Las
ciencias y los hechos sociales del siglo XXI han entrado en un proceso de aceleración
histórica irreversible. Para comprenderlos es necesario superar el enfoque
reduccionista de la lógica positivista con la que se ha producido la investigación
científica tradicional. Ya en 1904 el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) en
“Die 'objektivität' sozialwissenschaftlicher und sozialpolitischer erkenntnis” (La objetividad del conocimiento en las ciencias y
la política social) postulaba que “en la medida que la construcción de un
sistema de generalizaciones sea abstracta y centrada en una sola disciplina, se
producirá un oscurecimiento en la comprensión de los significados culturales e
históricos de los hechos particulares de una sociedad”. Y medio siglo después, el
filósofo húngaro György Lukács (1885-1971) advertía en su libro “Die zerstörung
der vernunft” (El asalto a la razón) que, “mientras más especializada es
una ciencia y mejor estructurada metodológicamente se encuentra, mayor es la
posibilidad de que se convierta en una red intrincada de leyes que la alejan de
los verdaderos problemas ontológicos que le son inherentes”.
Las
neurociencias se presentan a comienzos del siglo XXI como un nuevo saber, capaz
de hacer grandes aportaciones no sólo al ámbito de las ciencias naturales sino
también al ámbito de las ciencias sociales. Se preguntan qué y quiénes somos,
penetrando así en lo más íntimo y personal del ser humano y ofreciendo una
visión científica de él poco compatible, en muchas ocasiones, con las
propuestas filosóficas y psicológicas tradicionales. Al descubrir que las
distintas áreas del cerebro se han especializado en diversas funciones y que a
la vez existe entre ellas un vínculo, han dado un paso prodigioso. Pero precisamente porque
el objeto de estudio es el cerebro humano, un buen número de neurocientíficos
plantea su saber y obrar como una nueva filosofía que fundamenta la
estructuración de la economía, la religión, el arte o la moral, dejando de lado
el indispensable examen sobre lo correcto y lo incorrecto, lo benéfico y lo nocivo,
en el tratamiento del cerebro humano, en su perfeccionamiento, en su indeseable
invasión o en su preocupante manipulación.
La mayoría
de los estudiosos del cerebro, y sobre todo los que se dedican a la divulgación
de estos conocimientos, insisten en las graves consecuencias que supondrán para
todos los ámbitos intelectuales -y para la comprensión de la auténtica
naturaleza humana- estos avances en los diversos campos de las neurociencias. Sería
oportuno también que considerasen la forma de superar la ruptura entre las dos
culturas de las que hablaba el físico inglés Charles Percy
Snow (1905- 1980) en su ensayo “The two cultures” (Las dos culturas): la
de los intelectuales y la de los científicos. “Se trata de dos grupos
polarmente antitéticos -escribió-. Entre ambos polos existe un abismo de incomprensión
mutua; algunas veces hostilidad y desagrado, pero más que nada falta de
entendimiento recíproco”. En aras de superar esa indolencia, el filósofo y sociólogo francés
Edgar Morin (1921) propuso en su “Introduction à la pensée complexe” (Introducción
al pensamiento complejo) el paradigma de la complejidad, el de las integraciones
multidimensionales, el de la transdisciplina como una comprensión del mundo
presente desde la necesidad de la unidad del conocimiento. Y en sus fundamentos
de la física cuántica, también el físico danés Niels Bohr (1885-1962)
planteaba la complementariedad y la no divisibilidad para articular los distintos
niveles del conocimiento.
No resulta dificultoso advertir el
necesario vínculo que existe entre las ciencias sociales (la filosofía, la historia, la economía,
la política, la sociología, la antropología, e incluso
la psicología) y las ciencias naturales (la astronomía, la biología, la física, la geología,
la química). Ambas ciencias se interrelacionan y tienen múltiples puntos de
confluencia en la búsqueda del conocimiento. El psicoanalista y etnólogo húngaro
Georges Devereux (1908-1985), por ejemplo, expresó la noción de complementariedad
en su “Ethnopsychanalyse complémentariste” (Etnopsicoanálisis complementarista),
obra en la que sostenía que “todo fenómeno humano debe explicarse al menos de
dos maneras complementarias. Cada explicación es completa en su marco, de modo
que se necesita un doble discurso. Y este doble discurso no debe ser enunciado
por el mismo investigador del primero. La complementariedad es la posibilidad
de explicar completamente el fenómeno humano por lo menos de dos maneras
complementarias, lo que demuestra por una parte, que el fenómeno en cuestión es
a la vez real y explicable, y por otra parte que ambas explicaciones son
complementadas en su propio marco de referencia”. Esto implica que ninguna
observación de un fenómeno cualquiera realizada desde el marco de referencia
específico, constituye una visión exhaustiva de ese fenómeno, y no invalida
otra observación realizada dentro de otro marco de referencia aunque entre
ambas observaciones exista una contrariedad.
