Poco se
sabe sobre los conocimientos acerca del cerebro que tenían las antiguas
civilizaciones anteriores a los griegos. La suposición de que el cerebro era un
órgano que causaba enfermedades o conductas anómalas se remonta aparentemente a
los pueblos mesolíticos, los que utilizaban la trepanación como tratamiento
quirúrgico para curar o extirpar el mal que suponían localizado en alguna de
sus partes. Existen numerosos restos humanos con incisiones en el cráneo en los que pueden verse los distintos tipos de perforaciones que se realizaban. Esa variedad
hace suponer que esta práctica quirúrgica pudo haber sido utilizada tanto para prácticas
religiosas como para tratar de curar enfermedades. Edwin Smith (1822-1906), un
norteamericano mercader de antigüedades, adquirió en enero de 1862 a un traficante
egipcio -supuestamente de manera ilegal- un papiro que conservaría hasta su
muerte, cuando su hija lo donó a la New York Historical Society, uno de los
museos de historia más importantes de Estados Unidos. El documento, que pasó a
conocerse como Papiro Quirúrgico de Edwin Smith, es un tratado médico egipcio
que data aproximadamente del siglo XVII a.C. En él aparecen por primera vez términos
médicos específicos como cerebro, fractura y convulsión, y también se describen
procesos fisiológicos, entre ellos el retorno sanguíneo, el sistema nervioso y
la importancia de la columna vertebral como centro de control y movimiento. James
Breasted (1865-1935), director del Instituto de Estudios Orientales de la Universidad
de Chicago durante los años ’20 del pasado siglo, se encargó de la traducción y
es quién sugirió que el autor pudo haber sido un cirujano militar debido a la
gran cantidad de lesiones traumáticas que se describen.
Al igual
que este papiro, el Papiro de Ebers presenta tratamientos para numerosas
enfermedades. El documento, que actualmente se conserva en la Universidad de
Leipzig, Alemania, fue descubierto en 1873 por el egiptólogo alemán Georg Ebers
(1837-1898) en Luxor y data del siglo XVI a.C. Está escrito en escritura
hierática egipcia y contiene la información más voluminosa de la medicina
egipcia antigua conocida. El corazón es presentado como el centro del flujo
sanguíneo, con vasos unidos para todos los miembros del cuerpo, y los
trastornos mentales están detallados de manera tal que se desprende que, para
los antiguos egipcios, no existían diferencias entre las enfermedades mentales
y físicas. Existen además otros papiros tanto o más antiguos que los
mencionados: el de Brugsch, el de Kahoum, el de Hearst, etc. Luego de estos
documentos, deben considerarse los escritos del médico griego Hipócrates de
Cos (460-370 a.C.) como los de mayor calidad y análisis de la antigüedad por cuanto
contienen las primeras explicaciones objetivas sobre enfermedades cerebrales.
En ellas rechazó las supersticiones, leyendas y creencias populares
que señalaban como sus causantes a fuerzas sobrenaturales o divinas. Unos
años más tarde, otro médico griego, Herófilo de Calcedonia (335-280 a.C.),
consideraría que las funciones humanas, las conductas, las pasiones, la personalidad -esto es, la forma en como cada uno se manifestaba y era
percibido por los otros-, estaban organizadas o impulsadas por el alma, y que ésta
estaba situada en el cerebro.
La palabra
“personalidad” proviene del latín “per sonare”, que significa “hablar a través
de” y del griego “prosopón”, que cuyo significado es
“máscara”. Esto
deriva de la práctica en los actores de la época clásica que hablaban a través
de unas máscaras que cubrían sus rostros y que denotaban el carácter del
personaje y de la obra que estaban interpretando. Resulta difícil dar una
definición adecuada de la personalidad, es decir, de la naturaleza del hombre
escondida tras la máscara del comportamiento. Durante mucho tiempo se pensó que
el lóbulo frontal -la gran masa de tejidos que se extiende desde detrás de la
frente hasta el surco central de la corteza cerebral- era el centro del control
emocional y la sede de la inteligencia. Incluso, para tratar ciertas psicosis como
la esquizofrenia y la paranoia aguda, el psiquiatra y neurocirujano portugués
António Egas Moniz (1874-1955) creó en 1936 la lobotomía, un tratamiento
quirúrgico consistente en cortar las fibras nerviosas que unen los lóbulos
prefrontales del cerebro con el tálamo, centro de retransmisión de impulsos
sensoriales. Actualmente se sabe que el lóbulo frontal es el responsable de la
ideación y del juicio, y que proporciona la facultad de formar conceptos -y de
modificarlos- mediante el uso de información procedente de otras áreas del
cerebro tales como la de la memoria. De todas maneras, desde que se conoció que
el lóbulo frontal asumía un papel significativo en la actividad mental
superior, se creyó que ésta era la parte del cerebro esencialmente responsable
de la personalidad, de la combinación de cualidades que hace de cada uno un
ser único.
