Debido
al notable avance de las nuevas tecnologías para explorar la actividad
cerebral, las neurociencias comenzaron en las últimas cuatro décadas a ganar
un considerable terreno. Por
miles de años las civilizaciones se preguntaron sobre el origen del
pensamiento, la conciencia, la interacción social, la creatividad, la
percepción, el libre albedrío y las emociones. Hoy, gracias a las neurociencias,
se conocen mucho mejor los mecanismos de todos esos enmarañados procesos cerebrales.
La complejidad del cerebro es consecuencia de la profusa heterogeneidad biológica
que alcanzó la especie humana lo largo de su evolución, y su capacidad de
adaptación y versatilidad ante los estímulos sociales permite a los científicos
hablar de la dimensión social del cerebro humano. Así, con la idea de poder
entender mejor aún las emociones y los comportamientos humanos complejos
entendiendo las redes neurológicas, es que ha surgido una nueva ola de interés
en las neurociencias. Pero ese aumento del interés no se refiere sólo a los
conceptos que se hicieron moneda corriente a mediados del siglo XX sino también
a la posibilidad de que la investigación y el tratamiento consigan identificar
y modificar procesos cerebrales clave.
Efectivamente,
en las últimas décadas las neurociencias han experimentado un desarrollo tal
que se han convertido en una de las disciplinas biomédicas de mayor relevancia
en la actualidad. Entre los factores que han contribuido a ello pueden
mencionarse, junto a otros, el creciente impacto de las enfermedades del
sistema nervioso en las sociedades occidentales. El incremento de pacientes que
sufren accidentes cerebro vasculares (isquemias, hemorragias), procesos
neurodegenerativos (Alzheimer, Parkinson) o trastornos psiquiátricos
(depresión, esquizofrenia), han llevado a las autoridades sanitarias de buena
parte del mundo desarrollado a multiplicar los medios materiales dedicados a la
investigación del cerebro y de sus alteraciones. Pero también deben citarse
otros objetivos que, aunque más solapados, también han potenciado las
investigaciones. El progreso de las neurociencias se presta a aplicaciones en
diversas áreas que nada tienen que ver con la salud y sí con el control
potencial de la conducta humana y la probable manipulación e incluso
degradación de la función cerebral y el proceso de conocimiento. Esto se desprende al
observar las entidades que las promueven y financian, cuyos intereses,
declarados u ocultos, tienen que ver con explícitas finalidades económicas.
Basta ver,
por ejemplo, la actual situación de la industria farmacéutica que, si bien
comercializa medicamentos para los trastornos mentales y neurológicos en
cantidades descomunales, está realizando un gigantesco esfuerzo de
investigación, ya no sólo centrado en desarrollar pastillas, sino también dirigido
a modificar la función de circuitos neurológicos específicos mediante la
intervención física en el cerebro. En ese sentido, es interesante la teoría de
la neurogénesis, teoría que supone que, a diferencia de lo que se creyó durante
mucho tiempo, mientras un individuo vive, su tejido nervioso tiene cierta
capacidad de regeneración dado que algunas neuronas pueden, bajo ciertas
condiciones, dividirse. La industria farmacéutica ha comenzado a explorar las
profundas ramificaciones de este descubrimiento. El hipocampo, la parte del
cerebro que modula el aprendizaje y la memoria, recibe constantemente acopio de
neuronas nuevas que ayudan a aprender y a recordar nuevas ideas y conductas. Es
por ello que se estudia la posibilidad de manipular la conducta humana mediante
la activación y desactivación artificial de determinados centros cerebrales o
de sistemas de conexiones implicados en el funcionamiento unitario del sistema
nervioso a través de nuevos fármacos.
