La
publicación, en 1859, de “On the origin of species by means of natural
selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life” (El
origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de
las razas favorecidas en la lucha por la vida), una de las dos grandes obras de
Charles Darwin (1809-1882), cambió por completo la historia de la biología. Algunos
años después, Sigmund Freud (1856-1939) señalaría a la revolución darwiniana
entre las tres heridas "a su ingenuo amor propio" que la humanidad
había soportado, aquella que “redujo a la nada el supuesto privilegio que se
había conferido al hombre en la Creación, demostrando que provenía del reino
animal y poseía una inderogable naturaleza animal". Por eso la teoría
darwiniana de la evolución resulta también el punto clave de una revolución
cultural y antropológica y se ubica en el centro de una compleja y extendida
trama de consecuencias extraordinarias, refractaria a cualquier lectura
simplista y lineal.
Tampoco
fue simplista y lineal el camino recorrido
para llegar a la concepción de semejante obra. Darwin fue un muchacho
entusiasta cuyo interés mayor pasaba por disfrutar de largas veladas con
amigos, salir a cazar y cabalgar, mientras al mismo tiempo estaba imbuido de
las creencias corrientes de la época y sin la más mínima intuición acerca de
lo que ocurriría luego con su carrera y su teoría. Parece claro que en su
juventud Darwin iba a infringir muchas expectativas. Su padre esperó que
llegara a ser médico como él, o clérigo, pero no consiguió ninguna de las dos
cosas. Darwin se largó despavorido de la sala de operaciones las dos veces que
asistió y, a pesar de que según una sociedad de frenólogos alemanes “tenía la
protuberancia de la reverencia desarrollada como para diez sacerdotes”, su
obra contribuyó más bien a hacer crujir los primeros pasajes de las Sagradas
Escrituras, al tiempo que avanzó hacia un progresivo escepticismo. La afición
del joven Darwin a la colección de insectos, que hizo temer a su padre por su
futuro, lo preparó no obstante para algo determinante: un viaje de casi cinco
años alrededor del mundo a bordo del bergantín HMS Beagle de la Marina
Real Británica. “El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento
más importante de mi vida y ha determinado toda mi carrera”, diría años
después. En él, Darwin acumuló gran cantidad de observaciones que iban a ser
básicas para sus aportaciones a la geología y al estudio del mundo orgánico.
Hasta
el siglo XVIII -dice el historiador de la ciencia y filósofo español Antonio
Beltrán Marí (1948-2013) en “Revolución científica. Renacimiento e
historia de la ciencia”- se creía que la Tierra y todas sus criaturas habían
sido creadas por Dios desde hacía entre cuatro y seis mil años. En ese siglo,
el naturalista sueco Carl
von Linneo (1707-1778), basado en la creencia de la inmutabilidad de las
especies, pretendió hacer una clasificación definitiva de todos los seres
vivos que, en gran parte, sigue siendo útil. Pero ya desde finales del siglo
XVII, con las nuevas filosofía y física, el sistema solar y la Tierra empezaron
a tener historia. Y los fósiles parecían implicar al mundo vivo en esa historia.
Hasta el siglo XIX se opusieron dos grandes teorías. La catastrofista afirmaba
que la Tierra, desde la creación, había sufrido grandes cataclismos globales
(el diluvio universal habría sido el último), que modificaban drásticamente su
topografía. El zoólogo francés Georges Cuvier (1769-1832), con su gran
prestigio, impulsó la idea de que, tras cada catástrofe universal, Dios creaba
de nuevo la flora y la fauna adecuadas, que constituían un paso progresivo
hacia el hombre y su Tierra actual. Los uniformistas, desde los franceses Georges
Leclerc de Buffon (1707-1788) y Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829),
botánico uno, paleontólogo el otro, hasta los británicos James Hutton (1726-1797)
y Charles Lyell (1797-1875), ambos geólogos, por su parte afirmaban que el
aspecto actual de la Tierra era el producto de procesos naturales constantes,
uniformes y lentos, como los que actúan hoy: vientos, mareas, sedimentos, etc.
La Tierra tenía, pues, millones de años. Pero las diferencias entre los
fósiles y los animales actuales tenían que explicarse de manera distinta.
Para
Hutton, considerado por muchos el padre de la geología, los vestigios fósiles
hallados en el interior sólido de la Tierra proporcionaban información acerca
de extensos períodos de la historia natural. El conocimiento de los procesos
geológicos -afirmaba- permitiría establecer la época desde la cual las especies
que produjeron dichos fósiles habitaban la Tierra. En sendas reuniones de
la Sociedad Real de Edimburgo llevadas a cabo los días 7 de marzo y 4 de abril
de 1785, Hutton presentó una teoría por la que sería acusado de herejía. La
misma recién fue publicada en 1788 y se titulaba “Theory of the Earth, or
an Investigation of the laws observable in the composition, dissolution, and restoration
of land upon the globe” (Teoría de la Tierra, o una Investigación de las leyes
observables en la composición, disolución y restauración de la tierra firme del
globo). En ella, sostenía que en todas las transformaciones de la naturaleza,
lo único que permanecía sin cambio eran las leyes que las regían. Un concepto
avanzado y blasfemo para su época.
