edificio universal". Será un padre omnipotente, que decide soberanamente: ¡que no vengan a obstaculizarlo con reglamentos o argucias jurídicas (fundo, disuelvo y...) o con la moral ordinaria! A decir verdad, ese padre se parece a una madre abusiva, de esas que Lacan detestaba. Dijo: "la mujer no existe". Por el contrario, la madre si está ahí y el Padre nunca hace lo suficiente para contrarrestar su influencia. De hecho, no se dice lo suficiente que Lacan es, en primer lugar, un moralista.

Bien. ¿Pero qué tipo de moralista?

Cínico. Del estilo de La Rochefoucauld, pero más negro. Un nihilista gozador. Ahí está una de las razones de su éxito: esos jóvenes que se amontonaban alrededor de él, que lo escu­chaban con pasión y que no entendían mucho (la prueba está en que cuando se les preguntaba qué habían retenido, respon­dían: "más o menos nada") eran sensibles a un acento algo profético: el acento de una verdad. Al salir de los anfiteatros en donde se les hablaba del alma bella, de la esencia o de la razón pura, se dirigían hacia el que, tal vez en nombre del psicoanáli­sis, o en todo caso de su psicoanálisis, denunciaba esa ilusión y les decía: el mundo no funciona como les dicen, funciona con el deseo, del que nadie les habla. Pero cuando Freud ofrece su mirada del mundo, se comporta como un perfecto burgués vie­nes, respetuoso de las reglas sociales. Jamás habría pasado un semáforo en rojo. Subvirtió el pensamiento, pero se comportó como un demócrata. En cambio, Lacan no conoce ninguna li­mitación para la realización de sus deseos, ni siquiera las limita­ciones de velocidad; en auto, anda según le place, incluso cuan­do pone en peligro a sus pasajeros. Lacan tenía un poder de subversión real, un po­der de derribar los valores, pero de nin­guna manera estaba listo para renunciar a su derecho al goce y a la preservación de sus bienes. Su colección de Tanagras se disimulaba a la mirada de los eventua­les ladrones, más en la filiación nietzscheana que en cualquier otra. Tiene todos los derechos: es el Superhombre.

Entonces, ¿lo describiría también como un hombre ávido, ante todo, de poder?

Hay poderes y poderes. El poder del que hablamos es el de la alienación de su persona. Lacan era un hombre que lo hizo todo para ser idolatrado como un jefe de secta, con el razona­miento típico del perverso. Tengo conmigo una carta de él, con motivo del Congreso de Amsterdam de 1965, dos años después de haber rechazado las condiciones de su reintegración en las instancias internacionales del psicoanálisis. Me había pedido que protestara en sesión pública por "la injusticia que se estaba cometiendo con él", y yo rechacé categóricamente su pedido porque desaprobaba su práctica: podía hablar francamente con él. Al día siguiente, recibí esta carta de la que le leo algunos pá­rrafos: "Porque tampoco debemos olvidar esa instancia simple y casi suficiente para dar cuenta de ello: confiese que si hubiese sido profesor de cualquier cosa, nadie hubiese esbozado el más mínimo comienzo de la gran maniobra...". Este es el emprendimiento del perverso cuando se defiende: "me ponen en tela de juicio, pero hay otros que hacen cosas peores que las que yo ha­go y no se atreven a atacarlos porque son poderosos". No existe un sólo perverso que se prive de este razonamiento. Ahora bien, esta Ley, que Lacan no respeta, concierne al encuadre analítico. Al principio de la cura, el psicoanalista enuncia las reglas de esa cura: le pido que se comprometa a esto y yo me comprometo a esto otro. Instala una suerte de ley por encima de "usted y de mí", una ley de la que se supone que es el vocero, pero no el le­gislador. En principio, el psicoanalista actúa en defensa de ese dispositivo necesario para el cumplimiento del análisis, preser­vando la libertad del analizante y rechazando ejercer ninguna obligación y menos aún un chantaje para su provecho personal.

El psicoanalista es el enunciador, es cierto, pero como está solo en su consultorio, enunciando, también es, al mismo tiempo, el legislador...

El legislador no, el guardián de la Ley. Su representante ava­sallado. Se dice mucho que el pacto psicoanalítico entre el analis­ta y el paciente es un contrato leonino -es decir, desigual- entre las dos partes. Es cierto. A pesar de todas las querellas sangrientas que rasgaron el movimiento analítico desde sus orígenes, nunca nadie puso en tela de juicio el contrato analítico. Ni Freud a lo largo de su vida, a pesar de innumerables cambios teóricos, ni Melanie Klein, ni Winnicott, que se conformó en algunos casos con alargar varias horas las sesiones. Pero Lacan no se explica su modificación del pacto analítico; su posición tiene una enorme ambigüedad. Ni siquiera una conferencia entera sobre la cuestión de las sesiones cortas; solamente algunas líneas en los “Escritos” sobre la frustración necesaria para el progreso de la cura. La espada de Damocles de la interrupción de la sesión es un chantaje. "Institu­ye" la relación sadomasoquista como modelo. Asumo el riesgo de afirmar que esta posición tuvo su éxito entre los lacanianos, a los que les permitió resolver sus pro­blemas financieros gracias a un abuso que permite disfrazar esta maniobra sádica de técnica espe­cializada, fuertemente rentable.

¿Llegaría a afirmar que, según Lacan, la aplicación de las famosas sesiones cortas se justificaba sobre todo por un tema financiero?

De ninguna ma­nera, aunque le gusta­ba el dinero (son mu­chos los testimonios al respecto). Cuando fija sus honorarios de acuerdo con la cuenta de una cena que desembolsa ante sus ojos uno de sus alumnos que come con él -le ocurrió a Francois Perrier-, desde el punto de vista de la percep­ción del inconsciente la empresa no es ab­surda, pero de ahí a llevarla a cabo... Las ventajas financieras -no desdeñables- del método se disimulan detrás del placer de avasallar al otro. De hecho, la cuestión es más complicada que eso. El dinero es parte integrante de una re­lación llamada sádico-anal. Es este criterio, con sus connotacio­nes de influencia y dominación, el que aclara la preferencia que tenía Lacan por las prácticas que podían llegar hasta aplicar métodos violentos sobre la persona del analizante.

¿Pero no cree usted que hay que tomar los testimonios de los analizantes con precaución, que hay que hacer una crítica del testimonio?

Esperaba esa pregunta, está muy a la orden del día. El psi­coanálisis es una situación de poder que implica el abuso de poder, hay que decirlo. Es dinamita. Desde que surge la transfe­rencia, el psicoanalista se plantea la cuestión ética, la elección fundamental: o conservo una distancia y analizo la transferencia sin entrar en el juego del analizante -hasta hacerme castigar por el psicoanalista- o entro en el juego, porque sería una lástima no explotar la transferencia con fines personales. ¡La oportuni­dad de avasallar y de hacerse servir es demasiado bella! Pierre Mâle, que poseía una integridad total, me dijo que Lacan, muy cercano a él, le dijo de sus analizantes en formación: "Son boludos, hay que ser duro con ellos".