André
Green (1927-2012), psiquiatra por formación y psicoanalista de hecho, conoció muy bien a Jacques Lacan (1901-1981), con quien mantuvo una estrecha
relación, afectiva en un primer momento, a menudo conflictiva, a veces polémica.
Ex Director del Instituto de Psicoanálisis de París, nunca fue miembro de una
escuela lacaniana, a pesar de los pedidos del propio Lacan. Autor de muchas
obras, entre ellas "Le discours vivant" (El discurso vivo), "La folie privée" (De locuras privadas), "Pourquoi les pulsions de destruction ou de mort?" (La pulsión
de muerte) y "Le travail du négatif" (El trabajo de lo negativo), Green no acostumbraba
tragarse las palabras; su notoria vitalidad, su empecinamiento en pensar, sus
trabajos de investigación y su tono más bien profético, hicieron de él uno de
los personajes clave del psicoanálisis francés de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en una comunidad francófona de El Cairo en el seno de una familia judía, en 1946 viajó a París para proseguir sus estudios de
medicina, los que completó en 1953 con una especialización en psiquiatría. En el
hospital de Sainte-Anne conoció a Lacan y, en 1960, éste lo llevó al Seminario, lo hizo parte de su grupo más cercano y lo invitó a participar activamente en el renovador "retorno a Freud". Las
diferencias teóricas y clínicas con Lacan, el rechazo a su creciente
dogmatismo, lo llevaron a alejarse en 1967, sin por ello desconocer el valor de sus
aportes. A partir de entonces, toda su
producción estuvo motorizada por el proyecto de un psicoanálisis contemporáneo:
un psicoanálisis que, apuntalado en el fundamento freudiano, respondiese a los
desafíos y posibilidades de su propio tiempo, en sintonía con las
transformaciones y ampliaciones de la práctica más allá de las neurosis, y en
diálogo con los desarrollos de las disciplinas científicas y artísticas. Lo que sigue es la primera parte de la entrevista
realizada por Cathérine Clément para la revista "Magazín Literario" nº 5 de noviembre de
1997.
Si hablamos de Lacan, ¿por dónde empezaría?
Si hablamos de Lacan, ¿por dónde empezaría?
Empezaré
por subrayar los rasgos positivos de Lacan, porque siempre tuve tres maestros;
Lacan, Winnicott y Bion. Es totalmente evidente que Lacan era un personaje
fuera de serie, dotado con dones excepcionales. Lo excepcional era una
inteligencia... ¿como decirlo? La palabra "brillante" no basta;
"genial" es arriesgada... Una inteligencia con una agudeza y una
virtuosidad vertiginosas, con un sentido crítico afilado, una manera muy
incisiva de captar el ángulo más favorable para su óptica. Era un personaje
fuera de serie. Lacan, de origen médico, había logrado liberarse de todas las
limitaciones de la formación médica, de la que suelo decir que es la más
empobrecedora y la más eficazmente esterilizante para el intelecto. Tal vez
sea muy útil para la práctica médica, pero para el intelecto es mortal: me
ubico en el punto de vista del médico y del psiquiatra que yo también fui en
mis orígenes. Sin embargo, Lacan tenía una curiosidad intelectual y una cultura
tales, que entre sus contemporáneos psicoanalistas era de lejos el que tenía
más armas para hacer una obra teórica descomunal; los sobrepasaba, y por mucho.
Tenía un don de persuasión y de fascinación del que ni siquiera yo escapé.Me
acuerdo de un intenso encuentro en 1958, en el Congreso de Psicoterapia de
Barcelona.Estaba solo, sin su cohorte alrededor, y muy accesible. Ya en aquel
entonces se sorprendía de que yo hubiera hecho la elección equivocada: debía
haber estado a su lado. Desde 1951, el tercio de los alumnos del Instituto de
Psicoanálisis estaba en su diván (unos quince, es decir, más de cuarenta y
cinco sesiones por semana. ¿Qué pasa con los análisis que llaman
terapéuticos?). De su persona emanaba una especie de radiación que más adelante
vimos actuar sobre multitudes en la Facultad de Derecho. Nadie puede
cuestionarle ese carisma. Decir que ese don era un “bluff” sería enunciar una
falacia. No digo que no fuera capaz de un “bluff” ocasional, pero era más bien un aspecto
de "jugador de póquer", siempre en una situación de duelo a muerte.
¿Es decir?
Lo
vimos muy bien en Baltimore, cuando cuestionó públicamente algunas referencias
de Derrida. Ahora bien, Derrida no se mueve sin su documentación y Lacan no lo
había previsto; al día siguiente Derrida llegó con sus textos... Pero cuando
pensaba que podía sacar partido de una situación forzada, Lacan no escatimaba
ningún medio, ni siquiera, y sobre todo, algunos golpes bajos. Es a menudo el
revés de la excepción: excepcional, Lacan ignoraba la Ley.