Por su parte, el epistemólogo, psicólogo y biólogo suizo
Jean Piaget (1896-1980) expuso en “La pensée biologique, la pensée
psychologique et la pensée sociale” (El pensamiento biológico, el pensamiento
psicológico y el pensamiento social) los aspectos sobre los que consideraba que
no podían oponerse las ciencias naturales a las ciencias sociales al afirmar
que “parece imposible introducir una oposición entre ambas, ni desde el punto
de vista de la experimentación, ni desde el cálculo o el de la deducción. El
hecho notable que se opone a toda separación radical entre las ciencias
sociales y las ciencias naturales radica en que no hay una sola de aquellas que
no termine por extenderse hasta el terreno de éstas, en tanto que las
generalizaciones de las segundas interesan cada vez más a las primeras”. Y en el
mismo sentido, el filósofo y teórico de la ciencia austríaco Karl
Popper (1902-1994) escribió en “Logik der forschung” (La lógica de la
investigación científica) su teoría acerca de la unidad del método de ambas
ciencias: “El método de las ciencias sociales, al igual que el de las
naturales, radica en ensayar posibles soluciones para sus problemas,
proponiendo y criticando soluciones. En el caso de que un ensayo de solución no
resulte accesible a la crítica objetiva, es preciso excluirlo por no
científico, aunque sólo provisionalmente. El método de la ciencia es, pues, el
de la tentativa de solución, el del ensayo (o la idea de solución) sometido al
más estricto control crítico”.
Sin lugar a dudas, las contribuciones de
las neurociencias para construir conocimiento respecto a aspectos fundamentales
del ser humano no pueden ser ignoradas, pero para que sean fructíferas -tanto
desde un punto de vista epistemológico como ético- deberían someterse a un
diálogo interdisciplinario necesario con el resto de las ciencias naturales y sociales.
Sin
embargo, buena parte de las neurociencias parecerían alzarse como el único
conocimiento universalmente válido, aún a sabiendas de su relativa
provisionalidad. Tal vez premonitoriamente, hace muchos años ya el pintor y grabador
español Francisco de Goya (1746-1828) tituló uno de sus famosos aguafuertes “El
sueño de la razón produce monstruos”. Hoy en día, los excesos de la
racionalidad técnica hacen olvidar que el ser humano es un ser esencial y
existencialmente biográfico, un ser que va construyendo narrativamente su
historia, su personalidad, por lo que cabe preguntarse si las neurociencias
responden realmente a los principales retos con los que la humanidad se
enfrentará en el siglo XXI o si se están dejando llevar embriagadas por algunos
descubrimientos técnicos recientes en su ámbito, ya que, mientras los
telescopios y los microscopios escrutan cuidadosamente los enigmas del universo
y del ser humano, el planeta y sus habitantes se enfrentan a la destrucción de
la vida hasta extremos desconocidos en la historia escrita.