Aproximadamente un siglo después -recuerda Beltrán Marí en
la obra mencionada-, Lyell con base en el estudio de las rocas, sus tipos, su grosor,
los fósiles que contenían y otros factores, calculó para la Tierra una edad aproximada
de 600 millones de años, una cifra aceptable para las distintas muestras de
rocas que él observó. Creador de la geología moderna, en sus conceptos fue más
lejos que Hutton, aportando nuevos elementos y dándole a la geología un
carácter eminentemente evolucionista. Indirectamente,
Lyell sería también el responsable de la teoría de la evolución de las especies
por la relación e intercambio de ideas que sostendría con Darwin. Fue crucial el
antecedente de la geología de aquél para que éste imaginase su teoría de la
evolución. La teoría de Darwin requería que la Tierra tuviera una edad de
cientos de millones de años. La geología le proporcionó los elementos que
necesitaba. De ese modo, tanto Hutton como Lyell desempeñaron un papel
fundamental en la evolución del pensamiento científico. Así como Nicolás
Copérnico (1473-1543) y Galileo Galilei (1564-1642) habían quitado a
la Tierra del centro del Universo; con Hutton y Lyell el tiempo adquirió otro
sentido y la creación y evolución de la vida en la Tierra dejó de ser el resultado
de un acto divino.
Mientras
tanto, en mayo de 1826, el marino inglés Robert Fitz Roy (1805-1865), a la
sazón teniente de navío, salía del puerto de Plymouth rumbo a América del Sur
en una expedición compuesta por los bergantines Adventure y Beagle al mando de los
capitanes Phillip Parker King (1791-1856) y Pringle Stokes (1793-1828)
respectivamente. El objetivo de la misión encomendada por el almirantazgo
británico, al menos el manifiesto, era el de realizar un relevamiento
hidrográfico exacto de las costas meridionales del extremo sur de América,
desde la entrada del Río de la Plata hasta las islas de Tierra del Fuego y
Chiloé, y descubrir la existencia de rutas alternativas para los propósitos
comerciales del Imperio. El suicidio del capitán Stokes llevaría -tras un breve
interinato de otro oficial- a Fitz Roy como nuevo comandante del Beagle. El
joven cartógrafo Fitz Roy continuó con los objetivos del proyecto, circunnavegando
los canales patagónicos; sin embargo, un episodio fortuito alteraría
parcialmente el plan de viaje: el encuentro con las comunidades indígenas
canoeras autóctonas de la región.
Los yaganes o yámanas utilizaban
el trueque, un sistema de intercambio de productos que mantenían con los
cazadores de lobos y los distintos barcos que navegaban por las costas
australes. Precisamente en uno de los tantos acercamientos de las canoas a las
naves fue el que determinó el destino de cuatro indígenas. El propio Fitz Roy relataría
en 1839: “Seguimos nuestro trayecto, pero nos detuvimos cuando en la angostura
avistamos tres canoas llenas de indios deseosos de hacer trueque. Les damos
unas pocas cuentas y botones a cambio de pescado; sin haberlo previsto dije a
uno de los muchachos que iba en una canoa que subiese a nuestro barco y entregué
al hombre que lo acompañaba un botón de nácar grande y brillante. El joven
subió directamente a mi barco y se acomodó. Al notar que él y sus amigos
parecían satisfechos, seguí mi camino mientras una ligera brisa arreciaba y nos
hacíamos a la vela”. Otra versión, menos romántica por cierto, habla del robo
de un bote ballenero del Beagle por parte de los yaganes, lo que indujo a Fitz
Roy a tomar en calidad de rehenes a un grupo de cuatro aborígenes, una niña y
tres varones jóvenes, a los que despojó de sus nombres y los sustituyó con nombres
extraños y peyorativos, términos vinculados a sus características
fisonómicas o actividades.
Así,
a uno de los indígenas lo llamó Boat Memory porque decía no recordar qué se
había hecho del bote ballenero mientras que en su canoa se encontraron
botellas de licor que pertenecía a los ingleses. Operación similar realizó con
otro llamado originalmente El'leparu, de veintisiete años, al que bautizó York
Minster por su envergadura física a la que asoció a un enorme peñasco. La niña Yokcushlu,
de nueve años, fue llamada Fuegia Basket como representación de la embarcación
con forma de canasta construida por los marineros para retornar al Beagle tras
perder el rastro de bote ballenero. Y finalmente Orundelico, de catorce años, a
quien se llamó burlonamente Jemmy Button por lo que había costado comprarlo:
un botón de nácar. Los cuatro fueguinos, tres kawésqar y un yámana,
fueron llevados a Inglaterra. La idea de Fitz Roy era sacar a aquellos
"salvajes" de la "creación bruta", enseñarles inglés y que
participaran de los beneficios de la civilización británica. "Los
beneficios de que conociesen nuestros hábitos e idioma compensarían la
separación transitoria de su país", diría Fitz Roy.
