En 1870, los neurólogos alemanes Eduard
Hitzig (1839-1907) y Gustav Fritsch (1837-1927) demostraron que la
conducta de los hombres podría ser manipulada por medio de la estimulación
eléctrica; sin embargo, ese hallazgo pasó inadvertido en su momento. El cerebro
era considerado tabú y nadie más se atrevió a escudriñarlo en muchos años,
hasta que, en 1924, el fisiólogo suizo Walter R. Hess (1881-1973), padre de las implantaciones
cerebrales, descubrió la importancia del hipotálamo, regulador del sistema
autónomo, los apetitos, el equilibrio químico, el sueño y la vigilia, la
temperatura y las emociones. Sus experimentos revelaron que la conducta era
susceptible de modificación con sólo desplazarlo apenas un milímetro respecto
a su posición original mediante una estimulación eléctrica. Mientras tanto Hans
Berger (1873-1941) descubría, en el mismo año, las ondas cerebrales. El psiquiatra
y neurólogo alemán detectó señales eléctricas emitidas por el cerebro e, instalando
sobre el cuero cabelludo de un paciente electrodos de aguja conectados a un
galvanómetro de cuerda con un espejo en
el que se reflejaba luz (que a su vez permitía la exposición en papel fotográfico
de bromuro de plata), realizó el primer electroencefalograma de la historia. Sus
investigaciones acerca de la actividad cerebral las plasmó en 1929 en la obra
titulada “Das elektrenkephalogramm des menschen” (Sobre el
electroencefalograma humano), que constituye la primera descripción del EEG. A
partir de ese momento, los encefalogramas contribuyeron al diagnóstico de lesiones,
tumores y diversas anomalías cerebrales. Poco a poco, los científicos averiguaron
que los diez millones de células cerebrales hablaban día y noche su propio
lenguaje; sólo había que descifrarlo.
Diez años más tarde, el fisiólogo
inglés Edgar Douglas Adrian (1889-1977) confirmó los descubrimientos de Berger
y los amplió en su obra “The mechanism of nervous action” (El mecanismo de
la acción nerviosa). Más tarde, a principio de los años ‘50, un grupo de
investigadores de la universidad de Yale profundizó el estudio de la
estimulación eléctrica y descubrió que, aplicada en zonas cerebrales
específicas, provocaba miedo o dolor, en tanto que el psicólogo estadounidense James
Olds (1922-1976) de la universidad McGill de Montreal, reveló que también era
capaz de producir placer artificial, conclusión que volcó en su “Pleasure center in the brain” (Centro de placer en el cerebro) en 1953. El progreso de los experimentos a través de la estimulación eléctrica
y el advenimiento de una amplia variedad de drogas erradicaron, casi en su
totalidad, la práctica de la lobotomía frontal que en 1935 había realizado por
primera vez António Egas Moniz (1874-1955),
el psiquiatra y neurocirujano portugués creador, por otra parte, de la
angiografía, una técnica radiológica cuya función es el estudio de los vasos
circulatorios. Durante poco más de veinte años los lóbulos frontales de miles
de pacientes con trastornos psíquicos fueron mutilados, parcial o totalmente, para
poder manipularlos sin grandes complicaciones. Los enfermos sometidos a esta
operación perdían la voluntad y la sensibilidad, así como toda capacidad de imaginar,
planificar y programar.
Por entonces, también, los
fisiólogos estadounidenses Joseph Erlanger (1874-1965) y Herbert Spencer Gasser
(1888-1963) estudiaron los impulsos eléctricos transmitidos por fibras y
diseñaron aparatos electrónicos que combinaban amplificadores y osciloscopios
de rayos catódicos, lo que les permitió visualizar las señales o impulsos
nerviosos transmitidos por fibras nerviosas individuales, que luego eran
amplificados en una pantalla fluorescente. De esa manera demostraron que cada
grupo de fibras nerviosas presenta una intensidad, una duración y una velocidad
de conductividad diferentes, especialmente en función del grosor de la fibra, y
ello permitió avanzar en el conocimiento de los mecanismos de transmisión de
impulsos como los del dolor, el frío o el calor.
Unos años más tarde, gracias al físico
ruso Vladislav Ivanov (1936-2007), primero, y al químico estadounidense Paul
Lauterbur (1929-2007) y el físico británico Peter Mansfield (1933) después, se
descubrieron las enormes ventajas de la resonancia magnética nuclear y su
aplicación en la obtención de imágenes médicas. A partir de ello puede
afirmarse que los métodos de diagnóstico han experimentado un impresionante
avance. Esta técnica ha permitido detectar los cambios en la distribución del
flujo sanguíneo cuando un individuo desarrolla determinadas tareas sensoriales
o motoras, o en distintos paradigmas cognitivos, emocionales y de motivación.
