4 de julio de 2013

Entremeses literarios (CLXVIII)

¡LLUEVE!
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

Al principio Mónica no puede entender qué les pasa. A qué obedece semejante comportamiento. Al primer repiqueteo contra la uralita del parking los quince se levantan como si hubieran recibido una descarga eléctrica o una señal interna para unirse a un grupo de animales que inician una migración. Se dirigen a la ventana, desde donde observan en estado de trance eso tan raro que cae desde el cielo. Sólo está lloviendo, el típico aguacero primaveral. Pero los niños lo observan con la misma ansiedad con la que ella reaccionaba las pocas veces que nevó estando en el colegio  y todos se asomaban a las ventanas haciendo caso omiso de las órdenes de los profesores.
Algunos tocan los cristales, como si quisieran acudir a una llamada inaudible para su profesora y se extrañaran de encontrarse con esa superficie transparente, fría, que se empaña de vaho y que les impide salir. Las bocas abiertas y los hombros adelantados, no dicen nada, sólo miran sin entender. No entienden ese brillo de suelo recién fregado que de repente tiene todo el patio, que los charcos sean espejos en donde se refleja todo el edificio, ni el movimiento de las hojas verdes que ceden al peso del agua como si les estuvieran peinando. Es inútil decirles que se vuelvan a sus mesas y continúen con las actividades. Los rompecabezas, el lego y los dibujos se han quedado a medio hacer, en un desorden que sugiere una belleza indolente, los restos de la vida meticulosa que construyen estos niños de tres años cada día entre esas cuatro paredes. Un paisaje digno de una fotografía, si no fuera porque lo que ahora tiene que retener en su retina a toda costa son las caras de sus alumnos: los ojos enormes llenos de pestañas aleteando como mariposas, los labios entreabiertos, las orejas coloradas y los  pelos revueltos de esos niños que tantos desvelos le proporcionan, pero que ahora están iluminados y congelados en una imagen que pretende atesorar para siempre.
Mónica desiste de intentar  controlar la situación y empieza a disfrutar de ese derroche de agua que disuelve todas sus costras y cristales interiores, que crujen al principio y después fluyen con el líquido como si se hubiera roto alguna compuerta. Y en un instante cae en la cuenta de que la aridez que se había instaurado en el paisaje acaba de ser derrotada por las primeras lluvias contundentes tras un año y medio de sequía, más de la mitad de la vida de sus alumnos, que probablemente nunca habían visto llover de esta manera. La semana que viene aprovechará para explicarles más cosas sobre la lluvia y también sobre el granizo y la nieve. De momento, en un arrebato inconsciente y eufórico, les abre la puerta para que salgan al patio.


PODER LLORAR
Claudio Menghini
Argentina (1968)

Cuando llego al extremo de poder llorar lo hago dos veces seguidas: la primera por la máxima emoción acumulada y múltiplos de ésta que divinamente mi mente desgrana. La segunda por la pena que siento por mí mismo.


FÁBULA DEL UNICORNIO
Wilfredo Machado
Venezuela (1956)

Cuando Noé vio el cuerno que sobresalía de la espesa crin en la frente, no dudó ni un instante sobre la identidad del animal que pedía humildemen­te ser aceptado en el Arca ante la inminencia del Diluvio. Jamás había visto a un unicornio, pero los libros antiguos lo describían como un animal más bien pequeño, semejante a una cabra y de carácter huidizo; con un largo cuerno remata­do en una afilada punta, parecido a ciertas especies de caracol, no muy abundante en estos días. Cuenta la tradición que, finalizado el Diluvio y agotados los pájaros por el ir y venir a través de la tormenta y de la no­che, Noé envió al unicornio a comprobar si había bajado el ni­vel de las aguas. El unicornio se arrojó a la oscuridad y al to­car el líquido comenzó a hundirse. Ante la cercanía de la muer­te rogó a un dios por su vida. Éste lo transformó en un narval, dejándolo conservar sólo el cuerno como memoria de un pa­sado que desaparecía en el océano del tiempo. En las noches claras, cuando el viento rompe el crepúscu­lo del agua en ondas oscuras, añora galopar bajo el vientre de una doncella desnuda con la luna como una pecera de fondo. A veces atraviesa a algunos bañistas con su afilado cuerno buscando a Noé desde tiempos remotos.