La idea
viene de lejos, desde el ya mencionado Hipócrates, quien clasificó el temperamento
humano partiendo de la consideración de que existían cuatro sustancias
corporales (humores): sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. La
preponderancia del “humor” sangre originaba individuos sanguíneos; los tipos
flemáticos eran perezosos; los que tenían un exceso de bilis amarilla eran
coléricos; y en los que predominaba la bilis negra, había una tendencia hacia
la melancolía y la depresión. Esas descripciones subsisten todavía en el
lenguaje de la personalidad, y, hasta la aparición de la psicología y la
psiquiatría científicas a finales del siglo XIX, no empezaron a ser formuladas
teorías basadas en la observación clínica y en la investigación. Y no sólo se
buscó explicar en términos científicos la personalidad sino también, con la
intención de descubrir cómo son realmente los seres humanos y por qué se
comportan como lo hacen, se investigaron las causas de la genialidad, aquel
talento fuera de lo común, con una capacidad intelectual extraordinaria, que es
asociado comúnmente a logros sin precedente, creativos y originales.
En ese
sentido, en 1925 el gobierno soviético invitó al físico y neurólogo alemán
Oskar Vogt (1870-1959), director del Kaiser Wilhelm Institut für
Hirnforschung, una institución berlinesa dedicada a la investigación del cerebro,
a que se trasladara a Moscú. Vladimir Ilich Ulianov (1870-1924), más conocido
como Lenin, líder de la Revolución Rusa y fundador del Estado soviético, había
muerto el año anterior y las autoridades contrataron a Vogt para que examinara
su cerebro como punto de partida para establecer en Moscú un instituto dedicado
al desarrollo de la neuropsicología. Luego de
algo más de un año, tiempo que tardó en cortar en 34.000 pequeñas láminas el
cerebro de Lenin para someterlas a estudio, presentó su primer informe:
"El marcado desarrollo de las células piramidales de la corteza cerebral
produjo, forzosamente, una intensificación de la actividad general de las diversas
divisiones del cerebro. El gran número de conexiones procedentes de dichas
células une porciones del cerebro que de otra forma habrían estado ampliamente
separadas, lo que explica, además, el amplio espectro y la multiplicidad de
ideas que se desarrollaron en el cerebro de Lenin; y explica en particular su
capacidad para imponerse rápidamente cuando se veía confrontado con situaciones
y problemas de alta complejidad. La multiplicidad de ideas, junto con la
amplitud y rapidez de su poder para concebirlas, produjeron en Lenin una
intuición fenomenal. En otras palabras, la actividad cerebral de Lenin es
comparable a toda una ola de sonidos estrechamente entrelazados, que se topan
en vértigo unos con otros y, sin embargo, están combinados de tal manera que el
resultado es una poderosa armonía". Semejante informe llevó a los
jerarcas soviéticos a proponerle al médico alemán a que en un futuro trabajase
sobre otros prestigiosos cerebros con la intención de ampliar los conocimientos
en la materia. Así se pensó en estudiar los cerebros del escritor Maksim Gorki
(1868-1936), del poeta Vladimir Mayakovsky (1893-1930) o del famoso
descubridor del reflejo condicionado, el fisiólogo Iván Pávlov (1849-1936),
algo que, para bien o para mal, no sucedería tras sus respectivos
fallecimientos.
El caso de
Lenin no fue el único, ciertamente, en la búsqueda por descubrir el fundamento
neuroanatómico de la genialidad. De hecho, los cerebros de muchas
personalidades destacadas del siglo XX fueron a parar a laboratorios con esa
intención: el del mariscal Józef Piłsudski (1867-1935), artífice de la restauración
de Polonia tras la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, fue minuciosamente
rebanado en 14.000 láminas. Y también el del físico alemán Albert Einstein (1879-1955),
cuyo caso es no sólo singular sino también extravagante. Thomas Stoltz Harvey (1912-2007), el patólogo que le realizó la autopsia
luego de su muerte, le inyectó formol a través de la arteria carótida
interna, lo diseccionó en 240 bloques y los encapsuló en probetas del plástico
que guardó en una caja de cartón. Durante más de dos décadas los conservó en el
refrigerador de su casa de Kansas con la esperanza de que la neurociencia del
futuro fuera capaz de descubrir que era lo que había hecho a Einstein ser tan
inteligente. En 1978 un equipo californiano de neuroanatomistas -dirigido por
los doctores Arnold Scheibel (1930) y Marian Diamond (1926)- logró convencerlo
de que les permitiera tomar algunas pruebas y se llevaron cuatro trozos para
someterlos al microscopio.
