FINAL GRACIOSO
Sören Kierkegaard
Dinamarca
(1813-1855)
Una
vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El
payaso salió al proscenio para dar la noticia al público, pero este creyó que
se trataba de un chiste y aplaudió con ganas. El payaso repitió la noticia y
los aplausos fueron todavía más jubilosos. Así perecerá el mundo, en medio del
júbilo general del respetable público que pensará que se trata de una broma.
EL JUEGO DE CARTAS
Hebe Uhart
Argentina
(1936)
Cuando
era chica aprendí a jugar a las cartas a un juego que se llama escoba de
quince. Mi papá me enseñó. Me mostró un hombre con el pelo largo, con medias
coloradas que cubrían unas piernas más bien gordas y que llevaba zapatos negros
con hebillas.
-
Esta es la sota -me dijo.
Por
empezar, el juego se llamaba escoba y no había nada en él que tuviera que ver
con una escoba; la carta representaba a un hombre y el hombre se llamaba sota.
Mi
papá añadió:
- La
sota vale 8, aunque arriba diga 10.
Había
un hombre que se llamaba Sota, que tenía un 10 arriba pero ese 10 para él valía
8. La sota podía venir de varias maneras: aparecía a veces con un oro, a veces
con un palo, a veces con una espada. Al principio yo esperaba alegremente cómo
iba a aparecer la sota; me parecía que era como una decisión personal de ese
caballero aparecer de formas diferentes, como si cuando se vistiera, dijera, por
ejemplo: "Ahora me voy a poner un oro encima". La sota de oro me
ponía contenta; parecía que el hombre estaba más completo cuando llevaba el
oro. Cuando llevaba el palo, un palo gordo y lleno de hojitas, al principio me
produjo cierta desconfianza; después vi que no tenía ninguna actitud ni gesto airado,
más bien llevaba el palo como una carga, con una especie de resignación. Como
iba jugando todos los días ya me había acostumbrado a las variantes en que
podía aparecer la sota; finalmente me agarró una cierta irritación, como si la
sota fuera un boludo que llevaba lo que le ponían, como si tuviera la
obligación de llevar el oro, la espada y el palo; pero conservaba cierta
alegría por la sota de oro. El
rey era otra figura. Pero el rey tenía corona, manto y mando; era comprensible.
El caballo también; era una carta que tenía dibujado un caballero: su caballo
estaba un poco de perfil y cumplía una función, iba a caballo. Pero la sota,
ahí parado, como si viniera de visita, no tenía caballo ni era rey (aparte
tenía el número más bajo de todos, el 10) me parecía que era como un subordinado
del caballo y del rey. Cuando aprendí el mecanismo del juego, mi papá dijo:
- Ahora
vamos a jugar por porotos.
¿Cómo
será eso?, pensé. Inmediatamente aparecieron unos veinte porotos en la mesa y
me di cuenta de que nadie pensaba en cocinarlos. Eran muy pocos, parecían
porotos viejos y me producían una mezcla de admiración y fastidio. Alguna
virtud que yo no conocía deberían tener para que mi papá se dignara
manipularlos. Yo también aprendí a manejarlos y hasta les cobré cierto aprecio:
el que reunía más porotos, ganaba. En el mejor de los casos, los porotos eran
aliados, trabajaban para uno. En el peor, era tan miserable ese conjunto de dos
porotos viejos que uno realmente no podía enrostrarles nada. Además sería una
regla importante jugar por porotos; desde hacía siglos todos los hombres
vendrían jugando a las cartas por porotos; sin ellos, el juego no serviría de
nada, eran la moneda de las cartas. Pero un día los porotos desaparecieron, no
se los encontraba por ningún lado. Entonces mi papá dijo:
- Vamos
a jugar por maíces. Es lo mismo.
- No
-dije yo protestando-, por maíz yo no juego.
Era
el colmo, ese juego había perdido toda seriedad. Además si lo que correspondía
eran porotos, los maíces eran una perversión y una de dos: o ese juego era tan
inoperante y tonto que uno podía hacer lo que le daba la gana, o a lo mejor
jugar con maíces era un delito, una infracción, algo que podía tener algún
castigo. Y por un tiempo no me gustó más jugar a las cartas. Un año después,
jugaba para ganar.
CONTESTADOR
Beatriz Alonso Aranzábal
España
(1963)
Cuando
descolgué el teléfono para escuchar si tenía mensajes, la voz grabada que
empezaba con el habitual "El servicio contestador de Telefónica le
informa..." me sonó como triste, casi llorosa. Sentí una extraña inquietud
al colgar. Debía de haber oído mal. Volví a descolgar el teléfono y esperé unos
segundos: "El servicio contestador..." me comunicaba de nuevo, esta
vez sollozando, que no tenía mensajes. Estaba claro que ella no me volvería a
llamar, hasta Telefónica lo sabía.
