8 de marzo de 2015

El cerebro, ese obscuro objeto de las neurociencias (8). Epílogo

Las ciencias y los hechos sociales del siglo XXI han entrado en un proceso de aceleración histórica irreversible. Para comprenderlos es necesario superar el enfoque reduccionista de la lógica positivista con la que se ha producido la investigación científica tradicional. Ya en 1904 el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) en “Die 'objektivität' sozialwissenschaftlicher und sozialpolitischer erkenntnis” (La objetividad del conocimiento en las ciencias y la política social) postulaba que “en la medida que la construcción de un sistema de generalizaciones sea abstracta y centrada en una sola disciplina, se producirá un oscurecimiento en la comprensión de los significados culturales e históricos de los hechos particulares de una sociedad”. Y medio siglo después, el filósofo húngaro György Lukács (1885-1971) advertía en su libro “Die zerstörung der vernunft” (El asalto a la razón) que, “mientras más especializada es una ciencia y mejor estructurada metodológicamente se encuentra, mayor es la posibilidad de que se convierta en una red intrincada de leyes que la alejan de los verdaderos problemas ontológicos que le son inherentes”.
Las neurociencias se presentan a comienzos del siglo XXI como un nuevo saber, capaz de hacer grandes aportaciones no sólo al ámbito de las ciencias naturales sino también al ámbito de las ciencias sociales. Se preguntan qué y quiénes somos, penetrando así en lo más íntimo y personal del ser humano y ofreciendo una visión científica de él poco compatible, en muchas ocasiones, con las propuestas filosóficas y psicológicas tradicionales. Al descubrir que las distintas áreas del cerebro se han especializado en diversas funciones y que a la vez existe entre ellas un vínculo, han dado un paso prodigioso. Pero precisamente porque el objeto de estudio es el cerebro humano, un buen número de neurocientíficos plantea su saber y obrar como una nueva filosofía que fundamenta la estructuración de la economía, la religión, el arte o la moral, dejando de lado el indispensable examen sobre lo correcto y lo incorrecto, lo benéfico y lo nocivo, en el tratamiento del cerebro humano, en su perfeccionamiento, en su indeseable invasión o en su preocupante manipulación.
La mayoría de los estudiosos del cerebro, y sobre todo los que se dedican a la divulgación de estos conocimientos, insisten en las graves consecuencias que supondrán para todos los ámbitos intelectuales -y para la comprensión de la auténtica naturaleza humana- estos avances en los diversos campos de las neurociencias. Sería oportuno también que considerasen la forma de superar la ruptura entre las dos culturas de las que hablaba el físico inglés Charles Percy Snow (1905- 1980) en su ensayo “The two cultures” (Las dos culturas): la de los intelectuales y la de los científicos. “Se trata de dos grupos polarmente antitéticos -escribió-. Entre ambos polos existe un abismo de incomprensión mutua; algunas veces hostilidad y desagrado, pero más que nada falta de entendimiento recíproco”. En aras de superar esa indolencia, el filósofo y sociólogo francés Edgar Morin (1921) propuso en su “Introduction à la pensée complexe” (Introducción al pensamiento complejo) el paradigma de la complejidad, el de las integraciones multidimensionales, el de la transdisciplina como una comprensión del mundo presente desde la necesidad de la unidad del conocimiento. Y en sus fundamentos de la física cuántica, también el físico danés Niels Bohr (1885-1962) planteaba la complementariedad y la no divisibilidad para articular los distintos niveles del conocimiento.