Basado en
trabajos previos de la doctora Diamond -que había investigado el inusual
desarrollo de las células llamadas gliales en la corteza cerebral de ratas
introducidas en un hábitat enriquecido-, el enfoque del equipo californiano fue
original: el incremento de células gliales podría ser el reflejo de un mayor
empleo de las células neuronales, y el cerebro de Einstein debería demostrarlo,
como que él mismo había dicho alguna vez que "el juego combinatorio de
signos e imágenes" produce pensamientos productivos. En efecto,
descubrieron que en un área mínima del hemisferio izquierdo había un número de
células gliales mucho más considerable que el habitual en cerebros normales, lo
que les permitió suponer que las células neuronales vecinas, excitadas por la
acción y producción cerebral de Einstein, necesitaban mucho más los servicios
metabólicos que realizan las células gliales. El informe de los doctores
Scheibel y Diamond explicaba que "la cantidad de materia gris no guarda
relación con la genialidad, pero la manera en que las neuronas están conectadas
sí podría tenerla: la gente brillante tiene autopistas neuronales más complejas
y eficientes que las habituales para transmitir información". Evidentemente,
la idea de encontrar la genialidad humana en un punto específico del cerebro tenía
una fascinación semejante a la que en el Medievo provocó la búsqueda de la
piedra filosofal.
A principios del siglo XX, Sigmund Freud (1856-1939),
médico neurólogo austríaco, padre del psicoanálisis, desarrolló una detallada
teoría de la personalidad sustentada en su experiencia en el tratamiento de
pacientes a los que instaba a “hacer consciente lo inconsciente” diciendo todo
aquello que se les ocurriera sin censurarse nada. El neurólogo vienés, quien subrayó
la importancia de los primeros años de la infancia, fue el primer teórico que
elaboró los aspectos del desarrollo de la personalidad. Teorizó acerca del
aparato psíquico y, como se requería de un método aceptado por la comunidad
científica, trató de dar una explicación “tópica”, es decir, designar un lugar
para los procesos que la clínica le mostraba. Es así como formuló su Primera
Tópica formada por tres sistemas: el Consciente, el Preconsciente y el Inconsciente.
Sin embargo la clínica le mostraría que el inconsciente también tenía un
aspecto dinámico y que no siempre habría de llegar a la conciencia. Luego de
muchas elucubraciones, años más tarde, alrededor de 1920, formuló su Segunda
Tópica en la que delimitó tres instancias: el Ello (que sería el polo
pulsional, inconsciente), el Yo (mediador entre el Ello, el Superyo y la
Realidad), y el Superyo (donde se ubica la conciencia moral, la auto observación
y la formación de ideales). Aunque resulta difícil poder establecer un
paralelismo entre ambas tópicas, a grandes rasgos podría verse así: los sistemas
Inconsciente, Consciente y Preconsciente definidos en la etapa 1913-1915 se
corresponden a las instancias formuladas a partir de 1920 del Ello, el Yo y el
Superyo respectivamente.
El psiquiatra suizo
Carl Gustav Jung (1875-1961), quien trabajó en su juventud con
Freud y formó más tarde su propia escuela de psicoanálisis, elaboró su propia teoría
de la personalidad, compleja y más bien mística, en la que incluyó tanto los
factores derivados de las experiencias vividas por el individuo que han sido
reprimidas u olvidadas, como los modelos de comportamiento y los recuerdos
derivados del pasado ancestral del hombre. Por el contrario, el médico y
psicoterapeuta austríaco Alfred Adler (1870-1937), también en un principio
discípulo de Freud, consideraba la consciencia como el centro de la
personalidad ya que sostenía que los seres humanos eran conscientes de las
razones que determinaban su conducta.
El neurocientífico
británico Francis Crick (1916-2004), uno de los descubridores en 1953 de la
estructuración en doble hélice del ADN junto al biólogo estadounidense James
Watson (1928), dedicó la ultima etapa de su vida científica al estudio
de la conciencia. Buscando los correlatos neuronales mínimos necesarios para
dar lugar a un aspecto específico de la conciencia, Crick señaló en su obra “The
astonishing hypothesis: the scientific search for the soul” (La búsqueda
científica del alma: una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI), que “todas
nuestras alegrías y sufrimientos, nuestras ambiciones y memorias, el sentido de
nuestra identidad y de nuestro libre albedrío, no son más que el funcionamiento
de amplias redes neuronales y de las moléculas asociadas a estas conexiones
neurales”.
Como
quiera que sea, que el cerebro está involucrado en la ejecución del conocer y
del querer es una constatación antigua, la que se desarrolló al comprobar que
las lesiones de la cabeza podían provocar un deterioro de los procesos
mentales. A pesar de la tesis platónica que sostenía que el alma podía existir
al margen del cuerpo y de las vacilaciones aristotélicas a la hora de atribuir
una función al cerebro, ya en la Edad Media el científico persa Ibn
Sina (980-1037), más conocido por su nombre latinizado Avicena, uniendo
la práctica de la medicina al cultivo de la filosofía elaboró la tesis de que
el cerebro era el órgano implicado en la actividad cognitiva y afectiva del
hombre y el que explicaba enteramente su conducta.