LA MUJER DE GALVAO
Gloria Pampillo
Argentina
(1938-2013)
En
1680 cinco naves portuguesas penetran en el Río de la Plata. Soldados
veteranos, presidiarios, negros esclavos y algunas mujeres desembarcan sigilosos
frente a Buenos Aires. Entre todos cierran la península que ocuparon con una empalizada,
donde pueden apilar piedras, y a eso lo llaman el baluarte. La algazara de la
fundación alerta a los espías que envían despachos a los españoles. Como en
Buenos Aires apenas hay un millar de habitantes, el gobernador llama en
auxilio a las tropas aliadas de los indios guaraníes. Para animar a los
remisos, los jesuitas que han alistado a los indios les prometen el saqueo.
Desde ese momento, ya no pueden contenerlos. Ahora los portugueses saben que
lo que les espera después de la muerte es el ultraje. Manuel Galvao y Joana,
su mujer, comandan a los portugueses en la defensa. En el bando contrario son
tres mil indígenas con sus caciques al frente. Flechado, Manuel Galvao sigue
acudiendo a todos hasta que el disparo de un arcabuz lo hace caer. Joana,
furiosa, sigue peleando encima de él. Pelea por la ropa que ella atendió y por
los testículos que a los dos les dieron placer. En el Museo Español la pintaron
así, vestida de azul, con el pelo incandescente, una espada en la mano y cuatro
indios que la rodean, Manuel, con los ojos cerrados, está tendido, haragán,
debajo de ella. Es un hombre que a la noche volvió a casa y se tiró en la cama
sin darse cuenta de que su mujer sigue trabajando.
LITERATURA
Julio Torri
México
(1889-1970)
El
novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de
papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el
mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no
había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a
vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas;
oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. La
lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le
antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al
describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero
escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales,
y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
EN MI PECHO ANIDABAN ALONDRAS
Stella Maris Riera
Argentina (1958)
Creo que todo comenzó aquella vez que mi temperatura llegó a 39.
Parece que mis arterias se engrosaron y mi sangre se endulzó. Cuando acudí al médico y me preguntó los síntomas le dije que en
mi pecho anidaban alondras, que yo sentía su aleteo y su canto. Le dije que al
principio fue una, sólo una; que entraba y que salía por el hueco de mi oído,
que deambulaba solitaria, y transportaba vaya a saber qué. Pero claro, no comprendió. Desconcertado llamó a su colega quien
de inmediato, también quiso conocer mis síntomas. Entonces le conté de aquel
día que mis poros se agrandaron; es más, le expliqué que seguro fue cuando llegó
ella, intentando pasar desapercibida para no ser descubierta, pero yo estaba
atenta y, a pesar de su sigilo, igualmente la sentí. Sé que permaneció por meses
en ese nido que yo había intuido estaban gestando en mí. Le repetí que yo
sentía sus movimientos y que recuerdo perfecto cuando una nueva voz comenzó su
piar. Sin embargo, a pesar de mi esfuerzo por ser clara y precisa, este
médico tampoco comprendió. Juntos resolvieron que sería un desprestigio dar
crédito a semejante locura. Así que con la mejor cara de científico afianzado
en su supuesto saber, y mucho antes que yo tuviera oportunidad de hacer
pregunta alguna, anticiparon un diagnóstico: "usted no tiene nada", "a lo sumo
se trata de estrés o puro cansancio". Desconfiada, me marché.
Pasaron unos meses hasta aquel día en que el sol amaneció redondo y caliente
como esos platos de sopa que supe tomar en mi niñez. Mi cuerpo por un instante se puso aún más febril y algo se
arremolinó en mi interior. Mi corazón comenzó a latir con fuerza y me
estremecí. Sentí nuevamente ese aleteo del que le había hablado a los médicos
y con el que pretendí convencerlos de lo que, para entonces, parecía que sólo
yo podía comprender; pero esta vez era muchísimo más rápido e intenso. Un sonido estremecedor me ensordeció. Entonces, un impulso
incontenible me llevó a abrir de par en par las ventanas. Y no sabría decir
cómo pero, cuando absorta levanté la mirada, mi cielo estaba lleno de alondras. Sí, estoy segura; fue justo en el instante en que mi pecho
explotó.
INGRATITUD
Rodrigo Parra Sandoval
Colombia
(1937)
Como su madre le había dicho desde pequeño que el matrimonio y el amor eran
cosa de dos, se casó con dos mujeres: con la una un domingo y con la otra el
domingo siguiente. Las escogió del mismo nombre, pues había leído de errores
fatales que cometen los hombres por equivocar el nombre de sus amantes. Se
fueron a vivir en barrios cercanos. Se ideó un trabajo que día de por medio lo
ausentaba de la casa. Tuvo tres hijos con cada una, todos de las mismas edades.
