4 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (3). Morfología

Desde el punto de vista histórico, 1664 es considerado habitualmente el año del nacimiento de la neurociencia moderna. Fue cuando Thomas Willis (1621-1675), médico inglés y profesor en la Universidad de Oxford, publicó un tratado sobre la anatomía cerebral, “Cerebri anatome” (Anatomía del cerebro), el primer gran intento por conocer a fondo el sistema nervioso y, muy especialmente, su porción encefálica. Muy influido por la obra del filósofo francés René Descartes (1596-1650) -para quien la comprensión de los trastornos mentales pasaba por separar cuerpo y espíritu ya que éste, como realidad simple, no podía ser la sede de enfermedades mentales-, y deslumbrado por los descubrimientos del médico y fisiólogo inglés William Harvey (1578-1657) sobre la circulación sanguínea -hallazgos que volcó en “Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus” (Ejercicio anatómico concerniente al movimiento del corazón y la sangre en los animales)-, Willis se adentró en una prodigiosa búsqueda causal en el cerebro del hombre y de distintos tipos de animales. Junto a un equipo de científicos que colaboraron con él, entre ellos los prestigiosos físicos Ralph Bathurst (1620-1704) y Richard Lower (1631-1691), Willis mostró cómo las estructuras del cerebro podrían formar memorias, dar lugar a imaginaciones, experimentar sueños. Concibió los pensamientos y las pasiones como una tormenta química de átomos, constituyendo así la primera investigación moderna del sistema nervioso a la que llamó Neurología y lo llevó a merecer el título de fundador de la neuroanatomía, la neurofisiología y la neurología experimental.
Otro hito en la historia de las neurociencias es el año 1848, el año de las revoluciones en buena parte de Europa que acabaron con el predominio del absolutismo. En Estados Unidos, mientras Edgar Allan Poe (1809-1849), genial maestro del romanticismo oscuro, publicaba en Nueva York su ensayo filosófico “Eureka” con el propósito de “hablar del universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y de su destino”, en Vermont, un capataz que trabajaba en la construcción de los ferrocarriles sufrió un accidente cuando una barra de hierro le atravesó parte de la cara y las porciones anteriores de la cavidad craneal. El obrero perdió una gran cantidad de corteza cerebral prefrontal y, aunque sobrevivió al percance y no sufrió ningún trastorno sensorial ni motor, ni se le detectaron alteraciones en el lenguaje o la memoria, su personalidad experimentó un notable cambio. John Harlow (1819-1907), el médico que lo atendió en un hospital de la ciudad natal de Poe, Boston, dejaría constancia de ello en un artículo que publicó la revista “Boston Medical and Surgical Journal”: “Su salud física es buena, y me inclino a decir que se ha recuperado. El balance o el saldo, por decirlo así, entre sus facultades intelectuales y sus predisposiciones animales, parece haberse destruido. Antes de su lesión, aunque sin entrenamiento en la escuela, poseía una mente bien balanceada y era visto por aquellos que le conocían como un hombre inteligente, enérgico y persistente en la ejecución de todos sus planes. Ahora es impulsivo, irreverente; manifiesta una escasa deferencia hacia sus compañeros. Es intolerante con sus limitaciones o con los consejos que se le ofrecen cuando no coinciden con sus deseos; es a veces muy obstinado, caprichoso y vacilante; idea muchos planes de actuación para el futuro, los que abandona nada más organizarlos. A este respecto, su mente ha cambiado por completo”. Este episodio sirvió para comenzar a evaluar que las lesiones en el lóbulo frontal podían alterar aspectos de la personalidad, las emociones y la interacción social, ya que, hasta ese momento, sólo se lo consideraba como una estructura sin función y sin relación alguna con el comportamiento humano.


