12 de julio de 2013

Charles Darwin, el viajero del Beagle (1). Los antecedentes de un espíritu seglar

La publicación, en 1859, de “On the origin of species by means of natural selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life” (El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida), una de las dos grandes obras de Charles Darwin (1809-1882), cambió por completo la historia de la biología. Al­gunos años después, Sigmund Freud (1856-1939) señalaría a la revolución darwiniana entre las tres heridas "a su ingenuo amor propio" que la humanidad había soportado, aquella que “redujo a la nada el supuesto privile­gio que se había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza animal". Por eso la teoría darwiniana de la evolución resulta también el punto clave de una revolución cultural y antropológica y se ubica en el centro de una compleja y extendida trama de consecuencias extraordinarias, refractaria a cual­quier lectura simplista y lineal.
Tampoco fue simplista y lineal el camino recorrido  para llegar a la concepción de semejante obra. Darwin fue un mucha­cho entusiasta cuyo interés mayor pasaba por disfrutar de largas veladas con amigos, salir a cazar y cabalgar, mientras al mismo tiempo es­taba imbuido de las creencias corrien­tes de la época y sin la más mínima intuición acerca de lo que ocurriría luego con su carrera y su teoría. Parece claro que en su juventud Darwin iba a infringir muchas expectativas. Su padre esperó que llegara a ser médico como él, o clérigo, pero no consiguió ninguna de las dos cosas. Darwin se largó despavorido de la sala de operaciones las dos veces que asistió y, a pesar de que según una sociedad de frenólogos alema­nes “tenía la protuberancia de la reverencia de­sarrollada como para diez sacerdotes”, su obra contribuyó más bien a hacer crujir los primeros pasajes de las Sagradas Escrituras, al tiempo que avanzó hacia un pro­gresivo escepticismo. La afición del joven Darwin a la colección de insectos, que hizo te­mer a su padre por su futuro, lo preparó no obstante para algo determinante: un viaje de casi cinco años alrededor del mundo a bordo del bergantín HMS Beagle de la Marina Real Británica. “El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento más importante de mi vida y ha determinado toda mi carrera”, diría años después. En él, Darwin acumuló gran cantidad de observaciones que iban a ser básicas para sus aportaciones a la geología y al estudio del mundo orgánico.
Hasta el siglo XVIII -dice el historiador de la ciencia y filósofo español Antonio Beltrán Marí (1948-2013) en “Revolución científica. Renacimiento e historia de la ciencia”- se creía que la Tierra y todas sus criaturas habían sido creadas por Dios desde hacía entre cuatro y seis mil años. En ese si­glo, el naturalista sueco Carl von Linneo (1707-1778), basado en la creencia de la inmuta­bilidad de las especies, pretendió hacer una clasi­ficación definitiva de todos los seres vivos que, en gran parte, sigue siendo útil. Pero ya desde fina­les del siglo XVII, con las nuevas filosofía y física, el sistema solar y la Tierra empezaron a tener his­toria. Y los fósiles parecían implicar al mundo vivo en esa historia. Hasta el siglo XIX se opusieron dos grandes teorías. La catastrofista afirmaba que la Tierra, desde la creación, había sufrido grandes cataclis­mos globales (el diluvio universal habría sido el último), que modificaban drásticamente su topografía. El zoólogo francés Georges Cuvier (1769-1832), con su gran prestigio, impulsó la idea de que, tras cada catástrofe universal, Dios creaba de nuevo la flora y la fauna adecuadas, que cons­tituían un paso progresivo hacia el hombre y su Tierra actual. Los uniformistas, desde los franceses Georges Leclerc de Buffon (1707-1788) y Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829), botánico uno, paleontólogo el otro, hasta los británicos James Hutton (1726-1797) y Charles Lyell (1797-1875), ambos geólogos, por su parte afirmaban que el aspecto actual de la Tierra era el producto de procesos naturales constantes, uniformes y lentos, como los que ac­túan hoy: vientos, mareas, sedimentos, etc. La Tierra tenía, pues, millones de años. Pero las di­ferencias entre los fósiles y los animales actuales tenían que explicarse de manera distinta.
Para Hutton, considerado por muchos el padre de la geología, los vestigios fósiles hallados en el interior sólido de la Tierra proporcionaban información acerca de extensos períodos de la historia natural. El conocimiento de los procesos geológicos -afirmaba- permitiría establecer la época desde la cual las especies que produjeron dichos fósiles habitaban la Tierra. En sendas reuniones de la Sociedad Real de Edimburgo llevadas a cabo los días 7 de marzo y 4 de abril de 1785, Hutton presentó una teoría por la que sería acusado de herejía. La misma recién fue publicada en 1788 y se titulaba “Theory of the Earth, or an Investigation of the laws observable in the composition, dissolution, and restoration of land upon the globe” (Teoría de la Tierra, o una Investigación de las leyes observables en la composición, disolución y restauración de la tierra firme del globo). En ella, sostenía que en todas las transformaciones de la naturaleza, lo único que permanecía sin cambio eran las leyes que las regían. Un concepto avanzado y blasfemo para su época.