La industria farmacéutica es hoy en día uno de
los sectores empresariales más rentables e influyentes del mundo y su influencia
es determinante en la forma contemporánea de practicar y entender la medicina. Pero,
para comprender el contexto en el que ella apareció hay que remontarse hasta
finales del siglo XVIII, cuando el desarrollo de la química produjo un paso
clave en el ámbito de los medicamentos. Hasta entonces, la comercialización de las
sustancias utilizadas en medicina estaba en manos de boticarios que obtenían
partes de diversas plantas o minerales y productos químicos sencillos con los
que fabricaban diversos preparados como extractos, tinturas, mezclas, lociones,
pomadas o píldoras. En la primera mitad del siglo XIX se produjeron importantes
avances en el aislamiento de los principios activos de las plantas, lo que
permitió la elaboración de nuevos medicamentos provenientes del
reino vegetal. Por entonces, la farmacia dejó de ser una profesión
artesanal para convertirse en una ciencia y una industria. Así, se formaron
empresas dedicadas en exclusiva a la fabricación y distribución de
medicamentos.
Ya en el
siglo XX, los avances tecnológicos permitieron obtener medicamentos
exclusivamente de síntesis, pero fue durante el siglo XIX donde se realizaron
los mayores avances en medicina que permitieron avanzar también a la farmacia. Los
descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) en
cuanto a la presencia de microorganismos en el origen de muchas enfermedades
infecciosas, por ejemplo, explicaron y permitieron desarrollar medicamentos
para atacar a las bacterias causantes de las mismas. Así fueron creados los
sueros y las vacunas. Más tarde, cuando Alexander Fleming (1881-1955) descubrió
los efectos benéficos de la penicilina para el tratamiento de infecciones, se
crearon también los antibióticos. Luego, cuando a mediados de la década del ‘20
del siglo pasado se descubrieron y consiguieron aislarse los neurotransmisores,
esto es, las moléculas que transmiten estímulos nerviosos de una neurona a
otra, el siguiente paso fue confirmar su presencia en el sistema nervioso
central. La existencia en el cerebro de los primeros neurotransmisores
descubiertos (la acetilcolina, la noradrenalina, la serotonina y la dopamina)
se confirmó con el correr de los años ‘50 y, a partir de allí, nuevos
neurotransmisores fueron descubriéndose e identificándose durante los años
sucesivos y también sus correspondientes receptores, lo que permitió no sólo determinar
el origen o causas del desarrollo de los trastornos psiquiátricos sino que
también contribuyó al conocimiento de los mecanismos de acción de los fármacos.
En la misma década tuvieron lugar también nuevos
descubrimientos de naturaleza fisiológica que contribuyeron a consolidar la
teoría neuronal expuesta por el histólogo español Santiago Ramón y
Cajal (1852-1934) a finales del siglo XIX. Si bien se conocía la
naturaleza eléctrica del impuso nervioso, así como el modo químico en que se
transmitía la información nerviosa entre neuronas, gracias en gran medida a las
investigaciones de los neurofisiólogos John Carew Eccles (1903-1997) y Bernard
Katz (1911-2003) fue que se descubrieron los métodos para excitar o inhibir las
neuronas. Todos estos descubrimientos científicos sirvieron de pilares para la introducción
clínica de psicofármacos que han perdurado hasta la actualidad: los antipsicóticos,
los antidepresivos, los ansiolíticos y los eutimizantes.
Este arsenal terapéutico motivó una verdadera revolución
psicofarmacológica a su vez estimulada por los avances en la biología molecular
y las neurociencias. Sin embargo, y aquí reside una gran paradoja, hoy en día
hay muchísimos más enfermos con trastornos mentales que antes. Tal vez lo más perturbador
sea que toda esta calamidad se haya extendido a la población infantil. En
efecto, en las últimas décadas, mientras la medicina ha hecho notables progresos
en el tratamiento de otras enfermedades pediátricas, el número de niños con trastornos
psiquiátricos ha crecido en progresión geométrica, sobre todo en aquellas
patologías que no existían hasta hace poco tiempo en la población infantil y
que se están multiplicando exponencialmente como, por ejemplo, el trastorno por
déficit de atención con hiperactividad, el autismo, el trastorno de negativismo
desafiante, el mutismo selectivo e, incluso, el trastorno bipolar. La aparición
de estas "epidemias" está obviamente emparentada con el orden social
capitalista: bajo la presión de las farmacéuticas se inventan nuevas
enfermedades y se amplían los síntomas para vender pastillas. La
mercantilización de la psiquiatría, la medicalización creciente de las conductas
y su utilización como modo de generar ganancias para los capitales aplicados
al negocio de la salud mental es un hecho indudable.