Hacia comienzos del siglo XX se produjeron grandes avances en el estudio de las neurociencias. El médico y citólogo italiano Camillo Golgi (1843-1926) logró importantes resultados con sus estudios de los tejidos nerviosos en laboratorio. Utilizando el método de la tintura mediante cromato de plata, identificó una clase de célula nerviosa dotada de extensiones (dendritas) mediante las cuales se conectan entre sí otras células nerviosas. Este descubrimiento permitió al patólogo alemán Wilhelm von Waldeyer Hartz (1836-1921) formular la hipótesis de que las células nerviosas eran las unidades estructurales básicas del sistema nervioso. Unos años antes había acuñado el término “cromosoma” para describir los cuerpos en el núcleo de las células y bautizado como "neurona" a la célula nerviosa basándose en los descubrimientos de Ramón y Cajal en su teoría neuronal. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), médico español especializado en histología y anátomo-patología, había descubierto los mecanismos que gobiernan la morfología y los procesos conectivos de las células nerviosas de la materia gris del sistema nervioso cerebro-espinal. Sus conclusiones las volcó en “Histología del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados”, una nueva y revolucionaria teoría basada en que el tejido cerebral estaba compuesto por células individuales. Este conocimiento microscópico de las estructuras nerviosas también aportó correlatos funcionales de gran valor. No en vano Ramón y Cajal es considerado el iniciador de la etapa más moderna de las neurociencias.
Naturalmente hubo otros investigadores que durante los siglos XVI, XVII y XVIII lograron notables avances en la ciencia médica que sirvieron como cimiento para el estudio posterior de las neurociencias. Es el caso, por sólo citar a algunos, de Costanzo Varolio (1543-1575), anatomista italiano que creó un nuevo método de disección del cerebro mediante el cual separó el cerebro del cráneo y comenzó la disección de la base, un procedimiento que le permitió describir muchas de las estructuras del cerebro por primera vez, incluyendo la protuberancia anular que comunica la médula espinal y el cerebro; Franciscus Sylvius (1614-1672), médico anatomista alemán que investigó la estructura del cerebro humano y descubrió la cisura cerebral; o François Magendie (1783-1855), médico francés que estudió la función de los nervios, las modificaciones de la tensión arterial, el líquido cefalorraquídeo y los pares craneales entre muchos otros fenómenos fisiológicos, patológicos, anatómicos y toxicológicos.
Ya en el siglo XIX, hubo notables científicos que impulsarían con sus investigaciones el desarrollo exponencial de las neurociencias. Louis Pierre Gratiolet (1815-1865), anatomista francés recordado por su trabajo en la neuroanatomía y la antropología física, por ejemplo, efectuó una amplia investigación en el campo de la anatomía comparada y realizó importantes estudios sobre las diferencias y similitudes entre los cerebros de los diversos primates, cuyos resultados volcó en “Mémoire sur les plis cérébraux de l'homme et des primates” (Informe sobre los pliegues cerebrales del hombre y de los primates). También introdujo en su “Anatomie comparée du système nerveux considéré dans ses rapports avec l’intelligence” (Anatomía comparada del sistema nervioso considerado en sus relaciones con la inteligencia) la demarcación de la superficie cortical del cerebro en cinco lóbulos: frontal, temporal, parietal, occipital e insular. Su compatriota Paul Broca (1824-1880), médico, anatomista y antropólogo, hizo a su vez importantes contribuciones al entendimiento del sistema límbico, aquel conjunto de estructuras cuya función está relacionada con las respuestas emocionales, el aprendizaje y la memoria. Sin embargo, el trabajo que resultaría una piedra angular en la historia de las neurociencias fue su hallazgo del centro del habla en la tercera circunvolución del lóbulo frontal, un descubrimiento al que llegó estudiando los cerebros de pacientes afásicos. Las conclusiones de sus observaciones las publicó en dos obras fundamentales: “Sur le principe des localisations cérébrales” (Sobre el principio de las localizaciones cerebrales) y “Localisations des fonctions cérébrales” (Localización de las funciones cerebrales).