Había dispuesto todo para engendrarlos en el mismo momento. Les puso los mismos
nombres para no confundirse, para no equivocar los cumpleaños. Las dos familias
eran iguales en prácticamente todo. Hasta llegó a parecerle que en realidad
solamente tenía una familia. Era como mirarse en el espejo. Siempre repartió su
tiempo, su dinero y su afecto por igual entre las dos mujeres y las dos series
de hijos, sin preferencias. Cada familia poseía su propia casa. Fue lo más
justo y equitativo posible con sus dos familias. Nada les faltó en el sentido
material. Trabajó duro para mantenerlos decentemente. Educó a los hijos en
buenos colegios, aunque fueran colegios diferentes. Fue un buen padre. Por eso,
ahora que todo se sabe, no comprende por qué todos están tan disgustados con
él, por qué son así de ingratos las mujeres y los hijos.
BRICOLAGE PARCIAL
Raúl Brasca
Argentina
(1948)
Un
soñador se sueña frente al espejo de su cuarto examinando una moneda antigua. Despierta y encuentra la moneda en su cama. La toma entre sus dedos, la levanta,
la mira con sorpresa y mira hacia el espejo. Ve su imagen pero el reflejo de su
mano no muestra la moneda. Sumamente extrañado, vuelve la mirada y constata que
en efecto la moneda está allí: es grande, oscura, dura y fría. Le da vuelta
para ver la ceca y, al instante, se ve trasladado al otro lado del espejo.
Asustado, conserva todavía serenidad para darse cuenta de que si gira de nuevo
la moneda es probable que las cosas vuelvan a su orden natural. Pero ahora no
la tiene, está en la mano de la proyección que ocupa su cama. Se tranquiliza
pensando que no importa quién o qué la dé vuelta: él o el otro, el resultado
será el mismo. Sin embargo, el otro se desinteresa de la moneda, la deposita
sobre la sábana y se duerme profundamente. Por la angustia que lo posee, típica
de las peores pesadillas, el soñador cree que sólo ha soñado que despertó. No
obstante, no puede salir ni de la pesadilla ni del espejo.
REVOLUCIÓN
Sławomir Mrożek
Polonia
(1930-2013)
En
mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en el medio la mesa. Hasta
que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante
un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por
volver. Llegué
a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho,
su situación central e inmutable. Trasladé
la mesa allá y la cama al medio. El resultado fue inconformista. La
novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad
inconformista que había causado, pues sucedió que no podía dormir con la cara
vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero
al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la
incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en el medio. Esta
vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más
que inconformista. Es vanguardista. Pero
al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese "cierto tiempo". Para ser
breve, el armario en el medio también dejó de parecerme algo nuevo y
extraordinario. Era
necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro
de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces
hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente,
cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí
dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de
pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no
hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí,
esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Pero esta vez
"cierto tiempo" también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no
sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un
cambio-, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio,
pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De
modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia
física que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del
armario y me metí en la cama. Dormí
tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y
la mesa en el medio, porque el armario en el medio me molestaba. Ahora
la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en el medio. Y cuando me
consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.
LOS MEJOR CALZADOS
Luisa Valenzuela
Argentina
(1938)
Invasión
de mendigos pero queda un consuelo: a ninguno le faltan zapatos, zapatos
sobran. Eso sí, en ciertas oportunidades hay que quitárselo a alguna pierna
descuartizada que se encuentra entre los matorrales y sólo sirve para calzar a
un rengo. Pero esto no ocurre a menudo, en general se encuentra el cadáver
completito con los dos zapatos intactos. En cambio las ropas sí están
inutilizadas. Suelen presentar orificios de bala y manchas de sangre, o han
sido desgarradas a latigazos, o la picana eléctrica les ha dejado unas
quemaduras muy feas y difíciles de ocultar. Por eso no contamos con la ropa,
pero los zapatos vienen chiche. Y en general se trata de buenos zapatos que han
sufrido poco uso porque a sus propietarios no se les deja llegar demasiado
lejos en la vida. Apenas asoman la cabeza, apenas piensan (y el pensar no
deteriora los zapatos) ya está todo cantado y les basta con dar unos pocos
pasos para que ellos les tronchen la carrera. Es decir que zapatos encontramos,
y como no siempre son del número que se necesita, hemos instalado en un baldío
del Bajo un puestito de canje. Cobramos muy contados pesos por el servicio: a
un mendigo no se le puede pedir mucho pero sí que contribuya a pagar la yerba
mate y algún bizcochito de grasa. Sólo ganamos dinero de verdad cuando por fin
se logra alguna venta. A veces los familiares de los muertos, enterados vaya
uno a saber cómo de nuestra existencia, se llegan hasta nosotros para rogarnos
que les vendamos los zapatos del finado si es que los tenemos. Los zapatos son
lo único que pueden enterrar, los pobres, porque claro, jamás les permitirán
llevarse el cuerpo. Es realmente lamentable que un buen par de zapatos salga de
circulación, pero de algo tenemos que vivir también nosotros y además no
podemos negarnos a una obra de bien. El nuestro es un verdadero apostolado y
así lo entiende la policía que nunca nos molesta mientras merodeamos por
baldíos, zanjones, descampados, bosquecitos y demás rincones donde se puede
ocultar algún cadáver. Bien sabe la policía que es gracias a nosotros que esta
ciudad puede jactarse de ser la de los mendigos mejor calzados del mundo.