Corre el
año 1873. El escritor francés Alphonse Daudet (1840-1897) publica su libro
de cuentos “Les contes du lundi” (Cuentos del lunes). Uno de los relatos incluidos, “Le dernier libre” (El
último libro), comienza así: “¡Ha muerto! me dijo alguien en la escalera. Desde
hacía ya unos días esperaba la lúgubre noticia. Sabía que, de un momento a
otro, me la iba a encontrar en esta puerta, y sin embargo me sorprendió como
algo inesperado. Con el corazón triste y los labios temblorosos, entré en esa
humilde vivienda del hombre de letras donde el despacho ocupaba la mayor parte,
donde el estudio despótico se había adueñado de todo el bienestar, de toda la
claridad de la casa. Estaba allí, tendido en una cama de hierro muy baja; y la
mesa cargada de papeles, su gran caligrafía interrumpida en mitad de la página,
su pluma aún de pie en el tintero, daban fe de que la muerte lo había golpeado
súbitamente. Detrás de la cama, un alto armario de roble, desbordando
manuscritos y papeles, se entreabría por encima de su cabeza. A su alrededor,
libros, sólo libros; libros por todas partes: en las estanterías, sobre las
sillas, sobre el escritorio, apilados en el suelo en los rincones, hasta al pie
de la cama. Cuando escribía ahí, sentado a su mesa, este amontonamiento, estos
papeles sin polvo podían agradar a la vista; se sentía la vida, el entusiasmo
en el trabajo. Pero en esta habitación de muerto, parecían algo lúgubre. Todos
aquellos pobres libros, que se venían abajo por pilas, parecían dispuestos a
marcharse, a perderse en la gran biblioteca del azar, dispersa por las tiendas,
por los márgenes del río, por los puestos de viejo, abiertos por el viento y la
ociosidad”. No resulta difícil imaginarse la escena. Es tan gráfica, tan vívida,
que es que como si se pudiera verla, allí, frente a uno, en toda su trágica
magnitud. Y la pregunta surge espontáneamente en la mente del lector del cuento
que, un siglo después, cuando lo lee, se identifica de inmediato con el
personaje: ¿qué pensamientos rondarían la cabeza de ese hombre de letras cuando
lo sorprendió la muerte?
Pasan los
años, muchos años, cuarenta para ser más exactos, y la pregunta sigue vigente
para aquel lector, el mismo que ahora está sentado cómodamente en su sillón
favorito. Acaba de cenar y lavar la vajilla. Está solo en su casa. Se prepara
un café y se dispone a ver una película en la televisión. Es una de Wim Wenders (1945) basada
en una novela de Patricia Highsmith (1921-1995). Una combinación perfecta, de
más está decirlo. El inmortal Ripley, quien afirma tener “cada vez menos idea
de quién es”, seduce al humilde dueño de una tienda de marcos para cuadros que
padece una enfermedad terminal para que, a cambio de una suculenta paga, lleve
a cabo un asesinato. El lector, televidente ahora, está fascinado. Ha leído la
novela y ahora disfruta del film. Y de pronto… el silencio, la oscuridad, la
nada. Repentinamente se despierta. Lo siguiente es otra imagen, de otro cuento:
“¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo
el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro
del techo y haciendo temblar la cama. Las hojas pasan aleteando frente a la
ventana, alejándose hacia arriba. Hace frío. El verano ha terminado... Todo ha
terminado. ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo!”, decía Katherine Mansfield (1888-1923)
en “The wind blows” (Sopla el viento). Pero para este lector no se trata
de una casa alborotada por el viento, no, se trata de una sala penumbrosa de un
hospital. ¿Todo ha terminado? No lo parece. Está vivo. ¿Será cierto aquello de
que la inmortalidad reside en las bibliotecas? No logra pensar con claridad, no
consigue recordar, evocar, reconstruir los hechos. Su cerebro no responde; o al
menos lo hace a medias, tanto como para permitirle percibir apenas la situación.
Henri
Bergson (1859-1941), afirmaba en “Matière et mémoire” (Materia y memoria)
que "percibir -en sentido de representación en el presente- es acordarse.
