Antoine
Laurent de Lavoisier (1743-1794) realizó una revolución en la química,
disciplina a la que estableció como parte de las ciencias naturales y la
diferenció de su antecesora la alquimia. Fue uno de los creadores de la nomenclatura
química que clasificó a los elementos en metales, no metales y metaloides,
un sistema que sirvió de base a la moderna tabla periódica de los elementos. También
investigó la composición del agua y denominó a
sus componentes oxígeno e hidrógeno. Autor del “Traité élémentaire de
chimie” (Tratado elemental de química) y ciudadano de ideas liberales, Lavoisier
desempeñó numerosos cargos públicos en la Administración del Estado, entre
ellos el de recaudador de impuestos del rey antes de la revolución. Esto le
supuso la enemistad con Jean Paul Marat (1743-1793), el revolucionario que ayudó
a consolidar el reinado del Terror y encargado de elaborar listas
negras en las que incluyó al famoso químico poco antes de ser él mismo apuñalado
en su bañera. Arrestado a fines de 1793 por orden de la Convención
Nacional, fue juzgado y condenado a la guillotina en mayo del año siguiente por
un tribunal presidido por el jurista y revolucionario Jean Baptiste Coffinhal (1762-1794)
quien, cuando pronunció la frase “la República no necesita sabios” para
justificar la sentencia, no sabía que seis meses después la Revolución tampoco
lo necesitaría a él y correría la misma suerte que la persona a la que acababa
de condenar. Así fue que el 8 de mayo de 1794, junto a otros veintisiete
condenados a muerte, Lavoisier fue transportado en un carromato hasta la Place
de la Concorde. Allí, silencioso y digno, puso su cuello desnudo bajo la
cuchilla. Esa misma noche, el físico, matemático y astrónomo italiano Giuseppe
Lodovico Lagrangia (1736-1813), comentaría en rueda de amigos: "Su cabeza
cayó en un instante, pero cien años no bastarán para que aparezca otra
semejante".
La cabeza,
valga la obviedad, fue y es una parte vital no sólo para Lavoisier sino para
todos los seres humanos. En ella se aloja el cerebro, un órgano de consistencia
gelatinosa que, protegido por un fluido y el cráneo, se conecta con el resto
del cuerpo a través de nervios que, en su conjunto, hacen que todos los otros
órganos funcionen. El cerebro humano es una estructura sumamente compleja. Es
el mayor órgano del sistema nervioso central, en él se aloja la capacidad de
raciocinio y es en él donde se generan los pensamientos y los procesos de la
conciencia, entre otras muchas cosas. Hoy, esto se sabe con certeza gracias a
que, afortunadamente, aparecieron muchas más cabezas como la de Lavoisier; pero
no siempre fue así. Hacia el siglo X a.C., los babilonios y los
asirios suponían que el origen de los pensamientos estaba en el hígado. Esa
masa inmóvil en la cavidad abdominal era considerada la fuente de la vida, el
órgano que originaba la sangre, tejido líquido al que vinculaban con la
vitalidad y el alma. Mientras tanto, los egipcios consideraban al corazón como
el órgano central de la vida y asiento del alma atribuyéndole la cualidad de
ser el órgano central del sistema vascular y la sede del pensamiento, la
voluntad y los afectos. No lejos de allí, para los israelitas era el pulmón
donde radicaba la vida ya que, basándose en el mito de la creación, no eran las palpitaciones sino la respiración lo importante puesto
que un dios había creado al primer hombre soplándole su aliento en la nariz. En la China preimperial de los siglos
III y IV a.C., la cabeza era el lugar en el que se originaban los flujos
celestes, fluidos energéticos armoniosos que mantenían en buen estado la salud.
No obstante ello, en el siglo II a.C., definieron al cuerpo humano en el “Huainanzi”
-una recopilación de ensayos sobre astronomía, filosofía, ciencia, metafísica y
naturaleza- como un sistema cosmogónico: "La cabeza es la bóveda celeste,
sus pies están hechos a imagen de la tierra, sus cabellos son las estrellas,
sus ojos el sol y la luna, sus cejas la osa mayor, la nariz se asemeja a una
montaña, sus cuatro miembros son las cuatro estaciones, sus cinco vísceras (corazón, riñón, bazo, hígado y pulmón) son
los cinco elementos (fuego, agua, tierra, madera y metal respectivamente)".
Como
en estos lugares, también en la India se intentaba poner orden y precisión en
la nomenclatura de los órganos y las regiones del cuerpo humano. Los textos compilados
en el “Súsruta Samjitá” alrededor del siglo III d.C. que
provenían de los antiguos “Rigveda” y “Altharvaveda” escritos hacia el siglo XII
a.C., contienen una denominación seriada y descendente de las regiones y los
órganos principales del cuerpo: cabeza, tórax, cintura escapular, vísceras abdominales,
región pudenda y piernas. El corazón era comparado a una flor de loto, que se
abría durante la vigilia y se cerraba durante el sueño; del hígado se menciona su color oscuro, producto de una
transformación de la sangre que provendría de un jugo alimenticio similar a un
fuego; de los riñones se decía que eran dos bolas de carne,
como dos frutos de mango, junto a la columna vertebral. La unidad funcional de estos
distintos órganos quedaba garantizada por un sistema de conexiones que
aparentemente se refería tanto a los bronquios como a los vasos sanguíneos.