Junto a la tomografía axial computarizada, que utiliza radiación X para obtener
cortes o secciones de objetos anatómicos con fines diagnósticos, ha sido la
causante de que la investigación en neuroimágenes sea una de las pioneras en el
estudio del sistema nervioso. El extraordinario progreso de estas técnicas, que
proporcionan una gran cantidad de datos sobre las funciones cerebrales, ha
provocado el convencimiento de que se está muy cerca de desentrañar el misterio
de la organización del pensamiento humano y, en general, de todas las llamadas
funciones superiores del hombre.
A pesar de que los estudiosos del
cerebro discrepan entre sí con mucha frecuencia, las investigaciones están
encaminadas a descubrir cómo aprende y cómo recuerda el ser humano; cómo
podrían cambiarse sus estados de ánimo, sus aptitudes y su conducta; cómo podría
combatirse la ceguera, la parálisis, el cáncer, la epilepsia y las enfermedades
mentales de todo tipo; cómo mejorar la memoria y la capacidad de aprendizaje;
como lograr seres emocionalmente estables; en fin, cómo podría utilizar el
hombre su cerebro con mayor eficacia desarrollando sus facultades más allá de
lo habitual. Para descubrirlo, algunos científicos se han dedicado a interpretar
las ondas cerebrales; otros han optado por la cirugía y unos más se han volcado
a experimentar con drogas; todos convencidos de que algún día no lejano, la
intimidad más preciada del hombre, su cerebro, quedará expuesta a la luz
pública. Cuando esto finalmente suceda, el ser humano será dueño de un inmenso
poder y, paradójicamente, estará más indefenso que nunca, algo que,
paulatinamente, ya está comenzando a notarse.
En efecto, este asalto de la
ciencia a lo que parecía el inaccesible reducto del espíritu humano comenzó
rápidamente a tener efectos prácticos por lo menos indeseables. Analizando los
abundantes estudios neuropsicológicos que se están realizando en la actualidad,
comienza a parecer posible el proyecto de manipular la conducta humana mediante
la activación y desactivación artificial de determinados centros cerebrales y
de sistemas de conexiones que rigen el funcionamiento unitario del sistema
nervioso, no ya mediante un sistema químico sino mediante uno físico. De este
modo, las manipulaciones encaminadas a obtener modificaciones en la conducta
personal o colectiva podrían invadir el mundo de la educación, el derecho o la
política, por citar sólo algunos ámbitos primordiales de la actividad humana.
Los evidentes riesgos que entrañan estas posibilidades suscitan la necesidad de
tener en cuenta la ética a la hora de enmarcar las investigaciones y las
posibles intervenciones en el cerebro del hombre, algo que, a la luz de las
circunstancias actuales, resulta altamente improbable.
Es indudable que la invasión del
cerebro, ya sea con electrodos implantados u operaciones quirúrgicas, es uno de
los mayores peligros a los que se enfrenta la identidad del individuo. Por una
parte, la psicocirugía requiere de especialistas muy eficientes y bien
entrenados, además de que debe ser controlada por un aparato legal, pues la
garantía de la conciencia del médico no es suficiente. Por otra parte, la
implantación de electrodos exige de técnicas e instrumentos cada vez más
precisos. El cerebro es un órgano complejo y vulnerable, todo lo que se piensa
y lo que se hace queda impreso para siempre en él; no respetarlo es atentar
contra la esencia de la especie humana. Sin embargo, parecería que hay
intereses mucho más poderosos en juego. Interceptar, alterar o reformar la
conducta de una persona, conocer la intimidad de la misma y ejercer una
poderosa influencia sobre su mente, es una posibilidad atrayente para muchos
científicos del mundo desarrollado, y ni que decir de los militares de Estados
Unidos, la mayor potencia mundial, y sus aliados estratégicos.
En un informe de 2012 de la Royal
Society titulado "Neuroscience, conflict and security” (Neurociencia,
conflicto y seguridad), la prestigiosa sociedad científica británica alertó sobre
los avances en el campo de las neurociencias que eventualmente podrían tener
usos militares y pidió cautela a los gobiernos a la hora de poner en práctica
estos descubrimientos. “La neurociencia es un campo que avanza rápidamente y es
probable que aporte beneficios significativos a la sociedad, particularmente en
el tratamiento de deterioros neurológicos, enfermedades y condiciones
psiquiátricas. Sin embargo, este nuevo conocimiento sugiere un número de
potenciales aplicaciones militares”, apuntaron los científicos. Es que la idea
de controlar el mundo con la neurociencia es tentadora. La militarización de
las neurociencias, tal como afirma el el bioeticista estadounidense Jonathan D.