El psiquiatra estadounidense Allen J.
Frances (1942), durante años director de la American Psychiatric
Association, APA (Asociación Estadounidense de Psiquiatría), realiza una suerte
de autocrítica en su reciente obra “Saving normal. An insider's revolt against out
of control psychiatric diagnosis” (¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto
contra los abusos de la psiquiatría). La APA es responsable de la publicación
del “Diagnostic and statistical manual of mental disorders”, DSM (Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), la biblia de la
psiquiatría mundial en la que se definen las enfermedades mentales, sus
síntomas y tratamientos. En su libro, Frances reconoce los lazos financieros de
la industria farmacéutica con los creadores del DSM y critica el papel de las
neurociencias que apoyan falazmente nuevas enfermedades. Para el psiquiatra
estadounidense, el concepto de normalidad “está perdiendo todo sentido; basta
con fijarse lo suficiente para que todo el mundo esté más o menos enfermo",
y critica la mercantilización que expande los límites de los diagnósticos para
"vender enfermedades psiquiátricas y píldoras”, generando lo que denomina
"falsas epidemias". Destaca también la "inflación diagnóstica"
motorizada por "el marketing de la industria farmacéutica" y agrega:
“El negocio de la industria farmacéutica es vender pastillas, y descubrieron
que la mejor forma de hacerlo es vender enfermos y comercializar enfermedad.
Nos han vendido la idea de que los problemas cotidianos se deben a un
desequilibrio químico y requieren una solución química. Los fármacos
antipsicóticos son los productos estrella de la industria farmacéutica. Saturaron
a todos los adultos y, ahora, sus mejores clientes -de por vida- son los niños”.
“A confesión de parte, relevo de pruebas”, reza el conocido axioma jurídico.
Con el
auge de las neurociencias, la humanidad se encuentra bajo la influencia de una
gran campaña publicitaria en cuanto a que hay un progreso imparable en el
descubrimiento de fenómenos orgánicos en el cerebro -puestos en evidencia por los
numerosos estudios de neuroimágenes- y que, efectivamente, se han descubierto
elementos que muestran que la angustia, la depresión o la esquizofrenia son
enfermedades con un sustrato anatomo-patológico como si se tratara de la gripe
o el cáncer, una simplificación que, de manera visionaria, denunciaba el
filósofo francés Michel Foucault (1926- 1984) en “Le pouvoir psychiatrique”
(El poder psiquiátrico). Ya en “Maladie mentale et personnalité” (Enfermedad
mental y personalidad), su primera obra, aparecían sus preocupaciones por ese
sujeto situado entre las relaciones de poder y de saber. Para Foucault, el
hombre está enajenado en una sociedad que ha limitado y robado su libertad
inscribiéndolo en un marco que le resulta estrecho, una sociedad extraña a lo
que el hombre es, lo que desencadena un conflicto permanente que dará origen a
la enfermedad sobre la que se construye la categoría de anormalidad: "Si
se ha hecho de la alienación psicológica la consecuencia última de la
enfermedad es para no ver la enfermedad en lo que realmente es: la consecuencia
de las condiciones sociales en las que el hombre está históricamente
alienado". Así, todo enfoque que asuma la categoría de enfermedad a
partir del binomio normal-anormal, transpone lo real del problema pues toma la
consecuencia como condición ocultando la alienación como lo fundacional de la
enfermedad mental.
