2 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (1). Introducción

Corre el año 1873. El escritor francés Alphonse Daudet (1840-1897) publica su libro de cuentos “Les contes du lundi” (Cuentos del lunes). Uno de los relatos incluidos, “Le dernier libre” (El último libro), comienza así: “¡Ha muerto! me dijo alguien en la escalera. Desde hacía ya unos días esperaba la lúgubre noticia. Sabía que, de un momento a otro, me la iba a encontrar en esta puerta, y sin embargo me sorprendió como algo inesperado. Con el corazón triste y los labios temblorosos, entré en esa humilde vivienda del hombre de letras donde el despacho ocupaba la mayor parte, donde el estudio despótico se había adueñado de todo el bienestar, de toda la claridad de la casa. Estaba allí, tendido en una cama de hierro muy baja; y la mesa cargada de papeles, su gran caligrafía interrumpida en mitad de la página, su pluma aún de pie en el tintero, daban fe de que la muerte lo había golpeado súbitamente. Detrás de la cama, un alto armario de roble, desbordando manuscritos y papeles, se entreabría por encima de su cabeza. A su alrededor, libros, sólo libros; libros por todas partes: en las estanterías, sobre las sillas, sobre el escritorio, apilados en el suelo en los rincones, hasta al pie de la cama. Cuando escribía ahí, sentado a su mesa, este amontonamiento, estos papeles sin polvo podían agradar a la vista; se sentía la vida, el entusiasmo en el trabajo. Pero en esta habitación de muerto, parecían algo lúgubre. Todos aquellos pobres libros, que se venían abajo por pilas, parecían dispuestos a marcharse, a perderse en la gran biblioteca del azar, dispersa por las tiendas, por los márgenes del río, por los puestos de viejo, abiertos por el viento y la ociosidad”. No resulta difícil imaginarse la escena. Es tan gráfica, tan vívida, que es que como si se pudiera verla, allí, frente a uno, en toda su trágica magnitud. Y la pregunta surge espontáneamente en la mente del lector del cuento que, un siglo después, cuando lo lee, se identifica de inmediato con el personaje: ¿qué pensamientos rondarían la cabeza de ese hombre de letras cuando lo sorprendió la muerte?
Pasan los años, muchos años, cuarenta para ser más exactos, y la pregunta sigue vigente para aquel lector, el mismo que ahora está sentado cómodamente en su sillón favorito. Acaba de cenar y lavar la vajilla. Está solo en su casa. Se prepara un café y se dispone a ver una película en la televisión. Es una de Wim Wenders (1945) basada en una novela de Patricia Highsmith (1921-1995). Una combinación perfecta, de más está decirlo. El inmortal Ripley, quien afirma tener “cada vez menos idea de quién es”, seduce al humilde dueño de una tienda de marcos para cuadros que padece una enfermedad terminal para que, a cambio de una suculenta paga, lleve a cabo un asesinato. El lector, televidente ahora, está fascinado. Ha leído la novela y ahora disfruta del film. Y de pronto… el silencio, la oscuridad, la nada. Repentinamente se despierta. Lo siguiente es otra imagen, de otro cuento: “¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar la cama. Las hojas pasan aleteando frente a la ventana, alejándose hacia arriba. Hace frío. El verano ha terminado... Todo ha terminado. ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo!”, decía Katherine Mansfield (1888-1923) en “The wind blows” (Sopla el viento). Pero para este lector no se trata de una casa alborotada por el viento, no, se trata de una sala penumbrosa de un hospital. ¿Todo ha terminado? No lo parece. Está vivo. ¿Será cierto aquello de que la inmortalidad reside en las bibliotecas? No logra pensar con claridad, no consigue recordar, evocar, reconstruir los hechos. Su cerebro no responde; o al menos lo hace a medias, tanto como para permitirle percibir apenas la situación.