No resulta dificultoso advertir el necesario vínculo que existe entre las ciencias sociales (la filosofía, la historia, la economía, la política, la sociología, la antropología, e incluso la psicología) y las ciencias naturales (la astronomía, la biología, la física, la geología, la química). Ambas ciencias se interrelacionan y tienen múltiples puntos de confluencia en la búsqueda del conocimiento. El psicoanalista y etnólogo húngaro Georges Devereux (1908-1985), por ejemplo, expresó la noción de complementariedad en su “Ethnopsychanalyse complémentariste” (Etnopsicoanálisis complementarista), obra en la que sostenía que “todo fenómeno humano debe explicarse al menos de dos maneras complementarias. Cada explicación es completa en su marco, de modo que se necesita un doble discurso. Y este doble discurso no debe ser enunciado por el mismo investigador del primero. La complementariedad es la posibilidad de explicar completamente el fenómeno humano por lo menos de dos maneras complementarias, lo que demuestra por una parte, que el fenómeno en cuestión es a la vez real y explicable, y por otra parte que ambas explicaciones son complementadas en su propio marco de referencia”. Esto implica que ninguna observación de un fenómeno cualquiera realizada desde el marco de referencia específico, constituye una visión exhaustiva de ese fenómeno, y no invalida otra observación realizada dentro de otro marco de referencia aunque entre ambas observaciones exista una contrariedad.
Por su parte, el epistemólogo, psicólogo y biólogo suizo Jean Piaget (1896-1980) expuso en “La pensée biologique, la pensée psychologique et la pensée sociale” (El pensamiento biológico, el pensamiento psicológico y el pensamiento social) los aspectos sobre los que consideraba que no podían oponerse las ciencias naturales a las ciencias sociales al afirmar que “parece imposible introducir una oposición entre ambas, ni desde el punto de vista de la experimentación, ni desde el cálculo o el de la deducción. El hecho notable que se opone a toda separación radical entre las ciencias sociales y las ciencias naturales radica en que no hay una sola de aquellas que no termine por extenderse hasta el terreno de éstas, en tanto que las generalizaciones de las segundas interesan cada vez más a las primeras”. Y en el mismo sentido, el filósofo y teórico de la ciencia austríaco Karl Popper (1902-1994) escribió en “Logik der forschung” (La lógica de la investigación científica) su teoría acerca de la unidad del método de ambas ciencias: “El método de las ciencias sociales, al igual que el de las naturales, radica en ensayar posibles soluciones para sus problemas, proponiendo y criticando soluciones. En el caso de que un ensayo de solución no resulte accesible a la crítica objetiva, es preciso excluirlo por no científico, aunque sólo provisionalmente. El método de la ciencia es, pues, el de la tentativa de solución, el del ensayo (o la idea de solución) sometido al más estricto control crítico”.
Sin lugar a dudas, las contribuciones de las neurociencias para construir conocimiento respecto a aspectos fundamentales del ser humano no pueden ser ignoradas, pero para que sean fructíferas -tanto desde un punto de vista epistemológico como ético- deberían someterse a un diálogo interdisciplinario necesario con el resto de las ciencias naturales y sociales. Sin embargo, buena parte de las neurociencias parecerían alzarse como el único conocimiento universalmente válido, aún a sabiendas de su relativa provisionalidad. Tal vez premonitoriamente, hace muchos años ya el pintor y grabador español Francisco de Goya (1746-1828) tituló uno de sus famosos aguafuertes “El sueño de la razón produce monstruos”. Hoy en día, los excesos de la racionalidad técnica hacen olvidar que el ser humano es un ser esencial y existencialmente biográfico, un ser que va construyendo narrativamente su historia, su personalidad, por lo que cabe preguntarse si las neurociencias responden realmente a los principales retos con los que la humanidad se enfrentará en el siglo XXI o si se están dejando llevar embriagadas por algunos descubrimientos técnicos recientes en su ámbito, ya que, mientras los telescopios y los microscopios escrutan cuidadosamente los enigmas del universo y del ser humano, el planeta y sus habitantes se enfrentan a la destrucción de la vida hasta extremos desconocidos en la historia escrita.
