3 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (2). Itinerario

Antoine Laurent de Lavoisier (1743-1794) realizó una revolu­ción en la química, disciplina a la que estableció como parte de las ciencias naturales y la diferenció de su antecesora la alquimia. Fue uno de los creadores de la nomenclatura química que clasificó a los elementos en metales, no metales y metaloides, un sistema que sirvió de base a la moderna tabla periódica de los elementos. También investigó la composición del agua y denominó a sus componentes oxígeno e hidrógeno. Autor del “Traité élémentaire de chimie” (Tratado elemental de química) y ciudadano de ideas liberales, Lavoisier desempeñó numerosos cargos públicos en la Administración del Estado, entre ellos el de recaudador de impuestos del rey antes de la revolución. Esto le supuso la enemistad con Jean Paul Marat (1743-1793), el revolucionario que ayudó a consolidar el reinado del Terror y encargado de elaborar listas negras en las que incluyó al famoso químico poco antes de ser él mismo apuñalado en su bañera. Arrestado a fines de 1793 por orden de la Convención Nacional, fue juzgado y condenado a la guillotina en mayo del año siguiente por un tribunal presidido por el jurista y revolucionario Jean Baptiste Coffinhal (1762-1794) quien, cuando pronunció la frase “la República no necesita sabios” para justificar la sentencia, no sabía que seis meses después la Revolución tampoco lo necesitaría a él y correría la misma suerte que la persona a la que acababa de condenar. Así fue que el 8 de mayo de 1794, junto a otros vein­tisiete condenados a muerte, Lavoisier fue transportado en un carromato hasta la Place de la Concorde. Allí, silencioso y digno, puso su cue­llo desnudo bajo la cuchilla. Esa misma noche, el físico, matemático y astrónomo italiano Giuseppe Lodovico Lagrangia (1736-1813), comentaría en rueda de amigos: "Su cabeza cayó en un instante, pero cien años no bastarán para que aparezca otra semejante".
La cabeza, valga la obviedad, fue y es una parte vital no sólo para Lavoisier sino para todos los seres humanos. En ella se aloja el cerebro, un órgano de consistencia gelatinosa que, protegido por un fluido y el cráneo, se conecta con el resto del cuerpo a través de nervios que, en su conjunto, hacen que todos los otros órganos funcionen. El cerebro humano es una estructura sumamente compleja. Es el mayor órgano del sistema nervioso central, en él se aloja la capacidad de raciocinio y es en él donde se generan los pensamientos y los procesos de la conciencia, entre otras muchas cosas. Hoy, esto se sabe con certeza gracias a que, afortunadamente, aparecieron muchas más cabezas como la de Lavoisier; pero no siempre fue así. Hacia el siglo X a.C., los babilonios y los asirios suponían que el origen de los pensamientos estaba en el hígado. Esa masa inmóvil en la cavidad abdominal era considerada la fuente de la vida, el órgano que originaba la sangre, tejido líquido al que vinculaban con la vitalidad y el alma. Mientras tanto, los egipcios consideraban al corazón como el órgano central de la vida y asiento del alma atribuyéndole la cualidad de ser el órgano central del sistema vascular y la sede del pensamiento, la voluntad y los afectos. No lejos de allí, para los israelitas era el pulmón donde radicaba la vida ya que, basándose en el mito de la creación, no eran las palpitaciones sino la respiración lo importante puesto que un dios había creado al primer hombre soplándole su aliento en la nariz. En la China preimperial de los siglos III y IV a.C., la cabeza era el lugar en el que se originaban los flujos celestes, fluidos energéticos armoniosos que mantenían en buen estado la salud. No obstante ello, en el siglo II a.C., definieron al cuerpo humano en el “Huainanzi” -una recopilación de ensayos sobre astronomía, filosofía, ciencia, metafísica y naturaleza- como un sistema cosmogónico: "La cabeza es la bóveda celeste, sus pies están hechos a imagen de la tierra, sus cabellos son las estrellas, sus ojos el sol y la luna, sus cejas la osa mayor, la nariz se asemeja a una montaña, sus cuatro miembros son las cuatro estaciones, sus cinco vísceras (corazón, riñón, bazo, hígado y pulmón) son los cinco elementos (fuego, agua, tierra, madera y metal respectivamente)".