Entretanto, no hubo entre los filósofos presocráticos griegos una teoría
científica del cuerpo humano unánimemente aceptada. Desde Tales
de Mileto (624-548 a.C.) hasta Demócrito de Abdera (460-370 a.C.), el rasgo
común de todos ellos fue su condición de sabios acerca de la naturaleza. Tales,
frente a las explicaciones de la realidad de carácter mítico y religioso, ofreció
por primera vez una explicación basada en la razón sin apelar a entidades
sobrenaturales para explicar lo real. Demócrito, a su vez, planteó que el alma
estaba compuesta de partículas extremadamente finas y ligeras que se movían a
velocidad extraordinaria, atravesando todo el cuerpo. Más lejos llegaron
Heráclito de Éfeso (550-480 a.C.) y Parménides de Elea (530-470
a.C.), quienes analizaron la naturaleza desde un punto de vista metafísico,
ontológico, al considerar que el hombre por sí mismo podía explicar todo
cuanto acontecía a su alrededor.
Además,
los griegos estaban sumergidos en una larga controversia entre el hígado y el
corazón, y creían que el cerebro era incapaz de generar pensamientos. Una
somera lectura de la “Iliás” (Ilíada) y la “Odýsseia” (Odisea), poemas épicos
atribuidos a la pluma de Homero de Esmirna (siglo VIII a.C.), muestra la
soberana eminencia de los antiguos helenos en la observación de la realidad
cósmica y, por consiguiente, en la percepción y la denominación de las partes
del cuerpo y los detalles anatómicos que luego serían
técnicamente empleados por los médicos y los naturalistas. Homero nombró y describió varios órganos y regiones del cuerpo
humano. El corazón, por ejemplo, tenía que ver con la valentía
y el miedo, y era claramente el asiento de las sensaciones y de la voluntad,
así como de las excitaciones y de las facultades mentales, del entendimiento e
incluso de la memoria. Sin embargo posteriormente, en el siglo VI a.C. bajo el
mandato del legislador Solón de Atenas (638-558 a.C.) y, en especial
en el siglo siguiente, el hígado y las predicciones a través de la hepatoscopía,
esto es, la inspección con fines proféticos del hígado, adquirieron
nuevamente preeminencia sobre el corazón. Por esa misma época se inició en
Grecia una disputa sobre la localización del alma. El motivo lo había expuesto con
anterioridad Anaxágoras de Clazomene (500-428 a.C.), quien afirmaba que en
la estructura del mundo también existía, junto a una base material, un
principio espiritual al que llamó “nous” (intelecto). Como los griegos no imaginaban
nada espiritual que no tuviera un asiento en algún lugar del cuerpo, la
localización del intelecto constituyó una cuestión relevante. Fue Alcmeón
de Crotona (500-450 a.C.) quien expuso por primera vez la idea de que el
entendimiento, que él vinculaba al intelecto, no se encontraba en el
corazón ni en el hígado, sino en la cabeza, en la masa blanda y gris que todos
los hombres tienen dentro del cráneo. Junto a Empédocles de Agrigento (484-424
a.C.), que meditó acerca de la respiración y sobre la fisiología de los
sentidos, puede decirse que sentó los fundamentos de las primeras
especulaciones biológicas.
Simultáneamente,
Pitágoras de Samos (569-475 a.C.), gran matemático también interesado en
la medicina y la filosofía, y sus discípulos de la fraternidad por él fundada
en Crotona, consideraban que el cerebro no era un órgano sino un relleno o una
derivación de otro órgano. No obstante ello, la afirmación de Alcmeón sobre que
el cerebro regía todo el cuerpo, que era el órgano central de toda la actividad
humana, marcó un hito en la historia de la ciencia. Sería Platón de Atenas
(427-347 a.C.), el discípulo más distinguido de Sócrates de Atenas (470-399 a.C.),
el que daría al cerebro un lugar central en el cosmos. En su diálogo “Timaeus”
(Timeo) escrito en torno al año 360 a.C., decía que los seres humanos
habían sido creados con un alma inmortal cubierta por un cuerpo mortal hecho a
partir de los cuatro elementos. Los dioses comenzaron su trabajo creando la
cabeza, la que hicieron esférica como el cosmos. La semilla divina se plantó en
el cerebro, desde donde podía percibir el mundo a través de los ojos, los oídos
y después razonar acerca de él, una idea que influiría sobre el pensamiento
occidental a través del tiempo y hasta el Renacimiento. Sin embargo, la misma
no tuvo la fuerza suficiente para cambiar la visión dominante de su época que
consideraba al corazón como el órgano más importante. De hecho uno de sus
prosélitos, ni más ni menos que Aristóteles de Estagira (384-322
a.C.), puso al corazón en el centro de su filosofía. Para el autor de “Parva
naturalia” (Breves tratados de filosofía natural), al igual que el universo,
también el hombre tenía un punto central, y éste era el corazón. El cerebro era
sólo una masa caliente, blancuzca, incapaz de generar pensamientos y, por lo
tanto, de ser el asiento del alma. El corazón, al contrario, le parecía un
lugar mucho más lógico para las facultades del alma racional. Aristóteles, que
veía una conexión entre el calor y la inteligencia, consideraba que a través de
los vasos sanguíneos el corazón podía gobernar todas las sensaciones, movimientos
y emociones. En definitiva, el corazón lo era todo: entendimiento, sentimiento,
voluntad, cualidades elevadas y apetitos sensuales, valor y vacilación, amor y
odio, alegría y dolor.