Henri Bergson (1859-1941), afirmaba en “Matière et mémoire” (Materia y memoria) que "percibir -en sentido de representación en el presente- es acordarse. Todo sucede como si una memoria independiente recogiera las imágenes a lo largo del tiempo, a medida que se producen, y como si nuestro cuerpo no fuera más que una de estas imágenes, la última, la que obtenemos a cada momento, practicando un corte instantáneo en el devenir en general". En “L'imagination” (La imaginación), otro filósofo francés, Jean Paul Sartre (1900-1980), pensaba a su vez que “la percepción se hace pasar necesariamente por una imagen que viene del pasado. Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es reveladora”. Como quiera que fuese, el hombre no consigue acordarse de qué es lo que le ha acontecido y menos aún, hablar con claridad. Han transcurrido unas cuatro horas, se enteraría después, desde que pasara de Daudet-Highsmith-Wenders a Mansfield-Bergson-Sartre como en un suspiro. Más tarde sabría que había sufrido una isquemia cerebral, esto es, la interrupción momentánea del flujo sanguíneo necesario para el normal funcionamiento del cerebro. El trastorno del lenguaje, afasia, es consecuencia de ese accidente cerebrovascular. La neuróloga que lo atiende le describe con lujo de detalles los pormenores del episodio tras observar los resultados de la resonancia magnética nuclear y el electroencefalograma que le practicaron. Estos medios de detección de la corteza cerebral pueden captar los efectos pero no los conceptos, le explica. La búsqueda de huellas físicas de la memoria en el cerebro es infructuosa. La capacidad del lenguaje podría regresar en unas pocas horas o unos pocos días, lo tranquiliza.
No obstante, al salir del hospital nuestro hombre aún seguía en ebullición. Era consciente de que le había sucedido algo muy inquietante. Todo lo que en su vida antes le había parecido ser un rompecabezas -prolijo tal vez, pero rompecabezas al fin- en ese momento había empezado a oscilar. En su lugar sólo veía una serie de posibilidades sobre las que no se había permitido indagar, por el contrario, sólo las había evaluado con la torpeza de la improvisación. Esto lo sumió en una especie de tristeza cavilosa, una desesperación existencial cercana a la que el filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) definiera en “Sygdommen til døden” (La enfermedad mortal) como la ausencia de todas las esperanzas, incluso la de poder morir. Dudaba en cuanto a la magnitud de lo dañado en su cerebro. Intentó frenéticamente encontrar recuerdos de su pasado remoto para probarse a sí mismo que sus facultades estaban intactas. No era, claro, la Deborah de “A kind of Alaska” (Una especie de Alaska), la obra del dramaturgo inglés Harold Pinter (1930-2008) en la que la protagonista sufría una encefalitis letárgica que la sumía durante veintinueve años en un sueño profundo, pero su mente también se había dormido. Muchísimo menos tiempo, es cierto, pero lo había hecho. Era consciente de la imprescindible necesidad de recuperar -y preservar- los preciosos recuerdos de su infancia, de lo desolada y vana que le resultaría la vida sin ellos. También lo era del hecho de que cada ser humano tiene una historia biográfica, una narración interna, que constituye su identidad, inconscientemente, a través de las percepciones, los sentimientos, los pensamientos, las acciones e inclusive el discurso. Por eso sentía la necesidad de recuperar su propia narración, de admitir su drama interior, para mantener su identidad, su yo. No era la exactitud de las fechas lo que le importaba. Era el espesor del recuerdo, esa cualidad de las imágenes que se extiende como una emulsión hasta cubrirlo todo, incluidas las mentiras.


Y recordó. A pesar de que leer tanto a veces hace que el mundo de las palabras se vuelva difícil de preservar, recordó. Recordó “Gulliver's travels” (Los viajes de Gulliver), obra en la que el escritor irlandés Jonathan Swift (1667-1745) criticaba a la sociedad y satirizaba a la ciencia que se practicaba en una isla imaginaria, en cuya academia los científicos intentaban edificar las casas empezando por el tejado, construir una máquina de hacer palabras, arar la tierra por medio de cerdos y convertir el hielo en pólvora o los excrementos humanos en alimentos. Pero allí se practicaba también un raro procedimiento para recordar, en este caso, las fórmulas matemáticas: los discípulos escribían la proposición y la demostración en una hoja delgada de harina, agua y azúcar cocido, con tinta compuesta de un colorante cefálico. Decía Swift: “El estudiante tenía que tragarse esto en ayunas y no tomar durante los tres días siguientes más que pan y agua. Cuando se digería la oblea, el colorante subía al cerebro llevando la proposición”. También a Luis Buñuel (1900-1983), el director cinematográfico español que en “Mon dernier soupir” (Mi último suspiro), su libro de memorias, aseguraba que “hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida... Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella, no somos nada...”. Pero más que nada a Sigmund Freud  (1856-1939), quien en “Erinnern, wiederholen, durcharbeiten” (Recordar, repetir y reelaborar) afirmaba que sólo se recuerda lo olvidado y sólo se olvida aquello de lo cual nunca fuimos conscientes. “Uno aprende que no todo cuanto considera olvidado lo está en efecto. El olvido de impresiones, escenas, vivencias, se reduce las más de las veces a un ‘bloqueo’ de ellas”, decía el neurólogo y psicoanalista austríaco.
