27 de marzo de 2015

Entremeses literarios (CLXXXII)

MITOLOGÍA ESPECULAR
Blas Sewald
Argentina (1954)

Su inmisericorde autocrítica lo llevó hasta los límites de la anhedonia, lo que no le impedía, no obstante, experimentar de vez en cuando alguna tenue satisfacción ante determinados sucesos aislados. Esto, claro, en los últimos tiempos. Antes no era así; antes era un tipo optimista, alegre, de buen humor. Pero las cosas habían cambiado, y mucho. Vaya uno a saber por qué, se acordaba ahora de una costumbre que tenía cuando era un chico, aquella de pararse frente a un espejo y fijar la vista un largo rato en sus propios ojos reflejados en el cristal hasta que todo lo que había alrededor se difuminaba. Comenzaba entonces a imaginar que a sus espaldas aparecían los héroes mitológicos de los que siempre le contaba historias su padre: el astuto Odiseo, el veloz Aquiles, la profetisa Casandra, el alado Ícaro… Era mágico, pensaba entonces. Pero ya no era así, la magia había desaparecido. Estaba enfermo, lo sabía, pero también estaba cansado, muy cansado; sobre todo de la reiterada monserga de los médicos. También de los comentarios. Parientes, amigos, vecinos… todos tenían algo que comentar. Algunos recurrían a la sutileza y simplemente decían "te veo un poco delgado, ¿comés bien?". Otros, pseudofilósofos, mencionaban la remanida frase "y… los años no pasan en balde". Hasta alcanzó a escuchar de boca de dos vecinas que, tras saludarlo en la calle, murmuraron entre sí un "¡qué desmejorado está!". Hubo de todo. Desde un compasivo "te vas a poner bien, ya vas a ver" que le dijo un amigo con el que se trataba frecuentemente, hasta el lapidario "¡estás hecho mierda!" que le dijo un ex compañero de trabajo al que hacía tiempo no veía. Comentarios. Comentarios y más comentarios. Si hasta en la ficción literaria parecía que hablaban de él. Lo advirtió cuando leyó el libro de microrrelatos que le regaló una amiga. Tal su costumbre, lo abrió en una página elegida al azar. "Pareces un muerto", rezaba la frase inicial del primer cuento que leyó. Por eso volvió al espejo, para mirarse fijo a los ojos y tratar de que todo desapareciese. Para que, como antes, comenzasen a desfilar los viejos héroes mitológicos. Pero esta vez fue distinto. Distinguió apenas la rueca y el huso de Cloto y la vara de Láquesis, aunque no vio a ninguna de las dos. Lo que sí vio con claridad fue cómo Átropos se acercaba raudamente con sus aborrecibles tijeras.


LA LEYENDA DE CARLOMAGNO
Italo Calvino
Italia (1923-1985)

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.


COLÓN
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)

Desafiando la furia de los vientos y el hambre de los monstruos devoradores de barcos, el almirante Cristóbal Colón se echó a la mar. Él no descubrió América. Un siglo antes habían llegado los polinesios, cinco siglos antes habían llegado los vikingos. Y trescientos siglos antes que todos, habían llegado los más antiguos pobladores de estas tierras, a quienes Colón llamó indios creyendo que había entrado al Oriente por la puerta de atrás. Como no entendía lo que esos nativos decían, Colón creyó que no sabían hablar; y como andaban desnudos, eran mansos y daban todo a cambio de nada, creyó que no eran gentes de razón. Aunque murió convencido de que sus viajes lo habían llevado a Asia, Colón tuvo sus dudas. Las despejó en el segundo viaje. Cuando sus naves anclaron en una bahía de Cuba, a mediados de junio de 1494, el almirante dictó un acta estableciendo que estaba en China. Dejó constancia de que sus tripulantes lo reconocían así; y a quien dijera lo contrario se le darían cien azotes, se le cobraría una pena de diez mil maravedíes y se le cortaría la lengua. Al pie, firmaron los pocos marineros que sabían firmar.


EL EMISARIO
Ángel Olgoso
España (1961)

Lo detuvieron, por alboroto publico, cuando hacía levitar sobre su mano el fruto de un granado en plena calle. Se llamaba a sí mismo "asistente del Creador". El interrogatorio parecía más bien un monólogo carente de sentido. "Cada semilla de esta granada -decía- es un universo que se compone a su vez de miríadas de mundos. He venido a permitiros un atisbo del infinito, sin su beneplácito desde luego, porque Él desprecia mi devo­ción por vosotros, seres lastimosos, espíritus elementales pero capaces de amar y odiar, de crear y recibir con indiferencia la luz que cae sobre la tierra como lingotes de oro". El comisario, dando largas chupadas al cigarrillo, lo miraba con descreimiento: "¿De qué habla este tipo?". "Del lugar donde se descifran las dimensiones, lo inconcebible, lo que hasta ahora estaba más allá de vuestro alcance, donde todo se subsume, el centro del supremo engranaje". Anochecía. Alguien encendió una lámpara y su luz cayó sobre la granada rojiza, madura. Apenas unos días más y se pudriría sin remedio. "Le ex­pliqué a Él, en vano, durante interminables eones, que no todos los hombres desean permanecer en el vacío, en el caos, achicando agua desesperadamente de una barca agujereada en mitad del océano, lejos de la felicidad que depara un conocimiento inefable y absoluto". Irritado, el comisario hundió su puño en el rostro del detenido: "¡Déjese de tonterías!". "Sargento, prepare una jarra de café cargado. La noche va a ser muy larga". La víctima, con su pronta sonrisa paralizada, se limpió la sangre sobre el labio, recogió la granada del suelo y la contempló con una expresión de dolorosa benevolencia. Sus ojos po­drían ser ahora los ojos remotos y serenos del emisario de un dios. Después la frotó contra su manga para lus­trarla aún más y, sin previo aviso, la mordió. Un mordis­co enorme, definitivo, que excede nuestra comprensión.