Probablemente, y recurriendo a una frase platónica, lo que “hace a muchos andar a tientas y entre tinieblas” en esta problemática sea, entre otras cosas, no distinguir el carácter filosófico de ella. Aquella vieja disquisición sobre la relación entre el cuerpo y el alma se plantea en la actualidad en función de las explicaciones fisioneuronales y las mentales. Se omite de esta manera el tener en cuenta que, así como el método científico es el instrumento con el que se avanza en la construcción del conocimiento científico, es mediante el pensamiento filosófico que se pueden clarificar los problemas que pertenecen a su campo. Sólo la ciencia puede hablar del significado científico de sus descubrimientos, pero no es apta para dar cuenta de su significación filosófica, esto es, de la relevancia que puedan o no tener sus descubrimientos en la clarificación de cuestiones filosóficas determinadas. Un ejemplo de ello podrían ser las vinculadas a las decisiones en materia de políticas  económicas. Si bien la política es necesaria para la práctica de la filosofía, ésta no debe estar al servicio de aquella. Hoy, los avances neurocientíficos ilustran la cartografía cerebral del comportamiento social y político partiendo de la base de la preponderancia emocional sobre los elementos cognitivos. Según sostiene en “Comunicación y poder” el sociólogo español Manuel Castells (1942), “las emociones más importantes para el comportamiento político son el entusiasmo y el miedo, en donde ambos sentimientos condicionan un sistema de predisposición y un sistema de vigilancia. La comprensión y registro de estos factores permite comprender los apegos, compromisos y alianzas entre la sociedad civil y la sociedad política”.


No es casual entonces que en el año 2002 se les otorgara el Premio Nobel de Economía a los economistas estadounidenses Vernon Smith (1927) y Daniel Kahneman (1934) por haber establecido experimentos de laboratorio como una herramienta en el análisis económico empírico, especialmente en el estudio de mecanismos alternativos de mercado. Sus investigaciones se centraron en profundizar el conocimiento de la psicología individual a fin de tornar más previsibles las decisiones de los individuos ante las posibilidades que ofrece el “mercado”. Esto significó, en suma, el nacimiento de la neuroeconomía y su aplicación, el neuromarketing, disciplinas derivadas de las neurociencias que sirven para profundizar los principios del neoliberalismo basados en la tan mentada como engañosa “libertad de mercado”. Estas ramas de la neurociencia se ocupan en indagar la relación que existe entre las decisiones que toma un individuo y el significado que ello tiene para cada uno en cada circunstancia. Se parte de la idea de que la red neuronal ligada a las decisiones racionales funcionaría en relación a la totalidad del sistema nervioso y, por ende, a los centros vinculados a las emociones, pasiones, recuerdos y significados que los acontecimientos tienen para cada uno. Las neurociencias proponen estudiar en base a imágenes cerebrales a los sujetos en situaciones diversas a fin de analizar cómo los diversos sectores del sistema nervioso funcionan en el momento de tomar decisiones de diverso tipo. De este modo es posible construir condiciones que generen patrones conductuales para diversos segmentos de población y prever sus reacciones. He aquí la explicación del bombardeo mediático que no dispara balas sino consignas, una metodología científica de control social que destruye el pensamiento reflexivo para sustituirlo por imágenes que conllevan la alienación del pensamiento. Estas interacciones psicológicas son el escenario en donde se producen decisiones cerebrales económicas y sociales que tienen que ver con el consumo de alimentos inadecuados y la compra de objetos no siempre prioritarios o directamente inútiles y contraproducentes (como el caso de los psicofármacos de los que se habló anteriormente).
Según un informe reciente del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el 80% de la población mundial sobrevive con el 20% de los recursos del planeta, mientras que 20% restante disfruta del 80% de esos recursos. Como puede advertirse, en la mayor parte del planeta hay otras preocupaciones que son prioritarias. No es suficiente descubrir la estructura y fisiología del cerebro ni tampoco las reglas psicológicas de la mente humana. La justificación y la fundamentación de las neurociencias deberían apoyarse correctamente en una concepción adecuada de la condición humana, que no es sólo biología ni sólo cerebro, sino también cultural. Una adecuada comprensión de la naturaleza humana no la reduce a los componentes genéticos y/o cerebrales, sino también a la larga historia de interacciones culturales e interpersonales, que son donde los seres humanos han ido conformando tanto las culturas como sus personalidades individuales. No es difícil entonces comprender la apremiante necesidad del desarrollo de cláusulas éticas y legales que regulen y controlen el desarrollo y la aplicación de los conocimientos de las neurociencias en los diversos sectores de la vida social. Y muy fundamentalmente, se impone la imperiosa necesidad de generar investigadores y profesionales, no sólo del campo médico-biológico, con una sólida conciencia y respeto por los valores fundamentales de la humanidad, de modo que puedan resistir la tentación de la fama, del éxito económico y del prestigio derivado de las investigaciones y aplicaciones imprudentes y dañinas de las neurociencias. Una conciencia clara y educada permitirá el mejor ejercicio del libre albedrío del hombre.