Extraño, Lacan que toda
su vida paso por teórico de ella... ¿En qué sentido tenemos que entender esa
palabra, la Ley?
Justamente.
Teórico de la Ley, sólo conocía la que dictaba para los otros y que no se
aplicaba al legislador. Con él estamos constantemente confrontados con esas
alternativas. Decimos que el practicante no vale nada, pero que el teórico es
genial: se necesitaron muchos años para comprender que teoría y práctica
lacanianas no son distintas. El hombre no vale nada, se dice también, pero el
practicante era milagroso. Pero esto no es verdad, es el mismo: hombre,
analista, teórico están hechos con el mismo molde.
Volvamos a ese asunto de
la Ley, porque cuando los psicoanalistas usan ese término, lo hacen en un sentido
más radical y más vasto que las acepciones jurídica, social y política. Sobre
todo en el caso de Lacan.
Hay
que entender la Ley en el sentido mosaico. En efecto, Lacan quiso restaurar la
función paterna en un momento en el que el análisis se inclinaba hacia el lado
de las madres (inclinación aún vigente...) y de las primeras relaciones entre
madre e hijo; como si el padre sólo apareciera más tarde, de acuerdo con una
óptica llamada "genética". Aberración total, y Lacan tenía razón:
para que hubiera un niño, fue necesario que el padre interviniera también y fue
igualmente necesario que estuviera en la cabeza de la madre en compañía de
otros más. Lacan buscó entonces dar una vuelta de tuerca para llevarnos al
Padre, según la línea de Freud, pero de una manera muy diferente. Pero él mismo
dicta su propia ley, se comporta como Padre ante la Ley.
¿Ante la Ley? Entonces,
como padre de la horda primitiva, ¿cuándo emergían la tribu, lo social, lo
colectivo y la familia?
En
los hechos (no en la teoría), es el Padre el que no está sometido a la Ley. En
Moisés y el monoteísmo, Freud se plantea la siguiente pregunta: ¿quién decide
la preeminencia del Padre? No puede ser él, porque su preeminencia es el
resultado de la operación. Freud, con su honestidad de costumbre, termina
concluyendo que no sabe (de hecho, él mismo había dado la respuesta: es el
Padre, muerto por los hermanos, la Sombra del Padre la que asegura esa
primacía). Lacan tendrá una respuesta para todo, para "tapar los agujeros
del edificio universal". Será un padre omnipotente, que decide
soberanamente: ¡que no vengan a obstaculizarlo con reglamentos o argucias
jurídicas (fundo, disuelvo y...) o con la moral ordinaria! A decir verdad, ese
padre se parece a una madre abusiva, de esas que Lacan detestaba. Dijo:
"la mujer no existe". Por el contrario, la madre si está ahí y el
Padre nunca hace lo suficiente para contrarrestar su influencia. De hecho, no
se dice lo suficiente que Lacan es, en primer lugar, un moralista.
Bien. ¿Pero qué tipo de
moralista?
Cínico.
Del estilo de La Rochefoucauld, pero más negro. Un nihilista gozador. Ahí está
una de las razones de su éxito: esos jóvenes que se amontonaban alrededor de
él, que lo escuchaban con pasión y que no entendían mucho (la prueba está en
que cuando se les preguntaba qué habían retenido, respondían: "más o
menos nada") eran sensibles a un acento algo profético: el acento de una
verdad. Al salir de los anfiteatros en donde se les hablaba del alma bella, de
la esencia o de la razón pura, se dirigían hacia el que, tal vez en nombre del
psicoanálisis, o en todo caso de su psicoanálisis, denunciaba esa ilusión y
les decía: el mundo no funciona como les dicen, funciona con el deseo, del que
nadie les habla. Pero cuando Freud ofrece su mirada del mundo, se comporta como
un perfecto burgués vienes, respetuoso de las reglas sociales. Jamás habría
pasado un semáforo en rojo. Subvirtió el pensamiento, pero se comportó como un
demócrata. En cambio, Lacan no conoce ninguna limitación para la realización
de sus deseos, ni siquiera las limitaciones de velocidad; en auto, anda según
le place, incluso cuando pone en peligro a sus pasajeros. Lacan tenía un poder
de subversión real, un poder de derribar los valores, pero de ninguna manera
estaba listo para renunciar a su derecho al goce y a la preservación de sus
bienes. Su colección de Tanagras se disimulaba a la mirada de los eventuales
ladrones, más en la filiación nietzscheana que en cualquier otra. Tiene todos
los derechos: es el Superhombre.
Entonces, ¿lo describiría
también como un hombre ávido, ante todo, de poder?