Moreno (1952) en “Mind wars. Brain research and national defense” (Guerras de
la mente. Investigación cerebral y defensa nacional), “no sólo está socavando
el derecho a la libertad, la autonomía y la privacidad, sino que, además, el
sistema legal vigente no está capacitado para abordar los avances y las
amenazas emergentes de la ‘libertad cognitiva’ ante el siempre alerta estado
imperialista estadounidense que no cesa de buscar nuevos medios para conseguir
la conformidad y control de los individuos, a la vez que intenta que las
ciencias biológicas se conviertan en una cuestión prioritaria con la excusa de
la ‘seguridad nacional’”. Por su parte, el Center for Cognitive Liberty &
Ethics (Centro de Libertad Cognitiva y Ética), una institución integrada por
juristas y neurocientíficos para "ampliar la protección de la esfera
privada al área mental" ha advertido hace un tiempo que en la actualidad,
“en un momento en el que se están desarrollando nuevos fármacos y nuevas tecnologías
con objeto de aumentar, controlar y manipular los procesos mentales, es más
importante que nunca asegurar que nuestro sistema legal reconozca y proteja la
libertad cognitiva como un derecho fundamental”.
La explotación de las
neurociencias por parte de la Defense Advanced Research Projects Agency
(Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa) DARPA plantea
cuestiones profundamente inquietantes acerca de cómo Estados Unidos podría
utilizar esas aplicaciones para conseguir a cualquier costo el dominio global.
Un artículo reciente aparecido en la revista “Military Geospatial
Technology” firmado por el antropólogo británico Hugh Gusterson (1959)
revela esas preocupaciones: “Los científicos individuales se dirán a sí mismos
que si ellos no hacen la investigación, otro la realizará. La financiación de
las investigaciones estará férreamente dominada por las subvenciones del
ejército, lo que hará que algunos científicos tengan que elegir entre aceptar
esa financiación militar o ceder el campo de investigación que han elegido. Y
el muy real potencial doble uso de esas nuevas tecnologías (el mismo implante
cerebral puede crear un soldado-robot o rehabilitar a un enfermo de Parkinson)
permitirá que los científicos se digan a sí mismos que ‘realmente’ están
trabajando en las tecnologías de la salud para hacer bien a la humanidad y que,
simplemente, la financiación procede del Pentágono”.
Evidentemente la inserción de las
neurociencias en el pensamiento y la investigación para el gobierno de los
Estados Unidos es una prioridad estratégica. La actual administración ha
reconocido la importancia de invertir en ellas creando el proyecto llamado
BRAIN, siglas de Brain Research through Advancing Innovative
Neurotechnologies (Investigación Cerebral a través de Neurotecnologías
Innovadoras de Avanzada). El proyecto está a cargo de la antes citada DARPA,
una entidad que no se siente precisamente muy perturbada por consideraciones de
carácter ético a la hora de explotar los avances de las neurociencias, las
computadoras y la robótica en su intento de construir el “guerrero perfecto”.
Su proyecto comprende básicamente dos aspectos: hacer más eficiente las fuerzas
propias y/o lograr la degradación del enemigo. En ese sentido, y tal como la
misma DARPA informa, se está trabajando en diversos programas que incluyen,
entre otros elementos, el desarrollo de tecnologías para atenuar la capacidad
sensorial o la sobrecarga cognitiva de un soldado y restaurar la eficiencia
operativa a través de circuitos de retroalimentación sensorial; la elaboración
de nuevos fármacos que le permitan mantener su rendimiento físico y cognitivo
al más alto nivel a pesar del exigente entorno de un combate, inhibiéndole la
necesidad de comer y dormir y reprimirle
el temor o las inhibiciones psicológicas que le impidan matar; la inserción de chips
cerebrales cargados con enormes cantidades de información que le permitan
bloquear rápida y eficazmente los objetivos enemigos.
A esto se le suma la creación de
armas de pulso supuestamente no letales y otros interruptores neuronales como
herramientas de control de disturbios, armas neuronales utilizadas por agentes
biológicos para estimular la liberación de toxinas neuronales, cascos de
retroalimentación cognitiva que proporcionan a los comandantes o a sus
representantes médicos la capacidad para examinar remotamente el estado mental
individual de los soldados, y tecnologías de Resonancia Magnética Nuclear
funcional para utilizar en los aeropuertos como herramientas de interrogatorio
o investigación de antecedentes de supuestos terroristas. Por otra parte, la
DARPA también propone que “las armas no letales deben ser probadas en la
población civil de Estados Unidos antes de ser utilizadas en el campo de
batalla. “El objetivo es, básicamente, las relaciones públicas ya que el uso
doméstico haría más fácil el evitar las preguntas de otros acerca de las
posibles consideraciones de seguridad”.