El escritor francés Victor Hugo (1802-1885) decía que le producía "una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha". Habría que agregar que tampoco toma conciencia. Los novedosos métodos de la neurociencia moderna y la relevancia de sus resultados, además de manifestar con claridad lo mucho que falta aún saber acerca del funcionamiento del cerebro, han supuesto un impulso decisivo para volver a plantear el clásico problema de las relaciones entre la mente y el cerebro. Quizá lo más novedoso de esta situación es que el problema parece haber dejado de ser un monopolio de la filosofía y se ha convertido en ineludible para la neurociencia. De entre las preguntas que se plantean en el estudio de las relaciones mente-cerebro, resultan primordiales las que se refieren a la conciencia ya que, aunque ésta parezca un fenómeno claro y patente, no resulta tan fácil definirla y acotarla, teniendo en cuenta especialmente los condicionamientos que imponen las diferentes tradiciones científicas o intelectuales que interactúan en el dialogo entre la neurociencia y la filosofía; sobre todo cuando, como nunca antes, ambas están seriamente condicionadas por intereses económicos. De allí que este dialogo reclame una especial honestidad y un gran rigor intelectual. De lo contrario, es altamente posible llegar a posiciones cerradas que no sólo no aportarán nada a su solución, sino que pueden presentarse de tal modo que hagan impracticable un verdadero progreso en el conocimiento y en el acercamiento entre los diversos métodos y posturas.


Llegado a este punto nuestro hombre, aquel que había sufrido una isquemia cerebral que lo llevó a reflexionar e indagar sobre esa compleja maquinaria que reposa sobre los hombros, se preguntó si lo suyo no había sido un gesto desesperado de quien pretende aliviar la incurable enfermedad de su finitud con el miserable remedio de una infinitud impersonal que a nadie puede satisfacer, empezando por el autor. Si no había ofrecido una actitud moral de difícil acceso, quizá poco transitable; una visión trágico-estética según la cual podía en todo caso conmover, pero nunca convencer; si había dicho lo que quería decir y en el orden en que quería decirlo; si, de algún modo, lo escrito era una invitación a una lectura atenta. Habrá quien, quizá, infiera que todo lo expuesto lo ha sido de una manera extravagante, o que podría haberlo sido sin negar ni contradecir nada. Que, a la postre, se trata de cuestiones tan metafísicas que podrían sencillamente exponerse en términos dialécticos. Obviamente, sobre esas interpretaciones podría decirse cualquier cosa. No toda comprensión de un hecho o un fenómeno es del orden de lo racional. Estaban los datos, pero como soporte de una celebración de la palabra porque sabía que el pensamiento se resuelve en el lenguaje. La traumática experiencia instaló a ese lenguaje frente a un límite. Lo obligó a pensar en la relación que sus palabras tenían con la realidad y el modo revelador en que esa vivencia del temor expone el lado oscuro, demoníaco o irracional de los sujetos. Hablar el propio lenguaje es una señal de autonomía, aunque muchas veces pueda ser percibido como condena y como agobio, como reducto de una última desesperación.
Ahora está sentado nuevamente en su sillón favorito, tomando café en su casa mientras afuera la gente conjuga otros verbos, los de verdad, los bíblicos, los coránicos o los de Wall Street, que son, en definitiva, los determinantes, los que mueven al mundo. Recuerda una frase de la “Ethica” (Ética) de Baruch Spinoza (1632-1677): “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”. Difícil, tanto ser libre como no pensar en la muerte, caviló mientras colocaba en el reproductor de discos “Sticky fingers” de los Rolling Stones para escuchar por enésima vez (¿cuántas desde 1971?) el tema “Sway”. “Did you ever wake up to find/ a day that broke up your mind/destroyed your notion of circular time/ It's just that demon life has got you in its sway”. Sí, es cierto, es sólo esta vida endemoniada que llevamos la que nos mantiene en esta incertidumbre.