Pareciera ser que sólo olvidar habilita el recuerdo; la memoria por sí sola tiende a su propio exceso, a una saturación indeseable de lo histórico. Era lo que sucedía en “Funes el memorioso”, aquel cuento de Jorge Luis Borges (1899-1986) en el que el protagonista, “al caer perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales”. “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo -decía Funes a su interlocutor-. Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. En “Vom nutzen und nachteil der historie für das leven” (Sobre el uso y abuso de la historia para la vida), el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) anticipaba que “toda acción requiere olvido, como la vida de todo ser orgánico requiere no sólo luz sino también oscuridad. Es posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar”. Su fe intacta y sin fisuras en el poder conciliador de la memora le produce una rabia ciega, inanimada, inexplicable. Sacudió una mano en el aire como si así ahuyentara el relato. Ni tanto ni tan poco, piensa nuestro hombre. Sólo quiere entender, saber qué y por qué le sucedió. Sencillamente eso. ¿O será cierto aquello de que gran parte de lo que sucede en la vida de los hombres no tiene nombre porque su vocabulario es demasiado pobre? ¿Qué hacer entonces?


Fue la lectura de “The shaking woman” (La mujer temblorosa) de Siri Hustvedt (1955) lo que lo llevó a meditar sobre la relación entre el cerebro y la mente. Su neuróloga había utilizado varias veces la palabra disfunción para indicarle la incapacidad de alguna de las funciones neurológicas originadas en su cerebro, en su espina dorsal, en su sistema nervioso, pero no le habló de su mente. La mente siempre ha sido un misterio irresoluble para la ciencia, pero, desde Freud, era la sede de los conflictos entre las emociones y la razón. “Si no podemos ver claro, al menos veamos mejor las oscuridades”, dijo en una oportunidad. En su libro, la escritora estadounidense asegura: “No creo que la mente exista en el mundo físico. Creo, más bien, que el mundo físico existe dentro de la mente”. Lo dice tras haber experimentado ella misma un episodio traumático que la llevó a padecer un trastorno neurológico del cual se carece de un diagnóstico claro. Por eso, cuenta la autora de “The enchantment of Lily Dahl” (Hechizo de una mujer), comenzó a interesarse por la vinculación entre la psiquiatría, el psicoanálisis y las neurociencias.
Siempre se establecieron divisiones entre lo fisiológico y lo psicológico, levantando muros entre lo interior y lo exterior. Freud decía en “Neue folge der vorlesungen zur einführung in die psychoanalyse” (Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis) que la verdadera contribución del psicoanálisis a la ciencia, además del descubrimiento de ser un “nuevo método de investigación” de los procesos anímicos, consistía precisamente “en la extensión de la investigación al terreno psíquico”, de forma que “sin una tal psicología, la ciencia sería ciertamente muy incompleta”. Hoy las neurociencias, en pleno desarrollo, están demostrando que el cerebro no cesa de cambiar en respuesta al ambiente que lo rodea. El propio Freud admitía con mucha humildad hace más de cincuenta años que la biología era “un reino de posibilidades ilimitadas” y que sus futuras respuestas tal vez “derrumben todo nuestro artificial edificio de hipótesis psicoanalíticas”. Sin embargo, tales hipótesis vienen siendo verificadas por las neurociencias, principalmente la existencia de una vasta región inconsciente y la concepción de la mente como un sistema abierto y relativamente dúctil a la acción de la introspección y el entorno. Escribe Hustvedt: “Con la explosión de la neurociencia pensé que sería interesantísimo poder leer sus trabajos. Y así me transformé en una estudiante de neurociencia”. Nuestro hombre optó por intentar recorrer el mismo camino.