Hay
poderes y poderes. El poder del que hablamos es el de la alienación de su
persona. Lacan era un hombre que lo hizo todo para ser idolatrado como un jefe
de secta, con el razonamiento típico del perverso. Tengo conmigo una carta de él,
con motivo del Congreso de Amsterdam de 1965, dos años después de haber
rechazado las condiciones de su reintegración en las instancias internacionales
del psicoanálisis. Me había pedido que protestara en sesión pública por
"la injusticia que se estaba cometiendo con él", y yo rechacé
categóricamente su pedido porque desaprobaba su práctica: podía hablar
francamente con él. Al día siguiente, recibí esta carta de la que le leo
algunos párrafos: "Porque tampoco debemos olvidar esa instancia simple y
casi suficiente para dar cuenta de ello: confiese que si hubiese sido profesor
de cualquier cosa, nadie hubiese esbozado el más mínimo comienzo de la gran maniobra...".
Este es el emprendimiento del perverso cuando se defiende: "me ponen en
tela de juicio, pero hay otros que hacen cosas peores que las que yo hago y no
se atreven a atacarlos porque son poderosos". No existe un sólo perverso
que se prive de este razonamiento. Ahora bien, esta Ley, que Lacan no respeta, concierne
al encuadre analítico. Al principio de la cura, el psicoanalista enuncia las
reglas de esa cura: le pido que se comprometa a esto y yo me comprometo a esto
otro. Instala una suerte de ley por encima de "usted y de mí", una
ley de la que se supone que es el vocero, pero no el legislador. En principio,
el psicoanalista actúa en defensa de ese dispositivo necesario para el
cumplimiento del análisis, preservando la libertad del analizante y rechazando
ejercer ninguna obligación y menos aún un chantaje para su provecho personal.
El psicoanalista es el
enunciador, es cierto, pero como está solo en su consultorio, enunciando,
también es, al mismo tiempo, el legislador...
El
legislador no, el guardián de la Ley. Su representante avasallado. Se dice mucho
que el pacto psicoanalítico entre el analista y el paciente es un contrato
leonino -es decir, desigual- entre las dos partes. Es cierto. A pesar de todas
las querellas sangrientas que rasgaron el movimiento analítico desde sus
orígenes, nunca nadie puso en tela de juicio el contrato analítico. Ni Freud a
lo largo de su vida, a pesar de innumerables cambios teóricos, ni Melanie
Klein, ni Winnicott, que se conformó en algunos casos con alargar varias horas
las sesiones. Pero Lacan no se explica su modificación del pacto analítico; su
posición tiene una enorme ambigüedad. Ni siquiera una conferencia entera sobre
la cuestión de las sesiones cortas; solamente algunas líneas en los “Escritos”
sobre la frustración necesaria para el progreso de la cura. La espada de Damocles
de la interrupción de la sesión es un chantaje. "Instituye" la
relación sadomasoquista como modelo. Asumo el riesgo de afirmar que esta
posición tuvo su éxito entre los lacanianos, a los que les permitió resolver
sus problemas financieros gracias a un abuso que permite disfrazar esta
maniobra sádica de técnica especializada, fuertemente rentable.
¿Llegaría a afirmar que,
según Lacan, la aplicación de las famosas sesiones cortas se justificaba sobre
todo por un tema financiero?
De
ninguna manera, aunque le gustaba el dinero (son muchos los testimonios al
respecto). Cuando fija sus honorarios de acuerdo con la cuenta de una cena que desembolsa
ante sus ojos uno de sus alumnos que come con él -le ocurrió a Francois Perrier-,
desde el punto de vista de la percepción del inconsciente la empresa no es absurda,
pero de ahí a llevarla a cabo... Las ventajas financieras -no desdeñables- del
método se disimulan detrás del placer de avasallar al otro. De hecho, la
cuestión es más complicada que eso.
El dinero es parte integrante de una relación llamada sádico-anal. Es este
criterio, con sus connotaciones de influencia y dominación, el que aclara la
preferencia que tenía Lacan por las prácticas que podían llegar hasta aplicar
métodos violentos sobre la persona del analizante.
¿Pero no cree usted que
hay que tomar los testimonios de los analizantes con precaución, que hay que
hacer una crítica del testimonio?
Esperaba
esa pregunta, está muy a la orden del día. El psicoanálisis es una situación
de poder que implica el abuso de poder, hay que decirlo. Es dinamita. Desde que
surge la transferencia, el psicoanalista se plantea la cuestión ética, la
elección fundamental: o conservo una distancia y analizo la transferencia sin
entrar en el juego del analizante -hasta hacerme castigar por el psicoanalista-
o entro en el juego, porque sería una lástima no explotar la transferencia con
fines personales. ¡La oportunidad de avasallar y de hacerse servir es
demasiado bella! Pierre Mâle, que poseía una integridad total, me dijo que
Lacan, muy cercano a él, le dijo de sus analizantes en formación: "Son
boludos, hay que ser duro con ellos".