EL OLFATEADOR
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Por ejemplo, averiguar quién era la mujer que me estaba anudando la corbata fue uno de mis primeros éxitos como olfateador. Tenía los ojos vendados y toda la oficina mirándome. En seguida supe que era la administrativa. Después otra mujer pasó sus dedos por mi pelo y adiviné que era la documentalista. Tampoco fallé cuando el diseñador gráfico me sacudió la caspa de los hombros. Al regresar a mi mesa de trabajo la recepcionista, a modo de despedida, me tocó la punta de la nariz, lo cual desencadenó en mí una terrible convulsión. Desde entonces cuando llego a trabajar entro con un pañuelo en la nariz. Creen que es alergia, pero es amor.


TODAVÍA
Graciela Licciardi
Argentina (1953)

Y todavía sobrevivo a este invier­no y es como todos los inviernos, como cada uno de los infaltables y largos y desolados y ciegos inviernos de mi vida. Y camino, aunque en realidad no sé si camino o es la calle que viene hacia mí y parece que está ahí y que sigue y sigue pero no; está ahí, siempre en el mismo lugar. Y no hay nadie, aunque en realidad no es que no haya nadie; es que está eso, pero yo no quiero verlo. Y sonríe, aunque en realidad no sé muy bien si sonríe o si es una mueca cercana a la burla y que ahora insiste con esa palabra, una y otra vez y después otra vez hasta que eso me golpea en la cabeza, me escupe los pensamientos, roza las sienes y me aprieta el pecho y las piernas y los brazos y los ojos y entonces no tengo más remedio que ponerme a llorar. Y lloro, aunque en realidad esto no es lo que se dice un llanto, es una convulsión discontinua, un aleteo de pestañas, unos pliegues amarillentos alrededor de los ojos, y mi mano que tiembla y la navaja y la boca, ahora torcida y babosa, pero de una baba licuada que desprende la palabra que eso había dicho y que ahora repito. Y la repito mil veces, aunque en realidad no sé si son tantas las veces, y es la palabra que ahora forcejea, se derrama en los sesos, cae, se levanta y aplasta los sentidos; es un aullido, un agujero en las sombras. Y entonces grito, aunque en realidad no sé si es un grito eso que ahora sale por la boca, semejante a un rugido inesperado, que se aletarga y es un susurro, un líquido viscoso y amargo que cae y moja y crece en la garganta; y ahora es nada más que un cráter en las venas.


EL PARAISO NUEVO
Rony Vásquez
Perú (1987)

Mientras astronautas, analistas y demás científicos se ocupaban de su trabajo, el agricultor de manzanas A y su esposa E, abordaron una nave que les salvó de la explosión terrestre.
Cuando despertaron, un paisaje desértico los rodeaba: estaban en la luna. A, previendo el hambre en el futuro, metió la mano en el bolsillo y sembró una semilla. Esta vez, intentarán burlar a la serpiente.


EXPERIMENTO FALLIDO
Araceli Esteves
España (1960)

- ¿Puede leernos las conclusiones?
- Los vermianos y los ucklíneos se adaptan bien. Sus planetas permanecen estables y han construido un hábitat equilibrado y benigno. Pero la colonia de humanos no se desarrolla con normalidad, carecen del gen de la empatía y han deteriorado el planeta hasta el punto de no-retorno. El experimento en la Tierra no está dando los resultados esperados.
- Apágales el Sol.


EL PULPO QUE NO MURIÓ
Sakutaro Jaguiwara
Japón (1886-1912)

Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tris­temente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se po­día suponer que el pulpo estaba muerto y sólo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido de­trás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos co­menzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra. En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuer­po, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo. Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prác­ticamente había desaparecido. Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba vi­va allí una criatura invisible, presa de horrenda escasez e insa­tisfacción.