En Francia, el neurólogo Guillaume Duchenne (1806-1875), pionero en el empleo de la electricidad como instrumento de experimentos psicológicos, desvelaría en base a tratamientos realizados a sus pacientes, cómo se comportan los hemisferios del cerebro humano, descubrimientos que volcó en su obra Mécanisme de la physionomie humaine” (Mecanismo de la fisonomía humana). Otro francés, el médico, histólogo y anatomista Louis Antoine Ranvier (1835-1922) descubrió la mielina, esto es, la capa que recubre el tallo de las células nerviosas; mientras en Suiza, el anatomista, fisiólogo y embriólogo Wilhelm His  (1831-1904) avanzaba en las investigaciones sobre los vasos y glándulas linfáticas y revelaba los distintos grados en la formación encefálica de los vertebrados. Vladimir Betz (1834-1894), anatomista e histólogo ucraniano, descubría a su vez las neuronas piramidales gigantes de corteza motora primaria, entretanto el anatomista alemán Hubert von Luschka (1820-1875) detallaba aspectos específicos de los vasos sanguíneos del cerebro, y su coterráneo Franz  Nissl (1860-1919), explorador de las conexiones entre la corteza cerebral y el tálamo, popularizaba el uso de la punción lumbar y ponía en evidencia la existencia de un gran número de estructuras intracelulares desconocidas hasta entonces, hechos que supusieron una nueva era en la neuropatología.
En Alemania, el neurólogo y psiquiatra Karl Wernicke (1848-1905) también lograba importantes avances en el estudio de la afasia. En “Der aphasische symptomenkomplex” (El síndrome afásico), describió lo que más tarde se denominaría afasia sensorial (imposibilidad para comprender el significado del lenguaje hablado o escrito), distinguiéndola de la afasia motora (dificultad para recordar los movimientos articulatorios del habla y de la escritura). Aunque ambos tipos de afasia son resultado de un daño cerebral, Wernicke descubrió que la localización del mismo era distinta: la afasia sensorial es producida por una lesión en el lóbulo temporal; la afasia motora, en cambio, por una lesión en el lóbulo frontal. También describió, en colaboración con el neuropsiquiatra ruso Sergei  Korsakoff (1854-1900), un tipo de enfermedad cerebral llamada encefalopatía hemorrágica superior cuyas características son el movimiento involuntario de los ojos, una profunda conmoción mental y trastornos en el andar. Otro alemán, mientras tanto, delimitaba la corteza cerebral en cincuenta y dos regiones distintas de acuerdo a sus características histológicas. Se trata de Korbinian Brodmann (1868-1918), quien con su "Vergleichende lokalisationslehre der grosshirnrinde" (Estudios de localización comparativa en la corteza cerebral), realizó una labor pionera en la descripción de la corteza cerebral sorprendida en pleno funcionamiento.
Durante las primeras décadas del siglo XX se destacaron los trabajos orientados a analizar con detalle la comunicación entre las células nerviosas. Dichas investigaciones favorecieron enormemente el desarrollo de la fisiología del sistema nervioso y lograron un mayor entendimiento de los fenómenos celulares que rigen el traspaso efectivo de la información nerviosa. En ese sentido debe mencionarse al médico británico Charles Scott Sherrington (1857-1952) por sus trabajos en el campo de la neurofisiología, estudiando las funciones de la corteza cerebral y clasificando los órganos sensoriales según el origen del estímulo, una labor que tendría una gran influencia en los tratamientos y el desarrollo de la neurocirugía. Del mismo modo, fue trascendental la labor de Aleksandr Lúriya (1902-1977), neuropsicólogo y médico ruso, fundador de la neurociencia cognitiva quien, en sus investigaciones basadas en casos de heridas cerebrales durante la Segunda Guerra Mundial, se puso a la cabeza de la neuropsicología mundial. Es a partir de ese momento y gracias a las diferentes pruebas y datos científicos y discusiones sobre las localizaciones cerebrales y las teorías del funcionamiento unitario del cerebro y de las conductas superiores cognitivas cuando puede darse por hecho que se inicia la neuropsicología como ciencia.