Recién
después de la muerte de Aristóteles, Herófilo de Calcedonia (335-280 a.C.) y
Erasístrato de Ioulida (304-255 a.C.), fundadores de la Escuela
de Alejandría de medicina, hicieron importantes descubrimientos sobre
las características del sistema nervioso y pusieron en duda sus ideas. No
obstante, debieron pasar cinco siglos hasta que hiciese su aparición Galeno de Pérgamo
(129-216), el médico que estudiaría con gran detalle el cerebro humano y
afirmaría que todas las facultades superiores de las personas residían en él.
Galeno pensaba que la inteligencia estaba alojada en los espacios huecos del
cerebro, los ventrículos, y consideraba que dicha inteligencia no era
patrimonio exclusivo de los seres humanos: la compartían el sol, la luna y las
estrellas, e influían sobre sus asuntos. Tras su muerte, su medicina fue
absorbida por la doctrina del cristianismo. El alma, una sustancia espiritual
que sobrevivía a la muerte, no tenía una dimensión física, pero el teólogo católico
Tomás de Aquino (1225-1274) la instaló en los ventrículos citados por Galeno,
ya que allí, decía, no podía ser corrompida por la carne débil y mortal. El
filósofo aquinate no dudaba en considerar a la mente como una parte del plan
organizacional del cuerpo que, si bien era mortal, no era hostil a la idea de
inmortalidad. El cuerpo humano era la materia proporcionada al alma humana y no
era necesario que sea igual a ella en la virtud de la esencia, porque el alma
humana no era una forma contenida totalmente en la materia. Basándose en la fe,
sostenía que el cuerpo humano al principio había sido constituido incorruptible
de algún modo, y que por el pecado incurrió en la necesidad de morir, de la
cual se liberaría en la resurrección. De todas maneras, en “Summa theologiae” (Suma
teológica), su obra principal, pueden detectarse algunas ambigüedades ya que
por un lado sostenía que el alma humana, entendida como “principio
intelectual”, e incluso la mente misma, eran “forma del cuerpo”; pero, más
adelante, sostenía que la mente no necesitaba de ningún órgano corporal para
ejercer su actividad.
Durante
los tres siglos siguientes la medicina propiamente dicha siguió apoyándose básicamente
en los postulados de Galeno. Para ese entonces la disección de cadáveres se
había convertido en una práctica regular, dándole un nuevo impulso a la
anatomía. A comienzos del siglo XV se destacaron en esta disciplina los médicos
italianos Gabriele Zerbi (1445-1505), Jacopo Berengario da
Carpi (1460-1530) y Alessandro Achillini (1463-1512), y el español Andrés
Laguna (1499-1559), quienes introdujeron juicios y descripciones novedosas
basadas en sus observaciones personales realizadas en disecciones de cadáveres.
Fue en 1543 cuando un anatomista nacido en Bruselas y profesor en la
Universidad de Padua, Andreas Vesalius (1514-1565), publicó su monumental “De
humani corporis fabrica” (Sobre la estructura del cuerpo humano), obra que
marcaría un antes y un después en la historia de la anatomía humana. Los siete
libros que componen el tratado contaban con ilustraciones del cuerpo humano realizadas
por el pintor alemán Jan Stephan van Calcar (1500-1546), láminas que
mostraban el esqueleto en todo tipo de posturas, los músculos, los vasos
sanguíneos y los nervios, las vísceras, los órganos de los sentidos y hasta mujeres
embarazadas y sus fetos, con detalles como nunca se habían representado con
anterioridad. Con todo, Vesalius se cuidó muy bien de buscar los poderes del
alma en los tejidos cerebrales: “Me abstendré de considerar las divisiones del
alma y su localización, ya que hoy en día se pueden encontrar muchos censores
de nuestra muy sagrada y verdadera religión”. Así se llegó al siglo XVII -y aún
a buena parte del XVIII- bajo el imperio del oscurantismo religioso.