Aproximadamente un siglo después -recuerda Beltrán Marí en la obra mencionada-, Lyell con base en el estudio de las rocas, sus tipos, su grosor, los fósiles que contenían y otros factores, calculó para la Tierra una edad aproximada de 600 millones de años, una cifra aceptable para las distintas muestras de rocas que él observó. Creador de la geología moderna, en sus conceptos fue más lejos que Hutton, aportando nuevos elementos y dándole a la geología un carácter eminentemente evolucionista. Indirectamente, Lyell sería también el responsable de la teoría de la evolución de las especies por la relación e intercambio de ideas que sostendría con Darwin. Fue crucial el antecedente de la geología de aquél para que éste imaginase su teoría de la evolución. La teoría de Darwin requería que la Tierra tuviera una edad de cientos de millones de años. La geología le proporcionó los elementos que necesitaba. De ese modo, tanto Hutton como Lyell desempeñaron un papel fundamental en la evolución del pensamiento científico. Así como Nicolás Copérnico (1473-1543) y Galileo Galilei (1564-1642) habían quitado a la Tierra del centro del Universo; con Hutton y Lyell el tiempo adquirió otro sentido y la creación y evolución de la vida en la Tierra dejó de ser el resultado de un acto divino.
Mientras tanto, en mayo de 1826, el marino inglés Robert Fitz Roy (1805-1865), a la sazón teniente de navío, salía del puerto de Plymouth rumbo a América del Sur en una expedición compuesta por los bergantines Adventure y Beagle al mando de los capitanes Phillip Parker King (1791-1856) y Pringle Stokes (1793-1828) respectivamente. El objetivo de la misión encomendada por el almirantazgo británico, al menos el manifiesto, era el de realizar un relevamiento hidrográfico exacto de las costas meridionales del extremo sur de América, desde la entrada del Río de la Plata hasta las islas de Tierra del Fuego y Chiloé, y descubrir la existencia de rutas alternativas para los propósitos comerciales del Imperio. El suicidio del capitán Stokes llevaría -tras un breve interinato de otro oficial- a Fitz Roy como nuevo comandante del Beagle. El joven cartógrafo Fitz Roy continuó con los objetivos del proyecto, circunnavegando los canales patagónicos; sin embargo, un episodio fortuito alteraría parcialmente el plan de viaje: el encuentro con las comunidades indígenas canoeras autóctonas de la región.
Los yaganes o yámanas utilizaban el trueque, un sistema de intercambio de productos que mantenían con los cazadores de lobos y los distintos barcos que navegaban por las costas australes. Precisamente en uno de los tantos acercamientos de las canoas a las naves fue el que determinó el destino de cuatro indígenas. El propio Fitz Roy relataría en 1839: “Seguimos nuestro trayecto, pero nos detuvimos cuando en la angostura avistamos tres canoas llenas de indios deseosos de hacer trueque. Les damos unas pocas cuentas y botones a cambio de pescado; sin haberlo previsto dije a uno de los muchachos que iba en una canoa que subiese a nuestro barco y entregué al hombre que lo acompañaba un botón de nácar grande y brillante. El joven subió directamente a mi barco y se acomodó. Al notar que él y sus amigos parecían satisfechos, seguí mi camino mientras una ligera brisa arreciaba y nos hacíamos a la vela”. Otra versión, menos romántica por cierto, habla del robo de un bote balle­nero del Beagle por parte de los yaganes, lo que indujo a Fitz Roy a tomar en calidad de rehenes a un grupo de cuatro aborígenes, una niña y tres varones jóvenes, a los que despojó de sus nombres y los sustituyó con nombres ex­traños y peyorativos, términos vinculados a sus características fisonómicas o actividades.


Así, a uno de los indígenas lo llamó Boat Memory porque decía no recordar qué se había hecho del bote balle­nero mientras que en su canoa se encontraron botellas de licor que pertenecía a los ingleses. Operación similar realizó con otro llamado originalmente El'leparu, de veintisiete años, al que bautizó York Minster por su envergadura física a la que asoció a un enorme peñasco. La niña Yokcushlu, de nueve años, fue llamada Fuegia Basket como representación de la embarcación con forma de canasta construida por los marineros para retornar al Beagle tras perder el rastro de bote ballenero. Y finalmente Orundelico, de catorce años, a quien se llamó burlonamente Jemmy Button por lo que había costado com­prarlo: un botón de nácar. Los cuatro fueguinos, tres kawésqar y un yámana, fueron llevados a Inglaterra. La idea de Fitz Roy era sacar a aquellos "salvajes" de la "creación bruta", enseñarles inglés y que participaran de los beneficios de la civilización británica. "Los beneficios de que conociesen nuestros hábi­tos e idioma compensarían la separación tran­sitoria de su país", diría Fitz Roy.