Lo concreto
es que a partir del surgimiento del capitalismo en su renovada versión neoliberal
y globalizadora, se ha asistido a la ascensión de las grandes compañías de la
industria farmacéutica con un cambio evidente en el ethos público: la ética
científica pasó a convertirse en una ética comercial como nunca antes había
sucedido. Como resultado de esto, hoy en día los intereses comerciales se han
adueñado de la industria médica creando un frenético festín de diagnósticos,
pruebas y tratamientos. Los datos son apabullantes: en Estados Unidos (país en
el que tienen sus sedes centrales los laboratorios Pfizer, Johnson &
Johnson, Bristol-Myers-Squibb, Abbott, Merck Sharp & Dohme y Lilly, seis de
los más grandes del mundo) uno de cada cinco adultos consume al menos un psicofármaco:
antidepresivos, estimulantes y antipsicóticos que, a la larga, causan más visitas
a los servicios de urgencias y más muertes que las drogas ilegales.
También es grandiosa la magnitud del negocio: miles
de millones de dólares de ganancias generan los antipsicóticos, los
antidepresivos y los psicofármacos
para tratar el trastorno por déficit de atención. Si bien estos datos se
centran en Estados Unidos, el fenómeno es mundial dada la globalización de las
relaciones capitalistas. Así, pueden mencionarse las millonarias facturaciones
de las empresas suizas Novartis y Roche, de la alemana Bayer, de las británicas
Glaxo-Smith-Kline y Astra-Zeneca, y de la franco-alemana Sanofi-Aventis, nacida
de la fusión de los laboratorios Sanofi, Synthélaboy, Hoechst y Rhône
Poulenc. Todas estas compañías utilizan su inmenso poder para defender sus
propios intereses efectuando una extraordinaria presión propagandística de los
medicamentos que fabrican, sean éstos eficaces o nocivos. Explotan al máximo
los fármacos que producen en forma monopólica sin tener en cuenta las
necesidades objetivas de los enfermos y prácticamente no investigan las
enfermedades que afectan a las regiones más pobres del mundo dada su escasa o nula
capacidad adquisitiva. Mientras en las sociedades más avanzadas la gente muere
de afecciones relacionadas total o parcialmente con la edad como las
enfermedades neurodegenerativas, el cáncer o problemas cardiovasculares, en las
menos desarrolladas son las infecciosas, parasitarias o las perinatales las principales
causantes de las muertes. Si, por ejemplo, enfermedades como el dengue, la
malaria, el ébola, el mal de Chagas-Mazza o la tripanosomiasis (enfermedad
del sueño) se dieran en los países más desarrollados, probablemente ya existirían
remedios eficaces y extendidos. Esta desigualdad, reforzada por la neurociencia
y por la industria farmacéutica, demuestra que las investigaciones médicas están
correlacionadas con el negocio del tratamiento y no con la carga de la
enfermedad. Esto es, lisa y llanamente, seguir las normas del mercado, es
decir, la dichosa ley de la oferta y la demanda.
De más está decir que detrás de una buena parte
de los neurocientíficos que investigan hoy el cerebro está alguna de las
grandes corporaciones de la industria farmacéutica. El ya mencionado Allen J.
Frances, por casi cuarenta años miembro de la APA, resalta los lazos de esta
asociación con aquella industria al reconocer que el 56% de sus integrantes
está ligado a esos capitales. Y, dada su manifiesta ideología y teniendo en
cuenta los miles de millones de dólares que se han asignado a la investigación
para los próximos diez años, es razonable pensar que el dogmatismo, el engaño,
las manipulaciones y los abusos de poder serán inevitables. Hay que estudiar
cuidadosa y detalladamente el curso de una investigación científica que,
implícitamente, es sustentada por una ideología precisa. Esto significa
estudiar el cómo, el porqué, el cuándo y el para qué dicha ideología en
determinados momentos facilita o impide la investigación, para retomar los
conceptos y reubicarlos ideológicamente. Si esto no ocurre se caerá
inevitablemente en el riesgo de que la neurociencia se convierta en un negocio de
élites, en un instrumento político.