El
viaje de regreso duró cuatro meses y medio, llegando a Plymouth el 14 de
octubre de 1830. En diciembre de ese año falleció en el hospital naval, víctima
de viruela, Boat Memory. Tenía veinticuatro años. Los restantes fueron puestos
bajo el cuidado de un reverendo en una Sociedad Misionera situada en Walthamstow,
un villorrio cercano a Londres. Aislados de los círculos públicos, aprendieron
a expresarse en el idioma inglés, conocieron la doctrina cristiana y realizaron
trabajos manuales. Fitz Roy, que se hizo cargo de la manutención de los
indígenas, pensaba que, tras el proceso de reeducación, los indígenas escogerían
el conocimiento occidental como marco de desenvolvimiento cultural en desmedro
de las costumbres yámanas.
La
época de aquel entonces mostraba fuertes transformaciones sociales, profundos cambios
en la vida pública y privada, en las costumbres y en las relaciones sociales. La
euforia de la burguesía europea no tenía límites: el mundo, a punta de bayoneta
y divisas, se había convertido en coto privado de aventuras coloniales, la
industria crecía a paso vertiginoso y la ciencia le abría el camino como si su voz
fuera la llave del progreso. Era la hora del pensamiento positivo, de la
instauración de la educación pública y del servicio militar general y
obligatorio: la hora de las sórdidas guerras de rapiña en Asia, Africa y
América. El pensamiento positivista de Auguste Comte (1798-1857), que consistía,
a grandes rasgos, en la asunción de la razón y la ciencia como las únicas guías
de la humanidad capaces de instaurar el orden social sin apelar a oscurantismos
teológicos o metafísicos, tenía un gran éxito en los países más desarrollados a
los que les proporcionaba un credo laico para el capitalismo liberal y la
industria triunfantes.
Entre
las ideas de Comte se destacaban las de la "estática social” -según la
cual los hombres aislados eran incomprensibles, por lo que la posibilidad de
comprender la conducta humana residía en la perspectiva social- y la de la
"dinámica social” -según la cual todas las sociedades pasaban
necesariamente por las mismas fases, por lo tanto no era necesario estudiar
cada una de ellas para obtener la teoría de la sociedad: era suficiente con
conocer la más desarrollada. Según estas tesis, bastaba con seguir de cerca la
evolución de un determinado nivel para conocer los otros. En ese contexto, la
difusión de los valores de la Ilustración entre “los salvajes” tenía que ver
con los prejuicios que imperaban en la Europa del siglo XVIII, según los
cuales el estilo de vida indígena sólo expresaba el triste testimonio de lo
primitivo, lo decadente y lo abyecto, separado de los ideales de progreso e integridad
espiritual en que se fundaba la cultura cristiana occidental. Tras haber
aprendido rudimentos del idioma y costumbres británicas, asistiendo además a
una escuela donde fueron detestados y marginados por el resto de los alumnos, El'leparu,
Orundelico y Yokcushlu se convirtieron en una especie de híbridos. De comer
carne de foca pasaron a tomar el té con sándwiches de pepino, tostadas con
mantequilla y panceta para desayunar. De ir apenas semidesnudos y cubriéndose
con pieles de guanaco, a llevar guantes, zapatos con hebilla y ropas cuidadas.
No
existen pruebas de que se sometiese a los fueguinos a análisis físicos o
anatómicos, pero, dada la afición de Fitz Roy por la frenología (la teoría que
afirmaba que el tamaño, la forma y la protuberancia de la cabeza revelaban el
carácter y los rasgos de la personalidad de un individuo), a finales de 1830
los hizo examinar por un frenólogo. Más tarde, en algún momento del verano
de 1831, los tres indígenas fueron recibidos por los reyes de Inglaterra, una
reunión que supuso un gran honor para Fitz Roy. Un par de meses después, el “Royal
Devonport Telegraph” publicó el siguiente artículo: “El Beagle, el bergantín de
Su Majestad, vuelve a estar en servicio y al mando del galante e infatigable
comandante Robert Fitz Roy, con el fin de terminar el examen del extenso
continente. Por lo que sabemos, tras aprender algunas de las artes más útiles,
los nativos de Tierra del Fuego traídos por el comandante Fitz Roy retornan a
su tierra natal a bordo del Beagle”.