Significativamente, todos estos descubrimientos de las neurociencias vendrían a confirmar la hipótesis de que el cerebro, lejos de ser un órgano estático, evoluciona durante el transcurso de la vida guardando las huellas de las experiencias vividas. Y allí es donde vuelve a aparecer Freud, una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX, quien venía postulando dicha suposición desde “Entwurf einer psychologie” (Proyecto de psicología), un texto de 1895. Esto, que comúnmente se conoce como plasticidad, es decir, la huella que deja la experiencia en la red neuronal, fue confrontado con numerosos trabajos recientes del campo de las neurociencias. Ciertas huellas emergen en la conciencia, pero muchas otras quedan ocultas en los meandros del inconsciente. Para actuar sobre ellas, las mismas que van dejando las experiencias transitadas por un individuo, el psicoanálisis freudiano proponía una terapia por la palabra. Hoy, para las neurociencias no existen dudas de que la palabra puede recomponer la red neuronal, aunque admitiendo que farmacológicamente puede hacerse más eficaz el impacto de la palabra. Si bien el encuentro entre las neurociencias y el psicoanálisis no tiene el propósito de inscribirse en una lógica de comprobación, ambas ciencias confluyen en una pregunta común, la de la singularidad de cada individuo que se constituye en su devenir como un ser único cada vez, diferente e impredecible. Las neurociencias, evidentemente, tienen mucho que ganar si exploran las vías abiertas por el modelo freudiano.


Pero, si se trata de hacer justicia a la historia de la ciencia se debería retroceder aún más en el tiempo, más puntualmente hasta la época de Baruch Spinoza (1632-1677), el filósofo racionalista holandés que, en el siglo XVII, vislumbró que la experiencia de vida deja marcas en el cuerpo humano. Freud fue, a su vez, un lector de Spinoza tan atento como ingrato. Sólo lo consideraba “un hermano en la falta de fe” al coincidir con él en aquello de que las leyes científicas son las que gobiernan el pensamiento humano. Spinoza había dicho en su “Tractatus theologico-politicus”  (Tratado teológico-político) de 1670 que “el gran secreto del régimen dominante y su interés profundo consiste en engañar a los hombres, disfrazando bajo el nombre de religión el temor con que los esclavizan, de tal modo que combaten por su servidumbre cuando creen que luchan por su salvación”. Freud, por su parte, en “Zwangshandlungen un religionsübungen” (Actos obsesivos y prácticas religiosas) de 1907 señaló la similitud entre los actos obsesivos y las ceremonias religiosas. La diferencia era que “la neurosis obsesiva es la religiosidad individual y la religión es una neurosis obsesiva universal”. De todas maneras, anticipando íntegramente la hipótesis freudiana-neurobiológica de la plasticidad, Spinoza observó que, idénticamente a como se conservan las impresiones sensoriales en el cerebro, se conservan también las asociaciones mentales que se han formado en ocasión de encuentros pasados del propio cuerpo con otros cuerpos. Y dada esta persistencia, una vez que las impresiones originales se han tornado huellas inscriptas por las cosas que cierta vez afectaron el cuerpo, la mente es capaz de reactivar dichas huellas, aun cuando estas no indiquen el verdadero ser de las cosas sino las condiciones vividas imaginaria y subjetivamente en las cuales el cuerpo propio ha estado en relación con ellas. Esta capacidad salva a la conciencia de perderse en el flujo donde todo se olvida: en cada encuentro, el yo, valiéndose de esas huellas, puede reproducir una y otra vez las mismas asociaciones mentales. Así pues, de alguna manera las neurociencias se consagran a confirmar aquellas intuiciones que Spinoza planteara unos cuatro siglos antes que Freud.