Como en estos lugares, también en la India se intentaba poner orden y precisión en la nomenclatura de los órganos y las regiones del cuerpo humano. Los textos compilados en el “Súsruta Samjitá” alrededor del siglo III d.C. que provenían de los antiguos “Rigveda” y “Altharvaveda” escritos hacia el siglo XII a.C., contienen una denominación seriada y descendente de las regiones y los órganos principales del cuerpo: cabeza, tórax, cintura escapular, vísceras abdominales, región pudenda y piernas. El corazón era comparado a una flor de loto, que se abría durante la vigilia y se cerraba durante el sueño; del hígado se menciona su color oscuro, producto de una transformación de la sangre que provendría de un jugo alimenticio similar a un fuego; de los riñones se decía que eran dos bolas de carne, como dos frutos de mango, junto a la columna vertebral. La unidad funcional de estos distintos órganos quedaba garantizada por un sistema de conexiones que aparentemente se refería tanto a los bronquios como a los vasos sanguíneos. Entretanto, no hubo entre los filósofos presocráticos griegos una teoría científica del cuerpo humano unánimemente aceptada. Desde Tales de Mileto (624-548 a.C.) hasta Demócrito de Abdera (460-370 a.C.), el rasgo común de todos ellos fue su condición de sabios acerca de la naturaleza. Tales, frente a las explicaciones de la realidad de carácter mítico y religioso, ofreció por primera vez una explicación basada en la razón sin apelar a entidades sobrenaturales para explicar lo real. Demócrito, a su vez, planteó que el alma estaba compuesta de partículas extremadamente finas y ligeras que se movían a velocidad extraordinaria, atravesando todo el cuerpo. Más lejos llegaron Heráclito de Éfeso (550-480 a.C.) y Parménides de Elea (530-470 a.C.), quienes analizaron la naturaleza desde un punto de vista metafísico, ontológico, al considerar que el hombre por sí mismo podía explicar todo cuanto acontecía a su alrededor.
Además, los griegos estaban sumergidos en una larga controversia entre el hígado y el corazón, y creían que el cerebro era incapaz de generar pensamientos. Una somera lectura de la “Iliás” (Ilíada) y la “Odýsseia” (Odisea), poemas épicos atribuidos a la pluma de Homero de Esmirna (siglo VIII a.C.), muestra la soberana eminencia de los antiguos helenos en la observación de la realidad cósmica y, por consiguiente, en la percepción y la denominación de las partes del cuerpo y los detalles anatómicos que luego serían técnicamente empleados por los médicos y los naturalistas. Homero nombró y describió varios órganos y regiones del cuerpo humano. El corazón, por ejemplo, tenía que ver con la valentía y el miedo, y era claramente el asiento de las sensaciones y de la voluntad, así como de las excitaciones y de las facultades mentales, del entendimiento e incluso de la memoria. Sin embargo posteriormente, en el siglo VI a.C. bajo el mandato del legislador Solón de Atenas (638-558 a.C.) y, en especial en el siglo siguiente, el hígado y las predicciones a través de la hepatoscopía, esto es, la inspección con fines proféticos del hígado, adquirieron nuevamente preeminencia sobre el corazón. Por esa misma época se inició en Grecia una disputa sobre la localización del alma. El motivo lo había expuesto con anterioridad Anaxágoras de Clazomene (500-428 a.C.), quien afirmaba que en la estructura del mundo también existía, junto a una base material, un principio espiritual al que llamó “nous” (intelecto). Como los griegos no imaginaban nada espiritual que no tuviera un asiento en algún lugar del cuerpo, la localización del intelecto constituyó una cuestión relevante. Fue Alcmeón de Crotona (500-450 a.C.) quien expuso por primera vez la idea de que el entendimiento, que él vinculaba al intelecto, no se encontraba en el corazón ni en el hígado, sino en la cabeza, en la masa blanda y gris que todos los hombres tienen dentro del cráneo. Junto a Empédocles de Agrigento (484-424 a.C.), que meditó acerca de la respiración y sobre la fisiología de los sentidos, puede decirse que sentó los fundamentos de las primeras especulaciones biológicas.


Simultáneamente, Pitágoras de Samos (569-475 a.C.), gran matemático también interesado en la medicina y la filosofía, y sus discípulos de la fraternidad por él fundada en Crotona, consideraban que el cerebro no era un órgano sino un relleno o una derivación de otro órgano. No obstante ello, la afirmación de Alcmeón sobre que el cerebro regía todo el cuerpo, que era el órgano central de toda la actividad humana, marcó un hito en la historia de la ciencia. Sería Platón de Atenas (427-347 a.C.), el discípulo más distinguido de Sócrates de Atenas (470-399 a.C.), el que daría al cerebro un lugar central en el cosmos. En su diálogo “Timaeus” (Timeo) escrito en torno al año 360 a.C., decía que los seres humanos habían sido creados con un alma inmortal cubierta por un cuerpo mortal hecho a partir de los cuatro elementos. Los dioses comenzaron su trabajo creando la cabeza, la que hicieron esférica como el cosmos. La semilla divina se plantó en el cerebro, desde donde podía percibir el mundo a través de los ojos, los oídos y después razonar acerca de él, una idea que influiría sobre el pensamiento occidental a través del tiempo y hasta el Renacimiento. Sin embargo, la misma no tuvo la fuerza suficiente para cambiar la visión dominante de su época que consideraba al corazón como el órgano más importante. De hecho uno de sus prosélitos, ni más ni menos que Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.), puso al corazón en el centro de su filosofía. Para el autor de “Parva naturalia” (Breves tratados de filosofía natural), al igual que el universo, también el hombre tenía un punto central, y éste era el corazón. El cerebro era sólo una masa caliente, blancuzca, incapaz de generar pensamientos y, por lo tanto, de ser el asiento del alma. El corazón, al contrario, le parecía un lugar mucho más lógico para las facultades del alma racional. Aristóteles, que veía una conexión entre el calor y la inteligencia, consideraba que a través de los vasos sanguíneos el corazón podía gobernar todas las sensaciones, movimientos y emociones. En definitiva, el corazón lo era todo: entendimiento, sentimiento, voluntad, cualidades elevadas y apetitos sensuales, valor y vacilación, amor y odio, alegría y dolor.