VÍSPERA
Patricia Nasello
Argentina (1959)

- Cambio pianos viejos por nuevos -anuncia el mercader.
En la clara luz de este sol que aún no abriga el día, la descomunal bolsa de gasa que dobla al mercader en dos bajo su peso es un espectáculo extraño y hermoso. De acuerdo al ángulo de visión, bajo esa gasa o tenue tul que los contiene, algunos pianos se distinguen claramente, otros se adivinan.
- Elija, niña -dice dirigiéndose a la joven a cuya humilde puerta ha llamado-. Por su sonoridad de bombo legüero, el vertical de la izquierda es el más indicado para interpretar mazurcas. Si, pese al invierno, le agrada la vida al aire libre, le sugiero el blanco más pequeño, suena como un cuerno de caza. El negro de media cola en cambio…
Unos maullidos insistentes interrumpen la exposición que se proponía detallada.
- ¿Qué ocurre, Aladina? -pregunta la joven con preocupado afecto; confía en el instinto del animal y es evidente que a su gata le desagrada el extraño. Comprende entonces que, aunque por algunos minutos se atreviera a soñar algo distinto, deberá atenerse al plan previsto: iniciar los estudios en ese piano desvencijado, de incierto origen, que pertenece a su familia desde siempre y en el cual, si se atiene a lo que conoce o recuerda, nunca tocó nadie.


LECTOR DE SÍ MISMO
Nelson Gómez León
Chile (1966)

Cada noche sacudía su libro de cabecera dejando apiladas las letras sobre el escritorio. A la mañana siguiente, una por una las iba acomodando nuevamente en cada hoja y por las tardes, se solazaba leyendo una nueva novela.


EL EMPLEADO DEL CORREO
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina del correo, el empleado no había recibido una sola queja. Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo... A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal. Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir. Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.


CASI ABOGADO
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

El timbre le interrumpió. Una joven con mochila quería hacerle unas preguntas para una encuesta so­bre intención de voto. Recordó a su madre, "No abras a extraños", y a su padre, "Siempre estás en las nubes", y se quedó indeciso. Pero luego volvió la voz de su ma­dre, "Sé obediente", y preguntó: "¿Qué tengo que ha­cer?". "Es sencillo, tardaremos muy poco", respondió la chica. Miró el reloj y recordó a su padre: "En esta casa se come a las dos, por decreto". Eran las dos menos cinco.
- ¿Estado civil?
- Huérfano.
- ¿Nivel educativo?
- Casi abogado.
- ¿Casi?
- Disculpe, señorita, pero se me acabó el tiempo.
La echó sin contemplaciones. Volvió a su habita­ción, carraspeó, y empezó de nuevo el alegato final ante una corte de peluches colocados al borde de su cama. Aunque no hubiese terminado Derecho, se le daba bien hablar en público.


EL NIÑO QUE GRITABA: ¡AHÍ VIENE EL LOBO!
Guillermo Cabrera Infante
Cuba (1929-2005)

Un niño gritaba siempre "¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!" a su familia. Como vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos sin (poder o querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo sino del cobro, o más bien, huían del pago.
Moraleja: El niño, de haber estado mejor educado, bien podría haber gritado "¡Ahí viene el Sr. Lobo!" y se habría ahorrado uno todas esas preguntas y respuestas y la fábula de paso.


INTERCAMBIO
Esperanza Temprano Posada
España (1964)

Me he apuntado a un programa de intercambio cultural y desde Minnesota ha venido a vivir conmigo un sioux. Mi apartamento no da para más y se ha instalado en el baño, ha vaciado todos los tiestos y ha extendido la tierra por el suelo, allí duerme. También ha abierto la jaula del canario y lo ha echado a volar por la ventana. Desde que está conmigo, me resulta difícil sentarme ante el televisor a ver una película de indios y americanos, porque me dirige profundas miradas de reproche y se me acaban atragantando las palomitas. Cuando hay luna llena sale a cantarle y danzarle al jardín, y se ha convertido en el centro de atención del vecindario, hasta tal punto que, desde la semana pasada, se forman colas de gente en la calle que terminan en mi apartamento; al principio venían a hacerse una foto con él, pero han descubierto que es un hombre sabio y ahora vienen a consultarle sobre sus problemas. Dentro de una semana me iré con él a Shakopee, no sé lo que pasará cuando descubra que no tengo nada que enseñarle.