BONDAD RENTADA
Carlos Arturo Trinelli
Argentina (1950)

Ser rico en una sociedad pobre es casi un pecado para el sentir religioso de las personas. Y sin embargo, ¡es tan fácil! Pero eso sí, hay que dar, devolver de a poco, en cómodas e ínfimas cuotas que no comprometan nuestra plácida vida y que reivindiquen nuestras cascoteadas conciencias. ¿Quién se atreve, por ejemplo, a almorzar en un lujoso restaurante y soportar esos niños zaparrastrosos, de caras y manos sucias, pedir dinero con voz mecánica e inaudible? No analicemos frutos de qué amor son, no. Tampoco pense­mos en que esa suciedad de las caritas inocentes se traslada­rá en un futuro a sus almas, si es que existen, bah; yo, como religioso que soy, creo que sí. Y no quiero que el Supremo me reproche nada. ¿Quién se atreve a negar a un anciano discapacitado el peso de la alegría? ¿Quién se atreve, en fin, a negar a esa corte de los mila­gros en que se ha convertido el país una ayuda fraternal? Yo no puedo. Por ese, quizá, absurdo prurito nacido al influ­jo del temor a Dios, yo no puedo. Y ojo, yo empecé de aba­jo, bien de abajo. Tuve un sinfín de ocupaciones mal remuneradas y no por falta de estudios. Tengo sexto grado apro­bado. Desde adolescente hice distintos cursos, algunos por correo y poseo diploma hasta de astronauta. Pero lo que me salvó fue mi innata habilidad para el dibujo y mi experiencia como imprentero. Por eso cuando escucho que aquí no hay posibilidades, me tengo que contener para no contestar mal. Ingenio y auda­cia, trabajo y picardía, estudio y prudencia, estos requisitos hay que cumplir para no ser un triste espectador en el festi­val de la vida. Por supuesto que le mío no es original. Sólo es rentable y con eso alcanza. Además con dinero es fácil ser bueno, de la manera maniquea como la sociedad entiende el bien y el mal. En definitiva, si la crisis es mala yo no soy el culpable. Mi actividad no ahonda el problema. Eso sí, logré romper el valor del vil metal al suprimir su escasez intrínse­ca. El dinero es una ilusión, entonces yo doy ilusiones a la gente. Debo confesar sin pudor, que a esta altura y después de años de actividad, podría haber girado mi dinero al exterior y vivir sin sobresaltos. Yo no sirvo para eso. Adoro el riesgo de mi trabajo, la excitación de mis inversiones. ¡Qué duros fueron los comienzos! Viajes por todo el país en auto. Con cargamentos de dinero grande para com­pras ínfimas, nafta, cigarrillos, comidas, alojamientos. So­portar dificultades para cambiar el dinero y tolerar, a veces, algún pelandrún desconfiado. Todo trabajo tiene sus cosas. En éste, también se gasta mucho dinero. Ropas, comidas, re­galos, mucha presencia para una sociedad consumidora de imágenes. Después de superar este tamiz, todo es más senci­llo. Además, se gasta sin remordimientos. ¿Que soy un vulgar delincuente? No, ya no, ahora estoy mimetizado, nadie me puede enrostrar mi actividad. Por otra parte, repito, nadie que se me acerque con la mano tendida se la llevará vacía. Circunstancialmente pienso que soy un poco Dios. El da vida, yo alegría; quizá por eso no me de­sampara y me ayuda a seguir adelante. Sobre todo ahora, que la situación del país, además de mi experiencia en pesos, me obligó también a falsificar dólares.


HISTORIA SIN RETORNO
Mario Levrero
Uruguay (1940-2004)

Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa. En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar. Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal, quizás tenía la se­creta esperanza de que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre). Volvió algunos días después. Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordi­mientos, y pensé que aunque lograra efectivamen­te perderlo en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia. Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos, umbrío, imponente, desconocido. Re­sueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.