Probablemente,
y recurriendo a una frase platónica, lo que “hace a muchos andar a tientas y
entre tinieblas” en esta problemática sea, entre otras cosas, no distinguir el
carácter filosófico de ella. Aquella vieja disquisición sobre la relación entre
el cuerpo y el alma se plantea en la actualidad en función de las explicaciones
fisioneuronales y las mentales. Se omite de esta manera el tener en cuenta que,
así como el método científico es el instrumento con el que se avanza en la
construcción del conocimiento científico, es mediante el pensamiento filosófico
que se pueden clarificar los problemas que pertenecen a su campo. Sólo la
ciencia puede hablar del significado científico de sus descubrimientos, pero no
es apta para dar cuenta de su significación filosófica, esto es, de la
relevancia que puedan o no tener sus descubrimientos en la clarificación de
cuestiones filosóficas determinadas. Un ejemplo de ello podrían ser las
vinculadas a las decisiones en materia de políticas económicas. Si bien la política es necesaria
para la práctica de la filosofía, ésta no debe estar al servicio de aquella. Hoy,
los avances neurocientíficos ilustran la cartografía cerebral del comportamiento
social y político partiendo de la base de la preponderancia emocional sobre los
elementos cognitivos. Según sostiene en “Comunicación y poder” el sociólogo
español Manuel Castells (1942), “las emociones más importantes para el
comportamiento político son el entusiasmo y el miedo, en donde ambos
sentimientos condicionan un sistema de predisposición y un sistema de
vigilancia. La comprensión y registro de estos factores permite comprender los
apegos, compromisos y alianzas entre la sociedad civil y la sociedad política”.
No es casual
entonces que en el año 2002 se les otorgara el Premio Nobel de Economía a los
economistas estadounidenses Vernon Smith (1927) y Daniel Kahneman (1934)
por haber establecido experimentos de laboratorio como una herramienta en el
análisis económico empírico, especialmente en el estudio de mecanismos alternativos
de mercado. Sus investigaciones se centraron en profundizar el
conocimiento de la psicología individual a fin de tornar más previsibles las
decisiones de los individuos ante las posibilidades que ofrece el “mercado”.
Esto significó, en suma, el nacimiento de la neuroeconomía y su aplicación, el
neuromarketing, disciplinas derivadas de las neurociencias que sirven para profundizar
los principios del neoliberalismo basados en la tan mentada como engañosa
“libertad de mercado”. Estas ramas de la neurociencia se ocupan en indagar la
relación que existe entre las decisiones que toma un individuo y el significado
que ello tiene para cada uno en cada circunstancia. Se parte de la idea de que la
red neuronal ligada a las decisiones racionales funcionaría en relación a la
totalidad del sistema nervioso y, por ende, a los centros vinculados a las
emociones, pasiones, recuerdos y significados que los acontecimientos tienen
para cada uno. Las neurociencias proponen estudiar en base a imágenes
cerebrales a los sujetos en situaciones diversas a fin de analizar cómo los
diversos sectores del sistema nervioso funcionan en el momento de tomar
decisiones de diverso tipo. De este modo es posible construir condiciones que
generen patrones conductuales para diversos segmentos de población y prever sus
reacciones. He aquí la explicación del bombardeo mediático que no dispara balas
sino consignas, una metodología científica de control social que destruye el
pensamiento reflexivo para sustituirlo por imágenes que conllevan la alienación
del pensamiento. Estas interacciones psicológicas son el escenario en donde se
producen decisiones cerebrales económicas y sociales que tienen que ver con el
consumo de alimentos inadecuados y la compra de objetos no siempre prioritarios
o directamente inútiles y contraproducentes (como el caso de los psicofármacos
de los que se habló anteriormente).
Según un informe reciente del Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el 80% de la población mundial
sobrevive con el 20% de los recursos del planeta, mientras que 20% restante
disfruta del 80% de esos recursos. Como puede advertirse, en la mayor parte del
planeta hay otras preocupaciones que son prioritarias. No es suficiente descubrir la estructura y fisiología del
cerebro ni tampoco las reglas psicológicas de la mente humana. La justificación
y la fundamentación de las neurociencias deberían apoyarse correctamente en una
concepción adecuada de la condición humana, que no es sólo biología ni sólo
cerebro, sino también cultural. Una adecuada comprensión de la naturaleza
humana no la reduce a los componentes genéticos y/o cerebrales, sino también a
la larga historia de interacciones culturales e interpersonales, que son donde
los seres humanos han ido conformando tanto las culturas como sus
personalidades individuales. No es difícil entonces comprender la apremiante necesidad
del desarrollo de cláusulas éticas y legales que regulen y controlen el
desarrollo y la aplicación de los conocimientos de las neurociencias en los
diversos sectores de la vida social. Y muy fundamentalmente, se impone la
imperiosa necesidad de generar investigadores y profesionales, no sólo del
campo médico-biológico, con una sólida conciencia y respeto por los valores
fundamentales de la humanidad, de modo que puedan resistir la tentación de la
fama, del éxito económico y del prestigio derivado de las investigaciones y
aplicaciones imprudentes y dañinas de las neurociencias. Una conciencia clara y
educada permitirá el mejor ejercicio del libre albedrío del hombre.