Como puede advertirse, toda la
investigación que dirige la DARPA, la importancia de lo militar se superpone a
cualquier otra consideración. Bajo el concepto de “neurociencia operativa”, la
Agencia diseña programas que “están ayudando a que la neurociencia se
transforme de disciplina de laboratorio en una disciplina que hace
investigaciones avanzadas con objeto de ofrecer importantes capacidades
revolucionarias a nuestros guerreros”. Así, por “razones de estado”, se
transforma la investigación médico biológica en un artilugio que sirve para el
desarrollo armamentístico. En suma, el objetivo es explotar la neurociencia y
la robótica en busca de nuevas y cada vez más insidiosas aplicaciones que
sirvan para “mejorar” las capacidades humanas sin importar que se invada la
privacidad y se infrinja la independencia del pensamiento de las personas.
Las grandes universidades de
Estados Unidos, en las que se lleva a cabo la mayor parte de la investigación
básica, influyeron enormemente en el apoyo que el Departamento de Defensa de
ese país prestó a la neurociencia. Aunque dichas universidades apenas si pueden
influir directamente sobre la política de Defensa, en cambio controlan la
clase y la calidad de investigación realizada en sus claustros. Legalmente, las universidades son
responsables de la investigación realizada en sus claustros para el
Departamento de Defensa. El contrato se establece entre el gobierno y la
Universidad, aunque en la práctica casi todas las negociaciones las maneja el
científico cuyo nombre aparece en el contrato como "investigador
principal". El sistema funciona particularmente bien en la Universidad de
Harvard y, principalmente, en el Lincoln Laboratory del MIT (Massachusetts
Institute of Technology), que opera para los tres servicios de las Fuerzas
Armadas de Estados Unidos.
La filósofa sueca Kathinka Evers
(1960), investigadora principal en el Centro de Etica y Bioética de la
Universidad de Uppsala y que ha trabajado también en el departamento de
Filosofía y Derechos Humanos de la Universidad de Essex, se interroga en su
ensayo “Neuroéthique. Quand la matière s’éveille” (Neuroética. Cuando la
materia se despierta) sobre la conciencia y el origen de los valores que
rigen al hombre. Evers señala que, tras siglos de la corriente dual
mente/cerebro, la evolución de la neurociencia y la neurobiología ha alterado
el concepto que se tiene de la conciencia -en un recorrido donde la idea del
alma ha quedado circunscrita al ámbito religioso- y también de lo que
significa "ser humano". "Es un concepto singular -dice-. Ser
humano puede significar muchísimas cosas. Hay personas que identifican la
humanidad con el libre albedrío, otros con la razón”. Para Evers, en la
neuroética han de regir los mismos mandamientos que en otras disciplinas:
"honestidad, apertura y respeto", pero además, subraya, ha de tener
un propósito político: evitar que las teorías de la neurociencia sean
utilizadas de forma espuria, "secuestradas" por una ideología
concreta, progresista o conservadora, como, por ejemplo, hicieron los nazis con
la genética. También muestra sus dudas ante la idea de buscar a un
"superhombre" interviniendo en el cerebro. "Soy escéptica ante
estos proyectos de mejora del ser humano porque históricamente siempre han
salido mal. No hay que pensar en términos de elitismo sino en el de bienestar,
en entender cómo funciona el órgano para las emociones y el pensamiento para
aprender a construir la sociedad".
A principios de los años ‘70, la
ficción especulativa abría extrañas vías a la ciencia ficción. Sus autores
aprendían los medios de mantener la ilusión infernal de nuestra supervivencia
identificando y aislando nuestras pulsiones mortíferas para trascenderlas. Aunque
todo esto parezca una historia de ciencia ficción, lo cierto es que está
sucediendo hoy. El uso (y abuso) de las neurociencias con fines militaristas
parece una historia de ciencia ficción, pero no lo es. Se presenta oscuramente
como la última muralla contra el infierno moderno, el que los hombres se
construyen con violencia gracias al progreso ideológico, sociológico,
científico y tecnológico. Porque ese “infierno” también es la proyección de
nuestras pulsiones mentales en la realidad para transformarla. Los teólogos de
antaño discutían para saber si el infierno había sido creado por Dios o por el
Diablo. Es una pena que no sigan vivos para obtener la respuesta a su pregunta.
El infierno lo ha creado el hombre y está al alcance de nuestras manos, ahí, a
la vuelta de la esquina.