Desde el
punto de vista histórico, 1664 es considerado habitualmente el año del
nacimiento de la neurociencia moderna. Fue cuando Thomas Willis (1621-1675),
médico inglés y profesor en la Universidad de Oxford, publicó un tratado sobre
la anatomía cerebral, “Cerebri anatome” (Anatomía del cerebro), el primer
gran intento por conocer a fondo el sistema nervioso y, muy especialmente, su
porción encefálica. Muy influido por la obra del filósofo francés René
Descartes (1596-1650) -para quien la comprensión de los trastornos mentales
pasaba por separar cuerpo y espíritu ya que éste, como realidad simple, no
podía ser la sede de enfermedades mentales-, y deslumbrado por los
descubrimientos del médico y fisiólogo inglés William Harvey (1578-1657) sobre
la circulación sanguínea -hallazgos que volcó en “Exercitatio anatomica de motu
cordis et sanguinis in animalibus” (Ejercicio anatómico concerniente al movimiento
del corazón y la sangre en los animales)-, Willis se adentró en una prodigiosa
búsqueda causal en el cerebro del hombre y de distintos tipos de animales.
Junto a un equipo de científicos que colaboraron con él, entre ellos los
prestigiosos físicos Ralph Bathurst (1620-1704) y Richard Lower
(1631-1691), Willis mostró cómo las estructuras del cerebro podrían formar
memorias, dar lugar a imaginaciones, experimentar sueños. Concibió los
pensamientos y las pasiones como una tormenta química de átomos, constituyendo
así la primera investigación moderna del sistema nervioso a la que llamó Neurología
y lo llevó a merecer el título de fundador de la neuroanatomía, la
neurofisiología y la neurología experimental.
Otro hito
en la historia de las neurociencias es el año 1848, el año de las revoluciones
en buena parte de Europa que acabaron con el predominio del absolutismo.
En Estados Unidos, mientras Edgar Allan Poe (1809-1849), genial maestro
del romanticismo oscuro, publicaba en Nueva York su ensayo filosófico “Eureka”
con el propósito de “hablar del universo físico, metafísico y matemático;
material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición
presente y de su destino”, en Vermont, un capataz que trabajaba en la
construcción de los ferrocarriles sufrió un accidente cuando una barra de
hierro le atravesó parte de la cara y las porciones anteriores de la cavidad
craneal. El obrero perdió una gran cantidad de corteza cerebral prefrontal y,
aunque sobrevivió al percance y no sufrió ningún trastorno sensorial ni motor, ni
se le detectaron alteraciones en el lenguaje o la memoria, su personalidad
experimentó un notable cambio. John Harlow (1819-1907), el médico que lo atendió
en un hospital de la ciudad natal de Poe, Boston, dejaría constancia de ello en
un artículo que publicó la revista “Boston Medical and Surgical Journal”: “Su salud física es buena, y me inclino a decir que se ha
recuperado. El balance o el saldo, por decirlo así, entre sus facultades
intelectuales y sus predisposiciones animales, parece haberse destruido. Antes
de su lesión, aunque sin entrenamiento en la escuela, poseía una mente bien
balanceada y era visto por aquellos que le conocían como un hombre inteligente,
enérgico y persistente en la ejecución de todos sus planes. Ahora es impulsivo,
irreverente; manifiesta una escasa deferencia hacia sus compañeros. Es
intolerante con sus limitaciones o con los consejos que se le ofrecen cuando no
coinciden con sus deseos; es a veces muy obstinado, caprichoso y vacilante;
idea muchos planes de actuación para el futuro, los que abandona nada más
organizarlos. A este respecto, su mente ha cambiado por completo”. Este
episodio sirvió para comenzar a evaluar que las lesiones en el lóbulo
frontal podían alterar aspectos de la personalidad,
las emociones y la interacción social, ya que, hasta ese
momento, sólo se lo consideraba como una estructura sin función y sin relación
alguna con el comportamiento humano.