Recién después de la muerte de Aristóteles, Herófilo de Calcedonia (335-280 a.C.) y Erasístrato de Ioulida (304-255 a.C.), fundadores de la Escuela de Alejandría de medicina, hicieron importantes descubrimientos sobre las características del sistema nervioso y pusieron en duda sus ideas. No obstante, debieron pasar cinco siglos hasta que hiciese su aparición Galeno de Pérgamo (129-216), el médico que estudiaría con gran detalle el cerebro humano y afirmaría que todas las facultades superiores de las personas residían en él. Galeno pensaba que la inteligencia estaba alojada en los espacios huecos del cerebro, los ventrículos, y consideraba que dicha inteligencia no era patrimonio exclusivo de los seres humanos: la compartían el sol, la luna y las estrellas, e influían sobre sus asuntos. Tras su muerte, su medicina fue absorbida por la doctrina del cristianismo. El alma, una sustancia espiritual que sobrevivía a la muerte, no tenía una dimensión física, pero el teólogo católico Tomás de Aquino (1225-1274) la instaló en los ventrículos citados por Galeno, ya que allí, decía, no podía ser corrompida por la carne débil y mortal. El filósofo aquinate no dudaba en considerar a la mente como una parte del plan organizacional del cuerpo que, si bien era mortal, no era hostil a la idea de inmortalidad. El cuerpo humano era la materia proporcionada al alma humana y no era necesario que sea igual a ella en la virtud de la esencia, porque el alma humana no era una forma contenida totalmente en la materia. Basándose en la fe, sostenía que el cuerpo humano al principio había sido constituido incorruptible de algún modo, y que por el pecado incurrió en la necesidad de morir, de la cual se liberaría en la resurrección. De todas maneras, en “Summa theologiae” (Suma teológica), su obra principal, pueden detectarse algunas ambigüedades ya que por un lado sostenía que el alma humana, entendida como “principio intelectual”, e incluso la mente misma, eran “forma del cuerpo”; pero, más adelante, sostenía que la mente no necesitaba de ningún órgano corporal para ejercer su actividad.


Durante los tres siglos siguientes la medicina propiamente dicha siguió apoyándose básicamente en los postulados de Galeno. Para ese entonces la disección de cadáveres se había convertido en una práctica regular, dándole un nuevo impulso a la anatomía. A comienzos del siglo XV se destacaron en esta disciplina los médicos italianos Gabriele Zerbi (1445-1505), Jacopo Berengario da Carpi (1460-1530) y Alessandro Achillini (1463-1512), y el español Andrés Laguna (1499-1559), quienes introdujeron juicios y descripciones novedosas basadas en sus observaciones personales realizadas en disecciones de cadáveres. Fue en 1543 cuando un anatomista nacido en Bruselas y profesor en la Universidad de Padua, Andreas Vesalius (1514-1565), publicó su monumental “De humani corporis fabrica” (Sobre la estructura del cuerpo humano), obra que marcaría un antes y un después en la historia de la anatomía humana. Los siete libros que componen el tratado contaban con ilustraciones del cuerpo humano realizadas por el pintor alemán Jan Stephan van Calcar (1500-1546), láminas que mostraban el esqueleto en todo tipo de posturas, los músculos, los vasos sanguíneos y los nervios, las vísceras, los órganos de los sentidos y hasta mujeres embarazadas y sus fetos, con detalles como nunca se habían representado con anterioridad. Con todo, Vesalius se cuidó muy bien de buscar los poderes del alma en los tejidos cerebrales: “Me abstendré de considerar las divisiones del alma y su localización, ya que hoy en día se pueden encontrar muchos censores de nuestra muy sagrada y verdadera religión”. Así se llegó al siglo XVII -y aún a buena parte del XVIII- bajo el imperio del oscurantismo religioso.