El viaje de regreso duró cuatro meses y medio, llegando a Plymouth el 14 de octubre de 1830. En diciembre de ese año falleció en el hospital naval, víctima de viruela, Boat Memory. Tenía veinticuatro años. Los restantes fueron puestos bajo el cuidado de un reverendo en una Sociedad Misionera situada en Walthamstow, un villorrio cercano a Londres. Aislados de los círculos públicos, aprendieron a expresarse en el idioma inglés, conocieron la doctrina cristiana y realizaron trabajos manuales. Fitz Roy, que se hizo cargo de la manutención de los indígenas, pensaba que, tras el proceso de reeducación, los indígenas escogerían el conocimiento occidental como marco de desenvolvimiento cultural en desmedro de las costumbres yámanas.
La época de aquel entonces mostraba fuertes transformaciones sociales, profundos cambios en la vida pública y privada, en las costumbres y en las relaciones sociales. La euforia de la burguesía europea no tenía límites: el mundo, a punta de bayoneta y divisas, se había convertido en coto privado de aventuras coloniales, la industria crecía a paso vertiginoso y la ciencia le abría el camino como si su voz fuera la llave del progreso. Era la hora del pensamiento positivo, de la instauración de la educación pública y del servicio militar general y obligatorio: la hora de las sórdidas guerras de rapiña en Asia, Africa y América. El pensamiento positivista de Auguste Comte (1798-1857), que consistía, a grandes rasgos, en la asunción de la razón y la ciencia como las únicas guías de la humanidad capaces de instaurar el orden social sin apelar a oscurantismos teológicos o metafísicos, tenía un gran éxito en los países más desarrollados a los que les proporcionaba un credo laico para el capitalismo liberal y la industria triunfantes.
Entre las ideas de Comte se destacaban las de la "estática social” -según la cual los hombres aislados eran incomprensibles, por lo que la posibilidad de comprender la conducta humana residía en la perspectiva social- y la de la "dinámica social” -según la cual to­das las sociedades pasaban necesariamente por las mismas fases, por lo tanto no era necesario estudiar cada una de ellas para obtener la teoría de la sociedad: era suficiente con conocer la más desa­rrollada. Según estas tesis, bastaba con seguir de cerca la evolución de un determinado nivel para conocer los otros. En ese contexto, la difusión de los valores de la Ilustración entre “los salvajes” tenía que ver con los prejuicios que imperaban en la Europa del siglo XVIII, según los cuales el estilo de vida indígena sólo expresaba el triste testimonio de lo primitivo, lo decadente y lo abyecto, separado de los ideales de progreso e integridad espiritual en que se fundaba la cultura cristiana occidental. Tras haber aprendido rudimentos del idioma y costumbres británicas, asistiendo además a una escuela donde fueron detestados y marginados por el resto de los alumnos, El'leparu, Orundelico y Yokcushlu se convirtieron en una especie de híbridos. De comer carne de foca pasaron a tomar el té con sándwiches de pepino, tostadas con mantequilla y panceta para desayunar. De ir apenas semidesnudos y cubriéndose con pieles de guanaco, a llevar guantes, zapatos con hebilla y ropas cuidadas.
No existen pruebas de que se sometiese a los fueguinos a análisis físicos o anatómicos, pero, dada la afición de Fitz Roy por la frenología (la teoría que afirmaba que el tamaño, la forma y la protuberancia de la cabeza revelaban el carácter y los rasgos de la personalidad de un individuo), a finales de 1830 los hizo examinar por un frenólogo. Más tarde, en algún momento del verano de 1831, los tres indígenas fueron recibidos por los reyes de Inglaterra, una reunión que supuso un gran honor para Fitz Roy. Un par de meses después, el “Royal Devonport Telegraph” publicó el siguiente artículo: “El Beagle, el bergantín de Su Majestad, vuelve a estar en servicio y al mando del galante e infatigable comandante Robert Fitz Roy, con el fin de terminar el examen del extenso continente. Por lo que sabemos, tras aprender algunas de las artes más útiles, los nativos de Tierra del Fuego traídos por el comandante Fitz Roy retornan a su tierra natal a bordo del Beagle”.