Hacia
comienzos del siglo XX se produjeron grandes avances en el estudio de las
neurociencias. El médico y citólogo italiano Camillo Golgi
(1843-1926) logró importantes resultados con sus estudios de los tejidos
nerviosos en laboratorio. Utilizando el método de la tintura mediante cromato
de plata, identificó una clase de célula nerviosa dotada de extensiones
(dendritas) mediante las cuales se conectan entre sí otras células nerviosas. Este
descubrimiento permitió al patólogo alemán Wilhelm von
Waldeyer Hartz (1836-1921)
formular la hipótesis de que las células nerviosas eran las unidades
estructurales básicas del sistema nervioso. Unos años antes había acuñado el término
“cromosoma” para describir los cuerpos en el núcleo de las células y bautizado
como "neurona" a la célula nerviosa basándose en los descubrimientos
de Ramón y Cajal en su teoría neuronal. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), médico español
especializado en histología y anátomo-patología, había descubierto los mecanismos que
gobiernan la morfología y los procesos conectivos de las células nerviosas de
la materia gris del sistema nervioso cerebro-espinal. Sus conclusiones las
volcó en “Histología del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados”, una
nueva y revolucionaria teoría basada en que el tejido cerebral estaba compuesto
por células individuales. Este conocimiento microscópico de las estructuras
nerviosas también aportó correlatos funcionales de gran valor. No en vano Ramón
y Cajal es considerado el iniciador de la etapa más moderna de las
neurociencias.
Naturalmente
hubo otros investigadores que durante los siglos XVI, XVII y XVIII lograron
notables avances en la ciencia médica que sirvieron como cimiento para el
estudio posterior de las neurociencias. Es el caso, por sólo citar a algunos,
de Costanzo Varolio (1543-1575),
anatomista italiano que creó un nuevo método de disección del cerebro mediante
el cual separó el cerebro del cráneo y comenzó la disección de la base, un
procedimiento que le permitió describir muchas de las estructuras del cerebro
por primera vez, incluyendo la protuberancia anular que comunica la médula
espinal y el cerebro; Franciscus Sylvius (1614-1672), médico anatomista
alemán que investigó la estructura del cerebro humano y descubrió la cisura
cerebral; o François Magendie (1783-1855),
médico francés que estudió la función de los nervios, las modificaciones de la
tensión arterial, el líquido cefalorraquídeo y los pares craneales entre muchos
otros fenómenos fisiológicos, patológicos, anatómicos y toxicológicos.
Ya en el siglo XIX, hubo notables científicos
que impulsarían con sus investigaciones el desarrollo exponencial de las
neurociencias. Louis Pierre Gratiolet (1815-1865), anatomista francés
recordado por su trabajo en la neuroanatomía y la antropología física, por
ejemplo, efectuó una amplia investigación en el campo de la anatomía comparada
y realizó importantes estudios sobre las diferencias y similitudes entre los
cerebros de los diversos primates, cuyos resultados volcó en “Mémoire sur les
plis cérébraux de l'homme et des primates” (Informe sobre los pliegues
cerebrales del hombre y de los primates). También introdujo en su “Anatomie
comparée du système nerveux considéré dans ses rapports avec l’intelligence”
(Anatomía comparada del sistema nervioso considerado en sus relaciones con la
inteligencia) la demarcación de la superficie cortical del cerebro en cinco
lóbulos: frontal, temporal, parietal, occipital e insular. Su compatriota Paul
Broca (1824-1880), médico, anatomista y
antropólogo, hizo a su vez importantes contribuciones al entendimiento del
sistema límbico, aquel conjunto de estructuras cuya función está relacionada
con las respuestas emocionales, el aprendizaje y la memoria. Sin embargo, el trabajo
que resultaría una piedra angular en la historia de las neurociencias fue su
hallazgo del centro del habla en la tercera circunvolución del lóbulo frontal,
un descubrimiento al que llegó estudiando los cerebros de pacientes afásicos.
Las conclusiones de sus observaciones las publicó en dos obras fundamentales: “Sur
le principe des localisations cérébrales” (Sobre el principio de las
localizaciones cerebrales) y “Localisations des fonctions cérébrales” (Localización
de las funciones cerebrales).