El escritor francés Victor Hugo (1802-1885)
decía que le producía "una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla
mientras el género humano no escucha". Habría que agregar que tampoco toma
conciencia. Los novedosos métodos de la neurociencia moderna y la relevancia de
sus resultados, además de manifestar con claridad lo mucho que falta aún saber
acerca del funcionamiento del cerebro, han supuesto un impulso decisivo para
volver a plantear el clásico problema de las relaciones entre la mente y el
cerebro. Quizá lo más novedoso de esta situación es que el problema parece
haber dejado de ser un monopolio de la filosofía y se ha convertido en ineludible
para la neurociencia. De entre las preguntas que se plantean en el estudio de
las relaciones mente-cerebro, resultan primordiales las que se refieren a la
conciencia ya que, aunque ésta parezca un fenómeno claro y patente, no resulta
tan fácil definirla y acotarla, teniendo en cuenta especialmente los
condicionamientos que imponen las diferentes tradiciones científicas o
intelectuales que interactúan en el dialogo entre la neurociencia y la filosofía;
sobre todo cuando, como nunca antes, ambas están seriamente condicionadas por
intereses económicos. De allí que este dialogo reclame una especial honestidad
y un gran rigor intelectual. De lo contrario, es altamente posible llegar a
posiciones cerradas que no sólo no aportarán nada a su solución, sino que pueden
presentarse de tal modo que hagan impracticable un verdadero progreso en el
conocimiento y en el acercamiento entre los diversos métodos y posturas.
Llegado a
este punto nuestro hombre, aquel que había sufrido una isquemia cerebral que lo
llevó a reflexionar e indagar sobre esa compleja maquinaria que reposa sobre
los hombros, se preguntó si lo suyo no había sido un gesto desesperado de quien
pretende aliviar la incurable enfermedad de su finitud con el miserable remedio
de una infinitud impersonal que a nadie puede satisfacer, empezando por el
autor. Si no había ofrecido una actitud moral de difícil acceso, quizá poco transitable;
una visión trágico-estética según la cual podía en todo caso conmover, pero
nunca convencer; si había dicho lo que quería decir y en el orden en que quería
decirlo; si, de algún modo, lo escrito era una invitación a una lectura atenta.
Habrá quien, quizá, infiera que todo lo expuesto lo ha sido de una manera
extravagante, o que podría haberlo sido sin negar ni contradecir nada. Que, a
la postre, se trata de cuestiones tan metafísicas que podrían sencillamente exponerse
en términos dialécticos. Obviamente, sobre esas interpretaciones podría decirse
cualquier cosa. No toda comprensión de un hecho o un fenómeno es del orden de
lo racional. Estaban los datos, pero como soporte de una celebración de la
palabra porque sabía que el pensamiento se resuelve en el lenguaje. La traumática
experiencia instaló a ese lenguaje frente a un límite. Lo obligó a pensar en la
relación que sus palabras tenían con la realidad y el modo revelador en que esa
vivencia del temor expone el lado oscuro, demoníaco o irracional de los
sujetos. Hablar el propio lenguaje es una señal de autonomía, aunque muchas
veces pueda ser percibido como condena y como agobio, como reducto de una
última desesperación.
Ahora está sentado nuevamente en su sillón
favorito, tomando
café en su casa mientras afuera la gente conjuga otros verbos, los de verdad,
los bíblicos, los coránicos o los de Wall Street, que son, en definitiva, los determinantes,
los que mueven al mundo. Recuerda una frase de la “Ethica” (Ética) de Baruch
Spinoza (1632-1677): “Un hombre libre en nada piensa menos que en la
muerte”. Difícil, tanto ser libre como no pensar en la muerte, caviló mientras
colocaba en el reproductor de discos “Sticky fingers” de los Rolling Stones
para escuchar por enésima vez (¿cuántas desde 1971?) el tema “Sway”. “Did you
ever wake up to find/ a day that broke up your mind/destroyed your notion of
circular time/ It's just that demon life has got you in its sway”. Sí, es
cierto, es sólo esta vida endemoniada que llevamos la que nos mantiene en esta
incertidumbre.