Todo sucede como si una memoria independiente recogiera las imágenes a lo largo
del tiempo, a medida que se producen, y como si nuestro cuerpo no fuera
más que una de estas imágenes, la última, la que obtenemos a cada momento,
practicando un corte instantáneo en el devenir en general". En “L'imagination”
(La imaginación), otro filósofo francés, Jean Paul Sartre (1900-1980), pensaba
a su vez que “la percepción se hace pasar necesariamente por una imagen que
viene del pasado. Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la
conciencia de que la realidad humana es reveladora”. Como quiera que
fuese, el hombre no consigue acordarse de qué es lo que le ha acontecido y
menos aún, hablar con claridad. Han transcurrido unas cuatro horas, se
enteraría después, desde que pasara de Daudet-Highsmith-Wenders a
Mansfield-Bergson-Sartre como en un suspiro. Más tarde sabría que había sufrido
una isquemia cerebral, esto es, la interrupción momentánea del flujo
sanguíneo necesario para el normal funcionamiento del cerebro. El trastorno del
lenguaje, afasia, es consecuencia de ese accidente cerebrovascular. La
neuróloga que lo atiende le describe con lujo de detalles los pormenores del
episodio tras observar los resultados de la resonancia magnética nuclear y el
electroencefalograma que le practicaron. Estos medios de detección de la
corteza cerebral pueden captar los efectos pero no los conceptos, le explica. La
búsqueda de huellas físicas de la memoria en el cerebro es infructuosa. La
capacidad del lenguaje podría regresar en unas pocas horas o unos pocos días,
lo tranquiliza.
No
obstante, al salir del hospital nuestro hombre aún seguía en ebullición. Era
consciente de que le había sucedido algo muy inquietante. Todo lo que en su
vida antes le había parecido ser un rompecabezas -prolijo tal vez, pero
rompecabezas al fin- en ese momento había empezado a oscilar. En su lugar sólo
veía una serie de posibilidades sobre las que no se había permitido indagar,
por el contrario, sólo las había evaluado con la torpeza de la improvisación. Esto
lo sumió en una especie de tristeza cavilosa, una desesperación existencial
cercana a la que el filósofo danés Soren Kierkegaard (1813-1855) definiera
en “Sygdommen til døden” (La enfermedad mortal) como la ausencia de todas las
esperanzas, incluso la de poder morir. Dudaba en cuanto a la magnitud de lo
dañado en su cerebro. Intentó frenéticamente encontrar recuerdos de su pasado
remoto para probarse a sí mismo que sus facultades estaban intactas. No era,
claro, la Deborah de “A kind of Alaska” (Una
especie de Alaska), la obra del dramaturgo inglés Harold Pinter (1930-2008) en
la que la protagonista sufría una encefalitis letárgica que la sumía durante
veintinueve años en un sueño profundo, pero su mente también se había dormido.
Muchísimo menos tiempo, es cierto, pero lo había hecho. Era
consciente de la imprescindible necesidad de recuperar -y preservar- los
preciosos recuerdos de su infancia, de lo desolada y vana que le resultaría la
vida sin ellos. También lo era del hecho de que cada ser humano tiene una
historia biográfica, una narración interna, que constituye su identidad, inconscientemente,
a través de las percepciones, los sentimientos, los pensamientos, las acciones
e inclusive el discurso. Por eso sentía la necesidad de recuperar su propia narración,
de admitir su drama interior, para mantener su identidad, su yo. No era la
exactitud de las fechas lo que le importaba. Era el espesor del recuerdo, esa
cualidad de las imágenes que se extiende como una emulsión hasta cubrirlo todo,
incluidas las mentiras.
Y recordó.
A pesar de que leer tanto a veces hace que el mundo de las palabras se vuelva
difícil de preservar, recordó. Recordó “Gulliver's travels” (Los viajes de
Gulliver), obra en la que el escritor irlandés Jonathan Swift (1667-1745)
criticaba a la sociedad y satirizaba a la ciencia que se practicaba en una
isla imaginaria, en cuya academia los científicos intentaban edificar las
casas empezando por el tejado, construir una máquina de hacer palabras, arar la
tierra por medio de cerdos y convertir el hielo en pólvora o los
excrementos humanos en alimentos. Pero allí se practicaba también un raro
procedimiento para recordar, en este caso, las fórmulas matemáticas: los
discípulos escribían la proposición y la demostración en una hoja delgada de
harina, agua y azúcar cocido, con tinta compuesta de un colorante cefálico.
Decía Swift: “El estudiante tenía que tragarse esto en ayunas y no tomar
durante los tres días siguientes más que pan y agua. Cuando se digería la
oblea, el colorante subía al cerebro llevando la proposición”. También a Luis
Buñuel (1900-1983),
el director cinematográfico español que en “Mon dernier soupir” (Mi último
suspiro), su libro de memorias, aseguraba que “hay que haber empezado a perder
la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es
lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida...
Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro
sentimiento. Sin ella, no somos nada...”. Pero más que nada a Sigmund
Freud (1856-1939), quien en “Erinnern, wiederholen,
durcharbeiten” (Recordar, repetir y reelaborar) afirmaba que sólo se
recuerda lo olvidado y sólo se olvida aquello de lo cual nunca fuimos
conscientes. “Uno aprende que no todo cuanto considera olvidado lo está en
efecto. El olvido de impresiones, escenas, vivencias, se reduce las más de las
veces a un ‘bloqueo’ de ellas”, decía el neurólogo y psicoanalista austríaco.
Pareciera
ser que sólo olvidar habilita el recuerdo; la memoria por sí sola tiende a su
propio exceso, a una saturación indeseable de lo histórico. Era lo que sucedía
en “Funes el memorioso”, aquel cuento de Jorge Luis Borges (1899-1986) en el
que el protagonista, “al caer perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el
presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias
más antiguas y más triviales”. “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán
tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo -decía Funes a su
interlocutor-. Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. En “Vom nutzen
und nachteil der historie für das leven” (Sobre el uso y abuso de la historia
para la vida), el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900)
anticipaba que “toda acción requiere olvido, como la vida de todo ser orgánico
requiere no sólo luz sino también oscuridad. Es posible vivir y aun vivir
felizmente, casi sin recordar; pero es del todo imposible poder vivir sin
olvidar”. Su fe intacta y sin fisuras en el poder conciliador de la memora le
produce una rabia ciega, inanimada, inexplicable. Sacudió una mano en el aire
como si así ahuyentara el relato. Ni tanto ni tan poco, piensa nuestro hombre.
Sólo quiere entender, saber qué y por qué le sucedió. Sencillamente eso. ¿O
será cierto aquello de que gran parte de lo que sucede en la vida de los
hombres no tiene nombre porque su vocabulario es demasiado pobre? ¿Qué hacer
entonces?
Fue la
lectura de “The shaking woman” (La mujer temblorosa) de Siri Hustvedt (1955) lo
que lo llevó a meditar sobre la relación entre el cerebro y la mente. Su
neuróloga había utilizado varias veces la palabra disfunción para indicarle la incapacidad
de alguna de las funciones neurológicas originadas en su cerebro, en su espina
dorsal, en su sistema nervioso, pero no le habló de su mente. La mente siempre
ha sido un misterio irresoluble para la ciencia, pero, desde Freud, era la sede
de los conflictos entre las emociones y la razón. “Si no podemos ver claro, al
menos veamos mejor las oscuridades”, dijo en una oportunidad. En su libro, la
escritora estadounidense asegura: “No creo que la mente exista en el mundo
físico. Creo, más bien, que el mundo físico existe dentro de la mente”. Lo dice
tras haber experimentado ella misma un episodio traumático que la llevó a
padecer un trastorno neurológico del cual se carece de un diagnóstico claro.
Por eso, cuenta la autora de “The enchantment of Lily Dahl” (Hechizo de
una mujer), comenzó a interesarse por la vinculación entre la psiquiatría, el
psicoanálisis y las neurociencias.
Siempre se establecieron divisiones entre lo
fisiológico y lo psicológico, levantando muros entre lo interior y lo exterior.
Freud decía en “Neue folge der vorlesungen zur einführung in die psychoanalyse”
(Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis) que la verdadera
contribución del psicoanálisis a la ciencia, además del descubrimiento de ser
un “nuevo método de investigación” de los procesos anímicos, consistía
precisamente “en la extensión de la investigación al terreno psíquico”, de
forma que “sin una tal psicología, la ciencia sería ciertamente muy incompleta”.
Hoy las neurociencias, en pleno desarrollo, están demostrando que el cerebro no
cesa de cambiar en respuesta al ambiente que lo rodea. El propio Freud admitía
con mucha humildad hace más de cincuenta años que la biología era “un reino de
posibilidades ilimitadas” y que sus futuras respuestas tal vez “derrumben todo
nuestro artificial edificio de hipótesis psicoanalíticas”. Sin embargo, tales hipótesis
vienen siendo verificadas por las neurociencias, principalmente la existencia
de una vasta región inconsciente y la concepción de la mente como un sistema
abierto y relativamente dúctil a la acción de la introspección y el entorno. Escribe
Hustvedt: “Con la explosión de la neurociencia pensé que sería interesantísimo
poder leer sus trabajos. Y así me transformé en una estudiante de neurociencia”.
Nuestro hombre optó por intentar recorrer el mismo camino.