En Francia, el neurólogo Guillaume Duchenne (1806-1875),
pionero en el empleo de la electricidad como instrumento de
experimentos psicológicos, desvelaría en base a tratamientos realizados a
sus pacientes, cómo se comportan los hemisferios del cerebro humano,
descubrimientos que volcó en su obra “Mécanisme de la physionomie humaine” (Mecanismo de la fisonomía
humana). Otro francés, el médico, histólogo y anatomista Louis Antoine
Ranvier (1835-1922) descubrió la
mielina, esto es, la capa que recubre el tallo de las células nerviosas;
mientras en Suiza, el anatomista, fisiólogo y embriólogo Wilhelm His (1831-1904)
avanzaba en las investigaciones sobre los vasos y glándulas linfáticas y
revelaba los distintos grados en la formación encefálica de los vertebrados. Vladimir Betz (1834-1894), anatomista e histólogo
ucraniano, descubría a su vez las neuronas piramidales gigantes de
corteza motora primaria, entretanto el anatomista alemán Hubert von Luschka
(1820-1875) detallaba aspectos específicos de los vasos sanguíneos del
cerebro, y su coterráneo Franz Nissl
(1860-1919), explorador de las conexiones entre la
corteza cerebral y el tálamo, popularizaba el uso de la punción lumbar y
ponía en evidencia la existencia de un gran número de estructuras
intracelulares desconocidas hasta entonces, hechos que supusieron una nueva era
en la neuropatología.
En Alemania, el neurólogo
y psiquiatra Karl Wernicke (1848-1905)
también
lograba importantes avances en el estudio de la afasia. En “Der aphasische symptomenkomplex”
(El síndrome afásico), describió lo que más tarde se denominaría afasia
sensorial (imposibilidad para comprender el significado del lenguaje hablado o
escrito), distinguiéndola de la afasia motora (dificultad para recordar los
movimientos articulatorios del habla y de la escritura). Aunque ambos tipos de
afasia son resultado de un daño cerebral, Wernicke descubrió que la
localización del mismo era distinta: la afasia sensorial es producida por una
lesión en el lóbulo temporal; la afasia motora, en cambio, por una lesión en el
lóbulo frontal. También describió, en colaboración con el neuropsiquiatra ruso
Sergei Korsakoff (1854-1900), un tipo de enfermedad cerebral llamada
encefalopatía hemorrágica superior cuyas características son el movimiento involuntario
de los ojos, una profunda conmoción mental y trastornos en el andar. Otro
alemán, mientras tanto, delimitaba la corteza cerebral en cincuenta y dos
regiones distintas de acuerdo a sus características histológicas. Se trata de Korbinian
Brodmann (1868-1918), quien con su "Vergleichende
lokalisationslehre der grosshirnrinde" (Estudios de localización
comparativa en la corteza cerebral), realizó una labor pionera en la
descripción de la corteza cerebral sorprendida en pleno funcionamiento.
Durante
las primeras décadas del siglo XX se destacaron los trabajos orientados a
analizar con detalle la comunicación entre las células nerviosas. Dichas
investigaciones favorecieron enormemente el desarrollo de la fisiología del
sistema nervioso y lograron un mayor entendimiento de los fenómenos celulares
que rigen el traspaso efectivo de la información nerviosa. En ese sentido debe
mencionarse al médico británico Charles Scott Sherrington (1857-1952) por sus
trabajos en el campo de la neurofisiología, estudiando las funciones de la corteza
cerebral y clasificando los órganos sensoriales según el origen del estímulo,
una labor que tendría una gran influencia en los tratamientos y el desarrollo
de la neurocirugía. Del mismo modo, fue trascendental la labor de Aleksandr
Lúriya (1902-1977), neuropsicólogo y médico ruso, fundador de la neurociencia
cognitiva quien, en sus investigaciones basadas en casos de heridas cerebrales
durante la Segunda Guerra Mundial, se puso a la cabeza de
la neuropsicología mundial. Es a partir de ese momento y gracias a las
diferentes pruebas y datos científicos y discusiones sobre las localizaciones
cerebrales y las teorías del funcionamiento unitario del cerebro y de las
conductas superiores cognitivas cuando puede darse por hecho que se inicia la
neuropsicología como ciencia.
Significativamente,
todos estos descubrimientos de las neurociencias vendrían a confirmar la
hipótesis de que el cerebro, lejos de ser un órgano estático, evoluciona
durante el transcurso de la vida guardando las huellas de las experiencias
vividas. Y allí es donde vuelve a aparecer Freud, una de las mayores figuras
intelectuales del siglo XX, quien venía postulando dicha suposición desde
“Entwurf einer psychologie” (Proyecto de psicología), un texto de 1895. Esto,
que comúnmente se conoce como plasticidad, es decir, la huella que deja la
experiencia en la red neuronal, fue confrontado con numerosos trabajos
recientes del campo de las neurociencias. Ciertas huellas emergen en la
conciencia, pero muchas otras quedan ocultas en los meandros del inconsciente.
Para actuar sobre ellas, las mismas que van dejando las experiencias
transitadas por un individuo, el psicoanálisis freudiano proponía una terapia
por la palabra. Hoy, para las neurociencias no existen dudas de que la palabra
puede recomponer la red neuronal, aunque admitiendo que farmacológicamente
puede hacerse más eficaz el impacto de la palabra. Si bien el encuentro entre
las neurociencias y el psicoanálisis no tiene el propósito de inscribirse en
una lógica de comprobación, ambas ciencias confluyen en una pregunta común, la
de la singularidad de cada individuo que se constituye en su devenir como un
ser único cada vez, diferente e impredecible. Las neurociencias, evidentemente,
tienen mucho que ganar si exploran las vías abiertas por el modelo freudiano.
Pero, si
se trata de hacer justicia a la historia de la ciencia se debería retroceder
aún más en el tiempo, más puntualmente hasta la época de Baruch Spinoza (1632-1677),
el filósofo racionalista holandés que, en el siglo XVII, vislumbró que la experiencia
de vida deja marcas en el cuerpo humano. Freud fue, a su vez, un lector de
Spinoza tan atento como ingrato. Sólo lo consideraba “un hermano en la falta de
fe” al coincidir con él en aquello de que las leyes científicas son las que gobiernan
el pensamiento humano. Spinoza había dicho en su “Tractatus theologico-politicus”
(Tratado teológico-político) de 1670 que “el gran secreto del régimen dominante
y su interés profundo consiste en engañar a los hombres, disfrazando bajo el
nombre de religión el temor con que los esclavizan, de tal modo que combaten
por su servidumbre cuando creen que luchan por su salvación”. Freud, por su
parte, en “Zwangshandlungen un religionsübungen” (Actos obsesivos y prácticas
religiosas) de 1907 señaló la similitud entre los actos obsesivos y las
ceremonias religiosas. La diferencia era que “la neurosis obsesiva es la
religiosidad individual y la religión es una neurosis obsesiva universal”. De
todas maneras, anticipando íntegramente la hipótesis freudiana-neurobiológica
de la plasticidad, Spinoza observó que, idénticamente a como se conservan las
impresiones sensoriales en el cerebro, se conservan también las asociaciones
mentales que se han formado en ocasión de encuentros pasados del propio cuerpo
con otros cuerpos. Y dada esta persistencia, una vez que las impresiones
originales se han tornado huellas inscriptas por las cosas que cierta vez
afectaron el cuerpo, la mente es capaz de reactivar dichas huellas, aun cuando
estas no indiquen el verdadero ser de las cosas sino las condiciones vividas
imaginaria y subjetivamente en las cuales el cuerpo propio ha estado en relación
con ellas. Esta capacidad salva a la conciencia de perderse en el flujo donde
todo se olvida: en cada encuentro, el yo, valiéndose de esas huellas, puede
reproducir una y otra vez las mismas asociaciones mentales. Así pues, de alguna
manera las neurociencias se consagran a confirmar aquellas intuiciones que
Spinoza planteara unos cuatro siglos antes que Freud.